Capítulo 7
EL MIEDO A LA LOCURA
¿Hay un potencial de locura en todos los narcisistas? Como hemos visto en el capítulo anterior, los efectos de la experiencia del horror que ellos sufrieron le lleva a uno a cuestionarse si están cuerdos. Lo que experimentaron no tenía sentido para ellos, no coincidía con la propia imagen de la realidad que incluso un bebé tiene a nivel biológico. Para evitar la confusión mental derivada de tal situación, tuvieron que disociar y negar todos los sentimientos conectados con aquella experiencia. En la medida en que se atienen a la lógica, están a salvo. Pero los sentimientos son la vida, y no se pueden evitar por completo las experiencias emocionales, por muy frío que uno pretenda ser. El narcisista se enfrenta al riesgo de verse desbordado por los sentimientos y volverse loco, si se desmorona su defensa de negación de los sentimientos. Esto se aplica sobre todo en el caso de la cólera. Todo narcisista teme perder los estribos, volverse loco o acabar demente, porque el potencial de locura está en su personalidad. Este temor refuerza la negación de los sentimientos, y así se crea un círculo vicioso.
EL CASO DE BILL
Bill, un psiquiatra de mediana edad, acudió a mi consulta debido a que se sentía algo deprimido desde hacía muchos años, a pesar de haberse sometido a una terapia intensiva. Tenía un cuerpo pesado, sin mucha vida. La expresión de derrota en su rostro se debía sobre todo a que la mandíbula contraída hacia atrás le colgaba floja. Detecté en sus ojos una mezcla de tristeza y miedo. Sin embargo, Bill afirmaba que aunque a veces se había sentido triste, nunca había tenido miedo. Esto me pareció muy poco sincero, lo que me hizo sospechar que Bill estaba negando sus temores.
Le pregunté si se había encontrado alguna vez en una situación terrorífica. Dijo que sí. Recordaba un accidente que sufrió unos años atrás y que se podría considerar terrorífico. Iba en coche con un amigo, también psiquiatra, por una calle de la ciudad, y pararon para recoger a un autoestopista. Aquel hombre tenía un aspecto un poco raro, pero ellos pensaron que puesto que ambos eran psiquiatras podían manejar cualquier situación que se presentase. Un kilómetro y medio después de salir de la ciudad, el autoestopista, que se había acomodado en el asiento de atrás, cogió una piedra que llevaba consigo y golpeó a ambos en la cabeza. Bill recuerda que se vino abajo y pensó: «Estoy listo. Me va a matar». Su amigo, que iba conduciendo, detuvo el coche, y entonces aquel hombre empezó a murmurar: «Lo siento, lo siento», y no intentó atacarles de nuevo ni tampoco escapar. Al final, se lo llevó la policía. Para entonces, había quedado claro que aquel individuo estaba loco. A Bill y a su amigo los llevaron al hospital para curarles las heridas de la cabeza, y tuvieron que darles muchos puntos de sutura. «Pero», me aseguró Bill, «yo no tuve ningún miedo».
Normalmente, una situación así asustaría a cualquiera, por lo que asumí que Bill estaba negando o bloqueando el sentimiento de miedo —por supuesto, inconscientemente—. Decidí intentar otra táctica. Muchos chicos tienen miedo de su padre a causa del conflicto edípico, y por ello le pedí a Bill que me hablase acerca de la relación con su padre. Lo describió como un hombre fuerte y violento, que a menudo le pegaba. «¿Cómo lo hacía?», le pregunté: «¿Te azotaba en las nalgas?». «No», respondió Bill, «me pegaba con los puños en la cabeza». «¿Y tú qué hacías entonces?», seguí preguntando. «Intentaba protegerme la cabeza con los brazos», explicó, «pero continuaba pegándome hasta que me tiraba al suelo». Aunque el padre de Bill no era un psicótico, la forma de comportarse con su hijo tenía mucho de locura. ¡Qué extraño que Bill hubiera sufrido de adulto un ataque similar por parte de otra persona!
