Capítulo 8
DEMASIADO Y DEMASIADO PRONTO
En el capítulo anterior, he planteado que la locura aparece cuando el ego de la mente consciente no puede integrar un sentimiento que le desborda. Una vez más, este concepto de locura está presente en el lenguaje de cada día. Si alguien no deja de fastidiarnos, al final exclamamos: «¡Para. Me estás volviendo loco!». Incapaces de soportar (integrar o tolerar) la irritación o provocación continuada de esa persona, nos damos cuenta de que estamos a punto de explotar de rabia, que estamos como locos. Ya he comentado que no creo que una persona se vuelva loca únicamente porque la presionen hasta el punto de hacerla explotar —suponiendo que sea capaz de explotar—. Generalmente, para volver loca a una persona se tiene que dar una situación especial.
La tortura lenta es una de esas situaciones. En la antigua China, por ejemplo, se torturaba a la gente haciendo que le cayera sin parar una gota de agua en un punto de la cabeza, mientras se mantenía a la persona inmovilizada. La acumulación de estímulos constantes llegaba a un punto en que era insoportable, y lograba quebrantar la mente del individuo. Esto le puede suceder a cualquier persona, si la someten a una tortura constante. Una de dos, o te mueres o te vuelves loco. En el primer caso, se quiebra el cuerpo, y en el segundo, el espíritu —se parte en dos la conexión energética entre la mente y el cuerpo—. Que suceda una u otra cosa depende de la naturaleza de la tortura y de su objetivo.
La tortura no tiene por qué ser física, en el sentido de un ataque directo al cuerpo. Se puede utilizar el sonido para quebrantar la voluntad o la resistencia de una persona; a ciertas frecuencias, resulta tan doloroso que no se puede soportar. El miedo es otra forma de quebrar el espíritu de la gente. Cuando detuvieron y encarcelaron a Dostoievski y a un grupo de estudiantes radicales rusos, se produjo el siguiente incidente: les sometieron ajuicio y les sentenciaron a todos a muerte. Después, les llevaron al lugar en el que se producían las ejecuciones, y alinearon en fila a varios de ellos ante el pelotón que les iba a ejecutar. Entonces, en el último instante, los soldados bajaron las armas, alguien anunció que el zar había indultado a aquellos hombres, y los enviaron a Siberia. Pero, uno de los que iban a ejecutar se volvió loco. Había pasado demasiado miedo.
También se sabe que una persona puede entrar en un estado de locura temporal, si se la priva de estimulación sensorial. En un experimento de supresión de estímulos, se colocó a un sujeto en una piscina con el agua a una temperatura igual a la del cuerpo humano. No había ningún sonido, la luz era uniforme y el sujeto estaba solo. A pesar de todos sus esfuerzos para conservar el autocontrol, su mente empezó a alucinar. Sin estimulación externadlos límites de la persona se vuelven borrosos. Si se dejara a un niño en una cuna, sin tocarle, y durante un período prolongado de tiempo, se debilitaría y moriría. Todos necesitamos estímulos, pero con cierto equilibrio. Demasiada estimulación puede ser tan mala como demasiado poca.
EL EGO Y SU ESCUDO PROTECTOR
Freud avanzó hace ya muchos años la idea de que necesitamos protegernos de un exceso de estimulación. Valiéndose de una imagen del organismo como una vesícula, formuló la siguiente hipótesis: «Este pequeño fragmento de sustancia viva está suspendido en el centro de un mundo externo a él, cargado con las más poderosas energías, y cuya estimulación le causará la muerte, si no cuenta con un escudo protector contra los estímulos». Y continuó diciendo: «La protección contra los estímulos es una función del organismo casi más importante que la de recepción de los mismos».[40]
El escudo protector es la piel. Freud la describió como: «Una envoltura o membrana especial resistente a los estímulos». Todos reconocemos que la piel tiene esta función, y lo expresamos en el lenguaje cotidiano, por ejemplo cuando decimos que alguien tiene «la piel dura», para referirnos a que las cosas externas le afectan menos que a personas con «la piel fina». Aunque estas expresiones coloquiales se apoyan en una base física (una piel fina es más sensible al dolor), son sobre todo metáforas. De hecho, la cuestión de la sensibilidad tiene más que ver con la vitalidad de la piel, es decir, con su grado de carga energética.
Biológicamente, el escudo protector se origina a partir de un proceso de muerte o endurecimiento de las capas superficiales. Freud destacó que «la parte más superficial deja de tener la estructura propia de la materia viva; se convierte hasta cierto punto en materia inorgánica».[41] La concha de un molusco es un claro ejemplo del endurecimiento de la superficie para servir de escudo a las partes sensibles del organismo. Una vez más, esto también se expresa desde el punto de vista coloquial. Decimos que la gente se refugia en su caparazón, para referirnos a que se encierra en sí misma para protegerse del mundo exterior.
Psicológicamente, los narcisistas tienen la piel dura. Son relativamente insensibles a las otras personas y a sí mismos. Por el contrario, las personalidades esquizoides y esquizofrénicas son generalmente tan hipersensibles que parece que carezcan de piel. La piel se puede describir como la superficie externa o la frontera del yo. En los individuos narcisistas, esta línea de demarcación es exagerada, y crea un frente rígido que les sirve como defensa contra el mundo pero que a la vez les convierte en individuos aislados. En la estructura del carácter narcisista, el frente se convierte en una poderosa fachada que soporta la presión; por otro lado, el frente o fachada de la personalidad límite tiende a venirse abajo en situaciones de estrés. Los esquizofrénicos, cuya piel está descargada energéticamente, tienen una frontera débil y tenue, que les hace vulnerables a que las fuerzas del entorno les desborden. Su defensa es apartarse del mundo.
La piel, además de ser un escudo protector y la frontera física del cuerpo, también está estrechamente conectada con la conciencia. En The Language of The Body, señalé que la conciencia es una función de la superficie corporal, y representa la percepción que tiene el organismo de la interacción entre el mundo interno y el externo. Así, cuando cerramos los ojos para dormir, y por tanto desconectamos del mundo externo, perdemos conciencia; esto es, no somos conscientes de nosotros mismos, y nuestra sensibilidad a los estímulos del exterior se reduce enormemente. Pero este proceso aumenta la sensibilidad a lo que está sucediendo en el interior, lo que se podría describir como conciencia del sueño. Sin embargo, si alguien nos da una palmadita en el hombro o nos sacude suavemente para despertarnos, volvemos a ser conscientes del mundo externo, la conciencia del ego retorna y la conciencia del sueño se retira, dejándonos con el recuerdo de lo que hemos soñado. Soñar semidespierto también depende de que se haya reducido en gran medida la conciencia del ego, pero eso sólo se produce durante el sueño ligero. A medida que la persona se hunde en el sueño profundo, esta conciencia también se pierde. La anestesia general provoca la misma pérdida de conciencia. Si el sueño que produce la anestesia es lo bastante profundo, no se percibe el dolor, porque la pérdida de conciencia se extiende también al cuerpo. En este estado, un cirujano puede operar a una persona sin que ésta sienta dolor alguno.
