Capítulo 6
EL HORROR: EL ROSTRO DE LO IRREAL
En el capítulo 3 he señalado cómo la negación de los sentimientos que caracteriza a los narcisistas difiere de la ausencia de sentimientos que se produce en la esquizofrenia catatónica. El cuerpo catatónico es rígido, está inmóvil y por ello no siente nada. En cambio, el narcisista se mueve como una persona corriente. Superficialmente, es difícil detectar su falta de sentimientos, excepto por dos indicadores. Uno es la presencia de una fachada, que traiciona el hecho de que la persona no está funcionando en relación con un yo que siente, sino con una imagen. La fachada se reconoce porque siempre tiene una expresión fija: por ejemplo, la sonrisa permanente que se puede ver en el rostro de mucha gente. Una fachada es realmente una máscara que se caracteriza por su falta de vida. El otro indicador es la mirada especial de los ojos —o, más, bien, la ausencia de mirada—. Los ojos tienen un aspecto apagado; ninguna luz brilla en ellos; no se expresa sentimiento alguno. Los ojos apagados no son de ninguna manera el reflejo de una mente apagada. Más bien todo lo contrario. Los narcisistas tienen una mente aguda y alerta, su pensamiento es claro y lógico. He conocido narcisistas que eran jugadores de bridge de competición, expertos en informática, magos de las finanzas y sagaces abogados. Sin embargo, su pensamiento, no estaba conectado con el sentimiento, su mente funcionaba como un ordenador. Mirarse a los ojos es una expresión cariñosa, porque representa un grado de intimidad que no se tiene con un completo desconocido. Es interesante fijarse en que la forma común de saludo entre algunos nativos africanos es la expresión «Te veo».
Es cierto que también se puede ver la ausencia de sentimientos en los ojos de un individuo esquizoide o esquizofrénico, pero es diferente. Los ojos de los esquizofrénicos tienen una mirada lejana, perdida, como si miraran más allá de la persona que tienen enfrente. Mientras una parte de ellos ve y oye a esa persona, la otra parte no está allí, se ha ido. Cuando los ojos de los esquizofrénicos adquieren esta mirada perdida, decimos que sus ojos se han cerrado. Los narcisistas nunca cierran los ojos. Su mente no parte de la realidad de la situación en que se encuentran. Miran a una persona y la ven —pero no como a un ser con sentimientos, sino como a una imagen—. Es como si al mirarla, sólo viesen un reflejo en el espejo. Por tanto, aunque conozcan todo lo que ésta hace, no son capaces de ver lo esencial de ella. En este sentido, en la personalidad narcisista se da una ruptura importante con la realidad, pero de un tipo diferente a la que se produce en un individuo esquizofrénico. Nadie llamaría loco a un narcisista, y sin embargo hay mucho de locura en el fondo de su personalidad (véase el capítulo 7). Pero ¿por qué los ojos de los narcisistas parecen tan vacíos?
He sugerido antes que los narcisistas reprimen los sentimientos como defensa contra su vulnerabilidad. Pero los neuróticos hacen lo mismo. Entonces, ¿qué es específicamente característico del trastorno narcisista? En mi opinión, la diferencia consiste en la experiencia del horror sufrida por el individuo durante su infancia en el entorno del hogar. Para entender el trastorno narcisista, es necesario saber que la reacción de la gente ante la experiencia del horror es negar tal experiencia. Es necesario conocer exactamente cuál fue el «horror» que sufrió el individuo y qué sucesos lo provocaron en su casa. A partir del caso de un paciente, Paul, fui consciente por primera vez del papel que jugaba el horror en la etiología del narcisismo. Por eso quiero empezar por este caso.
EL CASO DE PAUL
Paul, un hombre de unos treinta y seis años, vino a verme inicialmente porque se sentía deprimido. Lo que me sorprendió de su caso fue mi incapacidad para evocar en él cualquier respuesta emocional. Sin embargo, mientras realizábamos unos ejercicios de respiración, me di cuenta de que Paul emitía unos sonidos que me recordaban los que proferían los judíos en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén. Cuando se lo señalé así, Paul no reaccionó —no expresó interés ni sorpresa—. Su rostro era una máscara.
Se puede penetrar una máscara así aplicando presión con los dedos sobre las mejillas, a la altura de la nariz. La presión se realiza sobre los músculos que intervienen en la risa y evita así que la persona pueda sonreír. Cuando intenté esta maniobra con Paul, su rostro adquirió una expresión muy triste, y sus ojos una mirada perdida. Sin embargo, lo único que dijo fue: «No siento nada». Le pedí que abriese mucho los ojos mientras yo continuaba con la presión. Este ejercicio hizo surgir en él una expresión de temor muy marcada. Aun así, siguió diciendo que no sentía nada.
La apariencia física de Paul me dio una clave para comprender su problema. Aunque tenía un cuerpo bien formado, sin ninguna deformación evidente, tuve la impresión de que, en el sentido energético, la cabeza no estaba conectada con el cuerpo. Lo que quiero decir con esto es que cualquier movimiento o impulso que se producía en el cuerpo, no llegaba a la cabeza ni la afectaba. De la misma manera, cualquier percepción o pensamiento de Paul no influía de manera inmediata en las reacciones corporales. Era como si estuviese escindido —lo que pasaba en el cuerpo no estaba directamente conectado con lo que sucedía en su cabeza—. Por la época en que trataba a Paul, empezaba justo a darme cuenta de lo básica que es esta división en los trastornos narcisistas. Recuerdo que pensé de Paul que vivía sobre todo en su cabeza y que su trabajo como profesor universitario resultaba muy apropiado en su situación.
Ahora entiendo con mucha más claridad de qué forma la ruptura que se produce en la conexión entre cabeza y cuerpo es responsable de la falta de sentimientos de una persona. Como he descrito en el capítulo 3, la ruptura está causada por una banda de tensión en la base del cráneo, que bloquea la percepción subjetiva de lo que sucede en el cuerpo. Mientras que la persona experimenta subjetivamente los pensamientos como expresiones de su yo, experimenta su cuerpo objetivamente —desde fuera—. Con todo, en contraste con la disociación que se produce en la esquizofrenia entre cabeza y cuerpo, en la que el cuerpo se percibe como un objeto ajeno, los narcisistas saben que el cuerpo es suyo. Paul no era un esquizoide ni un esquizofrénico.
La disociación entre cabeza y cuerpo en un esquizofrénico se manifiesta generalmente en una falta de alineación entre el eje de la cabeza y el del cuerpo. La cabeza está inclinada hacia un lado. Aunque en algunos casos esta inclinación es tan leve que sólo un ojo experto podría detectarla, en otros es bastante evidente, varía en función del grado de disociación. En ocasiones, el estiramiento exagerado del cuello refleja tal separación. En el trastorno narcisista no se aprecia ninguno de estos síntomas, porque la conexión energética entre cabeza y cuerpo no se ha roto.
Las teorías que he desarrollado para explicar estos trastornos no son aplicables al caso de Paul.[33] ¿Qué pudo suceder, entonces, para causar el suyo?
