Capítulo 9
LA LOCURA DE NUESTRO TIEMPO
EL TIPO DE LOCURA
La pregunta que se plantea es la siguiente: ¿qué fundamento tiene describir como locura el estado de nuestra sociedad? Leopold Bellak, un destacado psiquiatra, psicólogo y psicoanalista, realiza el siguiente diagnóstico clínico del estado psicológico de la sociedad moderna: «Si estar loco significa pasarlo mal para adaptarse al mundo tal como es (una definición que yo comparto), entonces la sociedad está loca».[46] Sin embargo, aunque estoy de acuerdo con él respecto a este diagnóstico, no estoy tan conforme con su razonamiento. Si el mundo en que vivimos, es decir, el mundo de la cultura, es irreal, entonces la incapacidad para adaptarse a él no se puede considerar una locura. Tal como yo lo veo, los narcisistas están perfectamente adaptados a nuestro mundo; suscriben sus valores, siguen el flujo de sus pautas constantemente en cambio y se sienten como en casa con su superficialidad. Aquellos de nosotros que tenemos un sentido del pasado, que más que el cambio buscamos la estabilidad y la seguridad, y que no tenemos fe en los sistemas informáticos, nos encontramos con verdaderas dificultades para adaptarnos. Yo personalmente, me altero cada vez que cambia el precio de un producto de consumo corriente como resultado de la inflación. ¿Quién está loco y por qué?
Como hemos visto en el capítulo 7, para un tribunal de justicia no existe el concepto de locura relativa. A un individuo se le declara loco o cuerdo. Esta decisión es necesaria para determinar si una persona es responsable de un delito y enviarla a la cárcel, o si por el contrario no lo es y hay que llevarla a un centro para que reciba tratamiento. Pero esta posición radical no encaja en un punto de vista basado en el sentido común, que reconoce que estas cosas raramente son blancas o negras y que la gente puede estar parcialmente loca, incluso aunque parezca que funciona con normalidad. Yo creo firmemente en el sentido común, porque representa la experiencia acumulada de muchas personas. Por ello, estoy de acuerdo con la idea lógica de que la conducta autodestructiva debe ser considerada como una locura. El comportamiento narcisista se incluye dentro de esta categoría.
¿Qué se puede decir acerca de la naturaleza de la locura? Como ya he mencionado, la locura declarada se puede determinar en base a la falta de contacto con la realidad de la persona, que generalmente se evidencia como una desorientación espacio-temporal. Los psiquiatras formulan a los pacientes preguntas del tipo: «¿Sabe qué día es hoy? ¿Sabe quién es usted?». Si el individuo es incapaz de responder correctamente a estas preguntas, esto se considera una prueba bastante clara de desorientación, de pérdida de contacto con la realidad, y por tanto de locura.
Pero cuando una persona ha desconectado de sus sentimientos, ¿ha perdido el contacto con la realidad? Cuando un individuo se identifica con su imagen o falso yo, ¿sabe realmente quién es? Cuando está convencido de que una persona sin poder se verá utilizada y humillada, ¿no está un poco loco? En otras palabras, ¿hay un cierto grado de locura en la personalidad narcisista?
Recordemos lo que en el capítulo 1 he descrito el espectro de los trastornos narcisistas. Aquí se incluye la personalidad paranoide, que tiene rasgos megalomaníacos. Pero, la megalomanía no es exclusiva de los individuos paranoides. En un grado u otro, se puede encontrar en todos los esquizofrénicos. Un enfermo mental que se cree Jesucristo o Napoleón tiene una imagen grandiosa de sí mismo. Todo esquizofrénico tiene una imagen hinchada del yo, que no coincide con la realidad. Pero ¿toda imagen desmesurada es irreal? Y si lo es, ¿la expresión de la irrealidad no es en sí misma una idea de grandiosidad y por tanto un signo de cierto grado de locura?
La pregunta que surge aquí, como ha surgido en otras partes de este estudio, es la siguiente: si el narcisista está loco en un grado u otro, y el esquizofrénico es narcisista, ¿cuál es la diferencia y la relación entre ambos? Bellak aporta un criterio para responder a esta cuestión: a saber, la capacidad para adaptarse. El esquizofrénico no es capaz de adaptarse a su entorno o de afrontarlo, mientras que el narcisista sí puede hacerlo. Por supuesto, lo consigue sólo en el plano superficial, pero aun así le sirve para no perder del todo el contacto con la realidad o para defenderse contra la locura que subyace en él. Este concepto también se aplica a todos los neuróticos, porque hay cierto grado de narcisismo en cada uno de ellos. Esto significa que existe también un componente de esquizofrenia en todos los neuróticos.[47] Sin embargo, los diagnósticos clínicos a menudo se basan en la sintomatología más evidente, con el resultado de que generalmente se ignoran las tendencias esquizoides y narcisistas que subyacen en lo más profundo de la personalidad.
Una persona no estará en contacto con la realidad de su ser en la medida en que su identidad se base en una imagen. Aunque pueda parecer orientada y plenamente conectada con la realidad en todos los demás aspectos, habrá una línea de ruptura en su personalidad —por muy fina que sea esta línea— que constituirá una cierta tendencia a la locura. A medida que el grado de narcisismo aumente, la brecha se ensanchará, aunque continuará bajo la superficie y seguirá siendo fácil ocultarla. Así, el espectro del narcisismo también se puede considerar como una escala de grados de locura. En un extremo se encuentra el fálico-narcisista, cuya conducta está tan en sintonía con la cultura occidental que nadie cuestionaría su cordura; en el otro extremo se halla el esquizofrénico paranoide, cuya locura es evidente. Entre un extremo y otro se sitúa el carácter narcisista, la personalidad límite y la personalidad psicopática.
Veamos ahora las personalidades psicopáticas. A veces, su conducta puede ser tan extraña y tan autodestructiva que no resulta difícil dudar de la cordura de estos individuos. Con todo, cuando se les somete a examen, uno se encuentra con que están plenamente orientados en la situación, que los aspectos cognitivos no están alterados y que sus respuestas son lógicas y convincentes. En la idea de la locura subyacente en la personalidad psicopática se basa la tesis The Mask of Sanity,[48] de Hervey Cleckley, profesor de psiquiatría. Su libro contiene las historias de una serie de casos detallados, de personas con comportamientos claramente psicopáticos, como por ejemplo mentiras, robos, falsificaciones, embriaguez alcohólica, escándalo público y promiscuidad sexual. Lo más sorprendente acerca de estos individuos era que hablando con ellos o escuchándolos costaba creer lo que habían hecho, si no fuera porque sus actos estaban documentados. Le causaban la impresión al entrevistador de que eran personas sinceras, honestas, despiertas, inteligentes y perceptivas.
EL HISTORIAL DE ANNA Y JOHN
Cleckley describe el caso de Anna, una mujer que a los cuarenta años impresionaba por su energía, su simpática espontaneidad y su radiante juventud. Su compostura y sus modales sugerían buena educación y formación académica. Hablaba con sencillez pero de manera inteligente, y sabía bastante de muchos temas. Cleckley comenta que uno se inclinaría a no dar crédito al historial de Anna, incluso conociéndolo, a la vista del «evidente carácter de aquella atractiva mujer».
Para comprender su historia, es necesario conocer que Anna nació en la primera década del siglo XX en el seno de una familia rica de Georgia. Esto significa que se la educó para ser una «dama», de las que llevaban guantes blancos y sombreros elegantes. Sus antecedentes se inician por la época en que Anna era una adolescente que iba al instituto. Diez chicos formaron un club para compartir la experiencia de los favores sexuales de Anna. Cuando esto se hizo público, los padres de la joven se quedaron pasmados y optaron por enviarla a un internado. Sin embargo, allí se comportó de tal forma que acabaron expulsándola. Empezó con infracciones pequeñas de las normas, como por ejemplo fumar, faltar a las clases y ser irrespetuosa, y continuó con mentiras, engaños y pequeños hurtos. Siguió con esta pauta de conducta en la media docena o más de escuelas a las que la fueron enviando. Había un demonio en su interior que parecía deleitarse escandalizando a la gente. En una de las escuelas donde estuvo, colocó preservativos alrededor de los cojines de los sofás que había en la sala donde se permitía que se encontrasen chicos y chicas, de forma que apareciesen a la vista cuando la gente se sentaba. Supongo que hoy en día nadie se escandalizaría por eso, pero la cultura del entorno de Anna todavía era victoriana. En otra de las escuelas, escribió en la puerta de la oficina del sosegado profesor de latín: AQUÍ HAY UN COÑO CALIENTE DISPONIBLE —Y BARATO.