Sin embargo, fue igualmente extraña la absoluta incapacidad de Bill para devolver el golpe. Cuando el autoestopista le golpeó, se vino abajo, y se sintió indefenso. Incluso en el momento de relatar tales historias, Bill no sentía cólera. Negaba la cólera igual que negaba el miedo. En lugar de aceptar tales sentimientos, adoptaba una actitud de sumisión e intentaba entender la conducta irracional de su padre y de las otras personas. La sumisión a su padre quizá funcionó para salvarle la vida entonces, pero casi le hace perderla después en aquel accidente.
Bill no era un hombre físicamente débil. Tenía unas manos grandes y un cuerpo musculoso. De niño, no hubiera podido con su padre, pero en un enfrentamiento de adultos probablemente le habría derrotado. He visto muchos casos de hombres que, en los últimos años de la adolescencia, consiguieron detener la violencia de su padre plantándole cara. Sin embargo, esta idea le resultaba ajena a Bill, aunque aceptaba que habría podido suceder de esa manera. Su incapacidad para defenderse o resistirse se podría explicar debido a que estaba aterrorizado (aunque lo negase). Y a la vista de los golpes que tuvo que soportar por parte de su padre, se podría asumir que había la suficiente rabia en su interior como para matarle. En toda persona que ha sido apaleada en su infancia está presente esa rabia asesina. Aun así, de adulto, Bill había reprimido la rabia, porque expresarla representaba para él que estaba tan loco como «demente» estaba su padre. Para proteger su cordura, Bill tenía que rechazar la rabia. Estaba decidido a no acabar demente (estaba decidido a no enfadarse).
Bill creía que si perdía la cabeza podía acabar matando a alguien. Pero perder la cabeza equivale a volverse loco. Estaba tan aterrorizado por el potencial de locura que había en él, como lo estuvo por la locura ajena. Cuando yo lo interpreté de esta forma, él respondió: «Ahora sé por qué me hice psiquiatra».
Mi interpretación no era pura conjetura, porque podía ver la tensión que Bill soportaba en los músculos de la base del cráneo, en la parte sobre la que se apoya la cabeza. Él también se daba cuenta de esa tensión. Para poner a prueba mi hipótesis, le propuse darle un golpe suave de karate en la base del cráneo mientras él mantenía la cabeza inclinada hacia adelante. Se mostró de acuerdo, pero cuando alcé la mano, levantó la cabeza y dijo: «Tengo miedo». Fue la primera vez que él admitió tal sentimiento, lo que representó un verdadero avance.
LA EXPLOSIÓN DEL PSICÓPATA
Bill se daba cuenta de la locura potencial que había en él y la temía. Quería mantener la cabeza en su sitio, porque creía que podía matar a alguien. Sin embargo, otros narcisistas, con un ego más débil, son incapaces de contener su rabia asesina. Lo que en Bill era locura potencial, se convierte en locura actuada en el caso de un psicópata asesino.
David Berkowitz, también conocido como «el hijo de Sam», asesinó a seis personas e hirió a varias más, sin conocer personalmente a ninguna de ellas. Cuando finalmente le atraparon y fue arrestado, le echó la culpa de sus actos al demonio quien, afirmaba él, le había ordenado cometer aquellos crímenes. La cuestión acerca de si estaba o no cuerdo, dependía de si las voces que oía eran alucinaciones psicóticas o bien se trataba de una historia que se inventaba para eludir la responsabilidad por sus actos. Dos psiquiatras diferentes lo declararon loco. Aún así, el psiquiatra de la acusación y el juez decidieron que Berkowitz estaba cuerdo. Obviamente, un tribunal no puede asumir la posición de considerar a un enjuiciado cuerdo y loco a la vez. Sin embargo, éste es muchas veces el caso.
David Abrahamsen, el psiquiatra de la acusación afirmó: «Berkowitz ha demostrado que está alerta, es perceptivo y muy inteligente».[38] La gente que le conocía le describió como «una persona normal». Sus compañeras de trabajo dijeron de él que era cortés y servicial, y en general se le consideraba «un buen empleado y de confianza». Y aún así, el hecho es que había acechado y asesinado a varias mujeres, lo que no se puede decir que sea el comportamiento característico de una persona sana. Evidentemente, Berkowitz tenía una personalidad escindida, o expresado con más propiedad, una doble personalidad. Una de sus personalidades actuaba y se comportaba como cualquier otra persona, mientras que la otra era la de un monstruo, a la manera del doctor Jekyll y Mr Hyde.