Paul era el más pequeño de tres hijos, los dos mayores eran chicas. Por lo que él podía recordar, su madre y su padre no se llevaban bien. Explicó que su madre solía gritarle a su padre y que a menudo se ponía bastante histérica. El padre, por su parte, tenía explosiones violentas de rabia. Unas veces se dedicaba a destrozar objetos de la casa y otras la descargaba pegando a una de las chicas. Paul miraba la situación indefenso, incapaz de detener la locura de sus progenitores. No recordaba que su padre le hubiera pegado nunca. Al describir esto, Paul habló de manera lógica y fría. No mostró ninguna emoción relativa a los sucesos que explicaba. Era como si no le hubiera pasado a él. Se diría que estaba relatando una historia que había leído—una historia de horror, es cierto, pero que no tenía que ver con él—. Se podría describir la distancia emocional de Paul de otra forma: en muchos sentidos, tuvo una infancia de pesadilla. Fue como un mal sueño, que uno no se toma en serio cuando despierta porque no era real.
HORROR FRENTE A TERROR
Antes de empezar el trabajo terapéutico con Paul, el concepto de horror no formaba parte de mi comprensión analítica de las causas emocionales de la enfermedad. No incluía el horror en el espectro de las emociones que presentaba en mi libro Pleasure.[34] Por otro lado, a menudo me refería al terror —un término que se suele utilizar como un sinónimo de horror— como a una emoción, a saber, un estado extremo de miedo. La personalidad esquizoide, por ejemplo, se desarrolla como una reacción al terror, no al horror. Sin embargo, a diferencia del terror, el horror no es una emoción, porque no hay sentimiento en un estado de horror.
Según la definición del diccionario, «terror» denota un miedo intenso, que de alguna manera se prolonga, y que hace referencia a peligros imaginados o futuros. El «horror» denota conmoción y pavor. El peligro al que se refiere contiene un elemento de maldad y representa una amenaza para otros más que para uno mismo. Aunque puede haber un componente de miedo en el horror (la raíz latina de la palabra significa «gran temor»), no es dominante. Lo que predomina es un sentimiento de repulsión, unido a su opuesto —la atracción—. Las películas de horror, por ejemplo, están basadas en este aspecto dual.
Hay dos características del horror que son importantes con relación al tema que estamos abordando. Una es que se centra en un posible daño a los demás o en un peligro para ellos. La otra es la forma en que la experiencia del horror afecta a la persona. Imagine el lector que se enfrenta a la perspectiva de que el avión en que viaja se va a estrellar. Es terrorífica. Pero, cuando la idea es que este accidente le sucede a otras personas, entonces es horrorosa. Un individuo está horrorizado como testigo de un ataque brutal a otra persona, pero está aterrorizado cuando el ataque es contra el mismo. Puede que los soldados describan el terror de una guerra, pero los que no han combatido en ella tienden a poner el acento en el horror. Por supuesto, una persona puede estar aterrorizada y horrorizada al mismo tiempo. Si comprendemos esto, podremos entender que la reacción de Paul ante la violencia que había en su hogar fue de horror.
El horror no es una emoción, porque no hay ningún movimiento asociado a él. En cambio, en el terror hay una fuerza motora en potencia o actuando en el momento. La palabra terror está relacionada con el griego trein («huir») y con el sánscrito trasati («tiembla»). Muchos de nosotros hemos pasado por la experiencia de empezar a temblar tras escapar de un accidente peligroso; ésta es una reacción de terror ante la perspectiva de sufrir graves daños. En el horror no se produce una reacción física. Según el diccionario, la esencia del horror es un «estado de conmoción», pero no creo que conmoción sea la palabra adecuada para describir el horror. El terror puede producir un estado de conmoción. Cuando un gato clava las uñas o los dientes en un ratón, este último sufre un estado de conmoción y no siente el dolor. Si el gato deja escapar al ratón, éste se queda inmóvil, paralizado, durante un momento. Cuando la conmoción pasa, intenta escapar. Se suele decir que una persona se queda helada de terror. En la conmoción, la sangre se aleja de la superficie del cuerpo y paraliza la musculatura voluntaria. Como resultado, la persona se queda pálida y a menudo se desmaya. En la zona pantanosa de Florida, vi una vez un caimán con un pájaro en la boca. El pájaro estaba vivo y consciente, pero no se movía. No luchaba por liberarse. Por supuesto, no pudo escapar, y un momento después el caimán se sumergió y ahogó al pájaro. Estoy seguro de que el ave no sintió dolor, porque la conmoción deja insensible el cuerpo. Actúa como un anestésico local.
En el horror, a diferencia de en el terror, el cuerpo prácticamente no se ve afectado, porque no hay amenaza de peligro físico. El horror afecta sobre todo a la mente. El horror aturde la mente. El horror paraliza el aparato mental, al igual que el terror paraliza el aparato físico. Una persona puede huir de una escena de horror, sin que en apariencia le afecte físicamente, pero lo más probable es que sea incapaz de pensar en nada más que en el horror que acaba de presenciar. Mentalmente, la persona repite la escena una y otra vez, buscando alguna explicación para ella. Pero no es posible encontrar la explicación. No se puede integrar la experiencia, porque el horror es, por su propia naturaleza, incomprensible. Va a parar a la mente al igual que una partícula de comida indigerible va a parar al estómago, produciendo una sensación similar al asco. Provoca el deseo de vomitar para liberarse. Este es el lado repulsivo del horror (hablaré más adelante de su otro aspecto: la atracción).
Los monstruos Drácula y Frankenstein son un ejemplo típico de los personajes que pueblan las películas de horror. Drácula, que vuelve de la tumba para beber la sangre de víctimas inocentes, es una imagen de fantasía. Pero, en cierto sentido, debe ser real, debido al efecto que tiene sobre nosotros su imagen. La idea de que alguna criatura beba sangre humana puede que sea una fantasía en la actualidad, pero quizás era un fenómeno real en los primeros años de la historia evolutiva del hombre, cuando éste era vulnerable a los animales predadores. Si imaginamos un ataque así dirigido a nosotros, nos sentimos llenos de terror. En cambio, en una película de horror, el terror es mínimo, porque nos sentimos a salvo; nos fascina y nos repele a la vez, y reaccionamos sólo con horror.
Pero puede que este efecto también esté relacionado con el hecho de que, en tiempos primitivos, la humanidad imaginaba el mundo lleno de buenos y malos espíritus, de dioses y diosas benevolentes que se oponían a los monstruos y a los demonios. La mitología griega está repleta de historias de héroes que luchan contra monstruos, como por ejemplo Hércules, que destruyó a Hidra (la serpiente de nueve cabezas con un aliento tan venenoso que cualquiera que la tocase caía muerto; o Perseo, que destruyó a Medusa, una de las hermanas Gorgonas, tan horrorosa que cualquiera que mirase su rostro se convertía en piedra. Estos monstruos representan las fuerzas salvajes, incontrolables e incomprensibles de la naturaleza. La victoria humana sobre estos horrores simboliza la habilidad del hombre para superar su primitivo miedo a lo desconocido, valiéndose del valor, la fuerza y la inteligencia. Hoy en día, la mayoría de la gente no tiene una representación de la naturaleza —incluso en su faceta más aterradora (huracanes o terremotos)— como monstruosa o de pesadilla. Sin embargo, la victoria no está del todo ganada; todavía existen fuerzas incomprensibles en la naturaleza humana, que pueden evocar el horror en nosotros. Drácula y Frankenstein son monstruos con aspecto humano.