Una frontera o superficie separa dos áreas fenomenológicas, cada una de las cuales actúa a su vez sobre la frontera. Así, la membrana celular está influenciada tanto por lo que sucede en la célula como por lo que sucede en el fluido que la envuelve. La piel es la superficie inmediata del cuerpo que separa los dos mundos, el interno y el externo, y como tal, es sensible a los estímulos del exterior y a los impulsos del interior. En realidad, se podría decir que la superficie del cuerpo no sólo la forma la piel, sino también los tejidos subcutáneos y la envoltura de los músculos voluntarios que rodean el cuerpo. Todos los órganos sensoriales, que aumentan nuestra sensibilidad a los eventos del mundo externo, están localizados en la superficie del cuerpo. Cuando disminuye esta sensibilidad, disminuye también la conciencia del ego. Por ejemplo, enfriar mucho la superficie de la piel funciona como un anestésico local, y disminuye por tanto la conciencia en esa área. Pero, como ya hemos visto, también se puede reducir la conciencia del ego por medio de la anestesia general, que al actuar directamente sobre el cerebro bloquea las funciones perceptivas de este órgano. Así, hay dos superficies relacionadas con la conciencia del ego: la superficie del cuerpo y la superficie del cerebro. Por tanto, para que haya conciencia se requiere la ocurrencia de dos sucesos: un evento, producido dentro o fuera del organismo, que tiene un impacto sobre la superficie, y la percepción o reconocimiento de éste que tiene lugar en el cerebro. La percepción es una función del ego y está localizada en la superficie del cerebro, que actúa como una radar o una pantalla de televisión en la que se genera la imagen de lo que está sucediendo. De la misma forma, la superficie del cuerpo actúa como una antena de televisión, que recibe las señales antes de que éstas se proyecten en la pantalla en forma de imagen.
Podemos imaginar la conciencia como una luz en la oscuridad del inconsciente que nos permite ver. Pero sólo podemos ver lo que está dentro de nuestro campo de visión o aquello a donde llega la luz. En este sentido, la conciencia es más como un reflector que ilumina tan sólo una pequeña área y deja el resto en la más profunda oscuridad. De forma similar, un radar sólo puede detectar objetos que estén dentro del radio de detección de señales que puede captar.
Imaginemos, pues, la conciencia como la luz de un faro que va girando para iluminar los sucesos que tienen lugar en el mundo interno y en el externo. El rayo de luz de la conciencia nunca ilumina estos dos mundos al mismo tiempo. Cuando enfoca el mundo externo, disminuye la conciencia del mundo interno, y viceversa. Y existe un marcado contraste entre la conciencia de un narcisista y la de una personalidad esquizoide. El narcisista se centra sobre todo en la realidad externa y excluye en un grado u otro el mundo interior de los sentimientos. En cambio, la personalidad esquizoide se aparta del mundo externo y se recluye en la realidad interna. La retirada del esquizofrénico denota que el individuo no puede hacer frente a las fuerzas y las presiones que provienen del mundo exterior. Por el contrario, los narcisistas se las arreglan bastante bien en este sentido, aunque son incapaces de responder emocionalmente ante tales situaciones. Lo que hacen es manipular a la gente y las cosas, porque han reducido todos los objetos a imágenes. El esquizofrénico también funciona en términos de imágenes, y éstas a menudo tienen una gran carga emocional, pero guardan poca relación con la realidad del mundo externo. Las personas normales conciben asimismo la realidad en términos de imágenes, y éstas también conllevan una carga emocional, pero en este caso se corresponden con la realidad. La gente no está reducida a una imagen.
La conciencia es tanto una función activa como pasiva. No podemos encender la luz de la conciencia deliberadamente, pero una vez que se ha encendido, sí que es posible dirigir la luz hacia donde deseemos o nos interese. De todos modos, en general estamos abiertos a ver y captar lo que tenemos alrededor. Esta parte de la conciencia que está activa, tanto en cuanto a la percepción como a la respuesta, es lo que constituye el ego. El ego nos permite cambiar conscientemente el entorno para adaptarlo a nuestras necesidades, o nos capacita para adaptarnos nosotros a las necesidades del entorno. Por medio del ego, podemos eliminar un obstáculo del camino o, cuando no es posible suprimirlo, somos capaces de modificar nuestra conducta para sortearlo. Sin embargo, yo opino que la gente se ha vuelto demasiado egotista, tanto en cuanto a modificar la naturaleza para satisfacer sus necesidades, como respecto a alterar su propia naturaleza para eliminar un pretendido obstáculo. Somos, por ejemplo, los únicos animales que niegan sus sentimientos para ir en pos del poder. En este sentido, se podría decir que vamos en contra de nuestra propia naturaleza.
Pero ¿cómo puede una persona ir en contra de su propia naturaleza? Freud señaló que normalmente no tenemos un escudo contra la excitación que se origina en el interior del organismo. Esta excitación se percibe como placentera o dolorosa, o como impulsos asociados a emociones, sentimientos y sensaciones. No percibir tal excitación obstaculiza gravemente la capacidad del organismo para sobrevivir y satisfacerse. Sin embargo, puede suceder que la excitación interna que se origina produzca, dicho en términos de Freud, «un excesivo aumento del displacer, y entonces se tienda a tratarlas como si estuvieran actuando, no desde dentro, sino desde fuera, de forma que entonces sea posible levantar el escudo contra los estímulos que están en acción para defenderse de ellos».[42] Lo que está diciendo Freud es que a los sentimientos dolorosos se les puede denegar el acceso a la conciencia.
Escudar el organismo contra estímulos que no puede manejar es parte de la función adaptativa del ego, y el objetivo es proteger la integridad de la persona. Así, el ego puede incluso negar algunos aspectos de la realidad externa, como un medio para defenderse de ella. Ya hemos visto esto en pacientes que describían su infancia como feliz y decían que sus padres les querían mucho, a pesar de admitir al mismo tiempo los traumatizantes golpes, castigos y críticas que recibían de ellos. Para poder sobrevivir en medio de una situación así, los niños tienen que suprimir su deseo de rebelarse y acabar sometiéndose, y eso sólo lo pueden conseguir negando sus propios sentimientos y también la realidad de la conducta de sus padres. Pero esta defensa, válida en aquel momento, se convierte en una neurosis cuando sigue en acción en la edad adulta y funciona en situaciones en que la persona ya no la necesita, porque no se encuentra indefensa.