Abrahamsen concluyó que Berkowitz «sufría un trastorno de carácter con una mezcla de muchos rasgos histéricos —a consecuencia de una necesidad de atraer la atención sobre sí, con el objeto de sentirse más importante de lo que era—». Según Abrahamsen, el motivo de Berkowitz para asesinar a aquellas mujeres era demostrar su poder sobre ellas. Se movió impulsado por «urgencias sexuales muy fuertes y reprimidas». Tenía miedo de las mujeres y tenía miedo de que éstas le rechazasen. No se atrevía a acercarse a ellas sexualmente. «La pistola fue la solución. Pudo así demostrar de manera aplastante su poder sin tocarlas, sin sentirse desairado».[39]
Incluso aceptando como válido el análisis que hizo Abrahamsen de los motivos de Berkowitz para cometer aquellos crímenes, eso no explica su necesidad de matar. A partir de mi razonamiento acerca de los trastornos narcisistas, yo asumiría que Berkowitz abrigaba una rabia asesina contra las mujeres, que había negado y reprimido. Sin embargo, sometido a estrés, explotó. Su control se derrumbó, la rabia salió a la superficie, y entonces fue cuando cometió los asesinatos. En aquel momento, difícilmente se le podría describir como a un individuo cuerdo.
Bastante a menudo sucede que uno lee u oye una noticia sobre alguien que ha perdido los estribos y ha asesinado a una serie de personas, hacia las que no podía sentir animosidad alguna porque no las conocía de nada. En Florida, por ejemplo, un hombre dio muerte recientemente a siete u ocho personas con una escopeta, a sangre fría. Las víctimas eran empleados de una empresa que, pensaba, se había portado mal con él. Después de aquel baño de sangre, el hombre se fue con su bicicleta, pedaleando tranquilamente. Hubo otro caso, en que un hombre se subió al tejado y desde allí se dedicó a disparar y dar muerte a gente desconocida para él que pasaba por la calle. Nunca se supo que hubiese un motivo para aquel tiroteo. La policía mató a aquel hombre. No se le conocía como a una persona peligrosa antes de aquello. Simplemente perdió los estribos.
¿Puede una persona cuerda perder de repente los estribos de esa manera? No tendría sentido que fuera así. Debe haber algún fallo en la personalidad de los criminales, debe existir previamente una cierta debilidad del ego. Podríamos comparar el caso con una falla geológica, que yace bajo la tierra sin que nadie lo sepa, hasta que un violento terremoto arrasa la superficie. Sabemos que este tipo de catástrofes no se produce por azar en ningún sitio, que debe haber algo que las produce. Podemos estar igualmente seguros de que la gente cuerda no pierde de repente los estribos y empieza a matar a los demás
Sin embargo, hay algo que dispara el terremoto. ¿Cuál es, entonces, la dinámica que precipita los actos de locura en una persona aparentemente cuerda? Más allá del fallo en la estructura de la personalidad del individuo, debe existir alguna fuerza subconsciente, que cuando acumula suficiente presión explota y acaba en un acto destructivo. La fuerza es el sentimiento de cólera que ha sido negado. La persona tiene cierto control sobre este sentimiento porque, al negarlo, no lo experimenta. A nivel subconsciente, lo detecta como un elemento potencialmente peligroso, que es necesario mantener enterrado. La función de vigilancia de esta fuerza peligrosa corresponde al ego. Por desgracia, también hay un fallo en la estructura del ego, y es que está disociado de los sentimientos del cuerpo. Esta escisión caracteriza al trastorno narcisista y explica por qué, en los casos graves, la estructura de personalidad se desborda. Resulta interesante que a los psicópatas asesinos a menudo se los describa como gente «agradable» o «buena» gente, por aquellos que les tratan a diario. Ésa es la fachada que presentan ante el mundo para esconder sus sentimientos, pero a la vez esta misma incrementa su tendencia a explotar.