Y, por desgracia, también existen los monstruos humanos. Hitler, por ejemplo. Muchas personas lo consideraban un monstruo, y las imágenes de los campos de concentración todavía provocan una sentimiento de horror en nosotros. Los monstruos humanos se caracterizan por su falta de sentimientos humanos. Los asesinos en serie, los violadores y los atracadores se pueden considerar monstruos. Su conducta es incomprensible para una persona normal y provoca horror. Éste es un ejemplo demasiado habitual: una madre que iba caminando por las calles de Nueva York, con su hijo de seis años de la mano, fue asaltada y brutalmente apaleada. El niño, testigo del horror, no parecía afectado. Mentalmente, en su imaginación, sólo podía pensar: «No, es imposible. No puede suceder. ¿Por qué? No lo entiendo». Veía a los atracadores como monstruos.
El horror no es sólo una reacción ante un suceso incomprensible. El temor reverencial es otra posible reacción. Una situación que la mente no soporta (o comprende) puede ser vista con horror o temor reverencial, en función de que tenga connotaciones negativas o positivas para el que la presencia. Una persona puede ver con temor reverencial una escuadrilla de aviones que vuela sobre su cabeza y se dirige a bombardear al enemigo. La misma escuadrilla, vista por el enemigo, puede provocar un sentimiento de terror si se siente personalmente amenazado por el ataque, o de horror, si el ataque parece dirigido a otra parte y se siente personalmente a salvo. Sin embargo, en la mayoría de situaciones de horror, hay un componente de terror, dado que no es posible evitar cierta identificación con la víctima, y por eso se experimenta cierto grado de temor.
La distinción entre horror y terror nos permite comprender una diferencia esencial entre el trastorno narcisista y el esquizoide. La personalidad esquizoide es una consecuencia directa de la experiencia del terror. (En mi libro The Betrayal of The Body aclaro esta cuestión). El cuerpo esquizoide está congelado —congelado por el terror—. Es un estado de conmoción; la sangre y la energía se han apartado de la superficie del cuerpo, y muchas veces éste se queda frío y falto de vitalidad. El cuerpo del individuo narcisista prácticamente no se ve afectado por la experiencia del horror. La incapacidad para responder emocionalmente es el resultado de la negación de los sentimientos que están potencialmente presentes en el cuerpo. No obstante, las experiencias de horror y de terror no son mutuamente excluyentes. Una persona puede estar sujeta a ambas y, como resultado, su personalidad mostrará tendencias esquizoides y narcisistas. La evaluación de un caso así depende del grado en que está presente cada factor. Es una cuestión de diagnóstico clínico.
EL HORROR EN LA FAMILIA
Volvamos al caso de Paul, para comprender la pesadilla que fue para él vivir con una madre histérica y un padre violento. La conducta de sus progenitores era incomprensible para Paul, sobre todo porque él creía que los padres debían cuidar uno del otro, y también de sus hijos. Como sucede con las pesadillas, Paul intentó olvidar lo que había visto. Pero no es fácil olvidar una pesadilla —todo lo que uno que puede hacer es intentar dejarla de lado como si fuera parte de otro mundo, de un mundo irreal—. Lo que se hace es disociarla. Y esto es lo que hizo Paul. Se disoció a sí mismo de su pasado, negando que éste hubiera sido real. Reprimió todo sentimiento o anhelo de estar cerca de sus progenitores, y eso le permitió negar la tristeza, la cólera y el miedo. El bloqueo de los sentimientos fue tan eficaz que fue casi imposible conseguir que evocara alguno durante la terapia. Sin embargo, la vida tomó parte en la situación. El padre de Paul desarrolló un cáncer, y los miembros de la familia, enfrentados a esta tragedia, dejaron surgir el interés y el cariño entre ellos. Antes de que Paul fuera capaz de llorar por su propio dolor, lloró por el dolor y la tragedia que representaba la enfermedad de su padre.
La reacción de Paul ante el horror de su infancia no es inusual. En una situación de horror, todos nosotros tenemos la tendencia a desconfiar de nuestros propios sentidos, porque contradicen la imagen que tenemos de la realidad. Cuestionar el propio sentido de la realidad nos haría sentir desorientados y enloquecidos. En lugar de eso, para no volvernos locos, disociamos la experiencia —ésta se convierte en algo irreal, en un mal sueño—. ¿Cómo puede acabar esto en un trastorno narcisista? Si la experiencia del horror es una sola, la disociación se limita a tal situación. Pero si, como en el caso de Paul, el horror es continuo, si uno vive en una situación así, la disociación se estructura en el cuerpo como una división entre las funciones perceptivas de la mente y las funciones sensoriales del cuerpo. Negar las emociones se convierte en un hábito, queda grabado en la personalidad. Se emprenden acciones tan sólo tomando como base la razón y la lógica. Se vive en un mundo divorciado del sentimiento. De hecho, el mundo de los sentimientos se ve como irreal y, por tanto, ligado a la locura. Aunque una persona así sabe que tiene sentimientos, no se puede dejar llevar por ellos —esto es, permitir que «dicten» su conducta—. Incluso cuando Paul hablaba del horror del Holocausto, sus palabras no conectaban con ningún sentimiento. Estaba todavía demasiado atrapado en el sentimiento de horror acerca de lo que le ocurrió a su familia y a los judíos en general, como para ser capaz de hablar con sentimiento acerca de aquellos sucesos. La única forma de superar el efecto del horror en la personalidad es activar los sentimientos de la persona, de forma que pueda reaccionar ante esas experiencias dolorosas —llorar, enfadarse, o ambas cosas—. Ya he comentado que cuando Paul realizaba unos ejercicios de respiración diseñados para activar los sentimientos, emitía sonidos parecidos a gemidos, que sugerían dolor y pena, pero no se identificaba con ellos. Negaba su significado.
La gente que ha pasado por experiencias de horror durante su infancia tiene algo de irreal en su personalidad. Pueden describir un pasado que cause escalofríos a la persona que les escucha, y al mismo tiempo relatarlo con voz calmada y flemática. No sólo parece que no conectan con su yo que siente, sino que se diría que tampoco conectan con aquel que les escucha como la persona con sentimientos que es. Sus ojos te ven, pero no te tocan. Una concha ha cubierto su experiencia de horror. La experiencia yace enterrada —es como una bomba de relojería cuya explosión puede producir la locura.