Dado que la negación se consigue matando la superficie que es receptiva a los estímulos, su efecto es volver rígido el ego. La sonrisa permanente se convierte en una máscara que la persona ya no se puede quitar. El resultado es una disminución de la capacidad del ego para responder emocionalmente ante la realidad o para cambiarla en sintonía con los propios sentimientos del individuo. Para ampliar la analogía de Freud, la rigidez del ego es como un jinete rígido que monta un caballo, del que puede caerse fácilmente a causa de su rigidez si se produce cualquier movimiento (sentimiento) lo bastante fuerte para ello. La seguridad del ego descansa entonces en un cuerpo muerto, que tiene muy pocas emociones. Con todo, esta verdadera muerte del cuerpo genera hambre de sensaciones, lo que lleva al hedonismo típico de la cultura narcisista.
En suma, una persona tiene graves problemas cuando está expuesta a una sobreestimulación y no encuentra un canal para liberar el exceso de estímulos. Esta sobreexcitación se experimenta como un dolor o, como diría Freud, un displacer, debido a que hay mucha presión por liberarla. Cuando la tensión alcanza un punto en que la persona ya no puede soportar más el dolor, el individuo se anestesia a sí mismo. El ego utiliza su escudo contra los estímulos para bloquear la percepción de su tormento interior. Cuanto mayor sea la amenaza de descarga, más energía se invierte en mantener la fachada que se presenta ante el mundo, porque de ésta se vale la persona para controlar y negar los sentimientos. El efecto final de la sobreestimulación es el encarcelamiento del yo verdadero con sentimientos.
LA SOBRECARGA EN LA VIDA COTIDIANA
La sobreestimulación es una situación generalizada en las ciudades del mundo occidental. Hay demasiado ruido, demasiado movimiento, demasiada actividad, demasiados estímulos fuera de lo corriente. Cuesta creer el ruido que hay en ciudades grandes como, por ejemplo, Nueva York. Este es una forma de polución que destruye la tranquilidad y la paz. Sin embargo, aunque todos los sonidos pueden ser estimulantes al principio, se convierten pronto en una molestia. La suficiente como para volverle a uno loco. ¿Cómo pueden soportarlo los neoyorquinos? Todos sabemos la respuesta. Matando la receptividad a ellos. Desconectan y no oyen realmente el ruido. Pero, como la conciencia es una función de los contrastes, sólo se dan cuenta de lo ruidosa que es la ciudad el domingo por la mañana, cuando la actividad frenética ha bajado de revoluciones y todo está relativamente tranquilo.
El movimiento en las grandes ciudades, tanto el del tráfico rodado como el peatonal, tiene un efecto similar. Al principio parece estimulante, pero al final lo es demasiado. Como un torrente, la multitud de gente moviéndose de un lado a otro le atrapa a uno en su corriente y le arrastra con ella. Uno pierde el sentido de sí mismo como ser que siente. La gente se mueve a un ritmo que es demasiado rápido; ya no tiene tiempo. Es deshumanizador. Como para recordarme lo que se ha perdido, recientemente desperté en una hermosa mañana de domingo en Nueva York. Estábamos en otoño, y el aire era fresco y limpio. Circulaban muy pocos automóviles y se notaba la ausencia del bullicio que conlleva la actividad comercial. Sentí un gran placer al caminar por las calles; un placer que conocí en mi juventud, aunque yo crecí en una ciudad, pero en la que raras veces puedo disfrutar como antes. En aquellos días Nueva York era humana.
Es difícil darse cuenta de hasta qué punto han cambiado las cosas en este siglo. A finales del siglo pasado aún se veían coches de caballos por la calle. Se barrían las aceras con una escoba. Mi padre iba cada mañana a un barbero del barrio para que le afeitase y para oír los cotilleos. Le costaba cinco centavos. Ése es un lujo del que yo no disfruto. La dificultad para ver los cambios se debe a que nos hemos adaptado tan bien a las nuevas condiciones, que nos parecen naturales. Pero pagamos un precio por esta adaptación al ritmo de la calle en la vida actual, y ese precio es la barrera que hemos erigido como escudo para protegernos del exceso de estímulos. Para funcionar al ritmo de una máquina, hay que ser como una máquina, lo que significa matar el cuerpo y negar los sentimientos.[43]
La sobreestimulación no es algo que afecte sólo a las ciudades. Está presente en todas las casas. En muchos hogares americanos, la radio y la televisión están encendidos durante largos períodos de tiempo. Se sabe que el americano medio mira la televisión un promedio de seis horas al día. Muchos hombres y mujeres miran la tele o escuchan la radio mientras realizan las tareas caseras o incluso mientras trabajan fuera del hogar. Parece que necesitan esta estimulación; se diría que ésta añade la emoción que parece faltar en su vida. Pero la televisión y la radio también sirven como distracción —le sacan a uno de sí mismo y le distancian de sus propios sentimientos—. Las noticias de la radio y la televisión son especialmente perturbadoras, porque a menudo provocan sentimientos que no se pueden expresar. Escuchar los casos de crímenes horribles que se producen cada día puede generar una rabia que no tiene vía de descarga. Uno aprende pronto a no dejarse afectar por todo esto, pero esto significa que ha fortalecido su escudo contra los estímulos.
Y aún otro factor se añade al exceso de estímulos: la constante actividad que exige la sociedad occidental. Parece que hay tanto por hacer que es casi imposible parar —descansar, pensar, contemplar—. Aunque sólo sea para completar una jornada laboral, uno se tiene que estar moviendo constantemente. La gente está ocupada ganando dinero o gastándolo, o bien cuidando las cosas que ha comprado. Y eso por no hablar de lo que representa un coche. La conducción no es sólo estresante debido a la necesidad de estar en permanente alerta, sino también por el bombardeo constante de imágenes cambiantes.
