Capítulo 4

PODER Y CONTROL

El afán de poder y control es característico de todos los individuos narcisistas. No todo narcisista consigue poder ni toda persona que tiene poder es narcisista, pero la necesidad de poder es parte del trastorno narcisista. ¿Cuál es la relación entre narcisismo y poder?

En el capítulo anterior, hemos visto que el narcisismo se desarrolla a partir de la negación de los sentimientos. Aunque esta negación afecta a todos los sentimientos, hay dos emociones en particular que están sujetas a mayor inhibición: la tristeza y el miedo, porque su expresión hace que la persona se sienta vulnerable. Expresar la tristeza nos hace conscientes de las pérdidas y evoca el anhelo de lo perdido. Anhelar o necesitar a alguien nos deja expuestos a la posibilidad del rechazo y de la humillación. No desear o no sentir deseo es una defensa para que no te hieran. La negación del miedo persigue un objetivo similar. Si uno no siente miedo, entonces tampoco se siente vulnerable; presume entonces de que no le pueden herir. La negación de la tristeza y del miedo le permite a la persona proyectar una imagen de independencia, valor y fuerza. Esta imagen esconde su vulnerabilidad, tanto ante sí misma como ante los demás. Sin embargo, la imagen es tan sólo una fachada, y por tanto no tiene poder. Una imagen no tiene fuerza en sí misma (la fuerza reside en la intensidad de los sentimientos del individuo).

Carente de la fuerza efectiva que surge de los sentimientos intensos, el narcisista necesita y busca el poder para compensar esa deficiencia. El poder parece dar energía a la imagen narcisista, darle una potencia que de otra manera no tendría. Uno de mis compañeros de clase cuando yo estudiaba en la Facultad de Medicina era un hombre pequeño; medía alrededor de 1,55 de altura. Para compensar su falta de estatura, desarrolló una autoimagen de grandiosidad. Mientras todavía era un estudiante de quinto año de carrera, declaró públicamente su intención de resolver el misterio de la conciencia. Su fantasía de grandiosidad también se evidenciaba en un detalle interesante. Mientras que la mayoría de las personas utiliza la expresión «uno entre mil», cuando quiere dar una idea de calidad, él siempre decía «uno entre un millón». Aunque es cierto que esta afirmación causaba mayor impresión, revelaba sin embargo su preocupación por la cuestión del tamaño. Más claramente orientado a impresionar era el hecho de que, en un lugar y en una época en la que poca gente disponía de un coche, y en todo caso si tenía uno era pequeño, él conducía uno grande, un Buick. Con el poder que le daba un coche grande, él también se sentía grande y proyectaba una imagen de grandiosidad. Si se cuenta con suficiente dinero o poder, uno puede dotar a cualquier imagen de parecido significado y fuerza. Con un arma o una bomba, la gente más débil se considera una fuerza poderosa en el mundo. Y de hecho lo es. Tiene un poder para destruir del que los demás carecen.

Todos nosotros somos vulnerables, en el sentido de que estamos expuestos a que nos hieran, nos rechacen o nos humillen. Pero no todos nosotros negamos los sentimientos, no todos intentamos proyectar una imagen de invulnerables y superiores, ni todos luchamos por el poder. La diferencia entre unos y otros reside en las experiencias de la infancia. De niños, los narcisistas sufren lo que el análisis describe como una grave herida narcisista, un golpe a la autoestima que moldea su personalidad y deja en ella una cicatriz. Tal herida conlleva una humillación, representa en concreto la experiencia de sentirse impotente mientras la otra persona disfruta del ejercicio del poder y del control sobre uno. Yo no creo que una única experiencia pueda formar el carácter, pero cuando una criatura está constantemente expuesta a la humillación, el temor a esa experiencia se estructura en su cuerpo y en su mente. Una persona así suele hacerse a sí misma promesas del tipo: «Cuando sea mayor, tendré poder, y nada ni nadie podrá volver a hacerme esto». Por desgracia, como veremos, en nuestra sociedad son muchos los niños que sufren tales heridas narcisistas, porque los padres a menudo usan el poder para controlar a sus hijos, con la intención de conseguir sus propios fines.

Para los narcisistas, el control tiene la misma función que el poder —les protege de posibles humillaciones—. En primer lugar, se controlan a sí mismos negando aquellos sentimientos que podrían hacerles sentir vulnerables. Pero tienen que controlar también las situaciones con las que puedan encontrarse; necesitan asegurarse de que no existe posibilidad alguna de que otra persona tenga poder sobre ellos. El poder y el control son las dos caras de una misma moneda. Trabajan unidos para proteger al individuo ante la vulnerabilidad, ante la impotencia para evitar una posible humillación.