¿Es frecuente la experiencia del horror durante la infancia? Yo diría que es bastante corriente, sobre todo cuando es consecuencia de las peleas y los gritos de los padres. En el capítulo 3 presenté el caso de Linda, una mujer que había negado todo sentimiento. Cuando era niña, se metía en la cama y se tapaba la cabeza con las mantas para no oír cómo sus padres se gritaban el uno al otro. Decía que no podía soportarlo. Una historia publicada recientemente en el New York Post, hablaba de dos chicos que habían intentado suicidarse porque ya no podían aguantar más las constantes peleas de sus padres. La mayoría de los niños aprenden a soportar estas situaciones, pero el precio que pagan es la disociación del mundo de los sentimientos.
Hay otras formas dé horror en la familia, aparte de las peleas. Es lo que sucedía por ejemplo en el caso de Burt, una personalidad narcisista con tendencias psicopáticas. Éste describía a su madre como una fanática religiosa. Cuando él se ponía enfermo o estaba afligido por algo, su madre reaccionaba asegurándole que si tenía fe en Cristo todo se arreglaría. Puede que este tipo de actitud le sea útil a un adulto, porque éste es capaz de entender la fe como una entidad no material, pero es totalmente incomprensible para un niño, porque él ha puesto la fe en sus padres. Y no era sólo el fervor religioso de la madre lo que la convertía en un monstruo ante los ojos de su hijo. Era además dura e insensible, carecía casi por completo de sentimientos humanos y de empatía. Con todo, se las arregló para seducir a Burt y arrastrarle a una relación «especial» con ella, distanciando de esta forma al niño de su padre y privándole así del apoyo y del cariño que pudiera obtener de él. Vivir bajo el control y el dominio de la madre fue una pesadilla para Burt, y el resultado fue que reprimió todos sus sentimientos. Su mayor queja era que la vida no tenía sentido para él.
Oí una historia similar de labios de otro paciente —Charles— que era psicólogo. Su padre abandonó la familia cuando él tenía tres años. La madre se convirtió entonces en una fanática religiosa e ignoró completamente al niño. A pesar de que éste tenía hermanos mayores, se sentía como un extraño en la casa. Su madre le parecía fría e insensible, y empezó a tenerle miedo. Y así fue creciendo a lo largo de los años, en un estado de solitaria desesperación. Cuando le vi por primera vez, era un joven con expresión de beatitud en el rostro, pero sin rastro de sentimiento. Me lo imaginaba como un monje medieval, viviendo solo y apartado del mundo cotidiano, un mundo que no tenía sentido para él. En realidad, la hostilidad encubierta que sentía contra su madre evitó que él siguiese sus pasos en el terreno religioso. Pero, para vivir en el mundo, necesitaba encontrarle un sentido, e intentó hallarlo convirtiéndose en psicólogo.
La psicología, como estudio de la conducta humana, intenta encontrar un sentido a acciones que van en contra de las tendencias naturales. No se necesita de la psicología para explicar por qué un niño bebe un vaso de agua. Tiene sentido que lo haga porque así apaga la sed. Pero, si este mismo niño actúa de manera autodestructiva —por ejemplo, se niega a comer— recurrimos a la psicología para explicar este comportamiento antinatural. De manera similar, no hace falta psicología para entender el amor que una madre siente hacia su hijo, pero sí es necesaria para explicar por qué se comporta con él de manera destructiva. Lo mismo se aplica al padre. Y para un niño no tiene sentido que sus padres no se traten el uno al otro con amor. ¿Cómo vamos a esperar que comprenda por qué son tan mutuamente hostiles? Para eso, el niño tendría que ser psicólogo.
El sentido de las cosas y la cordura van de la mano. Sin embargo, no todas las acciones tienen necesariamente sentido. Mentalmente hay margen para ello. Pero, cuando una persona sabe que hace algo que no tiene sentido, eso no trastorna su sentido de la realidad. En cambio, si se supone que algo debe tener sentido, y no lo tiene, entonces sí que se vive como una locura. Si los padres no se tratan con amor, esta situación es de locura para el niño. No tiene sentido para él. Un niño no puede decirle a su padre o a su madre: «Mira, es una locura como te comportas, se supone que me quieres». Si la criatura pudiera decir algo así, quizá le responderían: «Claro que te quiero, pero eres un chico malo». Los conceptos del bien y del mal son complejos, y el niño necesita mucho tiempo para llegar a comprenderlos. Su reacción inmediata es pensar: «Debe haber algo malo en mí. Estoy loco porque espero que mi madre me ame con independencia de lo que yo haga». Dado que la madre se erige como el arbitro definitivo de la realidad, el niño debe aceptar la posición de ella como sensata y sana. Los sentimientos de amor y deseo de estar cerca de su madre, que son naturales en un niño, adquieren entonces un matiz de locura para él.
EL CASO DE LAURA
Los ojos apagados de Laura me recordaban constantemente el horror de su infancia. Se la podría describir como una personalidad límite, porque su sentido del yo era muy deficiente. El cuerpo estaba descargado de energía. Había un sudor frío en su piel, no respiraba profundamente y los músculos estaban muy poco desarrollados. Aunque corría cada día ocho kilómetros, sorprendentemente tenía las piernas delgadas, débiles y sin desarrollar lo suficiente. Y su voz sonaba aún más débil. Puede que tuviera la suficiente voluntad para correr, pero no para comunicarse conmigo. En concreto, ante cualquier sentimiento se quedaba sin voz. Cuando quería decir «no» para protestar, o gritar de cólera, simplemente no le salía la voz. Tampoco podía llorar, ningún sonido salía de su garganta constreñida. Obviamente, durante la primera fase de la terapia me dediqué a ayudarla a respirar más profundamente ya movilizar su voz. Finalmente, consiguió dejar salir gritos y llantos, y su estado mejoró de manera significativa a partir de aquí.
Laura desarrolló una fuerte transferencia hacia mí. A menudo, después de realizar algunos ejercicios, y mientras yacía tendida en la cama que se utilizaba para ellos, la encontraba mirando fijamente mi rostro. En una ocasión, mientras me miraba, estudié sus ojos atentamente. Los tenía muy abiertos, y las pupilas estaban totalmente dilatadas, a pesar de que había mucha luz en la habitación. Su mirada tenía un aspecto fijo y apagado —era la mirada del horror—. Intrigado, le pregunté a Laura qué veía en ese momento: «Me encanta mirar su rostro», dijo pensativa, «tiene la cara más amable del mundo».
La afirmación de Laura contradecía de tal forma el horror que mostraban sus ojos, que le pregunté si quizás estaba pensando en otra persona mientras me miraba a mí. «Sí», dijo, «en mi padre». Cuando vi que los ojos de Laura reflejaban la experiencia vivida con su padre, le pedí que me hablase de él.
«Era un hombre muy guapo, alto —era actor—», respondió Laura. «Pero yo veía en sus ojos que quería matarme».
«¿Por qué?», pregunté yo.
«Vivíamos en la habitación de un hotel», empezó a explicar Laura. «Él tenía ganas de estar con mi madre y yo era un estorbo. Solía decirme: “Vete a dar una vuelta, niña”. Cuando se enfadaba, se le ponía una cara muy fea, deformada. No podía creer que mi papá se había convertido en aquel monstruo. Recordaba lo mucho que me gustaba que me llevara a hombros cuando era más pequeña».