Y aun así, parece que la gente necesita toda esta actividad. Puede que haya mucho por hacer, pero si hay demasiado poco se aburren y se inquietan. Necesitan tener proyectos para sentirse estimulados, por eso aún no han acabado una cosa que ya empiezan otra. A la gente joven de hoy en día se las llama la generación de la acción, y en esa expresión está implícito que la constante actividad es una virtud. Sin embargo, si no paran es porque son incapaces de estar quietos. Sólo se sienten vivos cuando hacen algo, pero eso es una defensa contra ser y sentir.[44] Entre esta gente joven, hay algunos individuos que se mueven aún más rápido que los otros, que luchan por subir más aprisa los peldaños de la escalera del mundo. Se les llama «trepas». Todo en su vida está subordinado al afán de éxito.
No es casual que el alto volumen de los sonidos de la música rock se haya puesto de moda. Junto con las luces estroboscópicas, proporciona una estimulación lo bastante potente como para penetrar casi cualquier escudo y estimular al que mira y escucha. Sin embargo, la estimulación no es suficiente, porque se necesita el placer de la descarga. Y esto es precisamente lo que proporciona el compás rítmico y fuerte de la música, y los intensos movimientos del baile en las discotecas. Parece que este marco proporciona al individuo narcisista la sensación de estar vivo. Pero la música rock y el baile de las discotecas también incrementa la muerte interna de los narcisistas, porque hace que la sobreestimulación parezca el estilo de vida normal. Éste es el peligro real del exceso de estímulos. Una vez uno se adapta a algo así, parece que no es capaz de prescindir de ello.
EL EXCESO DE ESTÍMULOS EN LA FAMILIA
Aunque pienso que el trastorno narcisista es un producto de la cultura occidental, también creo que el individuo narcisista es un producto de una situación familiar desdichada, una en la que se sedujo al niño para arrastrarle a una relación especial con uno de los padres (véase el capítulo 5). A causa de la intimidad que proporciona ese tipo de relación, el niño está expuesto al exceso de estímulos que representan los sentimientos y la sexualidad de un adulto. El padre o la madre se vuelca en el niño para obtener de él comprensión y solidaridad, e incluso comparte con él las frustraciones de su matrimonio. ¿Cómo podría un niño manejar emociones tan fuertes? El malestar de su progenitor siempre es excesivo para un niño. Él no puede hacer nada para remediarlo.
El estrés del matrimonio a menudo tiene que ver con las heridas, decepciones y frustraciones sufridas por ambos miembros de la pareja durante su infancia. Incapaz cada uno de ellos de responder ante el sufrimiento del otro, la pareja se vuelca en los hijos para obtener el amor que no tuvieron de sus padres. Independientemente de cómo traten a los niños, siempre les exigen algo, ya sea de manera implícita o explícita: «Dime cuánto me quieres; dime lo buena madre que soy». Cuántas veces uno de los padres hace que el niño se sienta culpable diciéndole cosas del tipo: «¿Te das cuenta de lo mucho que me sacrifico por ti?». Por supuesto, el niño se da cuenta, porque capta lo mal que se siente su progenitor. Como decía uno de mis pacientes: «La tristeza de mi madre era abrumadora. Yo no podía soportar su pena. Tenía que hacer todo lo que estuviese en mi mano para que ella fuese feliz». La experiencia de esta persona no es única. Por desgracia, es bastante común.
Supongamos que es la madre la que acude al niño para contarle sus problemas. ¿Qué puede hacer la criatura para que ella sea feliz? Lo primero es estar «allí» cuando ella le necesite —escuchar el relato de sus desgracias, solidarizarse con sus sufrimientos y comprender sus dificultades—. El niño tiene que estar «a su lado» porque la madre de ella no lo estuvo. En efecto, el niño se convierte en el padre de su madre. Cuántas veces he oído decir a mujeres pacientes mías cosas del tipo: «Fui su otra madre para mi madre». El niño es más bien como el marido, ocupa el lugar del «buen padre». Pero esto no cambia nada. La madre continúa con sus gimoteos, quejas y marrullerías masoquistas. El niño se siente inundado por sentimientos desagradables, y no puede hacer nada para remediarlos. Ni siquiera puede marcharse. Lo único que puede hacer es no pedirle nada a su madre: eliminar sus propias necesidades y sentimientos, para que su madre no se sienta culpable por no prestarle la suficiente atención.
Tal situación genera en los niños sentimientos de dolor, tristeza y rabia, tanto por ellos mismos como por sus padres. Como estos sentimientos superan lo que el niño puede manejar, levanta un escudo protector para evitar sentirlos. Si se permitiera experimentarlos plenamente, gritaría de dolor, sollozaría de tristeza y atacaría con furia destructiva. Pero no lo hace —porque hacerlo parece de locos—. La solución es ponerse una armadura —tensar los músculos del cuerpo de forma que la expresión de los sentimientos se haga imposible—. Se ponen ellos mismos una camisa de fuerza.
La armadura corporal toma diversas formas, y todas ellas reflejan un cierto grado de rigidez general. Fue Wilhelm Reich el que introdujo el concepto de «armadura», para describir un proceso por el cual se desarrolla una tensión crónica en la superficie muscular del cuerpo, con el fin de formar un escudo duro contra las ofensas externas y los impulsos internos. En algunos individuos narcisistas, el cuerpo tiene la apariencia de una estatua debido a lo rígido que está. En otros casos, parece un bloque, porque la rigidez tiene como objetivo soportar la presión. Un paciente describía a su madre como un carro de combate. Me sorprendió el aspecto de su propio cuerpo, porque parecía un fortín. Ésa era su forma de armarse contra el tanque. Aun así, y como ya hemos visto, el cuerpo no siempre está armado en el sentido de una rigidez general. Pero sí que existe una banda de tensión en la base del cráneo, que sirve para separar lo que pasa en el cuerpo y la percepción de estos sucesos.
Hasta ahora, y con respecto a la sobreestimulación que proviene de los padres, he hablado en general. Estoy convencido de que la verdadera sobreestimulación es sexual. Ya he mencionado que la seducción siempre tiene un trasfondo sexual, no importa cuan inocentes puedan parecer los actos del padre o la madre. Alice Miller, una eminente psicoanalista europea comenta:
Un padre que crece en un entorno contrario a los impulsos instintivos se puede atrever a mirar tranquilamente los genitales femeninos, jugar con ellos y excitarse cuando baña a su hija pequeña. Una madre (que ha desarrollado miedo a los genitales masculinos) puede ser capaz de controlar sus temores a través de la relación con su hijo pequeño. Puede, por ejemplo, secarle después de bañarle, de una forma que le produzca Una erección, lo que no resulta peligroso o amenazador para ella. Puede también darle un masaje en el pene, incluso hasta la pubertad, con el objeto de «cuidar su fimosis».[45]
Según Miller, estos actos de los padres hacen que el niño se sienta inseguro acerca de su sexualidad, lo que se intensifica aún más cuando los padres le prohíben al niño cualquier actividad autoerótica. Creo que «inseguro» es una forma suave de describir los efectos de tal sobreestimulación sexual. Recordemos que un niño al que uno de sus padres estimula sexualmente no tiene posibilidad de descargar su excitación. El caso de George, que expondré a continuación, puede ser un extremo, pero sirve para ilustrar este problema con claridad.