Al dejar la escuela, Anna inició una carrera de promiscuidad sexual, que incluyó ligues que encontraba en los bares y en la calle, y en ocasiones sexo en grupo. Después de unas copas en algún local nocturno, ella y un grupo de hombres cogían el coche, se iban a las afueras y allí todos ellos copulaban por turnos con Anna. Estuvo casada varias veces con hombres por los que no sentía nada y nunca le fue fiel a ninguno de ellos. Esta conducta tuvo lugar mientras Anna «en la comunidad pasaba por ser una mujer de confianza, conformista y atractiva. La mayor parte del tiempo se mostraba serena y educada, y era un ejemplo de buena conducta».[49] Durante un tiempo, incluso dio clases en la Sunday School. La ética de que hacía gala en la enseñanza era admirable y su aparente sinceridad causaba muy buena impresión.
El diagnóstico de personalidad psicopática es claro a partir de su pauta de conducta, a pesar de que no había indicios evidentes de luchas de poder o delirios de grandeza. Nunca dio señales de que experimentase alguna emoción con lo que hacía. Incluso cuando sus actividades sexuales y sus actos diabólicos surgieron a la luz pública, no demostró vergüenza, temor ni consternación. Con relación a sus aventuras sexuales, Cleckley dice que lo más probable es que «esta mujer tuviera una motivación sexual consciente por debajo de lo habitual, y que la característica más significativa de sus experiencias sexuales era que a pesar de las frecuentes respuestas mecánicas, éstas tenían muy poco valor para ella».[50]
La actividad sexual de Anna significaba muy poco para ella porque no tenía sentimientos. Era en gran parte algo mecánico. Carente de sentimientos, no podía experimentar culpabilidad, vergüenza o remordimientos. Pero la cuestión es ¿por qué lo hacía si no sentía nada? ¿Cuál era su motivación? Cleckley no ofrece ninguna respuesta a estas preguntas, ni lo pretende. Pero sí hace un comentario muy significativo acerca de esta mujer. A partir del reconocimiento de que las emociones normales como el amor, el odio, la alegría y el sufrimiento estaban ausentes en la personalidad adulta de Anna, afirma: «No digo que Anna nunca haya amado, odiado o sufrido. Creo que hubo un tiempo en que probablemente sí lo hizo, precozmente y con una intensidad superior a lo habitual. Sin embargo, todo eso está ahora más allá de una cortina de hierro».[51] Esta cortina de hierro es la negación de los sentimientos tan característica de las personalidades narcisistas.
Una exteriorización psicopática de los impulsos como la de Anna, se puede explicar psicológicamente como el rechazo de los valores parentales y la rebelión contra ellos. A partir de lo que el psicoanálisis nos ha enseñado, también podemos explicar su comportamiento como una forma de vengarse del progenitor que la hirió. Puede que Anna no sintiera ninguna pena por su fracaso en comportarse como una chica «normal», pero sus padres sí. Si ellos sufrían a consecuencia de la conducta de Anna, podemos asumir que eso es precisamente lo que ella pretendía. El comentario de Cleckley apunta hacia la existencia de alguna herida profunda, en los primeros años de la vida, a la que Anna reaccionó suprimiendo los sentimientos. Quizá su padre la sedujo y la rechazó después cuando afloraron en ella los sentimientos sexuales que él había provocado. Esto es algo frecuente. Puede que hubiera hipocresía en la familia. El probo ciudadano, padre y marido, quizá tenía un corazón libertino. Esto también es posible.
Estos supuestos podrían aplicarse a algunos aspectos de la conducta de Anna. Pero dejan sin respuesta la pregunta de por qué actuaba de la manera que lo hacía. No obstante, antes de entrar a examinar esta cuestión, veamos otro de los casos de Cleckley.
Según expone este autor, John, un médico de éxito, estaba muy bien considerado en su comunidad. A diferencia de Anna, se había adaptado bien a la vida. No obstante, su historial incluye una serie de delitos cometidos sin motivo aparente, que empezaron durante la infancia y se fueron haciendo más graves a medida que se hizo mayor. Por ejemplo, perdió diversas oportunidades muy prometedoras en el hospital donde trabajaba, por llegar borracho al trabajo, o a causa de sus explosiones de conducta y lenguaje obscenos. Se vio obligado a marcharse de una ciudad donde estaba bien situado profesionalmente, debido a un escándalo que salió a la luz, relacionado con una escapada a un prostíbulo. Durante una fiesta salvaje con otro amigo y dos prostitutas, en la que bebieron mucho, le arrancó el pezón de un mordisco a una de las mujeres. Aunque llegó a un acuerdo de mucho dinero con ella y evitó ir ajuicio, se vio obligado a dejar la zona. Aquel incidente no le hizo escarmentar. Continuaron produciéndose constantemente los episodios de excesos con el alcohol y las drogas, en fiestas en habitaciones de hotel donde destrozaba los muebles y desde las que llamaba a su mujer para decirle que iba a suicidarse. ¿Por qué? ¿Qué fuerzas impulsaban a este hombre a una conducta tan obviamente autodestructiva, a beber hasta el punto de perder el control de sus actos?
LA CUESTIÓN DE LA CONDUCTA AUTODESTRUCTIVA
Para comprender la conducta autodestructiva, hay que aceptar que no puede ser un conjunto de actos disparatados. Considerar que una acción no tiene sentido, es negar que algo interno dirige la vida. Pensar que la identidad es caótica o que los impulsos son tan fortuitos como el movimiento de las moléculas, contradice el sentido común. Un organismo vivo es un sistema muy organizado, gobernado por dos poderosos instintos —uno es el de conservación y el otro el de perpetuación de la especie—. La conducta autodestructiva va directamente contra el primero de ellos, y aún así no se detiene. Hay personas que se suicidan, pero tienen sus razones, razones que son importantes para ellas. También hay gente que sacrifica su vida en hazañas heroicas, lo que sugiere que hay fuerzas en la personalidad humana que son más fuertes que el instinto de supervivencia. Yo creo que una de estas fuerzas es la que nos hace sentir que la vida debe tener un sentido, algún significado. Para muchas personas, la expectativa del placer ya es motivo suficiente para vivir. Cuando digo placer, no me refiero al hedonismo autoindulgente, sino a aquel sentirse bien que procede de la salud y de la capacidad de entregarse plenamente a la actividad que los tiempos requieran. En estos términos, no valdría la pena vivir una vida sin esperanza de placer, en la que únicamente hubiera la certeza del dolor. Sin un motivo por el que vivir, una persona se encontrará tentada de acabar con su vida, para así evitar el dolor y el sufrimiento. Para un enfermo terminal de cáncer, por ejemplo, tendría sentido actuar de esta manera.
Por supuesto, se podría argumentar que mientras hay vida hay esperanza. También se puede plantear la cuestión ética de si una persona tiene derecho a acabar con su propia vida. Si dejamos aparte el valor de tal acción, se puede decir que, bajo determinadas circunstancias, el suicidio tiene sentido —o por lo menos lo tiene para la persona que lo lleva a cabo—. Lo que se deduce de esto es que hay otras formas de conducta autodestructiva que pueden ser comprensibles, si se conoce el estado interior de la persona. El alcoholismo, por ejemplo, es susceptible de una interpretación similar a la del suicidio —a saber, que la adicción proviene del intento de escapar de sentimientos intolerables de dolor, ansiedad o frustración—. Los alcohólicos beben para insensibilizarse y no sentir su tormento interior. Por supuesto, fallan en el intento, porque el alivio que obtienen es momentáneo, y la vuelta a la realidad resulta aún más dolorosa que antes. Todos estos intentos de escapar de uno mismo fallan; el único escape real de la vida es la muerte.
Además de intentar huir del dolor, la conducta auto-destructiva tiene otra motivación: el deseo inconsciente de vengarse de alguien, de hacer sufrir a quien causó la herida. «Os vais a arrepentir», es el mensaje del suicida a su familia y amigos íntimos. Sin embargo, yo no creo que sea ésta la motivación principal. El trabajo terapéutico que he llevado a cabo con pacientes alcohólicos me ha convencido de que si se eliminara el dolor que hay en su interior, la dependencia del alcohol desaparecería. El dolor surge de conflictos emocionales sin revolver, que han sido reprimidos en el inconsciente. Trabajar estos conflictos no es una tarea sencilla ni fácil. Hay una enorme cólera en el alcohólico, que se sirve de la culpa para volverse contra su yo. La culpabilidad a causa de los sentimientos sexuales y de la rabia es probablemente la base psicológica de que estas personas recurran al alcohol. Sin embargo, el alcohólico no es el único que se siente culpable. Otros neuróticos también sufren de lo mismo. Además, la represión de los sentimientos no es completa; amenazan constantemente con abrirse paso. Cuando el esfuerzo para contenerlos alcanza un punto en que el individuo ya no puede más, éste se vuelca en el alcohol.
¿Qué hace el alcohol? No es un sedante ni un anestésico, aunque puede disminuir la ansiedad y la sensibilidad al dolor. Y tampoco es un estimulante, a pesar de que «anima» a algunos. Lo que hace el alcohol es debilitar el control que tiene el ego sobre el cuerpo, y derribar las prohibiciones del superego, liberando así a la persona de sus inhibiciones. Esto tiene como resultado que sea más fácil expresar los sentimientos —aunque embota la percepción de las emociones—. Puede que la gente llore cuando bebe, pero no se siente realmente triste; quizá se enfadan, pero sin sentirse plenamente conscientes de su cólera. El alcohol crea un espacio entre la persona y la realidad, y permite así hasta cierto punto actuar siguiendo los impulsos.
