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Gracias a los Starbucks, que están en todas partes, se puede hacer en Manhattan una vida de café tan haragana como en una capital de provincia española de hace cincuenta o sesenta años. En el café se está solo y se disfruta a la vez de la compañía rumorosa de la gente. El café, como sabían bien los españoles de hace dos o tres generaciones, es un buen sitio para ver pasar la vida, para observar de cerca y a la vez no comprometerse, no sentirse atrapado o encerrado. En las pequeñas mesas redondas de los Starbucks siempre hay gente solitaria que lee el periódico, estudia apuntes, se embebe en un libro, aparta los ojos de la lectura para mirar a la calle, trabaja en ordenadores portátiles. Los domingos suele haber más gente que conversa, y ese fondo de voces hace compañía y corrige en parte el ensimismamiento del extranjero. No hay camareros que importunen, que estén vigilando en espera del momento justo en que uno apura su bebida para preguntarle si quiere tomar algo más, indicándole con su impaciencia que si ha terminado lo mejor será que desaloje su mesa para que la ocupe otro cliente. En el Starbucks, o el Coffee World, que es una cadena muy parecida, aunque más modesta, uno puede pasarse el día entero con un solo café, o con un vaso de agua, o sin tomar nada, y eso le permite una placidez semejante a la que sin duda disfrutaban nuestros abuelos en los antiguos cafés españoles. En casa uno fácilmente puede sentirse encerrado, agobiado por la falta de horizonte, por la excesiva familiaridad de las cosas. En el café se es a la vez sedentario y transeúnte, y si uno tiene la suerte de ocupar una mesa junto al ventanal, la situación es admirable, perfecta: uno es la estampa involuntaria del desconocido que mira la calle tras los cristales del café, y esa figura, ese anonimato, le concede una visión alejada y un poco novelesca de sí mismo. Escribiendo en el café uno no se aparta del mundo exterior para recluirse en la claustrofobia de la literatura. Como decía González Ruano, lo que se escribe en el café queda empapado, transido por las cosas que están ocurriendo alrededor de uno, tiene una respiración más generosa, una cualidad de inmediatez, de azar, de la que carece la escritura hecha en el cuarto de trabajo, en el espacio algo oficinesco y mezquino de la tarea de todos los días. Yo he tenido que venir a Manhattan para recobrar mi propensión a la gandulería errabunda y darme cuenta de mis dotes hasta ahora ocultas para la vida de café, que quizás mi padre fue el primero en intuir hace muchos años, en mi primera adolescencia, cuando un serial de la televisión en blanco y negro que veíamos en nuestro modernizado comedor rural le confirmó sus sospechas sobre la insolvencia de mi carácter y sobre el futuro penoso que me aguardaba en la vida si persistía en mi afición por quedarme hasta las tantas leyendo libros o escribiendo a máquina. Aquel serial se llamaba El último café, y su escenario único era un café con veladores, columnas y espejos que estaba a punto de cerrar para siempre, y en el que había camareros sentenciosos con acento castizo de Madrid y bohemios de diversa catadura, entre ellos un escritor miope y hambriento que se llamaba García, y que andaba siempre lampando con sus manuscritos bajo el brazo, gorroneando cafés y meriendas a los otros parroquianos. Mi padre, como muestra de la consideración que le merecían mis aficiones literarias, adoptó la costumbre de llamarme García, y debió de suponer, viéndome tan poco voluntarioso para los trabajos del campo, que si yo quería irme a Madrid no era para estudiar, sino para pasarme la vida en los cafés, mano sobre mano, tan pálido de no tomar el sol y quizás tan miope y tan grillado de leer en exceso como el García zángano y gorrón de la serie. En un Starbucks de Manhattan sonrío acordándome de mi padre y de aquel apodo y comprendo que no iba tan descaminado, aunque a mí, con malhumor de adolescente, me sentara tan mal su ironía. Vivo, aunque sólo sea transitoriamente, como un literato antiguo de provincias, como un cesante o un funcionario absentista que se sienta a media mañana en el café, adonde traigo conmigo los instrumentos livianos de mi oficio, las pocas cosas elementales que necesito, un cuaderno y un rotulador, y nada más. El cuaderno va conmigo y no pesa nada, me acompaña a todas partes sin imponerme su presencia, perro fiel de mi alma, como decía del suyo Witold Gombrowicz, y cuando lo abro por una página en blanco junto a una ventana del café es como si en ese espacio limpio e intacto estuvieran ya palpitando las palabras que todavía no he escrito, se insinuaran como en la transparencia de una bola de adivino las imágenes, las sensaciones y los rostros de la ciudad que no he visto todavía. Como en Manhattan hay tantos niños pequeños, sobre las voces amortiguadas del Starbucks Coffee se levanta vigorosamente el llanto de un bebé.