George, que había sido paciente mío, se sometió a un masaje muscular intenso. Y después, escribió lo siguiente:
Él ([el masajista] me dijo que yo tenía el cráneo como un coco, la mandíbula como si me estuviese mordiendo las uñas, que parecía como si un lazo me apretase el cuello, que no hinchaba el pecho lo suficiente, que mi culo estaba duro como un tambor y que tenía las rodillas tiesas. A nivel de ego entendí gran parte de lo que me estaba pasando. Algo me aterrorizó y construí una especie de armadura alrededor. En lo sexual, recuerdo que cuando era joven mi padre me azotaba entre las piernas y me decía: «Ve con las chicas». Yo solía dormir con mi madre y mi hermana. Con gran ansiedad, quería recorrer el cuerpo de mi hermana con las manos, pero lo que toqué fue la parte superior del cuerpo de mi madre. Eso fue antes de masturbarme.
Mi hermana me llevaba a ver películas de terror. Me asustaba ver con mi padre los programas de terror que pasaban por televisión. Me tumbaba inmóvil en la cama durante mucho rato, con la cabeza escondida bajo las sábanas, tenía miedo de mirar a la puerta. Pensaba que si entraba alguien, me volvería loco.
Tengo miedo de abrazar a mi madre porque fue durmiendo entre ella y mi hermana como empecé a cerrarme sexualmente. Tengo miedo de que suceda de nuevo. A veces me siento en una silla a su lado durante horas sin decir una palabra, de lo helado de miedo que estoy.
Las palabras de George arrojan luz sobre el daño que se puede causar a un chico al que se estimula sexualmente, pero que al mismo tiempo le tiene terror a su padre a causa de la situación edípica. George no podía aguantar tocar a su madre y a su hermana porque era demasiado excitante para él, pero tampoco podía disfrutarlo porque se sentía demasiado culpable y demasiado asustado. Era una tortura. Todo lo que pudo hacer fue apretar los dientes, tensar el cuerpo e intentar aguantar. Esto significa cerrarse a los sentimientos, sobre todo a los sexuales. Todavía hoy tiene miedo de tocar a una mujer. Sólo practica el sexo oral, y con prostitutas.
Hoy en día, casi todos los niños están expuestos a demasiados estímulos sexuales, tanto en el hogar como en su ambiente. Algunos padres piensan que lo más inteligente es pasearse desnudos por la casa en presencia de sus hijos. Imaginan que así evitarán que se desarrollen inhibiciones sexuales en los niños. No se dan cuenta de que lo que hacen no es exponerlos a la desnudez, sino a la sexualidad. En una cultura en la que normalmente la gente siempre va vestida, quitarse la ropa tiene connotaciones sexuales. (Este no es el caso por ejemplo en un campamento nudista, porque allí nadie lleva ropa alguna).
Demasiados niños crecen demasiado aprisa en la sociedad moderna. Un buen ejemplo de ello es la hija de un amigo, que con cuatro años quería vestirse con téjanos ajustados para exhibir el tipo. Por desgracia, algunos padres están orgullosos del precoz desarrollo de sus hijos, e incluso lo favorecen. Pero la aparente naturalidad de estos niños precoces es sólo sofisticación. Son intelectualmente avanzados, pero emocionalmente retardados. La exposición de los niños a la sexualidad de los adultos puede que reduzca las inhibiciones para actuar siguiendo sus impulsos, pero también disminuye los sentimientos sexuales.
Ruth era una persona así —una joven atractiva, y en apariencia muy segura de sí misma—. Era licenciada en psicología y estaba haciendo un doctorado. Con todo, cuando me fijé en su cuerpo, durante el transcurso de un taller de bioenergética, me quedé muy sorprendido. Tenía el cuerpo de una adolescente de quince o dieciséis años, aunque en realidad era una mujer de treinta y tres. Me imaginaba que, de seguir así, cuando tuviera cuarenta años tendría el cuerpo de una chica de veinte. Me hizo pensar en Dorian Gray. Ruth no maduraba, porque no crecía. En el fondo, seguía siendo una niña. Su mente era adulta y muy alerta, pero el cuerpo no se había desarrollado del todo debido a que había negado y reprimido sus emociones, su vida. El sentido del yo de Ruth se había escindido. Unas veces se sentía como una anciana, y otras le parecía que aún no había empezado a vivir.
Patricia era otro ejemplo de lo mismo. Cuando vino a consultarme, al entrar en mi despacho, me chocó su aire de autodominio, de seguridad en sí misma y de serenidad. Sólo tenía veinte años, pero hablaba como una mujer de mundo; sin inmutarse, comentaba sus juergas de cocaína y alcohol. Admitió que tenía problemas —no se podía concentrar, y le costaba salir adelante en sus estudios—. Me di cuenta de que su aparente sofisticación era una fachada, que por dentro era como una criatura. Cuando por un momento bajó la guardia, pude ver en sus ojos a la niña que era. Patricia se describía a sí misma como especial. Su padre y sus profesores siempre le habían dicho que ella era mejor que las otras chicas. Había destacado en el tenis, la natación y la equitación —eso era lo que se esperaba de ella—. Sin embargo, después de la pubertad, ya no rendía tanto en esas actividades. Seguía siendo popular debido a su atractivo y a la pose que asumía, pero no había más que eso, pose, y ningún sentimiento. No podía llorar ni gritar. De hecho, cualquier expresión de sentimientos la avergonzaba.
Patricia había mantenido relaciones sexuales, así que le pregunté por sus experiencias en ese terreno. «No creo que sea para tanto», replicó: «No me parece tan importante». ¡Yeso con veinte años! Pero su comentario es comprensible a la luz de la tensión que se apreciaba en la zona de la pelvis. Los sentimientos estaban ausentes. La parte inferior de su cuerpo estaba tan tensa y contraída, que casi imposibilitaba cualquier movimiento libre o espontáneo. El acto sexual no tenía sentido para ella, incluso aunque le gustase el joven con el que se acostaba ¡Qué situación tan trágica para una mujer tan joven!