Consideremos el problema con la bebida de John, el médico que describía Cleckley. Cuando bebía era para emborracharse —una señal de que aumentaba su estrés, interno o externo—. Todos nos hemos sentido presionados en el trabajo o en el hogar, pero el estrés interno es más importante. Éste surge cuando los sentimientos reprimidos amenazan con explosionar en la conciencia. Generalmente, esto sucede cuando disminuye el estrés que proviene del exterior, como por ejemplo durante un fin de semana o en el transcurso de las vacaciones. Es en estas ocasiones cuando mucha gente bebe en exceso. Tan incapaces de contener o reprimir los sentimientos, como de expresarlos abiertamente debido a la culpabilidad, el alcohólico recurre a intoxicarse. A medida que afloja el control del ego, los impulsos reprimidos se abren paso, pero no con todo su contenido emocional.
Una vez más, una persona puede actuar con violencia sin sentir enfado; puede llorar sin sentir tristeza, puede mantener relaciones sexuales sin sentir amor o culpabilidad. John exteriorizó su hostilidad hacia las mujeres arrancando el pezón de un mordisco a una prostituta, pero sin sentir hostilidad. Rompía muebles y amenazaba a su mujer con suicidarse, pero sin sentir cólera. Bajo el efecto de debilitamiento del ego inducido por el alcohol, John podía actuar de una forma que, de estar sobrio, hubiera parecido una locura. Pero estaba ebrio, y por eso ni él ni los demás se tomaban en serio sus actos.
A la luz de este razonamiento, ¿podemos imaginar cómo era la vida de John? No hay duda de que era un hombre desgraciado, y de que abrigaba una intensa hostilidad hacia las mujeres. Aun así, intentaba llevar una vida respetable como médico y como marido. Pero, para ello tenía que negar sus sentimientos, lo que dejaba su vida vacía y falta de sentido. Para John, emborracharse y exteriorizar su hostilidad era una forma de descargar una parte de la presión interna, al igual que una máquina libera vapor como medida de seguridad para no explotar. Esto le permitía conservar su cordura cuando estaba sobrio. Por otro lado, la borrachera se podría considerar una especie de locura temporal. Tiene mucho en común con la desorientación típica de una crisis psicótica.
El caso de Anna, cuya conducta promiscua desconcertaba a Cleckley, sugiere un cuadro similar. ¿Qué sucede si una persona tiene sentimientos sexuales intensos, pero al mismo tiempo se siente excesivamente culpable por esta causa? Con esto tiene bastante para volverse loca. Si no puede reducir la culpabilidad, puede disminuir la carga de sentimientos exteriorizando sus impulsos. Al igual que pasaba con las borracheras de John, la promiscuidad de Anna parecía una forma de descargar parcialmente su tensión interna. La masturbación compulsiva tiene una función similar. Detiene la acumulación de sentimientos intolerables.
Para Anna, la elección parecía estar entre ser respetable y correr el riesgo de volverse loca, o actuar de una manera loca (sexualmente) y proteger su cordura. ¿Por qué la respetabilidad representaba este tipo de riesgo para Anna y John? No es así para todo el mundo. La cuestión radica en el grado de fuerza del ego. Ser respetable exige controlar el propio comportamiento y no todo el mundo es capaz de mantener ese control. Según el espectro del narcisismo que he perfilado, la fuerza del ego varía de manera inversamente proporcional al grado de narcisismo. Así, el individuo fálico-narcisista es el que posee más fuerza del ego, el carácter narcisista tiene menos, y las personalidades límite y psicopática tienen menos aún.
Creo que estas consideraciones se aplican al actual consumo generalizado de drogas. Para mucha gente, las drogas sirven como una válvula de escape ante la intolerable sensación de vacío y aburrimiento de su vida. Como la vida sin sentimientos no tiene sentido, esta gente recurre a cualquier droga que le prometa que sentirá algo de emoción o vitalidad. Las drogas alucinógenas parece que ofrecen algo así, pero el aumento de las sensaciones que proporcionan es a expensas de los verdaderos sentimientos. Todas las drogas son venenos selectivos y matan el cuerpo. Es precisamente esta muerte del cuerpo lo que permite el aumento de las sensaciones. Pero no hace falta utilizar drogas cuando se busca potenciar las sensaciones. Si, por ejemplo, deseamos ampliar la percepción de la música, podemos permanecer muy quietos y en silencio, de forma que toda la conciencia esté concentrada en el sonido. La diferencia es que en este caso el cuerpo está quieto, no muerto.
Algunas drogas, como por ejemplo la cocaína, actúan de manera diferente. La «subida» que produce, provoca en la persona sensación de poder y control. Se siente en la cima del mundo, pero sólo puede conservar esa sensación mientras la consume. Sin embargo, la «bajada» de la cocaína puede ser una experiencia horrenda. Aún así, la cocaína parece ser la droga de elección en el caso de los narcisistas. El poder y el control es exactamente lo que el narcisista intenta conseguir a través de la imagen del yo. En cualquier caso, el precio que debe pagar por ello es muy alto. Y estoy convencido de que hay algo de locura en el consumo de drogas y en la cultura que fomenta esta práctica. Esta locura es la pérdida de contacto con la vida del cuerpo y la huida a un mundo de fantasía e imágenes.
LA AUSENCIA DE LÍMITES
Al principio de este libro, he sugerido que la ausencia de límites está relacionada con el desarrollo del narcisismo en la sociedad. Nuestra era se caracteriza por el impulso de transgredir los límites y por el deseo de negarlos. Los límites existen y, objetivamente, se reconocen. Sin embargo, puede que emocionalmente no se acepten. La gente cree o quiere creer que el potencial humano es ilimitado. La ciencia y la tecnología prometen un futuro en que la gente se verá libre de muchas de las limitaciones naturales de sus antecesores. Incluso se puede viajar ahora a velocidades que eran inconcebibles cuando yo era niño. Pero es la negación de los límites sociales, expresada en códigos morales o de conducta, la que en gran parte promueve la actitud narcisista.
Los límites se derivan de la estructura. Conociendo la estructura de un objeto, podemos determinar sus posibles límites de acción. Éste es el caso de, por ejemplo, un automóvil, porque debido a su estructura no puede volar como un avión o navegar por las profundidades del mar como un submarino. Si sólo tenemos dos piernas, no podemos correr como lo hace un caballo. Tampoco podemos trepar como un mono, nadar como un delfín o soportar el frío como un oso polar. Sin embargo, nuestra estructura tiene el potencial del movimiento: podemos usar las manos para manipular objetos, la lengua para hablar, y la cara para expresar sentimientos, de una forma que los animales no pueden hacer. Este potencial, unido a un extraordinario cerebro, nos ha permitido trascender los límites de nuestra estructura física, por medio del uso de herramientas, máquinas y otros artilugios. Uno podría sentirse tentado a creer que estamos entrando en una nueva era, la era de Superman, del hombre o la mujer biónicos. Si ignoramos el hecho de que el cuerpo y los sentimientos no han cambiado, caeremos en la idea de grandiosidad del narcisista. Las situaciones estructuradas también marcan los límites de las acciones permisibles. Es de suponer que un terapeuta no seducirá a los pacientes. Que un abogado no hará tratos a espaldas de sus clientes y en contra de los intereses de éstos. Si negamos o ignoramos los límites, destruimos la estructura. Sin estructura, una situación se convierte en caótica porque todo se vuelve así. En ausencia de estructura, no hay sentido ni orden.
Cuando la estructura de la sociedad se desintegra, se genera el caos, y se crea una atmósfera de irrealidad. La enorme inflación que soportamos, por ejemplo, devalúa el valor del dinero, y favorece así la sensación de irrealidad. La irrealidad amenaza la cordura de la persona, a menos que ésta suprima los sentimientos y funcione únicamente en base al pensamiento. Es así, estoy convencido, como el desmoronamiento de la moral sexual victoriana llevó a un aumento de la práctica del sexo divorciada del amor y de los sentimientos (aunque no de las sensaciones). Esto es narcisismo.
No obstante, es necesario que una estructura vieja se venga abajo para que pueda emerger una nueva. Éste es el proceso natural de evolución. Sin embargo, no debemos engañarnos y pensar que la ruptura en sí misma representa un progreso. Sí que conlleva un potencial de crecimiento, pero no garantiza la posibilidad de que lo nuevo será mejor que lo viejo. Históricamente, la crisis de una sociedad ha derivado en ocasiones en un período de oscuridad, previo a la aparición de una nueva luz. Puede que esto sea justamente lo que sucede en nuestro tiempo. Si no podemos distinguir entre el orden y el caos, quizás estemos en una nueva Edad Oscura.