EL CASO DE CLARA

Clara, una personalidad límite, es uno de los casos recientes que he atendido en mi consulta. Al describir una experiencia que había tenido con otro terapeuta, dijo que se había sentido asustada cuando él le puso la mano en la nuca para aliviar la tensión de esa área. Explicó sus temores diciendo que se hacían muchas cosas a su espalda. Cuando le pregunté a qué tipo de cosas se refería, me respondió: «Cuando yo tenía diecisiete años, mis padres estaban considerando ingresarme en un hospital mental, sin decirme a mí ni una palabra al respecto. En otra ocasión, cuando tenía catorce años, mientras estaba de campamentos mis padres me cambiaron de escuela sin tan siquiera consultarme».

Supe después que la idea de hospitalizar a Clara había partido en realidad del que era su terapeuta en aquel momento. Explicó que había empezado la terapia porque se encontraba alterada: «Entonces estaba muy enfadada y con muchos deseos de rebelarme. Hacía un año que mis padres se habían divorciado y mi padre se había vuelto a casar. Los trámites del divorcio fueron horribles. A mi madre se le impidió entrar en casa y la tacharon de adúltera. Yo vivía entonces con mi padre. Pegué a mi madrastra cuando ésta hizo un comentario insultante acerca del adulterio de mi madre».

Se había sugerido hospitalizar a Clara debido a que se encontraba desorientada y parecía incapaz de coordinar sus movimientos. Sin embargo, se descubrió que su estado estaba causado por los efectos secundarios de los fármacos que le habían recetado. Conocido el motivo, no fue necesario hospitalizarla.

Una vez Clara relató varios incidentes que tenían que ver con que alguien hiciera cosas a sus espaldas, le pregunté cómo se sentía en la actualidad. «¿Estás enfadada?». «No», dijo ella. «Estoy impotente».

Admitió entonces que se había sentido impotente toda su vida —no indefensa, sino impotente—. Recordaba un taller al que asistió dos años atrás. Los participantes tuvieron que realizar un ejercicio de diez minutos de duración, durante el cual cada uno tenía que regañar a su padre. Todo el mundo tenía que expresar los sentimientos que le inspiraba su padre, tanto negativos como positivos, en voz alta. Clara explicó que abrió la boca, pero ningún sonido salió de ella. No pudo hablar. No tenía voz. De niña, nunca tuvo ni voz ni voto en los asuntos que la afectaban, y hasta cierto punto seguía sin tenerlos. Incluso en la actualidad era incapaz de hablar fuerte o gritar.

Aunque Clara no movilizó deliberadamente su protesta o su cólera, tuvo una reacción de ira rebelde y narcisista, y golpeó a su madrastra. La suya fue una reacción histérica (que no es lo mismo que la histeria) porque estaba fuera de control. Más adelante, en este mismo capítulo, comentaré con más detalle esta reacción. En aquel momento, había que reconocer la conducta de Clara como una reacción al sentimiento de impotencia.

¿Cómo es posible que alguien pueda llegar a sentirse tan impotente? ¿Quién era el padre de Clara? ¿De qué tipo de persona se trataba? Según ella: «Es un toro. Controla a las demás personas. Se muestra como un hombre agradable, y convence a mucha gente de ello, pero en realidad causa muchos problemas. En los negocios no tiene piedad. Su único interés es el poder —el poder y el dinero—. Es más bien guapo, pero tan grande y corpulento que me daba pánico cuando se enfadaba».

A partir de la descripción que hizo Clara de su padre, supuse que éste era un individuo narcisista, uno bastante rico y con éxito. La familia de Clara vivía en una pequeña comunidad formada por gente también rica y exitosa. A pesar de este contexto, Clara comentó: «Cuando tenía dieciocho años y medio, me escapé de casa y me dediqué a experimentar con las drogas, tomé LSD, etc. Iba con malas compañías. Pero muchos de los chicos de mi edad que vivían en el mismo lugar están desquiciados. Uno trafica con drogas y él mismo es un drogadicto, otro trabaja como lavaplatos. Y todos ellos proceden de hogares acomodados».

Clara había tomado un camino distinto al de su padre. Una diferencia entre el carácter narcisista y la personalidad límite es que el primero es capaz de compensar la herida narcisista por medio de conseguir poder en el mundo, mientras que la última, a pesar de sus esfuerzos por alcanzar una posición de poder, se sigue sintiendo impotente. Por supuesto, esta diferencia es una cuestión de grado (el narcisista no es todo poder ni el impotente lo es por completo).