El cuerpo de muchos hombres jóvenes también muestra un cierto grado de inmadurez, que contrasta con su expresión facial de persona mayor. La diferencia es aún más marcada cuando llevan barba. La estrechez de la pelvis y la delgadez de las piernas son las de un muchacho. En algunos casos, la parte superior del cuerpo también parece de alguien muy joven, debido a la estrechez del pecho. Y este aspecto juvenil se vislumbra a veces en su rostro de adulto, especialmente cuando sonríen o se afeitan la barba. Algunos hombres maduros tienen algo de juvenil que les confiere mucho encanto, pero esto es diferente. Los individuos a los que me refiero son a la vez viejos y jóvenes (son intelectualmente sofisticados, pero emocionalmente inmaduros).
Estos hombres y mujeres jóvenes se han quedado atascados en los primeros años de su juventud, porque su desarrollo se ha detenido. Perdieron la inocencia de la infancia demasiado pronto, y con ella la oportunidad de una existencia divertida y despreocupada que hubiera permitido la maduración progresiva y natural de sus facultades. Se les presiona a aprender, a base de juguetes y juegos educativos, y siempre bajo la mirada vigilante de sus padres, que miden constantemente los progresos de los niños. Los críos necesitan que les dejen solos para jugar a su aire, y por el puro placer de hacerlo, no con el objetivo de aprender. Y los hijos se dan cuenta de lo que sus progenitores esperan de ellos, aunque no se lo digan de manera explícita. Demasiado a menudo, los padres se fijan sólo en los logros de los hijos, son como los seguidores de un equipo de fútbol, sólo se fijan en si van ganando. ¿Cómo lo está haciendo de bien en la escuela, en los deportes, con los amigos? Fallar no es aceptable. Pero hay también muchos padres que son conscientes de la tremenda presión competitiva que pesa sobre los niños en la sociedad actual, e intentan darles a entender que con ser normales y corrientes ya es suficiente. Por desgracia, cuando a un niño se le ha hecho sentirse especial en casa, es muy difícil que éste acepte que su lugar en el mundo es como el de cualquier otro, no más. Nadie está a salvo de la presión de las fuerzas culturales. En el mundo occidental, tan orientado al éxito material, el peor pecado es el fracaso.
LA FALTA DE NUTRICIÓN
Otra razón de la presión a que se somete a los niños para que crezcan lo más rápido posible, es el deseo de los padres de verse libres de la carga de tener que estar siempre «allí» cuando sus hijos les necesitan. Quieren dedicar más energía a sus propias necesidades de realización personal. La ausencia de la madre tiene un efecto negativo sobre el niño, porque para él su madre es su mundo, especialmente cuando está en edad de que le dé el pecho. En mi opinión, el contacto con el cuerpo de la madre es especialmente importante para el niño durante los primeros años de su vida. No creo que un padre pueda sustituir a una madre en este sentido; a su cuerpo le falta la suavidad que tiene el de ella. Es algo reconocido que la madre merece apoyo en su deseo de alejarse del niño para crecer en salud y en buenos sentimientos, de los que, por otro lado, el niño depende. Aún así, me parece triste que las necesidades de una madre entren en conflicto con las de su hijo.
Es importante no dejarse atrapar en el narcisismo de la sociedad, que identifica la realización personal con el éxito en el mundo profesional. En este último caso, el ego obtiene satisfacción, pero así no se llenan las necesidades de un individuo, ni el potencial de su ser. Estas necesidades básicas son las necesidades del cuerpo, y sólo se pueden satisfacer en el plano corporal. Se trata de respirar plena y profundamente, de comer con franco apetito, de dormir cuando uno está cansado y de hacer el amor con deseo apasionado. ¿Qué tiene de bueno el éxito y la fama, si uno está enfermo y es desgraciado? Una vez tuve un paciente que era un escritor de éxito. Estaba tan deprimido, que cuando se levantaba cada mañana su único deseo era morir. Uno está más satisfecho cuando se siente más vivo, cuando vibra de vitalidad. La satisfacción está en el uso pleno de todas nuestras facultades. Es narcisista pensar que usar la mente es lo único que puede satisfacernos. No disfrutar de utilizar las piernas para andar, los brazos para abrazar, los ojos para ver, los labios para besar, es privación, no satisfacción. ¿No se aplica también este argumento al pecho de las mujeres, que está pensado para nutrir a un bebé? ¿Qué puede ser más satisfactorio que nutrir una nueva vida?
No estoy en contra de que las mujeres tengan una carrera y desarrollen con éxito una tarea profesional. Su potencial creativo es igual al de los hombres, y tienen tanto que ofrecer al mundo como ellos. Pero no creo que la plenitud de una mujer o un hombre tenga que ver con lo que hace. Una persona se siente plenamente realizada por lo que es, no por lo que hace; por ser la clase de persona que con sus buenos sentimientos puede ayudar a los demás a que también se sientan bien. Los logros de una persona son como la nata que corona un pastel, como la salsa que acompaña a la carne. Sólo los narcisistas confunden el aliño con la comida. Mi argumento es que si no satisfacemos nuestras necesidades, seremos propensos a sufrir un trastorno narcisista de personalidad.
Para poder desarrollar un yo seguro y completo, los niños necesitan nutrición, en forma de amor, de apoyo, de intimidad y de contacto con el cuerpo de la madre. También necesitan atención y respeto hacia sus sentimientos, para que su sentido del yo sea sólido. Si la nutrición es insuficiente, el niño se sentirá insatisfecho, y ese sentimiento de insatisfacción le acompañará en la edad adulta. Una madre que no nutre a su hijo lo suficiente, es aquella que considera las necesidades del niño como un obstáculo para su propia satisfacción personal. El resultado de este conflicto es que a este tipo de mujer le resulta difícil llenar las necesidades de su hijo, y así el problema de la insatisfacción va pasando de una generación a otra.
Las propias condiciones de la vida moderna son un obstáculo para una nutrición adecuada. Esto es algo que me quedó muy claro durante el transcurso de un vuelo que realicé de Nueva York a Detroit. El avión salía temprano (a las 7,30 de la mañana). Me senté al lado de una madre con sus dos hijas, una de dos años y medio, y la otra de nueve meses. La mayor de las niñas llevaba una camiseta con una inscripción que rezaba: «Mujeres liberadas». Todavía no era una mujer, pero ya estaba «liberada» de su infancia por exigencias de la situación. El avión iba a tope, la madre estaba preocupada por el bebé, así que la niña tenía que comportarse como si fuera una adulta. Pero no lo consiguió del todo; estaba inquieta. La madre me explicó que se habían levantado a las 5,30 de la mañana para poder coger el avión. Pero por lo que parecía eso no era una justificación para la niña. Cada vez que hacía algo que molestaba a su madre, ésta le respondía: «Siéntate y no te muevas. Estate quieta, si no quieres otro azote».