Por encima de todo, no debemos considerar la ausencia de límites como libertad. La hoja que arrastra el viento no es libre en términos humanos. Una persona sin lazos emocionales que la aten a los lugares y a las personas de su alrededor no es libre, sino que está al margen. Hacer lo que te apetezca, no te convierte en libre. Esta conducta es característica de los locos que, sin conciencia de la realidad, son barridos por el viento de las sensaciones.
La ausencia de límites tiene como consecuencia la pérdida del sentido del yo. Ya hemos visto en el capítulo 7 que, cuando las fronteras del ego se desbordan, el resultado es la locura, porque la persona ya no sabe dónde acaba su yo y empieza el mundo. Sin una frontera que separe el individuo de su entorno, no existe el yo. Si una gota de agua cae en un estanque, deja de ser una sola gota. La individualidad y la existencia del yo dependen del reconocimiento y la aceptación de las fronteras y los límites. Tales fronteras aseguran la contención de los sentimientos, de forma que el ego no se encuentre inundado, desbordado y perdido. La consecuencia de una frontera segura es un sentido seguro del yo, de un yo que basa su identidad en los sentimientos.
La crisis de la estructura social se manifiesta en la desintegración de la vida familiar, en la falta de respeto por la autoridad y en el socavamiento de los principios morales establecidos, destruye las fronteras, borra los límites y conduce a la negación de los sentimientos y a la pérdida del sentido del yo. En lugar del yo, se crea una imagen con el fin de que ésta sirva como identidad. En la cultura de hoy en día, esta imagen se describe como estilo de vida. Se nos dice que somos libres de crear nuestro propio estilo de vida, nuestra propia identidad. Obviamente, puede haber tantos estilos de vida distintos como imágenes diferentes. Pero, cuando una persona basa su identidad en un estilo de vida, ¿no está confundiendo la creación con el creador, la casa con el que la habita, la fachada con el yo que siente? Una casa sin alguien que viva en ella no es un hogar, un estilo de vida sin un yo no es una persona.
La ausencia de límites de la sociedad actual es producto de los tremendos cambios que se produjeron tras la Segunda Guerra Mundial, en gran parte como resultado del desarrollo tecnológico que ésta impulsó. Un cambio similar se inició después de la Primera Guerra Mundial. Pero, para la mayoría de nosotros, la conciencia de este cambio es una cuestión de conocimiento, no de sentimiento. La gente joven de hoy en día no puede apreciar la importancia de los cambios, porque no tiene manera de comparar la calidad de los sentimientos de la vida actual con la de los primeros años de este siglo. Como la forma de vivir no sólo refleja, sino que determina quiénes somos, es de suponer que la estructura de carácter de la juventud actual debe ser significativamente diferente a la de sus antepasados. Para comprender esta diferencia, sugiero que comparemos los primeros y los últimos años de nuestro siglo, en términos de calidad de vida.
REFLEXIONES PERSONALES SOBRE LA «BUENA» VIDA
Como yo he vivido en los dos períodos, me gustaría presentar mi visión de la diferencia entre ambos. Crecí en la ciudad de Nueva York, en una zona que se ha deteriorado desde entonces. Durante mi infancia, la gente del barrio estaba formada por una próspera clase media. Mi padre tenía un pequeño negocio cerca de casa, de cuyas ganancias podíamos vivir modestamente. Como niño, mi mundo personal se limitaba a la manzana en la que vivía y jugaba. Los otros críos que también vivían allí eran mis amigos, y la calle nuestro terreno de juegos. Nos encontrábamos siempre que podíamos salir, y nunca nos faltaba algo que hacer o a lo que jugar. Por nuestra calle pasaba un tranvía, pero circulaban muy pocos coches o camiones, de forma que jugar allí no representaba un peligro para nuestra seguridad. Los carros de caballos eran todavía el medio más utilizado para la entrega de mercancías. Recuerdo que a raíz de una tormenta se acumuló casi un metro de nieve en las aceras, y durante unos días se detuvieron todas las actividades del barrio. Pasaron semanas antes de que los hombres que quitaban la nieve, y lo hacían a mano con una pala, dejarán las calles libres de nuevo. Era un mundo pequeño, pero estable, seguro, interesante y disfrutable.
Mi hogar carecía de algunas de estas cualidades. Como ya he comentado, la relación entre mis padres no era buena. Mi madre era una mujer ambiciosa. Su lema era: «El negocio antes que el placer». Mi padre en cambio anteponía el placer al negocio, y en consecuencia este último se resentía. Trabajaba duro, pero nunca por encima de lo necesario para subsistir. Al igual que muchas mujeres que contaban con pocos recursos económicos, mi madre también trabajaba mucho para que todo cuadrase —hacer la compra, cocinar, hornear el pan, coser, etc.—. El dinero era un motivo de constante conflicto entre mis padres. Sin embargo, la raíz de sus dificultades era la cama, porque mi madre no era muy partidaria del sexo y mi padre todo lo contrario. En consecuencia, mi vida familiar no era muy alegre, aunque con mi padre pasé algunos buenos ratos. Ni él ni mi madre tenían tendencia a la violencia o a actuar siguiendo sus impulsos, así que me evité ese horror. En uno de los capítulos anteriores, he descrito de qué forma esta situación determinó mi evolución personal. Me convertí en un individuo fálico-narcisista, que encarnaba en su deseo de triunfar la ambición de mi madre y la inclinación hacia el placer y el sexo de mi padre.
Por desgracia, mi mundo se derrumbó por la época en que llegué a la pubertad. La Primera Guerra Mundial trajo consigo una serie de cambios sociales. Los años veinte fueron los años de la explosión económica y muchas familias de clase media prosperaron. Ésas fueron las que se trasladaron a un barrio mejor. A lo largo de los dos años siguientes a que yo cumpliese trece años, la comunidad en la que crecí desapareció. Las familias de mis amigos se marcharon del barrio, pero la mía era demasiado pobre y no pudo hacerlo. Había otra familia con dos hijos que se encontraba en nuestra misma situación. Aquellos dos chicos y yo nos hicimos amigos. Pero me sentía desplazado, era un adolescente solitario.
Acabé mis primeros estudios en 1930, justo cuando empezó la Gran Depresión. Por suerte, pude encontrar un trabajo temporal en la oficina de empadronamiento, y así no perdí la esperanza de poder ganarme la vida. Durante los años de la Depresión, trabajé de administrativo en la oficina de un actuario y después como profesor en una escuela. En 1934, obtuve mi graduación summa cum laude en la Facultad de Derecho, y entonces me ofrecieron un empleo de pasante de un abogado, pero el sueldo era de seis dólares a la semana y no me podía permitir aceptarlo. Así que continué dando clases en la escuela durante trece años, hasta que lo dejé para iniciar mis estudios en la Facultad de Medicina.
La decisión de estudiar medicina surgió de mi asociación con Wilhelm Reich y de mi deseo de convertirme en terapeuta reichiano. Conocí a Reich en 1940, durante el curso de mi búsqueda de cierta comprensión del problema mente-cuerpo. En el plano consciente, este interés provenía del trabajo que llevaba a cabo como director de deportes durante las vacaciones de verano, pero inconscientemente surgía de la necesidad de curar mi propia personalidad escindida. A nivel de ego, me identificaba con mi madre y sus ambiciones, pero a nivel corporal me identificaba con mi padre y su amor por el placer y el sexo. Empecé la terapia con Reich en 1942, sin llegar a darme cuenta plenamente de mi problema. Cuando me fui haciendo más consciente de lo que me pasaba, me di cuenta de que tendría que trabajar este problema toda mi vida, y es lo que estoy haciendo.
Quizás el lector se pregunte qué tiene que ver mi historia personal con la cuestión de la sociedad y la personalidad. Yo pertenezco a las dos épocas culturales, y la tarea de conciliar los valores opuestos de una y otra ha sido para mí una necesidad. Aunque los primeros años de mi infancia fueron posvictorianos, todavía eran aquellos unos tiempos muy dominados por la moral victoriana. Recuerdo cuando las faldas subieron por primera vez a la altura de la rodilla. Eso fue justo después del final de la Primera Guerra Mundial, y duró muy poco tiempo. Las faldas volvieron a bajar hasta el suelo, pero eso tampoco duró mucho. La segunda vez que volvieron a subir representó el nacimiento de la chica moderna. Esto marcó el final de la dominancia de los ideales Victorianos, pero yo era entonces demasiado joven para comprender la importancia de ese cambio. Un cambio que me impresionó mucho porque me tocó vivirlo de cerca. Mi madre se cortó el pelo a lo chico. Muchas mujeres de principios de los años veinte lo hicieron. No obstante, recuerdo la gran impresión que me causó verla por primera vez con el pelo corto. Muchas mujeres empezaron también a fumar por entonces, pero como mi madre no era una de ellas, yo las consideraba una clase aparte.
