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Las calles por las que paseo cada día, por las que voy al cine o al supermercado o a la tienda de discos, son las mismas que pinta Richard Estes en sus últimos cuadros, y la luz también es idéntica, el sol en las esquinas y el cielo azul sobre las cornisas de los edificios de Broadway, como si estuviera pintando ahora mismo, en este otoño frío y despejado, y una de las figuras que aparecen en ellos pudiera ser la mía. De algún modo siempre encuentro en Richard Estes los lugares que más me gustan de la ciudad, los que impremeditadamente se han ido vinculando a mi vida, los lugares y los tonos exactos de la luz, el agua herrumbrosa del Hudson en un muelle al atardecer, el sol en la mañana de domingo, el rojo profundo de los letreros luminosos al fondo de una calle oscura. En Madrid, un día, en la pared de una galería de arte, me atrapó sin previo aviso la nostalgia de las mañanas soleadas y tranquilas de los días de fiesta en Manhattan porque vi un cuadro de Richard Estes que representaba Union Square desde la esquina de University Place y la calle 14. No era el reconocimiento objetivo que permite, hasta cierto punto, una fotografía, sino la sensación de estar de verdad allí, justo en esa esquina en la que me he parado muchas veces esperando el cambio del semáforo. Los árboles de Union Square en primavera, con el verde nuevo y claro de las hojas, las cornisas de color de bronce de los edificios, la desembocadura oblicua y algo sombría de Broadway hacia el norte, los altos tejados de pizarra con mansardas y el ladrillo rojo de este edificio en el que está la librería Barnes & Noble, y por encima el cielo azul, liso, vibrante, el cielo de las mañanas frías y de las tardes serenas de otoño, de un azul muy claro, con veladuras blancas, pintadas con un pincel finísimo, como celajes de nubes demasiado tenues como para tener una forma plenamente visible. Mirar ese cuadro no era recordar la plaza, era haber regresado a ella, disponerme un sábado por la mañana a merodear por los puestos del Farmer’s Market, el mercado al aire libre de los granjeros, bajo la penumbra de los árboles y de los toldos, entre la gente lenta y perezosa, parejas abrazadas muy semejantes a nosotros y padres con niños pequeños sobre los hombros, entre los olores terrenales, vegetales, calientes, el del pan recién hecho y el de las manzanas pequeñas y sabrosas, la fragancia del tomillo, de la yerbabuena, de la tierra todavía húmeda que mancha las patatas recién arrancadas y queda en pequeños grumos entre las delgadas raíces de las zanahorias. Parado delante del cuadro la nostalgia de Union Square era una cosa tan material como la saliva que fluye en la boca a causa del olor de las manzanas, como la anticipación que tiene el paladar del jugo del primer mordisco. Vuelven los aromas y los colores de los frutos de la tierra, el verde fuerte de las espinacas, con sus breves tallos rosados, como patas de perdices, los amarillos y naranjas de las calabazas, el blanco tierno de las hojas de apio y de los tallos de acelga, el rojo agreste de los tomates, que parecen tomates de Matisse, el rosa fuerte de los rábanos, el violeta suntuoso de las berenjenas. Y envolviéndolo todo, vuelve también la presencia cálida y caminadora de la gente, los compradores solitarios y las familias jóvenes con niños, las mujeres maduras con gafas de sol y uñas pintadas de rojo, las vendedoras de mandil blanco y gesto afable que anuncian los huevos más frescos, las mermeladas más dulces, todo el mundo abandonándose a la sagrada holganza del sábado, cada cual atento a las preferencias de su paladar o de su mirada, probando una raja de manzana, un trozo de apio, una zanahoria, con la felicidad de una eucaristía terrena, la de la abundancia de los frutos que regala la tierra y que multiplica el esfuerzo y la atención cuidadosa de los seres humanos. Es justo aquí, tan lejos, donde cada vez que vuelvo recobro los olores del mercado de abastos en el que mi padre tenía un puesto de hortalizas cuando yo era niño. En Union Square un niño de dos o tres años subido sobre los hombros de su padre tiene una majestad de marajá oscilando en lo alto de un elefante, como de niño Jesús que viaja gozosamente a hombros del san Cristobalón de las catedrales españolas. Tan lejos de Manhattan, de Union Square, he visto ese cuadro de Richard Estes y he sentido que regresaba y a la vez he cobrado melancólicamente conciencia de la lejanía, del grado de mi añoranza y de mi exacta memoria. Pero ahora, en una galería de la calle 57, los lugares que pinta Richard Estes no están al otro lado del mundo, sino quince o veinte calles más al norte, en Broadway, en Amsterdam Avenue, en Columbus Avenue, en el barrio de donde yo mismo he venido esta mañana, y por donde él debe de pasearse con más constancia aún que yo, con una dedicación profesional y monástica a los oficios del caminante, a los placeres solitarios de la observación. Reconozco en los cuadros los escaparates resplandecientes de las tiendas de alimentación, Citarella, Zabar’s, los juegos de espejos de las cafeterías, la belleza simple, súbita, casual, de un grupo de comensales en una terraza, a mediodía, la penumbra ligeramente húmeda de los toldos, sobre los grandes cajones de fruta, la luz que absorben las hojas de una acacia y la que resbala sobre el cristal curvado y la carrocería de un coche, el tiempo detenido en un minuto exacto. Richard Estes es un hombre que vive solo en este barrio, me han dicho, que cuando viaja al extranjero para alguna exposición prefiere que lo dejen solo, que no lo agasajen demasiado, y se va por ahí con una cámara de fotos siempre dispuesta, quizás con un cuaderno de dibujo. En un cóctel, hace unos días, me indicaron su presencia, y aunque alguien se ofreció a presentármelo me pareció más discreto decir que no. Pero me hubiera gustado mucho contarle cuánto me gustan sus cuadros, con qué fuerza me llevan a los lugares que retrata, me vuelven consciente de la tensión aguda y fugaz del tiempo, de la luz pasajera de cada segundo del día y los laberintos visuales que continuamente se tejen y destejen en las calles, entre la gente que pasa y los cristales que reflejan las cosas: me hacen mirar mejor, con más atención y más claridad. Sin acercarme a Richard Estes lo observo entre el público que conversa y sostiene vasos en el cóctel: tiene una presencia neutral, más bien soluble entre la gente, la de un hombre bien vestido, sin estridencia, no muy alto, de cierta edad, con el pelo blanco. Me gustaría ver de cerca el color y la expresión de sus ojos y fijarme en sus manos. Quizás nos hemos cruzado más de una vez por las calles del Upper West Side y yo no he sabido reparar en él.