Sentí pena por aquella niñita. A pesar de que era consciente de lo difícil que resultaba aquella situación para la madre, ésta no me inspiraba simpatía, especialmente cuando comentó refiriéndose a la niña: «Ya ha hecho este viaje en otras ocasiones». La madre lo dijo con orgullo, como si aquello le otorgase a la criatura cierto grado de madurez y sofisticación. Fuesen cuales fuesen las razones de aquellos viajes, y puede que fueran importantes, la niña padecía haciéndolos. Por ejemplo, nunca lloraba, aunque pude ver que estuvo al borde de las lágrimas varias veces. Aunque noté que la madre era una persona cálida, y que sentía un profundo amor por sus hijas, ante el conflicto entre sus intereses y los de las niñas, sacrificaba estos últimos. El incidente ilustra el poco margen que una madre ocupada deja en su vida para lo qué sienten sus hijos. Viajar o cualquier otra actividad tiene preferencia sobre los sentimientos.
El principal efecto de la falta de nutrición en un niño es que éste reprime el anhelo como sentimiento; el anhelo, en concreto, del contacto con el cuerpo de su madre, que representa para él amor, calor y seguridad. Este sentimiento se suprime porque desear algo desesperadamente y no poderlo tener es demasiado doloroso. Pero sin este sentimiento es difícil acercarse e intimar físicamente en el plano de los sentimientos con otro ser humano. Todos los narcisistas tienen este problema, y no lo pueden resolver hasta que se reactiva el sentimiento del anhelo. El anhelo se expresa con los brazos y los labios, cuando se abraza y se besa a otra persona. Besar es una extensión de la succión del pecho de la madre por parte del niño. El sentimiento del anhelo se suprime entonces inhibiendo el impulso de acercarse y chupar —apretando los labios, los dientes y la garganta—. Por medio de estas tensiones, el niño dice en realidad: «No te deseo, mami, porque no te puedo tener».
Chupar es desear al nivel más profundo, porque chupar es integrar. Cuando respiramos, succionamos aire que penetra dentro de nosotros. Si la succión se inhibe, la respiración se altera; se hace más superficial, en lugar de completa y profunda. Mucha gente restringe su respiración, porque respirar profundamente llena de energía el organismo y facilita los sentimientos. La forma más inmediata de bloquear un sentimiento es contener el aliento.
La respiración superficial se refleja en la restricción de los movimientos respiratorios en el área del diafragma. En la respiración profunda, interviene tanto la garganta como el abdomen, y el proceso de succionar aire para hacerlo llegar al interior del organismo es más activo y agresivo. La garganta se abre, se hace literalmente más grande, y la pared abdominal se mueve hacia afuera expandiendo la cavidad. Desde el punto de vista psicológico, abrir la garganta representa abrir el camino que lleva al corazón y a los sentimientos, y se expresa en los sonidos que se producen al cantar y llorar.
Cerrar la garganta no permite que nada entre o salga. La succión también puede ser superficial o profunda. Se puede chupar con los labios y la lengua, o con la lengua presionando contra el paladar, la parte posterior de la boca y la garganta. Los bebés alimentados con biberón chupan de manera superficial, mientras que los que maman del pecho, lo hacen con la parte posterior de la boca, y con el pezón de su madre contra el paladar.
Cuando se anima a un paciente a que respire profundamente, succionando el aire con la garganta, el efecto es a menudo dramático. Después de respirar de este modo unas cuantas veces, algunos pacientes rompen a llorar de manera espontánea. En ocasiones, también sucede que sienten en la garganta el dolor o el anhelo frustrado. Si al mismo tiempo se les pide que extiendan los brazos y proyecten los labios, como lo haría un bebé para entrar en contacto con su madre, suele suceder que experimentan la falta de nutrición que sufrieron de niños. Sin embargo, en muchos casos se defienden con mucha fuerza contra el sentimiento de dolor y tristeza que genera tal privación; hacer que salgan a la luz estos sentimientos reprimidos requiere considerable trabajo terapéutico.
EL CASO DE KAREN
Karen inició las sesiones de terapia porque, según dijo, no tenía sentimientos. Su cuerpo no sentía prácticamente nada, y funcionaba como una muñeca mecánica. Contraía especialmente la boca y la garganta, y notaba tan poca sensación en los labios, que besar no significaba nada para ella. «Dos bocas que se encuentran es algo que me resulta ajeno», comentó. No tenía ningún deseo de contacto íntimo con otro ser humano.
La infancia de Karen se podría describir como de pesadilla. Tuvo muy poco contacto físico con su madre, y casi ninguno con su padre, a quien las mujeres le parecían asquerosas. A Karen le repelía la expresión de repugnancia que llevaba su padre grabada en la cara; reaccionaba ante él igual que él lo hacía ante ella. Con la madre, en el plano emocional, tenía lo que llamaría un pseudocontacto, porque ésta veía a su hija sólo como una imagen. «Era una enferma», recordaba Karen. «Vigilaba todos mis movimientos, estaba dentro de mí. Yo era su niña y tenía que ser perfecta».
Karen se convirtió en una narcisista típica, con una personalidad límite. Por fuera parecía normal, pero era sólo una muñeca sonriente. Por dentro, casi no sentía nada. «Cuando era muy pequeña», relató, «no podía estar allí. No podía tragar nada. No podía asimilar lo que leía. No podía aprender en la escuela. No podía respirar». Tenía la garganta cerrada.
El trabajo terapéutico con Karen duró mucho tiempo, y ella fue naciendo progresos lentos pero continuados. Los sentimientos fueron volviendo muy poco a poco. Ella era consciente de que había estado como muerta, y que necesitaba recorrer un largo camino para volver a la vida. Al principio de la terapia, a Karen le era casi imposible llorar o gritar. No conseguía que ningún sonido emocional saliese de su garganta. Trabajamos duro los dos para movilizar su cuerpo por medio de ejercicios y movimientos, y finalmente, después de varios años, pudo conectar con parte de su cólera y de su tristeza. A medida que la terapia avanzó, Karen se fue sintiendo cada vez mejor, pero seguía negando que tuviera deseo alguno de acercarse a otra persona o intimar con ella, sobre todo con un hombre. Su vagina estaba tan muerta y tan insensible como su boca.