LA OLEADA DE SENTIMIENTOS
No hay forma de saber cuándo se producirá una explosión. Sin embargo, cuando ocurre, es posible trazar la secuencia de sucesos. Una oleada de sentimientos sale del inconsciente, se abre paso a través de una fisura, e inunda la mente consciente. El sentimiento es tan fuerte que el ego es incapaz de controlarlo o controlar los actos que genera. Muchas personas normales pueden tener este tipo de arranques pero, aunque la explosión tiene generalmente un tono violento, no es abiertamente destructiva. La persona tiene el suficiente sentido del yo o el suficiente ego como para detener la acción antes de que se produzcan daños serios. Es consciente de lo que está sucediendo. Todos nos podemos «salir de nuestras casillas» momentáneamente pero, aunque lo hagamos, no perdemos el contacto con la realidad. Sabemos que estamos algo descontrolados. En cambio, en el caso de las personas trastornadas, la explosión puede ser tan fuerte que les haga perder el contacto con la realidad y la conciencia de que están fuera de control. En ambos casos, el ego está desbordado, pero en el primero la situación es momentánea, mientras que en el segundo puede durar cierto tiempo.
«Inundación» es la palabra clave. En psicología se utiliza para describir el estado de una persona que se ve desbordada por algún sentimiento o emoción. El ego o mente perceptiva se ahoga temporalmente en el torrente de las sensaciones. Es como un río que desborda sus riberas y se extiende por los campos circundantes, arrasando las fronteras que normalmente existen entre la tierra y el agua. De manera similar, los sentimientos salen a borbotones y borran las fronteras normales del yo, dificultando así que la persona pueda distinguir entre su interior y la realidad externa. Esta realidad se vuelve confusa y borrosa. Cuando un río se desborda, uno siente que el agua está por todas partes, que no hay tierra sólida debajo. En una crisis psicótica —como se llama a esta secuencia de sucesos—, la persona tiene una sensación parecida, como si ni hubiera nada sólido a lo que aferrarse. Se siente como si fuera «a la deriva», completamente enajenada.
La enajenación es una forma de desorientación. Nada parece conocido, y es difícil orientarse en el espacio y en el tiempo. Pero la enajenación no es necesariamente una experiencia desagradable. A la persona que ha perdido los estribos la desborda la rabia. Pero, uno también puede verse desbordado por una emoción placentera. Yo mismo recuerdo haber tenido esta experiencia en dos ocasiones. Una fue a la edad de cinco años, cuando mi padre me llevó al famoso parque de atracciones de Coney Island. Estaba tan emocionado por las luces, el movimiento y los sonidos, que no sabía si me encontraba en un país de cuento de hadas o en un lugar real. Otro episodio de este tipo se produjo cuando tenía siete años. Estaba viendo cómo jugaban unos amigos, y me parecía enormemente divertido. No podía parar de reír y, de pronto, me encontré que no sabía si estaba despierto o soñando. Este es el tipo de situación en la que uno necesita pellizcarse para saber si está despierto. El dolor que produce el pellizco nos devuelve la conciencia del cuerpo, y eso restablece las fronteras entre el interior y el exterior, y el sentido del yo.
Sin embargo, si la situación que desborda a una persona es todo menos agradable, el sentimiento de enajenación que se genera puede ser terrorífico. La alegría nos puede desbordar, pero la pena también. Lo mismo se aplica al amor y al odio. La consiguiente desorientación se vive como una pesadilla, de la que no es posible despertar. Como se ha perdido el contacto con la realidad, no existe un sentido de la proporción.
No obstante, en la mayoría de los casos, independientemente de la cualidad de la sensación, la persona vuelve a su estado normal y el río vuelve a su cauce. Las fronteras se restablecen y se recupera la percepción de la realidad. El ego tiene de nuevo el control. Pero si la inundación persiste, el sentimiento de enajenación no desaparece, y el ego se debilita aún más, hasta el punto de que ya no puede recuperar el control. En este caso, el individuo necesita tratamiento para recuperar la cordura.
Recuperarse de una crisis psicótica es generalmente más rápido si se produce una descarga del afecto o sentimiento. Cuando una máquina suelta vapor, reduce la presión. Para los no iniciados, ver la «crisis» de una persona puede ser aterrador. Pero para un terapeuta experimentado, que entiende cuál es la dinámica energética que está en acción, la liberación aparentemente irracional y violenta de sentimientos es algo que puede tener un efecto muy positivo sobre el paciente. El caso de Bárbara es un buen ejemplo de ello.