Crecí con la idea de que había dos tipos de chicas: las malas, que eran libres sexualmente, y las buenas, que no lo eran. También creía entonces en la doble moral que permitía a los chicos practicar el sexo libremente sin oprobio para ellos, pero no así a las chicas. Aunque la Gran Guerra asestó un duro golpe a estas distinciones, durante mi adolescencia apenas fui consciente de que empezaba a emerger un nuevo orden. Mi propio mundo se había venido abajo y yo estaba desesperadamente dedicado a la tarea de intentar reconstruir mi identidad. No podía anticipar que llegaría un día en que me identificaría con las fuerzas que luchaban por una sexualidad libre de las restricciones impuestas por una cultura patriarcal y autoritaria.
No obstante, debo confesar que cuando mi madre se cortó el pelo me quedé pasmado, igual que la primera vez que vi una minifalda. Éste es uno de los problemas asociados al cambio —el hecho de que aunque uno adapte su pensamiento y su conducta a la nueva realidad, el antiguo orden persiste en cuanto a los sentimientos—. Si quiero evitar ser un narcisista, no debo negar ninguno de mis sentimientos, lo que me sume en un estado de conflicto con respecto la nueva moralidad.
También se produjeron cambios importantes en otras áreas distintas de la sexualidad. En los años treinta pude comprarme un coche, algo que nadie de mi familia se hubiera atrevido a soñar. Poseer un automóvil me dio sensación de libertad y de poder, algo que yo necesitaba desesperadamente para apoyar mi insegura autoestima. También representó oportunidades para disfrutar; las calles no estaban llenas de gente como ahora y la naturaleza aún se conservaba intacta. El automóvil representaba el progreso, lo que a mí (igual que a muchos otros) me parecía entonces una bendición. El progreso también trajo consigo el teléfono, la radio, los equipos de música, el televisor y otros aparatos que prometían y proporcionaban placer al principio. Pero el placer que esas cosas trajeron consigo inicialmente, ha ido declinando progresiva y regularmente. Ahora hay demasiados coches, y conducir se ha convertido en algo más estresante que agradable. También hay demasiados televisores, y la consecuencia es que los programas van dirigidos a la masa de televidentes, algo que sólo se puede conseguir reduciendo la calidad de las emisiones al menor común denominador. La idea de que el exceso mata el placer es el tema principal de este estudio. Pero, limitar la participación en los «frutos» del progreso plantea una difícil cuestión ética. Quién estaría autorizado a disfrutar de estos frutos y quién debería tomar esa decisión son preguntas que yo no puedo responder. Si todos los hijos de Dios tuvieran todas las ventajas materiales que sólo los ricos se pueden permitir, entonces este mundo no sería un lugar adecuado para vivir. El entorno natural quedaría completamente destruido. En la actualidad se está llegando rápidamente a este punto.
Para mí, la calidad de vida ha bajado, a pesar de que el nivel material de ésta ha subido. Hay más gente que tiene más cosas, que disfruta de más comodidades y que puede ir a más sitios que nunca en toda la historia de la humanidad. El progreso promete una vida más sana, una vida mejor, más emocionante, más llena de placer, una vida donde la gente pueda dar rienda suelta a sus deseos y satisfacerlos sin tener que esforzarse ni sufrir por ello. ¿Puede haber algo más parecido al paraíso? Esto es lo que llaman una «buena» vida, simbolizada por la posibilidad de bucear en el Caribe, beber un cóctel de ron en una playa soleada, esquiar en los Alpes, comer platos exquisitos, bailar en una discoteca y practicar libremente el sexo. Incluye además una casa en el campo, viajes al extranjero o incluso la vuelta al mundo, un yate, ropa de diseño, etc. Todo lo que hace falta para eso es dinero. Y una persona ambiciosa tiene muchas oportunidades para ganarlo. Las cosas no eran así cuando yo era joven.
¿En qué sentido se ha deteriorado la calidad de vida? La mayoría de nosotros conocemos la respuesta a esta pregunta. Somos conscientes de la contaminación del entorno y de la explotación de la naturaleza. Nos damos cuenta de que las presiones de la vida moderna no nos dejan tiempo para sencillamente existir: respirar, sentir, contemplar; las noticias acerca de crímenes, violaciones y casos de corrupción nos recuerdan constantemente que la sociedad ha perdido sus valores morales. Pero quiero centrarme en la falta de moral del individuo a partir de la pérdida de valores morales que fueron importantes en otros tiempos (a saber, el respeto a uno mismo y la dignidad).
Había valores que yo admiraba cuando era joven, pero no formaban parte de mi ser. Al igual que estaba dividido entre la identificación con mi madre y mi padre, entre la mente y el cuerpo, también estaba desgarrado por el conflicto entre mi deseo de ser famoso (una necesidad narcisista) y el de ser una persona, la necesidad de humanidad. En cierto sentido, este libro es un testimonio personal de la lucha que he llevado a cabo para alcanzar mi propia humanidad. A través de esta lucha, he llegado a apreciar la importancia de la dignidad y del respeto a uno mismo.
Hay un diccionario que define el respeto a uno mismo como «una consideración tal hacia el propio carácter que impide a una persona cometer acciones indignas». Otro lo describe como «la consideración adecuada hacia la dignidad del propio carácter». Se trata entonces de valía y dignidad (que, estoy convencido, son lo opuesto al dinero y al poder.
Desde mi punto de vista, un ejemplo de la pérdida de estos valores puede ser la huelga de los profesores de una escuela. No puedo evitar pensar que la profesión de enseñante es honorable. En esta consideración tenía yo a los maestros cuando era joven. No siempre estaba de acuerdo con ellos, pero los respetaba. Sé que en el barrio también gozaban del mismo respeto. Pero, en aquellos días, los profesores no hacían huelga ni se unían a los piquetes, no proclamaban a gritos sus reivindicaciones como si fueran trabajadores explotados. Se dedicaban a cumplir con las responsabilidades que habían asumido, y se enorgullecían de su dedicación. En mi opinión, esta situación cambió con la llegada de los sindicatos y sus exigencias de aumento de los salarios. Yo daba clases cuando los maestros empezaron a dar pasos para organizarse. Me avergonzaba ver que los profesores anteponían sus intereses personales a los de los niños. Perdieron mi respeto. Pero, mirando atrás, veo que la palabra respeto perdió casi todo su significado después de la Segunda Guerra Mundial. Parecía que sólo el poder era merecedor de respeto, y los profesores se organizaron para conseguirlo. Ésta es la lección más importante que los niños habrán aprendido de su conducta.
De forma similar, las huelgas de médicos, enfermeras y otros profesionales de la salud, me parece que van en contra de las obligaciones que estas personas han asumido en cuanto a cuidar de los enfermos. Un médico no es un negociante, y el salario no debe ser su principal interés. La enfermería es una tarea de amor más que un trabajo para el que se contrata a un empleado, y, como tal, puede que requiera algunos sacrificios. Pero la satisfacción y el sentirse bien que se deriva de ayudar a otros seres humanos que lo necesitan, compensa de sobra los sacrificios.
Quizás alguien considere que de alguna forma mis puntos de vista están pasados de moda, pero yo también formo parte de la sociedad actual, y puedo comprender el resentimiento que cierta gente siente a la vista de tantos individuos que no han tenido que dedicar años a su formación profesional y disfrutan de una «buena» vida. Si una vida tan buena está al alcance de la mano, ¿por qué dejarla escapar? Quizás el problema de la segunda mitad de este siglo sea que hay demasiado dinero en circulación. Con tanta prosperidad, parece que se puede subir tanto, que no hay más límite que el cielo. Sin límites, las personas pierden el sentido de sí mismas como individuos responsables —responsables del bienestar de la comunidad y de las personas que la forman—. Cada una de estas personas adopta una postura narcisista, no sólo porque niega las necesidades de los demás, sino porque también niega las verdaderas necesidades de su yo.
LA DIGNIDAD Y EL RESPETO A UNO MISMO
Uno de mis pacientes comentó cerca del final de las sesiones de terapia conmigo: «Ahora sé lo que es el respeto a uno mismo. Estaba demasiado dedicado a los demás, a satisfacer sus necesidades, y me enfadaba cuando ellos no se comportaban conmigo de la misma forma. Ahora, me voy a ocupar de mis propias necesidades, de mi propio cuerpo. Voy a respetar y honrar mis sentimientos».
El verdadero respeto mira hacia el interior, va más allá de la superficie o la apariencia, y esto es lo opuesto a una actitud narcisista. Del mismo modo, el respeto a uno mismo se basa en una apreciación del yo verdadero o interior, no en la apariencia o en la posición social. Una persona se respeta a sí misma cuando sus acciones están regidas por principios o convicciones profundas, en lugar de por conveniencias o beneficios. Tratar de impresionar o manipular a los demás conlleva una pérdida de respeto a uno mismo, y, sin éste, tampoco se puede respetar a los demás. La persona narcisista no se respeta a sí misma.