La resistencia que presentaba Karen al deseo de intimidad estaba determinada por diversos factores. En primer lugar, era rencorosa. Si le habían negado la intimidad de niña, ahora no iba a pedirla. Se cerraba debido a su amargura. Además, Karen era arrogante —los hombres no valían la pena; ella era especial—. Trabajé con estas defensas psicológicas siempre que la situación transferencial las hizo surgir, pero no pude llegar hasta el fondo del deseo de Karen, porque debajo de las defensas de su ego había dolor —un dolor tan intenso, que no se atrevía ni a sentirlo—. Este dolor estaba conectado al anhelo que se encontraba bloqueado en su garganta.
Finalmente, durante una sesión, el dolor se abrió camino. Karen estaba esforzándose conscientemente por abrir la garganta, por medio de succionar respirando con tanta fuerza como si le faltara el aire. Mientras lo hacía, yo aplicaba presión con los dedos sobre los músculos escalenos que hay alrededor del cuello, que estaban muy tensos. En medio de explosiones de llanto, le dio por fin voz a sus sentimientos. «Tengo la garganta tan tensa que no puedo relajar la presión con sólo llorar», empezó a decir. Cuando su garganta finalmente empezó a abrirse, preguntó: «¿Por qué me duele la garganta ahora?». A medida que liberaba sentimientos, los sollozos se hicieron más profundos y más intensos. Hubo un momento, cuando ella recordaba lo sola y desesperada que se había sentido de niña, en que Karen dijo gritando: «El dolor era total. Era el dolor. El dolor. Duró años. La necesidad y el dolor. La necesidad y el dolor. Siempre con necesidad y siempre el dolor. ¿Cuánto tiempo se puede estar así?». Mientras decía esto tendida en la cama, yo le sujetaba la garganta. Continuó diciendo: «Lo necesitaba tanto. Y dolía tanto. No había nadie con quien compartirlo, nadie a quien decírselo. La soledad era total».
Karen relató entonces un incidente del que no me había hablado anteriormente. «Conocí a un hombre que me acompañó a mi apartamento sólo para acostarse conmigo», explicó. «Estaba tan sola, tenía una necesidad tan desesperada de contacto físico. Sin embargo, cuando nos fuimos a la cama, no pude responder sexualmente, así que se levantó y se fue. Me quedé destrozada cuando vi que se marchaba, y entonces cogí algo de la mesa, corrí detrás de él hasta el vestíbulo y se lo tiré mientras le gritaba: “Tengo algo para ti”. Me miró como si estuviese loca y se fue. Después de aquella experiencia, nunca he vuelto a necesitar a alguien. Algo dentro de mí se había cerrado. Me levantaba por la mañana e iba a trabajar como una autómata. Estaba verdaderamente enferma».
Tumbada en la cama, Karen lloraba sonora y profundamente, en medio de explosiones de sentimientos. También gemía, pero sus gemidos eran los de una persona trastornada. Sin embargo, no lo estaba. Sabía lo que estaba haciendo. Estaba conectando con la realidad —con la realidad de un dolor casi intolerable—. Había necesitado muchos años de terapia para poder reunir el valor necesario y fortalecer su ego lo bastante como para afrontar la realidad. El dolor había sido suficiente como para volver loca a una persona. Para conservar la cordura, Karen se había insensibilizado al dolor. El resultado fue su incapacidad para respirar profundamente. Como comentó ella en una ocasión: «He notado la tensión en la garganta y en el tórax durante años. Sentía que no podía respirar. No conseguí respirar profundamente ni una sola vez. Había tanto dolor concentrado en mi diafragma. No sé cómo he conseguido sobrevivir».
* * *
Como hemos visto, el exceso de estimulación o de exigencia, unido a la falta de nutrición o de apoyo, aumenta el riesgo de que un niño pueda desarrollar un trastorno narcisista grave. Por desgracia, respecto a la educación de los hijos, la sociedad moderna va por este camino. En mi opinión, las madres con una carrera profesional no tienen tiempo para realizar el trabajo de darle a su hijo los cuidados maternales que éste necesita. Aunque no proclamo que darle el pecho a un niño pueda evitar que éste se convierta en un neurótico o en un narcisista, lo que sí es cierto es que llena su necesidad de cercanía y contacto físico, y de satisfacción erótica. El niño tiene entonces la sensación de que su madre (y la madre de un niño es su mundo) está «allí». Sin embargo, ¿cuántas madres de hoy en día se dedican plenamente a sus hijos? Algunas piensan que a ellas mismas les falta algo y se dedican a buscar su propia satisfacción personal. ¡Es mucho más fácil alimentar a un niño con comida preparada! Y si su hijo está inquieto, ya encontrarán la forma de distraerle con algún juguete. He conocido a padres que llevaban a sus hijos a dar una vuelta en coche para que se durmieran. Parece que cuanto más activa es la sociedad, menos tiempo queda para los niños, con lo que éstos se encuentran cada vez más privados de lo que necesitan. Es un círculo vicioso, porque el niño al que le falta algo busca sin descanso satisfacerse y, al no conseguirlo, acaba aún más frustrado y más necesitado que antes. ¿A quién puede extrañar que muchos se vuelvan hacia las drogas? Las drogas son una forma de insensibilizar el cuerpo y de matar el dolor. Otra forma de conseguirlo es dedicarse tanto a esa lucha de poder tan generalizada, que ya no quede tiempo para sentir.
Reconozco que muchas mujeres tienen que trabajar porque necesitan el dinero. Si esta necesidad es tan imperiosa que se convierte en una cuestión de supervivencia o es la única posibilidad para poder llevar una vida decente, entonces puede que haya que subordinar las necesidades del niño a esa prioridad. Sin embargo, muchas madres trabajan para elevar su nivel de vida hasta un punto que, en otro tiempo y en otro lugar, se consideraría un lujo. Por supuesto, la gente no quiere tener menos que los demás, y su autoestima sufre si no pueden estar a la altura de sus vecinos. Este deseo es la fuerza que alimenta la cultura narcisista, y ésta a su vez le roba a la vida de la gente sentido y dignidad, además de crear individuos narcisistas. No obstante, yo no pienso que una persona sea simplemente un engranaje de la maquinaria económica, ni tampoco la víctima impotente de una sociedad que se está volviendo loca. Si fuera de esta manera, entonces sí que no tendríamos esperanza. Por suerte, la terapia ha demostrado que la gente tiene la capacidad potencial de asumir la responsabilidad acerca de su propia vida. Si todo el mundo la asumiera, la sociedad cambiaría. Con todo, aunque sólo una persona lo haga, no todo está perdido. El primer paso es reconocer la locura de nuestro tiempo.