EL CASO DE BÁRBARA
Fue su marido quien trajo a Bárbara a mi consulta, en una época en que ella se encontraba temporalmente trastornada. Unos años atrás, había estado hospitalizada con un diagnóstico de esquizofrenia. La primera vez que la vi estaba totalmente fuera de control, no paraba de gritar y de decir barbaridades. No pude establecer ningún contacto con ella través de las palabras, así que la rodeé con mis brazos y la mantuve fuertemente asida. Caímos y rodamos por el suelo, mientras ella gritaba y gritaba. Yo no la solté. Aquello duró alrededor de quince o veinte minutos. Y después, se acabó, como se acaba una tormenta eléctrica. Bárbara se calmó y pude hablar con ella. Lo explicó sencillamente: sus sentimientos eran más intensos de lo que ella podía soportar y tenía que dejarlos salir. Comprendí muy bien su situación. La tormenta se había calmado y se sentía segura ya salvo. Se fue a casa con su marido y yo me quedé muy tranquilo acerca de su estado.
En las siguientes sesiones de terapia, intenté ayudarla a conectar con sus sentimientos y expresarlos. Los dos éramos conscientes de la violencia latente en su personalidad. Ella tenía muchísimo miedo de explotar, de perder el control. Pero su experiencia inicial conmigo le demostró que una crisis temporal para liberar presión no era algo tan peligroso, y aquella experiencia la hizo más fuerte. A lo largo de los años, tuvo en casa una serie de ataques de llanto, que (unidos al apoyo y al consuelo que recibió) la ayudaron a descargar la tensión interior que anteriormente la había llevado a la locura. Por suerte Bárbara no tenía hijos, porque liberar presión de esta forma podía ser de ayuda para ella, pero un niño no lo comprendería y quedaría traumatizado ante la visión de tales escenas. Ahora hace ya veinticinco años que conozco a Bárbara, y puedo decir que se ha ido convirtiendo en una persona cada vez más real, más cuerda, más en contacto con sus sentimientos y más humana. Estoy convencido de que poder descargar la presión acumulada dentro de su cuerpo contribuyó en gran medida a su salud y a su cordura.
EL DERECHO A ENFADARSE
En mi libró Fear of Life, señalé que el lenguaje corriente equipara la locura con los ataques de cólera. Se puede utilizar una sola palabra para referirse a ambos estados: «loco». Se dice que una persona se ha vuelto loca tanto para señalar que está verdaderamente loca, como para referirse a que está muy enfadada. El mensaje implícito es que estar enfadado no es una emoción aceptable. A los niños se les enseña muy pronto a refrenar su cólera; a menudo se les castiga cuando se enfadan, si durante su reacción de enfado hacen daño a alguien. Las disputas, se les aconseja, hay que solucionarlas amistosamente y con palabras. Lo ideal es que la razón esté por encima de la acción.
Pero los conflictos no siempre se pueden solucionar amistosamente, a base de razonamientos. A veces el genio se dispara. No quiero decir que una persona deba recurrir a la violencia física para expresar sus sentimientos de cólera. Ésta se puede expresar con una mirada, con el tono de voz o con una afirmación de sentimientos, por ejemplo del tipo «Estoy enfadado contigo». Sin embargo, algunas situaciones hacen brotar la expresión física de la cólera. Si alguien te golpea, puede ser apropiado devolver el golpe. Si una persona utiliza la violencia contra ti, tú tienes el derecho de utilizar también la violencia contra esa persona. Sin el derecho de devolver el golpe, uno se siente indefenso y humillado. Y ya hemos visto el efecto que eso puede tener en la personalidad.