Sus padres se habían separado cuando Laura tenía tres años y la madre le dijo a Laura que había sido por su causa. El padre se fue a Hollywood a trabajar como actor, pero no tuvo éxito y volvió cuando la niña tenía nueve o diez años.
Laura continuó relatando la historia: «Tenía tan mal aspecto. Para trabajar como actor había hecho que le colocaran unas fundas en los dientes, pero le saltaron en un accidente de coche. Le faltaban todos los dientes de la parte inferior de la boca. A menudo se dejaba caer sobre la cama y gritaba. Era horrible. Yo no lo podía aguantar. Quería huir de allí. No podía soportar su dolor».
Durante la ausencia del padre, la niña y la madre habían vivido en varios sitios, iban de un lugar a otro. Laura describió la relación entre ambas como simbiótica: «Sentía que mi madre y yo éramos una sola persona. Siempre estaba conmigo. Pero, cuando mi padre volvió, me volqué en él.
»Fue un gran error porque, cuando me hería, no podía quejarme. No podía decírselo a nadie. A menudo me pegaba cuando se enfadaba o se sentía frustrado. Una vez me tiró contra la pared. Pero yo no lloré. Sentía tanta pena por él. Era una figura tan trágica».
Los sentimientos de Laura hacia su padre eran ambivalentes. En una ocasión le describió como «oscuro, triste y tormentoso». Le tenía miedo, y al mismo tiempo lo veía como a un niño pequeño al que debía proteger. Hubiera hecho cualquier cosa para verle feliz. Sin embargo, admitió que «era como un niño codicioso. Todo tenía que ser para él, y se volvió detestable. Yo satisfacía sus necesidades narcisistas. Necesita sentirse admirado. Y yo le admiraba. Nunca llegó a conocerme verdaderamente. Llegué a odiarle y eso me hizo odiarme a mí misma».
Un aspecto del horror presente en la situación de Laura era su falta de sentido. Su padre la trataba con crueldad unas veces, y otras hacía cosas para que ella se diese cuenta de que la quería. Recuerda que en una ocasión dio sangre para conseguir dinero y así poder comprarle un regalo. Yo supuse que hubo momentos en que ella también captó dulzura y ternura en los ojos de su padre y que eso le llegó a lo más profundo. Pero él no podía mostrarse abierto siempre, porque entonces se sentía vulnerable, así que se cerraba. La tragedia de los narcisistas es que, en lo más profundo de su ser, ansían desesperadamente amar y ser amados, pero no pueden o no se atreven a expresar esos sentimientos. Generaría mucho dolor.
El problema de Laura y el de su padre eran las dos caras de una misma moneda. Él se sentía grandioso y ella insignificante; él necesitaba admiración y ella necesitaba admirar. Sin embargo, el trastorno de ambos era el mismo —la incapacidad de amar—. Los dos habían amado; los dos habían sido seducidos y traicionados. La madre sedujo al padre para hacerle creer que era especial. Y a cierto nivel Laura también se consideraba especial —estaba dedicada a hacer felices a los demás—. Pero este tipo de autosacrificio no es un sustituto del amor.
En el fondo de la traición y de las heridas sufridas por los individuos con un carácter narcisista o una personalidad límite subyace el amor genuino. Este amor es la única cosa que puede dar un sentido válido del yo a una persona; el sentido de un yo que merece ser amado y que es capaz de amar. Laura transfería a mi persona la admiración y el amor que una vez sintió por su padre. ¿Podía expresar ese amor y ese anhelo de él? Mientras permanecía tendida en la cama, le pedí que extendiera los brazos como lo haría una niña y dijera: «Papá, papá». No emitió ningún sonido. Tenía la garganta contraída, y una mirada de intenso dolor en su rostro. Aquello era demasiado para ella. No podía abandonarse y sentir la profundidad de su anhelo o el alcance de su dolor.
Como ya he comentado, Laura había hecho considerables progresos a lo largo de la terapia, y se había ido abriendo más y más. Aplicando presión con los dedos para reducir la tensión muscular de los lados del cuello pude conseguir que fuese capaz de gritar. No llegaba a hacerlo con todas sus fuerzas, sino que muchas veces el grito acababa en un sollozo. También golpeaba la cama mientras protestaba «Por qué» o «No». Pero tanto los sonidos como a los movimientos carecían de fuerza y convicción. A menudo tenía que hacer un gran esfuerzo de voluntad para iniciar los ejercicios. Y aún así, le resultaba difícil expresar cualquier sentimiento. Lo que sentía hacia mí, ya fuera amor o cólera, era algo que le costaba mucho expresar en voz alta. Y por lo que respecta a los sentimientos hacia sus padres, tampoco había conseguido, no simplemente describirlos, sino expresarlos plenamente. Sin embargo, una persona sólo puede conectar con su yo verdadero por medio de la expresión de los sentimientos. Es un trabajo lento, porque es necesario reducir tanto las defensas físicas (las tensiones musculares) como las psicológicas (la negación).
¿De qué tenía miedo Laura? ¿Qué podía pasar si expresaba sus sentimientos en voz alta? Mentalmente, estaba convencida de que si se abandonaba por completo y le daba voz a sus sentimientos, emergería una maníaca gritona. Se imaginaba que se volvería loca. Yo no lo veía así. Puede que Laura chillase como una maníaca, pero su grito sería apropiado al horror de la situación que vivió durante su infancia. El grito tendría un sentido que no tendría cualquier intento de dar una explicación psicológica a la negación de los sentimientos. Negar los sentimientos es una locura, porque representa negar el yo. El narcisismo del padre de Laura contenía algo más que un gramo de locura. Y la locura de un padre, expresada en la negación de sus sentimientos, inspira tanto terror como horror a su hijo.
Sin embargo, sería un error considerar que la relación de Laura con su padre era la única causa de sus problemas. No hay que olvidar que ella había descrito también el vínculo simbiótico, distorsionado, que la unía a su madre. Ésta la utilizaba —le exigía que estuviera «allí» para ella—. Al mismo tiempo, Laura se veía privada del alimento que necesitaba para llenar su propio ser. La delgadez y la debilidad de su cuerpo, la tensión en la mandíbula y en la garganta, su sentimiento interno de vacío —todo ello sugería un grado importante de privación oral—. Que una madre utilice así a su hija, que le exija responder de esa forma a sus propias necesidades, es otra forma de locura. Y la locura, tome la forma qué tome, siempre produce un sentimiento de horror.
En mi opinión, a un niño le resulta mucho más difícil lidiar con la locura de fondo de sus padres, que con cualquier episodio puntual de crisis nerviosa que éstos pudieran sufrir. Por supuesto, que en este último caso tampoco sería fácil para la criatura, pero en tal situación el niño sabría quién estaba trastornado. En cambio, cuando tiene que habérselas con un progenitor narcisista, la fachada de cordura de éste confunde al niño. Como podría éste estar seguro de sí mismo, de sus sentimientos y de su cordura, ante la arrogancia y la aparente seguridad de que hace gala su padre o su madre. ¿Qué elección tiene, más que aceptar el sentido de realidad de su progenitor? A menudo es un impacto para el paciente cuando le sugiero que la conducta de su padre o de su madre denota cierto grado de locura. Al principio, la mayoría de personas tiende a negar la idea de la locura parental, quizá porque esto podría hacerles dudar de su propia cordura. Sin embargo, algunos pacientes sí son conscientes de la locura que hay en su familia.