En el plano personal, perdemos el respeto que nos debemos a nosotros mismos cuando aprendemos a manipular a nuestros padres, en la medida en que ellos nos manipulan a nosotros. Mentimos y fingimos, igual que lo hacen ellos. Les seducimos, de la misma manera que ellos nos seducen a nosotros. Por supuesto, también les perdemos el respeto. Los padres que respetan los sentimientos de sus hijos se ganan el respeto de éstos y lo conservan. Pero, en nuestra sociedad, ¿hay algo que se respete verdaderamente? ¿No existe un compromiso con una filosofía que establece el éxito como la meta definitiva, y considera que cualquier medio para conseguir ese fin es aceptable? Si, por ejemplo, el éxito significa conseguir que un bebé coma, entonces distraerle con un juguete mientras se le mete en la boca la cuchara con la papilla es perfectamente razonable. En la filosofía del éxito, el fin justifica los medios.
Otra cualidad que parece ausente en estos días es la dignidad. Dignidad es una palabra que suena pasada de moda. Raramente oigo que alguien la utilice. Y, en cambio, oigo hablar mucho de poder. Ir en pos del poder excluye la posibilidad de la dignidad, porque el poder representa un intento de compensar un sentimiento interno de humillación. Si tengo poder, nadie se atreverá a humillarme. Pero, como todos los mecanismos de compensación, la necesidad de poder o de dinero confirma y refuerza precisamente ese sentimiento interno de humillación, por mucho que uno se esfuerce en negarlo.
La dignidad está en el porte de una persona. La palabra viene del latín dignitas, que significa «valía». Una de las definiciones de dignidad que incluyen los diccionarios es: «Carácter que inspira o impone respeto». El carácter y el porte están relacionados. La forma de andar y el porte de la persona son una expresión de su carácter. La gente con dignidad se mueve de una forma que inspira o impone respeto. Es interesante fijarse en la relación que existe entre respeto y dignidad (ambas tienen un origen común, en el sentido de la valía). Ambas cualidades están ausentes en los narcisistas.
Dos aspectos identifican un porte digno: la forma de mover el cuerpo y de sostenerlo. No es digno, por ejemplo, correr como una rata que busca un agujero donde meterse. El movimiento de la persona digna es lento, majestuoso; sugiere que ésta tiene tiempo, tiempo para ser y para sentir. No hay dignidad en la actividad frenética de la gente en las grandes ciudades, se mueve como si no tuvieran tiempo que perder. Tampoco hay dignidad en la búsqueda incesante del placer que caracteriza al nuevo hedonismo. Al robar el tiempo de las personas, la cultura actual también les roba su dignidad. Pero la dignidad no tiene mucho valor en una cultura devota del progreso, del poder y de la productividad. Como en la sociedad moderna el tiempo es dinero, pocos son los que pueden permitirse tener dignidad.
Para tener un porte digno, el cuerpo debe sostenerse recto y hay que mantener alta la cabeza. Andar encorvado denota una falta de dignidad, porque expresa la actitud de ir sobrecargado. El derrumbamiento del cuerpo, característico de la actitud masoquista, también denota una falta de dignidad, porque expresa sumisión.[52] Pero la postura erguida del cuerpo, que expresa un sentido de la dignidad, no es rígida, no es la típica postura recta como un palo de algunos narcisistas. Eso es una pose. La rectitud de un cuerpo sano es el resultado de un intenso flujo de emociones o sentimientos a lo largo de la espina dorsal, similar al proceso del yoga Kundalini. Esta carga mantiene la cabeza alta. Una postura así también expresa el sentido del propio orgullo natural, que difiere del orgullo narcisista en que el primero se basa en el yo y el segundo en la imagen. Un porte así sólo es posible en un cuerpo libre de tensiones musculares crónicas y, por tanto, libre de conflictos reprimidos en la infancia.
Existe una interesante correlación entre dignidad y sexualidad. La misma carga del cuerpo que, cuando se desplaza hacia arriba, produce el porte característico de la dignidad, al desplazarse hacia abajo proporciona excitación sexual al hombre. El pene erecto es el equivalente psicológico de la cabeza erguida. Pero no es sólo la carga de los genitales la que representa la sexualidad de una persona, sino también la carga de la pelvis y lo que ésta siente. La pelvis es el homólogo de la cabeza, en la estructura dinámica del cuerpo. Al igual que un animal mantiene la cabeza alta cuando se siente libre y orgulloso, lo mismo hace con la cola. Esta caracterización se aplica tanto a la mujer como al hombre. Cuando queremos describir a una persona que vibra de vitalidad, decimos que «se la ve contenta como un perro que mueve la cola». En su estado natural, la pelvis se inclina floja hacia atrás, de manera que se balancea libremente al compás de los movimientos del cuerpo. La posición hacia atrás de la pelvis se corresponde con la de un animal que mantiene la cola levantada. Es lo opuesto a cuando un perro asustado va con el rabo entre las piernas y la pelvis hacia adelante.
En la posición hacia adelante, la pelvis está en un estado de descarga. Cualquier excitación que fluya hacia ella será canalizada directamente a los genitales. En la posición hacia atrás, la pelvis sostiene o contiene la carga. La pelvis se podría comparar al percutor de un arma de fuego, que carga el arma cuando se desplaza hacia atrás. Decimos entonces que está preparada. Cuando el percutor se desplaza hacia adelante, el arma se dispara y queda descargada. Otra metáfora que también es aplicable aquí es la del arco y la flecha. Es necesario tensar el arco hacia atrás, para que se cargue con la fuerza necesaria para disparar la flecha. Con la pelvis inclinada hacia adelante, es muy difícil realizar los movimientos sexuales de empuje que son normales. En cambio, es fácil moverse así si la pelvis está en posición hacia atrás, como el percutor de un arma. Cuando la pelvis se inclina floja hacia atrás, la postura es de orgullo (como la de un perro que levanta la cola). Estas posiciones de la pelvis tienen que ver con un porte digno. Cuando la pelvis se inclina hacia adelante, el cuerpo pierde la postura erguida natural. El lector puede comprobar la veracidad de esta afirmación llevando a cabo un sencillo experimento. De pie, incline la pelvis hacia adelante y fíjese en cómo su cuerpo pierde su postura erguida si no lo contrarresta forzándolo a mantenerse rígido. Incline después la pelvis hacia atrás, y comprobará que el cuerpo recupera su postura erguida de manera natural. Parece obvio que la verdadera dignidad se basa en la identificación con el propio cuerpo y con la sexualidad de éste. Uno de los ejercicios normales en el análisis bioenergético es la posición de arco, que ayuda a la persona a darse cuenta de cómo posiciona su pelvis y facilita que se reduzcan parte de las tensiones musculares que disminuyen la motilidad de esta zona. Más adelante, describiré esta posición con mayor detalle, en relación con el proceso llamado arraigamiento o de contacto con la tierra.
La clave de la dignidad estriba en tener los pies firmemente plantados en la tierra. Las piernas y los pies son como las raíces de un árbol, que no sólo anclan el árbol a su realidad, sino que le proporcionan la base para el empuje que le hace crecer hacia arriba. Las piernas y los pies de una persona son su sistema de apoyo, y le proporcionan una base a partir de la cual desarrollar su sentido del yo. Si uno puede sentir el contacto con la tierra, a través de las piernas y los pies, está conectado a la realidad de su cuerpo como encarnación de su ser. Cuando falta este contacto, hay un desarraigo (es como estar en el aire o en la cabeza, conectado fundamentalmente a imágenes que residen allí.
Hay dos ejercicios que son útiles para facilitar el arraigamiento, que es como se llama al proceso de sentir el contacto con la tierra o el suelo. Uno es el del arco que he mencionado antes. Este ejercicio se realiza de pie, con los pies separados unos sesenta centímetros uno del otro, y los dedos de los pies vueltos ligeramente hacia dentro para hacer que giren los muslos, con lo que se reduce así la tensión en las nalgas. Se flexionan las rodillas, el peso descansa sobre los metatarsos y el cuerpo se inclina ligeramente hacia atrás. Se realiza con facilidad si los puños se colocan sobre la parte más estrecha de la espalda. La pelvis no tiene que inclinarse hacia adelante, sino que debe estar floja hacia atrás. (Si la pelvis se inclina o empuja hacia adelante, la línea del arco se rompe y se interrumpe el flujo emocional hacia la parte inferior del cuerpo). El ombligo tiene que sobresalir para poder respirar con el abdomen. Si la respiración es fácil y profunda, la persona siente la conexión con los pies y con la tierra. Puede que las piernas, e incluso la pelvis, vibren de manera espontánea si el cuerpo está lo bastante relajado. Hay que mantener esta posición durante por lo menos un minuto.