Estoy firmemente convencido de que si los padres permitieran a sus hijos expresar su cólera contra ellos; si fuese cual fuese su queja, los niños tuvieran el derecho legítimo de expresarla, veríamos muchas menos personalidades narcisistas. Darle este derecho a un niño sería una demostración de verdadero respeto hacia sus sentimientos y su yo. En Japón, unos años atrás, vi cómo una niñita de tres años muy enfadada pegaba a su madre. Ésta aguantó el tipo y lo aceptó, sin hacer ningún esfuerzo por detener a la niña ni amonestarla. Por lo que sé, los japoneses no creen en disciplinar a los niños antes de los seis años. Hasta esa edad, los consideran como criaturas inocentes que aún no han adquirido el conocimiento del bien y del mal. Después de los seis años, a los niños se les enseña a comportarse correctamente, utilizando la vergüenza como arma disciplinaria. A pesar de la actitud que los adultos muestran hacia los niños más pequeños o precisamente a causa de ella, la reputación de los niños japoneses es que se comportan bien, son obedientes y respetuosos con sus padres. La conducta adecuada para los japoneses está determinada socialmente, y el poder personal no es un tema que tenga que ver con los niños. Sin embargo, pocos padres occidentales permitirían una cosa así, porque piensan, y aciertan al pensarlo, que actuar de esa forma disminuiría su poder. Además, si los padres le niegan a su hijo el derecho a expresar su cólera, ellos mismos también se inhiben en ese sentido. Incapaces de dejarla así de la manera apropiada, los padres recurren al castigo, porque lo consideran un ejercicio legítimo de autoridad parental. Puede que el castigo tenga un lugar en la crianza de un niño pero, en muchos casos, sirve como excusa para que los padres liberen la rabia y la cólera reprimida. El niño, que es dependiente y se encuentra indefenso, tiene que aguantar esto, o arriesgarse a que se enfaden aún más con él. ¿Qué sucede en la personalidad de un niño que ha estado sujeto a este tipo de tratamiento?
EL CASO DE FRANK
Frank, un hombre de treinta y pocos años, y su terapeuta me consultaron acerca de la incapacidad del paciente para expresar sus sentimientos. Éste tenía un cuerpo musculoso, bien construido —resultado, según me dijo, de crecer y trabajar en una granja—. Me comentó también que había sido luchador en el equipo de la escuela. En muchos sentidos, la historia de Frank traía a la mente el caso de David, el paciente del que hablé en el capítulo 4 y que también era luchador. Parece que los luchadores saben cómo encajar los golpes, porque se ven obligados a encajarlos.
Frank era el mayor de cinco hijos. «Hasta donde llega mi memoria», explicó, «recuerdo que la forma habitual de relacionarse conmigo que tenía mi padre era gritándome, llamándome estúpido y diciendo que siempre valdría lo que la mierda de un mono. También me pegaba cada vez que yo hacía algo que le molestaba —ya fuera en las tareas de la granja, en la mesa e incluso mientras dormía—. Una vez, cuando yo tenía once años, me golpeó con una manguera de caucho hasta que casi me desmayé. Me caí al suelo pensando que iba a matarme y sintiendo que iba a morir. Mi madre, que estaba presente, me dijo: “Frank, intenta ser un niño bueno y haz lo que te pide tu padre”». Frank relató este suceso para explicar el tratamiento que recibió de su padre, pero sin mostrar un atisbo de emoción. Ciertamente, se trataba de una consulta, y él quería ponerme al corriente de su historia con la mayor rapidez posible, pero su falta de sentimientos me sorprendió. Me di cuenta de que él ya le había contado aquella historia a su terapeuta.
Los recuerdos más antiguos de Frank, según dijo él, tenían que ver con «acurrucarme y tener miedo, y verlo todo negro y rojo a mi alrededor». Continuó diciendo: «Recuerdo que una vez, cuando yo tenía tres años, rodaba por el suelo lleno de ansiedad mientras mi madre me decía que había sido un chico malo. Estaba abrumado y era incapaz de correr o intentar escapar. Me sentía como poseído por un espíritu maligno». Estas experiencias, como cabría esperar, socavarían a cualquier persona joven. Pero Frank, al igual que Bill, otro paciente del que he hablado anteriormente, utilizó toda su fuerza de voluntad para superar estas experiencias devastadoras.
«En el instituto y en la universidad», explicó Frank, «era todo un macho sin sentimientos. Después de obtener un Master en Asesoramiento Psicológico, trabajé en un centro de salud mental. Al tratar a gente que tenía problemas, me di cuenta de que yo tampoco me sentía muy bien. Llegué a un punto en que cuando hablaba con un paciente me parecía que me veía a mí mismo reflejado en un espejo. Me di cuenta de que necesitaba terapia, pero me fue difícil admitir ante mí mismo que en realidad me pasaba algo».