EL CASO DE RON
Ron, un joven al que en general le iban muy bien las cosas, acudió a mi consulta debido a un problema de impotencia sexual. Reconocía que esta dificultad debía tener algo que ver con su carencia general de sentimientos. Además, también relacionaba su problema con la locura que teñía la vida familiar durante su infancia. Dicho con sus propias palabras: «Mi forma de sobrevivir era desconectar».
Continuó explicando: «Mi madre no paraba nunca de hablar. Me recordaba constantemente lo mucho y muy duro que tenía que trabajar. Era como un aparato de televisión, siempre encendido. Cuando yo no podía más, me encerraba en mi habitación, y entonces mi padre venía a aporrear la puerta y a decirme que yo había disgustado a mi madre. Era un hombre débil. Tenía mucha importancia para él que yo consiguiera tener éxito en la vida».
«La locura», reflexionaba Ron, «era general. Los tres hijos competíamos para conseguir que nos hicieran caso, para poder decir algo. Mi madre sin parar de hablar. Mi padre intentando que callase. Cada persona interpretando su papel. Peleas y gritos cada dos por tres. Era caótico. Nada tenía sentido. No había filosofía, ni significado, ni estructura, ni organización en nuestra vidas».
Ron también se daba cuenta de que su madre intentaba seducirle. «Yo era el receptor de su afecto», recordó. «Me llevaba pastelitos a la escuela, pero también se mostraba resentida conmigo y me pegaba».
Ron conservó la cordura reprimiendo sus sentimientos; a otro de los hermanos le fue aún peor, acabó esquizofrénico. Con todo, Ron pagó un precio muy alto por no volverse loco —perdió su vitalidad, sus sentimientos—. Escapó de la locura familiar encerrándose en su propio cuerpo, donde nadie pudiera alcanzarle. Pero, ya de adulto, descubrió que no podía salir —estaba recluido—. Su cuerpo se había convertido en una máquina —de funcionamiento regular, dura y eficiente, pero incapaz de cualquier movimiento espontáneo—. Para Ron, abandonar su rigidez y su control entrañaba un riesgo —sus defensas contra la locura podían derrumbarse—. No iba a ser así, pero Ron no podía estar seguro de ello. En una ocasión, durante la terapia, su cólera se destapó, después de un episodio de bienestar sexual. Aunque éste no duró mucho, le estimuló a salir de su concha y experimentar plenamente la vida.
PAUTAS EN LA CRIANZA DE LOS HIJOS
Los adultos a menudo no se dan cuenta del horror y el terror que impregna la vida de tantos niños. Aunque ellos mismos hayan experimentado tales horrores, muchas veces han desconectado, como hizo Ron, de su resonancia emocional. Cuando la gente conversa acerca de las diferentes pautas educativas, es capaz de mesurar de forma lógica y fría las ventajas y desventajas que éstas representan para los padres, pero se olvida del impacto que tienen en los hijos. Fui hace poco a una fiesta que dio una joven pareja que esperaba su primer hijo. Surgió una discusión acerca de si una madre debía quedarse en casa para cuidar de sus hijos o por el contrario tenía que incorporarse al mundo laboral lo más pronto posible. La cuestión no estaba centrada en las necesidades económicas de la pareja, sino que giraba en torno a la carrera de la mujer. La futura madre no sabía qué decidir. Tenía una posición importante en el mundo de los negocios y no quería perderla. Muchas de sus amigas habían vuelto a trabajar tan pronto como habían podido después de dar a luz a sus hijos. Hablaron, por ejemplo, de una mujer que era una ejecutiva superocupada durante el día y también una madre frenética que gritaba a sus hijos cuando llegaba a casa por la noche. La discusión se centró entonces en lo difícil que es para una mujer no perder la paciencia con sus hijos, después de soportar las presiones de una dura jornada en la oficina. Pero nadie expresó simpatía alguna por un niño que tiene que soportar constantemente a su estresada madre. Y a nadie le preocupaba llevar un estilo de vida en que los intereses de la madre podían entrar en conflicto con los del niño. En mi opinión, esto es horroroso.
No hay que olvidar que lo que puede horrorizar a un niño, quizá no horrorice a un adulto, porque la mente más desarrollada de este último le permite una comprensión más amplia de la realidad. Me viene a la mente como ejemplo la sala de operaciones de un hospital. Con toda probabilidad, si un niño presenciase una intervención quirúrgica, quedaría horrorizado por una escena poblada de gente con mascarilla, que de pie alrededor de una mesa abre en canal con toda su calma el cuerpo de la persona indefensa que está tendida en la camilla. ¿Cómo podría entender un niño que esa persona no siente dolor alguno o comprender que ese proceso puede salvarle la vida? Por el contrario, ante los procedimientos que conlleva una operación importante, puede que un observador adulto sienta horror o temor reverencial. Presenciar una escena así, sin sentirse de esa manera, me parece a mí que sería negar por entero los sentimientos. Yo mismo asistí a algunas operaciones cuando era médico interno, y me resultó muy duro ver con distancia e indiferencia tal situación, a pesar de que podía comprender el procedimiento y la necesidad de utilizarlo. Y cuando tuve que asistir a algún parto, y vi al ginecólogo tirar del niño para sacarlo fuera del cuerpo de la madre valiéndose de un fórceps, lo que experimenté fue horror. Aunque este procedimiento era casi rutinario en el hospital donde yo estaba interno, no estaba de acuerdo en que fuera realmente necesario, porque también tuve ocasión de asistir a alumbramientos en los que el equipo no regateaba esfuerzos para evitarles traumas y daños al niño o a la madre. En cambio, lo que me inspira un parto natural, en el que la madre está consciente, es temor reverencial. Desde mi punto de vista, lo ideal sería que los niños nacieran en casa, que es un entorno mucho más natural que cualquier hospital. Creo que el padre y la madre tendrían un mayor sentido de la realidad de la paternidad si su hijo naciera en casa, en lugar de hacerlo en un hospital.