El siguiente ejercicio es el opuesto al del arco, y se puede realizar a continuación de este último o con independencia de él. La persona se inclina hacia adelante hasta tocar el suelo con la punta de los dedos. Los pies se mantienen apartados unos treinta centímetros uno del otro y vueltos ligeramente hacia adentro. Las rodillas se flexionan sólo lo suficiente como para que las puntas de los dedos rocen el suelo, y el peso del cuerpo reposa sobre los metatarsos. De nuevo, la clave es la respiración. Si no se respira libre y plenamente, se obtienen muy pocas sensaciones. Si los músculos de los tendones de las corvas están tensos, como les sucede a muchas personas, estirar las rodillas es una forma suave de estirar también éstos, con lo que aumenta la sensación en las piernas y puede provocar que éstas, y a veces también la pelvis, vibren de manera espontánea. Sugiero mantener esta posición durante un minuto o más. A veces se siente una sensación de hormigueo en los pies cuando se produce hiperventilación, es decir, cuando se respira más profundamente de lo que se está acostumbrado. Si pasa esto, lo único que hay que hacer es respirar un poco menos profundamente. Casi todo el mundo experimenta esta vibración como una sensación agradable. También es frecuente que sientan las piernas más que antes, incluso es posible que noten un mayor contacto con la tierra.
Vengo utilizando estos ejercicios desde hace unos treinta años. No son los únicos, pero sí los básicos de mi programa personal. Me han ayudado mucho a hacer más profunda la respiración y a reducir la tensión del cuerpo, además de que han aumentado mi sentido de quién soy yo. Mi objetivo no es mejorar mi figura, sino potenciar la vitalidad de mi cuerpo, lo que me ayuda a sentirme mejor y en consecuencia a tener mejor aspecto.
LA IRREALIDAD DE HOY EN DÍA
Sin un sentido de contacto con el cuerpo, como el que pueden proporcionar estos ejercicios, uno deja de estar arraigado en la realidad. Y esto es lo que le sucede a mucha gente hoy en día. La forma más sencilla de caracterizar esta irrealidad del mundo moderno es decir que está hechizada por las imágenes. Estoy convencido de que esto explica el gran interés que mucha gente siente por el mundo de la moda y por los modelos masculinos y femeninos. Parece que un modelo está envuelto con un aura de superioridad. Uno de los significados de la palabra modelo es «digno de ser imitado». Y de hecho los imitan, no sólo en lo que pretenden presentar, sino en lo que son. Twiggy marcó el estilo de toda una generación de mujeres. Se podría discutir la cuestión de si un modelo establece un estilo o simplemente lo muestra. Pero hay mucha gente joven que intenta imitar el estilo de los modelos, es decir, parecer guapo, excitante, encantador, extrovertido, elegante, apasionado, seductor, muy varonil o muy femenina. Lo importante es la apariencia. Y como la apariencia vende, los modelos cobran mucho, sobre todo si tienen un aspecto especial. Pero un modelo es una persona que posa para ganarse la vida, es un maniquí vivo, que los publicistas y los fotógrafos utilizan y dirigen. Esta no es una vocación asociada a un sentido de la dignidad, aunque no requiere renunciar al respeto a uno mismo.
Pero yo me pregunto, ¿puede una persona ser modelo y seguir plenamente viva? He conocido y tratado a una serie de modelos, hombres y mujeres. En todos los casos, quedé impresionado por la falta de vida que se apreciaba en su cuerpo. Posar era fácil para ellos, porque no les requería mucho esfuerzo mantener una expresión. Además, su falta de vida no distrae la atención del que mira, del objeto que intentan venderle. En 1949, cuando mi esposa Leslie y yo vivíamos en Ginebra, donde yo estudiaba en la Facultad de Medicina, una amiga la recomendó para trabajar como modelo en un establecimiento de alta costura. La amiga, que realizaba el mismo trabajo en la tienda, consideraba que, como mi mujer era muy atractiva y tenía una buena figura, sería una excelente modelo. A Leslie le sentaba maravillosamente la ropa, y ya había trabajado como modelo para unos grandes almacenes cuando era joven. Durante la prueba, Leslie pasó diversos trajes, desfilando para los dueños de la tienda. Al final, le dijeron que no les servía. Le explicaron que la ropa no importaba mucho en su caso. A ella le sentaría bien cualquier vestido, y además, dijeron, la vitalidad de sus maneras distraía la atención de la ropa.
Lo que pasa con la vitalidad es que no se puede traducir en una imagen. Por su propia naturaleza, una imagen es algo estático, inmóvil, mientras que la vitalidad jamás participa de esas características. Mover las imágenes puede crear una ilusión de vitalidad, pero no una imagen viva, porque la imagen es estática. Como las imágenes pueden alcanzar un considerable valor comercial, han adquirido gran importancia en una sociedad donde el dinero y la notoriedad son los valores dominantes. Debido a que una imagen representa la antítesis de la vitalidad, esta última se resiente cuando la imagen se antepone a ella en importancia. Para vender productos o servicios únicamente sirve una imagen; en consecuencia, la vitalidad no tiene valor comercial. En una sociedad tan comercial como la nuestra —una sociedad de imágenes—, la notoriedad y el dinero están estrechamente relacionados, porque la popularidad de una imagen es su mayor valor.
Donde más se evidencia la relación entre la pérdida de vida y la fascinación por las imágenes, es en el mucho tiempo que la gente dedica a ver televisión o vídeos. Todos sabemos que demasiada televisión tiene un efecto depresor sobre la vitalidad del cuerpo. Aunque estamos constantemente estimulados por imágenes, no tenemos forma de descargar esa estimulación. El espectador pasivo tiene que «matar» su cuerpo para conservar el control. He oído a más de una persona quejarse de que cuando ven la televisión durante varias horas se sienten más cansadas que antes. Yo mismo he experimentado esta reacción. Esto se explica por el efecto hipnótico que tiene la televisión. Una vez que uno empieza a ver un programa, sigue con los ojos fijos en el televisor, casi en contra de su propia voluntad, y se traga un programa detrás de otro. Una vez rendidos a la pasividad del espectador, perdemos pronto la energía para reanudar la vida activa. Este proceso de pérdida de vitalidad, lleva a la persona a encender el televisor para estimularse, lo que, por supuesto, crea un círculo vicioso: la pérdida de vida lleva a la necesidad de más estimulación, y ésta a su vez produce más inercia, que produce más deseo de estímulos, y así sucesivamente.
La televisión tiene algunos aspectos positivos. Todos hemos disfrutado alguna vez de un buen programa, un hecho que aumenta nuestra esperanza de que cada vez que encendemos el televisor podría ser que pasaran un programa interesante. Pero esta emocionante promesa, como todas las promesas seductoras, raramente se cumple. Aunque un buen programa es casi una excepción, la seducción del espectador funciona. Independientemente de la calidad de los programas habituales, la gente se queda enganchada a la pantalla.
Estoy convencido de que la principal razón de que la televisión sea tan popular es que permite a la gente escapar de sí misma. Ver la tele tiene aspectos de fenómeno regresivo. El individuo se encuentra frente al televisor, pasivo, entretenido como un bebé, y no espera de él que responda ni se le exige que ejercite gran cosa la imaginación. Si la regresión, que no conlleva una profundización en la comprensión de las cosas ni tampoco avance alguno, es una forma de escapismo, quedar absorbido por las imágenes y las historias de la pantalla es otra, porque se pierde el contacto con las necesidades y las responsabilidades relacionadas con las situaciones de su vida. El mundo irreal de la pantalla sustituye durante un rato al mundo real de los sentimientos y las relaciones personales del individuo.
Las tendencias escapistas son muy acusadas en nuestra sociedad. El consumo tan extendido de alcohol y otras drogas, especialmente por parte de los jóvenes, da fe de ello. Creo que la gente joven se ha vuelto hacia las drogas porque no puede manejar el exceso de estímulos a que está sujeta. El alcohol y otras drogas ofrecen una vía de escape para una situación que les resulta intolerable. Involucrarse en experiencias místicas es otra forma de escapismo. A través de ellas, la gente se identifica con el cosmos, con una fuerza universal, con alguna divinidad, etc. La esencia de estas experiencias es trascender el yo o salir del yo, porque se cree que éste restringe o confina el espíritu. Los místicos intentan alcanzar un estado de unión con las fuerzas del universo por medio de ayunar, de negar el deseo y de distanciarse del mundo cotidiano, pero los occidentales que van en pos de esta experiencia quieren forman parte de ambos mundos. No veo su búsqueda como una aventura espiritual verdadera, sino como un intento de escapar de su yo, porque éste se ha convertido en una carga para ellos al no ser capaces de afrontar sus sentimientos. En mi opinión, volcarse en la mística es una maniobra narcisista, que se evidencia en el hecho de que muchos de estos individuos se consideran a sí mismos seres superiores, por encima del resto de la humanidad común y corriente que se enfrenta a los problemas de este mundo. Juan Salvador Gaviota hizo un esfuerzo similar para trascender su existencia como mortal.