Bill se convirtió en psiquiatra, Frank en asesor psicológico de personas trastornadas. Estos logros significan que toda la energía disponible se canalizó a través de los estudios, y no quedó nada para dedicarla a la vida sentimental. Bill negaba su miedo, Frank negaba su problema. Por suerte, con posterioridad fueron capaces de afrontar sus ansiedades. Por la época en que empecé a tratar a Frank, él ya había pasado por un período de terapia, y tenía cierta comprensión de sus dificultades.
«Tenía problemas con las figuras de autoridad y con los pacientes», explicó. «En el primer caso, lo que me inspiraban era terror y rabia, y yo sabía que aquello provenía de las experiencias con mi padre. Con los pacientes, me sentía superior y actuaba como si lo supiera todo. También era cada vez más consciente de mi tremenda resistencia a hacer algo en mi propio beneficio. Era como un gran desafío. Me decía a mí mismo: «No dejaré que eso me impida llevar a cabo cualquier acción positiva». Ahora veo cómo soy yo mismo quien se frena debido al miedo al fracaso y también al éxito. Me doy cuenta de que me miento a mí mismo acerca de quién soy yo. No me permito sentirme bien ni un momento. Me resulta difícil intimar sin usar una máscara defensiva. Reprimo mi rabia y mi cólera. He experimentado ansiedad siempre que me he permitido ser blando. Me pongo en una situación masoquista en la que permito que se abuse de mí. Creo que soy una persona brillante que hace cosas destructivas contra sí misma».
Quedé impresionado por el relato de Frank acerca de la brutalidad que sufrió de niño. En mi mente surgió una pregunta: ¿por qué no se había convertido en un psicópata asesino? Yo no dudaba de que podía matar pero, al igual que sucedía con Bill, estaba igualmente seguro de que no lo haría. Su ego tenía el suficiente control para evitar que eso sucediese. El fallo en su personalidad era una fisura, no una escisión. A pesar del horror que contenía su relato, de alguna forma había conseguido escapar de la locura. Supuse que durante la infancia había contado con el apoyo y el amor de su madre. Otro elemento favorecedor fue la ausencia, al menos por lo que yo pude saber, de una actitud seductora por parte de la madre. No creo que la cordura de Frank se hubiera conservado relativamente intacta, si hubiera estado sujeto a la vez a dos fuerzas tan arrolladoras como la hostilidad brutal de un padre y la seducción engañosa de una madre.
El motivo de la consulta era ver qué podía hacer yo o qué podía sugerir, para ayudar a Frank a abrirse paso a través de la tristeza y la cólera que habían en su interior. Frank no había conseguido llorar profundamente en ninguna de las terapias por las que había pasado anteriormente. Para él, llorar era admitir que no podía soportar una situación. Demostrar que podía aguantarla era la forma de desafiar a su padre. Este podía pegarle, pero no podía quebrantarle. Sin embargo, el precio que Frank pagó por ello fue desarrollar una rígida armadura corporal que bloqueaba las lágrimas en su interior. Además, su fachada de macho le impedía cualquier intimidad real con los demás y dejaba así su vida bastante vacía.
Con su formación en asesoramiento psicológico y terapia, Frank podía comprender cuál era la dinámica de su situación. En relación con esta comprensión, utilicé con Frank un procedimiento muy sencillo para ayudarle a llorar. Le hice tumbarse sobre un taburete que se usa en bioenergética, con las manos estiradas para tocar una silla colocada detrás de él. Esta posición es muy estresante y puede incluso resultar dolorosa si el cuerpo de la persona está muy rígido. Para contrarrestar la tensión y el dolor, el paciente se ve obligado a respirar más profundamente. Esto carga de energía el cuerpo, porque transporta más oxígeno hasta los pulmones. El resultado es que los sentimientos afloran con mayor facilidad.
Mientras Frank permanecía en esta posición, le animé a que intentara emitir algún sonido, porque nadie puede llorar (sollozar) sin emitir sonidos. La siguiente instrucción que le di fue mantener el sonido que emitió hasta que hubiera expulsado todo el aire de los pulmones. Dejar salir todo el aire actúa contra la tendencia a la retención y facilita así la expresión de los sentimientos. A medida que la persona sostiene el sonido que emite durante este ejercicio, llega un punto, cerca del final de la expulsión completa del aire, en que se le quiebra la voz. El sonido que produce entonces se parece mucho a un sollozo. Entonces, si puede aguantar ese punto de ruptura, empieza a sollozar de verdad. El sollozo se parece inicialmente al sonido que se produce cuando se ceba una bomba. Una vez que empieza, se convierte en completamente involuntario, y se hace más y más profundo a medida que los sentimientos reprimidos de tristeza empiezan a salir a la superficie. Sin embargo, esta liberación sólo se produce si la persona está preparada para que suceda así y lo desea.