El siguiente paso natural es darle el pecho al niño. Hay algo muy acertado en el hecho de una madre dando de mamar a su hijo. La boca y el pecho están tan obviamente hechos el uno para el otro, que encajan a la perfección. Este concepto de que algo es correcto y encaja bien es básico para el sentido de realidad de una persona. Si ves volar a un pájaro o miras cómo nada un pez, te das cuenta de que lo que hacen tiene sentido. Estoy convencido de que nosotros, del mismo modo que otros organismos vivos, nacemos con un sentido natural acerca de lo acertado de las cosas, que procede de la historia evolutiva de las especies. La cría de un pájaro que sale del huevo lleva en el cuerpo la expectativa de que su madre estará fuera esperándole para alimentarle, para darle calor, para protegerle. Ésta es la realidad de la vida de un pájaro. De manera similar, cuando un ser humano viene al mundo, lleva con él la expectativa de que una madre humana estará disponible para él, de la misma forma en que lo han estado tantas madres humanas a lo largo de la historia de la humanidad.[35]
Así, los niños esperan que haya un pecho esperando para alimentarles; están programados para succionarlo, desde el mismo momento de su nacimiento. Esta expectativa puede satisfacerla en parte un biberón con una tetina de goma. Con todo, el impulso —yo diría que la necesidad— de succionar es tan fuerte que los niños alimentados con biberón a menudo lo suplen chupándose el pulgar. Yo no he visto hacer esto a ningún niño al que su madre le ha dado el pecho, si ésta lo ha hecho durante el tiempo suficiente. Cuando chupa, el bebé se siente seguro, y además respira mejor.
Otra expectativa biológica del neonato es estar cerca del cuerpo de su madre. La importancia de este contacto físico ha sido claramente demostrada por Harry Hariow en su actualmente famoso experimento con monos.[36] Hariow demostró que las crías de monos privadas de este contacto no se desarrollaron con normalidad y sufrieron trastornos emocionales. Según diversos estudios, la falta de contacto físico con la madre original o con una madre sustituta tiene efectos similares en los bebés humanos. Éstos se deprimen y pierden la capacidad de responder emocionalmente ante las personas.[37]
La privación parece afectar el desarrollo emocional del niño de forma muy parecida a como lo hace el horror. ¿Tienen algo en común las dos situaciones? Para mí, ambas entran en conflicto con el sentido innato que posee el individuo acerca del orden natural de las cosas. Ambas contienen algo de irreal, algo que las hace incomprensibles para el individuo. Ningún bebé o niño puede comprender que su padre o su madre no responda a sus necesidades. El sentido de realidad del niño se trastorna. La criatura se debe sentir como un pez fuera del agua, mientras llora y lucha por conseguir que su entorno sea como esperaba. Si la privación no amenaza su vida, el niño se adaptará y la aceptará como su nueva realidad, pero sólo después de que haya pagado por ello un alto precio y haya perdido la batalla por un derecho humano que le corresponde.
Una de las maneras de obligar a los niños a adaptarse al nuevo orden que le imponen sus padres es lo que se llama «dejarlos llorar». Por la noche, la madre mete al bebé en la cuna y se va a dormir. El niño, aterrorizado por el sentimiento de soledad y por la pérdida de contacto con el cuerpo de la madre, empieza a gritar y a llorar. Ninguna madre animal dejaría de responder a la llamada de su cría. Sin embargo, algunas madres humanas creen que sería un error responder a la llamada de su hijo. Ceder al llanto del niño sería malcriarlo. Además, según le han dicho, llorar es bueno para el niño, porque fortalece los pulmones. Así que, como no hay respuesta, el bebé sigue llorando.
Puede que la primera vez que sucede algo así el niño llore durante horas, antes de caer rendido y dormirse. Si a la noche siguiente se repite la misma situación, el niño ya no llorará durante tanto rato y se dormirá más pronto. La madre quizá piense que su hijo ha aprendido la lección, pero, y es bien sencillo, lo que pasa es que el niño ya no tiene energía para repetir el intento. El sueño llega antes porque él se agota antes. Después de varias experiencias de este tipo, el bebé aprende a abandonar la lucha para tener cerca a su madre. En efecto, el niño ha reprimido el anhelo de ese contacto, y ya no siente dolor ni frustración. Ha aceptado una nueva realidad, en la que ya no se expresa el deseo de cercanía e intimidad. La semilla del narcisismo y la personalidad límite está sembrada.
También hay padres que reaccionan con violencia ante el llanto de sus hijos. He conocido algunos que les pegaban para que parasen de llorar. A menudo utilizan la amenaza del abandono o del castigo. En la mayoría de los casos de niños maltratados, lo que dispara la violencia de los padres es el llanto del niño. ¿No es esto una locura? Es como echar leña al fuego para que deje de arder. Aun así, parece que a algunos padres les saca de quicio el llanto del niño. No lo pueden soportar, porque les recuerda su propio llanto reprimido, y pegan a su hijo igual que les pegaron a ellos cuando lloraban de niños. El horror puede entonces hacer su aparición en forma de pesadillas, de malos sueños que los padres consideran «tonterías». A ojos del niño, sus padres se han convertido en verdaderos monstruos, monstruos que los adultos no pueden ver porque, al igual que aquellos del cuento del traje nuevo del emperador, les han seducido o amenazado para conseguir que nieguen la verdad que tienen ante sus ojos.
EL CASO DE MARGARET
Ya he comentado anteriormente el horror que sufren los hijos cuando ven que sus padres se pasan la vida peleándose y gritándose el uno al otro. El mismo horror está presente en aquellos hogares donde todo sentimiento ha sido negado y cubierto con la pátina de «somos una familia feliz». Esto es exactamente lo que salió a la luz durante mi trabajo con una paciente que acudió recientemente a mi consulta.
Margaret se quejaba de que no sentía nada sexualmente. Era como si su pelvis se encontrase rodeada por una banda de acero que la comprimiese. Dado que es necesario conocer el origen de las tensiones antes de intentar ayudar a liberarlas, le pedí a Margaret que me hablase acerca de su infancia. «Sólo tengo recuerdos felices de entonces», me dijo ella. «Mis padres nunca se peleaban. Eran muy callados y nunca se enfadaban ni levantaban la voz. Simplemente, no expresaban sus sentimientos». Margaret admitió que con este clima en el hogar, a ella no le resultaba fácil expresar su enfado o incluso llorar. En aquella familia jamás se pronunciaba la palabra sexo. La actitud de los padres era rígidamente religiosa, pero tampoco predicaban contra el sexo. ¿Cómo podría explicar Margaret un recorte tan radical de los sentimientos sexuales?
Me dijo que hubo un período en su vida en que se sintió bastante libre sexualmente y experimentó orgasmos. Eso fue tras la ruptura de su primer matrimonio. Durante más de un año después, su actividad sexual fue promiscua y completamente desinhibida. Comentó que a menudo tenía orgasmos múltiples. Entonces conoció al hombre que se convertiría después en su segundo marido. Al principio, el sexo con él era excitante, pero cuando la relación entre ellos se hizo más profunda y se casaron, los sentimientos sexuales de ella empezaron a disminuir y finalmente desaparecieron. Esta ausencia de sentimientos también caracterizó la relación con su primer marido.
La apariencia de Margaret me chocó como la de una maestra de escuela estirada y remilgada. Este aspecto se veía aún más acentuado por las grandes gafas que llevaba y que destacaban sobre su cara pequeña y sin expresión. Y tal impresión coincidía con su falta de sentimientos sexuales. Con todo, Margaret sabía que, tras la fachada puritana, su personalidad escondía otras facetas.
