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El cónsul deja de hablar y nos quedamos en silencio, congregados a su alrededor, como esperando todos que siga contando, con esa voz civilizada y persuasiva que vuelve tan vividos los pormenores relevantes de una historia. Uno de los comensales ya se ha marchado, el cardiólogo que es una eminencia internacional en su especialidad, un hombre fornido, atractivo, maduro, con los ojos muy claros, con aire de galán sólido más que de científico, sin sombra de petulancia, muy atento a lo que se le cuenta, con una atención para escuchar que tiene algo de curiosidad instintiva y de actitud profesional: la atención del que escucha las palabras con que un paciente le describe su dolencia y las irregularidades delatoras en su manera de respirar o en los latidos de su corazón. En España casi cualquier literato que haya alcanzado un cierto grado de celebridad, o que alimente el rencor comparativo con otros que son un poco más célebres que él, o que tengan algo que él piensa que merece más, se exhibe con arrogancia y no considera digno de su jerarquía prestar atención a nada que no tenga que ver con él mismo, con su obra: y este hombre, el cardiólogo, que seguramente sabe de lo suyo más que nadie en el mundo, y que con su trabajo y su talento es capaz de salvar vidas, carece por completo de cualquier rasgo de altanería y mira atentamente con sus ojos claros y cordiales y escucha con la intensidad de quien no quiere perderse el menor matiz de una información muy valiosa, hasta ahora desconocida para él. Ha explicado que se levanta cada día a las cuatro de la mañana, con un fuerte y cordial acento catalán al que se le superponen ya entonaciones norteamericanas, porque lleva viviendo en Nueva York media vida, lo cual se nota mucho también en sus gestos, en su manera rápida de llegar y de marcharse, con una conciencia del valor del tiempo en la que no queda nada de poltronería española. Tantos años fuera del país le dan una visión de él que a los demás nos parece al mismo tiempo equilibrada e ingenua, sin el exceso de vehemencia con que hablamos los otros, sin nuestra tolerancia fatigada o cínica hacia las insensateces que se nos han vuelto habituales, pero que vistas desde la distancia de otro continente y examinadas sin el narcótico de la familiaridad cobran su verdadera dimensión de absurdo. Viajar sirve sobre todo para aprender sobre el país del que nos hemos marchado. En la cena el cardiólogo nos cuenta, todavía con estupor, la tormenta política en la que se vio envuelto el verano último, cuando lo llamaron a Nueva York de su pueblo o de su barrio natal para invitarlo a que diera el pregón de las fiestas. Dijo que no al principio, explicó que llevaba muchos años viviendo fuera, pero le insistieron tanto que por fin accedió. Acordándose de los emigrantes andaluces, murcianos y extremeños que habían llegado cuando era niño a su tierra, y pensando en las mezclas de gentes que conviven cada día en Nueva York y en las nuevas oleadas de extranjeros que venían ahora a Cataluña a ocupar los trabajos que habían hecho en los años cincuenta los recién llegados de otras partes de España, ideó un discurso que fuera una celebración de la pluralidad, del extraordinario clima humano que puede establecerse cuando se reúnen en el mismo lugar gentes de lenguas diversas llegados de partes lejanas del mundo, unidos por la voluntad de salir adelante y de entenderse entre sí. Todo les pareció perfecto a los organizadores, hasta que el cardiólogo, para poner en práctica lo mismo que ensalzaba, empezó a saltar del catalán al castellano, del castellano al catalán, con la magnífica flexibilidad intelectual de los bilingües. Aún no entendía, cuando nos lo contaba, varios meses después, por qué de pronto se habían indignado tanto con él, por qué aquellas personas que tan partidarias parecían del mestizaje y de la variedad lingüística le reprochaban escandalizados que hubiera usado dos lenguas. «No entiendo nada», dice el cardiólogo, con todo su acento anglosajón y catalán, alzando sus hombros ensanchados por el ejercicio físico y por las hechuras de su ropa norteamericana, «será que llevo demasiado tiempo viviendo fuera». Se levanta en seguida y se despide con espléndida cordialidad y sin perder un minuto, después de mirar su reloj sin ningún apuro, con esa falta de disimulo para medir el tiempo que a los españoles nos sorprende de los americanos tanto como su impudor para hablar de dinero.