Mientras realizaba el ejercicio, Frank rompió en un llanto y una tristeza tan profundos que me sorprendió. En medio de los sollozos expresó también el dolor y la cólera que sentía. «¿Cómo has podido hacerme esto?», exclamaba. «Oh, Dios mío, ¿por qué me herías así? Te odio». El llanto y las exclamaciones continuaron durante varios minutos. Verdaderamente, fue todo un avance para él.
No obstante, a Frank le faltaba poder expresar plenamente su cólera. Hasta que no se entregase a ella por completo y experimentase que no se le escaparía de las manos, no se libraría de su temor a la «locura». Reconocer tales sentimientos desde el punto de vista intelectual no es suficiente. Eso equivaldría a decir: «Sí, sé que llevo en la mano una granada». El consejo adecuado sería: «Tírala, pero en un lugar seguro». Desde mi punto de vista, el contexto terapéutico es el lugar adecuado para descargar y expresar este tipo de sentimientos. El paciente puede ceder control porque el terapeuta lo conserva.
Les pido a los pacientes que golpeen la cama con los puños o con una raqueta de tenis, y que lo hagan con toda la fuerza y la violencia que puedan. También les animo a que expresen sus sentimientos verbalmente. Otra técnica que utilizo es pedirles que retuerzan una toalla con todas sus fuerzas, mientras permanecen tendidos en la cama. Esta acción puede ir acompañada de palabras tales como: «¿Cómo puedes hacerme esto? Te odio. Te mataré». A menudo, la liberación de la rabia suprimida acaba en profundos sollozos, a medida que la tristeza por la pérdida del yo aflora y se expresa. (Los autores de orientación psicoanalítica describen esto como el duelo por la pérdida del yo). Una vez más, la liberación sin restricciones de la rabia contenida puede asustar a un observador no iniciado. Los pacientes que realmente la dejan salir tienen aspecto de locos. Pero esta locura sólo se aplica a la cólera, no es locura verdadera, porque los pacientes saben lo que están haciendo. Y debido a que sus acciones están en sintonía con su ego —es decir, no van en contra de su voluntad— nunca están verdaderamente fuera de control y pueden parar cuando lo deseen. En los treinta años que llevo utilizando estas técnicas, nunca se ha roto nada en mi despacho, y jamás he resultado herido. A pesar de los gritos y de la violencia, los pacientes nunca sienten que están locos por el hecho de liberar sus sentimientos. Una vez aceptados éstos, tienen la sensación de que son dueños de su yo y se dan cuenta de que la verdadera locura estaba en su sonrisa fija, en la pose de «buen» chico o «buena» chica, en la negación de sus sentimientos.
Teniendo esto presente, le pedí a Frank que se subiera a la cama. Levantó los puños por encima de la cabeza y golpeó repetidamente la cama con todas sus fuerzas. Dio salida a la rabia que había en su interior. Por la forma en que golpeaba la cama, se podría decir que pretendía destrozarla. Los golpes eran destructivos. Dejé que Frank continuara así hasta que agotó su rabia. Entonces le mostré cómo golpear más eficazmente, con menos esfuerzo, extendiendo más los brazos y dejando que los golpes rebotasen. Se sorprendió al ver la diferencia. Golpeaba como un luchador en lugar de como un individuo rabioso. Ahora puede controlar su violencia: puede estar muy enfadado sin estar loco.
* * *
Para que los narcisistas lleguen a conocerse a sí mismos, tienen que reconocer su miedo a la locura y darse cuenta de que hay rabia asesina en su interior, y de que ellos la identifican con la locura. Pero esto sólo se puede conseguir si el terapeuta es consciente de estos elementos y no los teme. He visto que resulta de ayuda señalar a mis pacientes que lo que ellos creen que es locura —a saber, su cólera— es de hecho algo sano si pueden aceptarlo, y que, por el contrario, su conducta sin sentimientos, que ellos consideran sana, es verdaderamente una locura.