Consideré que Margaret tenía una doble personalidad y no la personalidad escindida que caracteriza a un estado esquizoide o esquizofrénico. En este último caso, los dos aspectos opuestos están presentes al mismo tiempo, mientras que en la doble personalidad, sólo aparece el uno o el otro. Si Margaret hubiera sido esquizoide, la delataría un comportamiento temerario, desenfrenado, que traicionaría su apariencia gazmoña. La división hubiera sido obvia en todo momento. Pero ella sólo podía ser de una forma u otra, no las dos cosas a la vez. Como mujer casada, decente y formal, no podía tener sentimientos sexuales. Sin embargo, cuando se despojaba de ese papel o cuando dejaba atrás su fachada y salía fuera de ella, era una persona diferente. Viendo uno de los dos aspectos, resultaba difícil imaginar que existiese el otro. Era una combinación parecida a la del doctor Jekyll y Mr Hyde.
La personalidad de los padres moldea la personalidad de los hijos. Como mujer casada, Margaret se identificaba con su madre, que tenía aspecto de beata. ¿Y qué pasaba con el padre? Le hice algunas preguntas a Margaret acerca de él, quise saber por ejemplo qué trabajo realizaba, y su respuesta no pudo por menos que sorprenderme. «Se dedica a robar cajas fuertes», dijo. Me imaginé que allí había otro caso de doble personalidad, pero el padre de Margaret no era un delincuente. De hecho, su padre trabajaba con cajas fuertes, pero se dedicaba a la instalación y mantenimiento de éstas. Sin embargo, a partir del comentario de Margaret acerca del robo de cajas fuertes, me imaginé la banda de acero que ceñía su pelvis como una especie de cinturón de castidad. Ella se lo ponía cuando estaba casada y se lo quitaba cuando volvía a estar soltera. La tensión en la pelvis la mantenía «segura como una caja fuerte» para su marido. Lo conseguía reprimiendo todo deseo sexual y evitando así actuar siguiendo sus impulsos sexuales. Pero no era su marido el responsable del cinturón de castidad psicológico que ella llevaba. Esa tensión muscular de la pelvis se originó durante la infancia, como resultado de la situación edípica.
¿Por qué Margaret llamaba a su padre ladrón de cajas fuertes, en lugar de instalador de cajas fuertes? Si consideramos su afirmación como un lapsus freudiano, este comentario sugiere que su padre, él y sólo él, podía abrir la caja fuerte de ella, que era el único que poseía la llave de su sexualidad. A uno de los niveles de su personalidad, Margaret pertenecía a su padre. Era capaz de amar a otro hombre pero, si lo hacía, no podía experimentar sentimientos sexuales hacia él. Por otro lado, si mantenía relaciones sexuales con otro hombre, entonces no podía amarle. La combinación de amor y sexo juntos sólo era posible con su padre. Pero eso fue antes de que ella se pusiera el cinturón de castidad, antes de que se sintiese culpable por la naturaleza incestuosa de la relación con su padre. Cuando la culpabilidad fue en aumento, reprimió los sentimientos sexuales hacia él, y a nivel consciente sólo retuvo su amor por él. Debido a que los hombres con los que se casaba asumían el lugar del padre con respecto al afecto de ella, ésta no podía permitir que los sentimientos sexuales salieran a la superficie.
Al principio de la terapia, Margaret era completamente inconsciente de la existencia de un componente sexual en la relación con su padre. Negaba que éste le inspirase sentimiento sexual alguno, a pesar de que ella tenía conocimientos suficientes como para reconocer que tales sentimientos hubieran sido normales. Paradójicamente, fue hablando de la relación con la madre cuando salieron a relucir los sentimientos sexuales hacia el padre.
La discusión sobre el tema empezó en un taller de formación para profesionales, en el que colaboró Margaret como paciente. Al presentar sus problemas al grupo de terapeutas, destaqué que Margaret estaba de alguna forma fuera de contacto con ella misma. Uno de los participantes comentó que Margaret tenía un aspecto como si hubiera sufrido una conmoción. Ella replicó diciendo que no le parecía que eso fuera cierto. Yo estuve de acuerdo con ella y sugerí que su estado era más de aturdimiento que de conmoción. «Sí», dijo ella, «eso me parece correcto».
¿Cuál fue el horror que experimentó durante su infancia y que la dejó aturdida? En aquel momento, sólo pude imaginar que fue la atmósfera de irrealidad que se respiraba en el contexto familiar. Cuando puse el acento en que su familia era cualquier cosa menos una familia feliz, Margaret recordó que su madre insistía en que todo el mundo sonriera y fingiese que era feliz, pasase lo que pasase. Entonces Margaret me mostró cómo era la sonrisa de su madre —una estrecha ranura entre los labios apretados—. Para un niño, el horror que está presente en la negación de los sentimientos resulta bastante evidente. Margaret podía ver el dolor de su madre, a pesar de los esfuerzos de ésta por negarlo. Una maniobra tan falta de sentido la dejó desconcertada.
Una vez que Margaret admitió lo infeliz que era su madre, le fue posible destapar la situación real entre sus padres. La amabilidad con que se trataban el uno al otro era fingida. Había muy poco afecto y muy poco sexo en su vida. Margaret se dio cuenta entonces de que su padre había derivado hacia ella gran parte de sus sentimientos sexuales, aunque él lo negase abiertamente. La niña quedó atrapada en un callejón sin salida. El interés de su padre excitaba su sexualidad pero, a la vez, también la afligía lo mucho que aquello desagradaba a su madre. Como la sexualidad no era algo abiertamente aceptado por sus padres, los sentimientos de la niña la hacían sentirse muy culpable. Se creía responsable de la situación y reaccionó reprimiendo cualquier sentimiento sexual hacia su padre. Así fue como se convirtió en una «buena chica», en la digna hija de sus padres. Fue así como empezó a seguir su juego de negar la realidad.
Para romper el poder que esta negación tenía sobre la personalidad de Margaret, fue necesario hacer que afrontase una realidad que podía devolverle la cordura. Tal realidad era el efecto que podía causar en su propio hijo ver el rostro de ella. Imité su sonrisa, intentando que se pareciese a la de ella cuando imitó a su madre. Entonces, le pedí que se mirase en el espejo para que viese el aspecto que adquiría su rostro cuando ella sonreía así. Quedó impresionada por la apariencia monstruosa que adquiría su cara y reconoció el horror que aquello podía representar para un niño. Entonces se dio cuenta de que, inconscientemente, estaba haciendo con su hijo lo mismo que su madre había hecho con ella. Esta comprensión abrió una puerta que dio paso a los sentimientos y le permitió trabajar su problema de narcisismo.
A lo largo de este libro, he sugerido que existe alguna relación entre el narcisismo y la locura. Ya hemos visto que hay un cierto grado de irrealidad presente en los individuos narcisistas, que le hace a uno cuestionarse hasta qué punto están cuerdos. Hasta aquí, he explicado la negación narcisista de los sentimientos sobre todo partiendo del principio de que son inaceptables para el individuo, de que contradicen la imagen que éste proyecta. Estoy convencido de que existe una razón más importante para negar los sentimientos, y ésta es el miedo a que la locura estalle y desborde el ego.