El escapismo es un factor que también está presente en gran parte de la fascinación que mucha gente siente por lo espacial. El atractivo de las películas basadas en aventuras y guerras interestelares es tan taquillero que resulta difícil de creer, a pesar de que en esas películas aparezcan extrañas criaturas en situaciones irreales. La gente reacciona ante ellas como si éstas tuvieran más sentido o fueran más reales que sus propias luchas reales. En las fantasías galácticas, el conflicto siempre empieza a partir de poderes hostiles que quieren avasallar y dominar a un pueblo democrático y amante de la paz. Siempre se trata de la lucha entre el bien y el mal. Las fuerzas que pelean en cada bando, aunque irreales, son por lo menos identificables. Por otro lado, el sentido de seguridad y de bienestar en su vida personal que tiene la persona corriente, se ve amenazado por fuerzas impersonales y difíciles de identificar: me refiero a fuerzas económicas como por ejemplo la inflación y el desempleo, a fuerzas políticas como las guerras y la corrupción, y a fuerzas sociales como la violencia y la burocracia. De nuevo, y ante estas fuerzas, uno se siente tan indefenso como cuando era un niño dominado por sus padres. Temporalmente, se puede escapar de este sentimiento de impotencia, perdiéndose en el espacio exterior donde, en las películas, el bueno siempre gana. ¿Podría haber un documento de nuestro tiempo mejor que esta inversión de la realidad? Las imágenes del espacio exterior, que tienen una realidad objetiva, evocan no obstante más sentimientos reales que la vida cotidiana en la tierra.
Ya sea en su imaginación o en la realidad, el individuo moderno parece que necesita la sensación de poder para superar la desesperación interna que le causa sentirse impotente como niño y como adulto. Pero creer que ese poder puede resolver los complejos problemas humanos es tan sólo una ilusión. Lo irreal del mundo moderno es su fe en el poder. Dios ha sido sustituido por Superman. Y, aunque Superman es únicamente una imagen, representa la creencia de que con suficiente poder (conocimiento y dinero) un hombre puede arreglar el mundo. Si tiene bastante poder, podrá controlar y determinar su destino. Puede que para realizar esta tarea necesite la ayuda de Superwoman; parece que su imagen está tomando forma rápidamente. Ésta es la filosofía que hay detrás de la revolución tecnológica que ha dado lugar a la llamada era de la información. Lo que puede hacer una persona con suficiente información no tiene más límite que el cielo. La meta última es eliminar la enfermedad, superar el envejecimiento y vencer a la muerte. Seremos finalmente inmortales, dioses. ¿Puede haber mayor megalomanía? La aspiración de convertirse en una divinidad se refleja en la búsqueda de la omnisciencia, en la lucha por la omnipotencia y en el deseo de ser inmortal. Pero, mientras exista un dios o alguna fuerza superior a la que se adjudiquen estas cualidades, la gente permanecerá dentro de los límites de su naturaleza humana. Podemos reconocer que nuestro conocimiento siempre es incompleto, que nuestro poder será siempre insuficiente para modificar nuestro destino, que somos mortales. Este reconocimiento es la base de la humildad y de la humanidad. Es lo que nos permite decir: «No lo sé». Y también lo que posibilita la empatía hacia los demás, porque implica admitir lo que tenemos en común. Reconocer y aceptar nuestros límites nos convierte en personas, verdaderas, no narcisistas.
La irrealidad de la «buena» vida es que, a pesar de la apariencia y los adornos del placer, carece de alegría. No digo que no haya alegría en el mundo. Sin embargo, ese estilo de vida carece de ella. Si miro por ejemplo a los huéspedes del Hotel Hyatt en Kaanapali, en la isla de Maui, que es un hotel de lujo en un entorno espléndido, no veo ninguna alegría en su rostro ni en su cuerpo. Aparte de los niños que juegan en la piscina, no he visto saltar la chispa de una vida exuberante en los turistas. No veo que encuentren placer en lo que son o en lo que hacen. Hay que admitir que ésta es una observación general, y que puede no ser cierta en todos los casos, pero sí que apoya mi planteamiento de que la «buena» vida es más exhibición que sentimiento.
En mi opinión, la irrealidad de nuestra era es más evidente en Las Vegas —un lugar sin ningún encanto— que en ningún otro sitio. Aún así, debe ofrecer algo a la gente, porque acude allí en tropel. Los grandes hoteles y casinos están construidos como si fueran los palacios de Kublai Khan. Están diseñados para ser irreales, parajes de cuento de hadas, lugares donde la gente se pueda olvidar de sí misma. Las luces, la música y la actividad bombardean los sentidos, aplastan el sentido de realidad de una persona. Es obvio que la gente necesita tales estímulos; deben hacer que se sienta viva. Y ésta es la naturaleza del nuevo hedonismo. No es una obsesión por el placer, sino una búsqueda de estímulos y sensaciones, para superar la falta de sentimientos de un cuerpo muerto. El juego en las Vegas tiene el mismo propósito. Desde el punto de vista de los que dirigen los casinos, la atmósfera de irrealidad ayuda a los que los dirigen a sacarles el dinero a la gente con mayor facilidad, porque el dinero también tiene aquí algo de irreal. Si observo el rostro de la gente en las mesas de juego o en las máquinas tragaperras, puedo ver la desesperación que alberga el deseo de ganar que hay en ella. Su emoción es negativa, no conlleva placer real alguno.
El concepto de emoción negativa guarda relación con el problema narcisista. Como todo el mundo, el individuo narcisista necesita emociones en su vida, pero como ha negado sus sentimientos, no puede experimentar la emoción que comporta el anhelo y la pasión. La busca entonces en el reto que le expone a ganar o perder, en la lucha por el poder y en las situaciones peligrosas. La emoción se deriva del componente amenazador —la amenaza de perder el dinero, el poder o la vida— y de su capacidad de superarla. Sin embargo, para el narcisista ganar es menos importante que no perder. El dinero que pueda ganar con el juego o el poder que consiga obtener significan muy poco en sí mismos. Ganar alimenta su ego, pero le proporciona poco del placer que necesita en el plano corporal. El único placer verdadero que obtiene se deriva de superar peligros y eliminar amenazas. La emoción proviene del elemento negativo que está presente en la situación, y el placer que consigue tiene más de alivio que de satisfacción.
El placer es una experiencia vital positiva.[53] Por ejemplo, beber un trago de agua fría cuando se tiene sed es un verdadero placer. El mejor cóctel del mundo difícilmente podría igualarlo. Gomer una buena comida cuando se tiene hambre es otro placer real. En cambio, degustar el plato más exquisito sin hambre puede resultar penoso. Todos hemos experimentado el placer de irnos a la cama cuando estamos cansados y somnolientos. Todo y conociendo estos sencillos placeres, la mayoría de las personas no organiza su vida en función de ellos. Duermen siete horas, y comen tres veces al día, independientemente de lo que sientan. Raramente llegan a tener verdadera sed o hambre; la comida y la bebida están demasiado al alcance de su mano. En este sentido, la riqueza material de nuestros días es un obstáculo para disfrutar de la vida. En cambio, la gente cuyo nivel de vida raya en la supervivencia, quizá soporta más incomodidades, pero también obtiene mayor placer y satisfacción cuando puede cubrir sus necesidades básicas.
El deseo es la clave del placer. La intensidad del deseo que puede experimentar una persona está determinada por lo viva que se siente. Los muertos no tienen deseo, la gente deprimida tiene muy poco y las personas mayores menos que las jóvenes. Los niños, como son los más vitales, sienten el mayor deseo y, cuando éste se cumple, disfrutan más que nadie con ello. He visto a mi hijito saltar literalmente de alegría al obtener algo por lo que sentía un gran deseo. Estaba tan emocionado, que no podía contenerse. Éste es el secreto de la alegría —estar tan emocionado que la emoción te desborde—. Pero, para sentir alegría, hay que estar libre de la ansiedad que provoca el temor a dejarse llevar por los sentimientos y a expresarlos. O, por decirlo de otra manera, hay que ser despreocupado e inocente como un niño. Los narcisistas no son ni una cosa ni la otra. Han aprendido a jugar al juego del poder, a seducir y manipular. Están siempre pensando en la opinión y la respuesta de los demás con respecto a ellos. Y tienen que mantener el control, porque perderlo evoca en ellos el miedo a la locura.
Estoy seguro de que algunos de nosotros hemos conocido momentos de alegría, cuando hemos dejado que el ego se sienta como un niño, libre para reír y amar. Por desgracia, perdemos la inocencia demasiado pronto, y aún peor, le damos valor a esa pérdida. La gente no quiere ser inocente, porque eso la deja expuesta al ridículo y, la hace vulnerable a las heridas. Lo que quiere es ser sofisticada —así pueden sentirse superiores a los demás—. Les parece que la gente sofisticada se divierte más —va a fiestas, bebe, es un poco salvaje, niega los límites—. ¿Y qué consiguen los inocentes?: sólo un corazón abierto, placeres sencillos, fe. Qué atractivo les parece tener una mente aguda; conocerlo todo de la vida, lo mejor y lo peor; tener poder, ser admirado, sentirse especial. Es difícil para un individuo resistirse a la seducción del poder, especialmente si de niño le hirieron y traicionaron aquellos a quienes más amaba. Pero renunciar al reino de los cielos a cambio del poder es hacer un trato con el diablo. Y éste es el trato que hacen los narcisistas.