LA HUMILLACIÓN INFANTIL Y LAS LUCHAS DE PODER EN LA FAMILIA

El relato de Clara sugiere que cuando era niña se sintió humillada. Todos mis pacientes narcisistas han pasado por la experiencia de sentirse profundamente humillados durante su infancia, y esta humillación se la infligieron sus padres al utilizar el poder con ellos como medio de control. En muchos casos, el poder es la fuerza física; los padres se aprovechan de que son más fuertes para forzar la sumisión del niño. Un azote es una forma habitual de abuso físico, y puede resultar especialmente humillante para el niño cuando se le exige a éste que se baje los pantalones y se quede con el culo al aire. No es infrecuente que se azote al niño con un cepillo del pelo o con un cinturón, lo que considero un tratamiento innecesariamente cruel. A veces la humillación es aún mayor, porque se le pide al niño que vaya él mismo a buscar el instrumento con el que le van a castigar, o se le amenaza con aumentar el castigo si intenta escapar. Éstos son los padres que, cuanto más llora el niño, más le pegan, negando así además el derecho del niño a expresar su dolor. Algunos de mis pacientes han explicado historias que me han impresionado. En la mayoría de los casos, el castigo excede la naturaleza de la ofensa, lo que no puedo considerar más que como una demostración de poder. Son habituales las frases del tipo: «Te voy a enseñar a obedecerme de ahora en adelante». En ocasiones he detectado un componente sádico en el castigo, porque la historia de los pacientes indica que los padres en realidad disfrutaban castigándolos.

Por supuesto que el castigo físico no es la única forma de humillar a un niño. Muy a menudo se crítica a los niños de una forma que les hace sentirse inútiles, inadecuados o estúpidos. Este tipo de críticas no tiene el propósito de servir para algo útil, sino que desde mi punto de vista va dirigido a demostrar la superioridad paterna. Algunos padres se ríen o se burlan de sus hijos cuando éstos cometen un error o no saben la respuesta a una pregunta que se supone deberían conocer. Cuando el niño llora, puede que los padres minimicen los sentimientos de éste, tildándolos de falsos, y haciendo comentarios sarcásticos del tipo: «Son lágrimas de cocodrilo». La lista de las formas de rebajar, machacar, herir al niño y negarle el respeto que merece su humanidad y su identidad es larga. Y muchos padres piensan que no hay nada malo en actuar de esta forma. Creen que es la correcta para educar a un niño. Por supuesto, cuando el abuso físico es tal que lleva al niño al hospital, entonces todo el mundo se siente escandalizado.

Aquí surge inevitablemente una pregunta: ¿por qué los padres se comportan de esta forma? Los niños aprenden más a base de comprensión y amabilidad, que usando con ellos la fuerza y el castigo. Y si el castigo es necesario, se puede aplicar sin humillar al niño. Una de las respuestas que yo podría dar a la pregunta que he planteado es que los padres aplican a sus hijos el mismo tratamiento que recibieron ellos. Pero no hay que olvidar que los niños son el objeto más fácil y más al alcance de la mano que tienen los padres para descargar sus frustraciones y su resentimiento. Los padres que se sienten impotentes en el mundo puede que intenten compensar tales sentimientos actuando como dictadores con sus hijos. Pero yo no creo que estas respuestas, independientemente de su validez, lo expliquen todo. ¿Qué ha podido suceder para que hayan aumentado los trastornos narcisistas, en comparación con épocas anteriores?

Considero que el recurso de utilizar el poder para educar a un niño, aunque no es nuevo, ha tomado un cariz diferente en los últimos años. Y esto es debido a que se ha producido una crisis de autoridad en el hogar y en la comunidad. Este proceso se inició al final de la Primera Guerra Mundial. Si la autoridad de los padres se respeta porque es una práctica aceptada en la comunidad, es menos probable que surja la cuestión del poder. Los padres hablan entonces no sólo con voz propia, sino con la voz de la comunidad. El poder se deriva así de la comunidad y se ejercita en su nombre. Como tienen que rendir cuentas de su comportamiento con los niños, no es tan fácil que se produzca un abuso de poder.

La crisis de autoridad está presente en toda la sociedad occidental, y no se limita al hogar. La consecuencia es que se recurre más al poder. Cuando el poder tiene la última palabra, ya sea en el país o en casa, se vive bajo un régimen autoritario. Pero el uso de la fuerza o del poder ¿no ha sido siempre el arbitro definitivo? Sí, cuando el poder se convierte en lo más importante. No obstante, los regímenes democráticos han demostrado que los conflictos se pueden resolver sin recurrir al poder. Y a lo largo de generaciones, las familias han seguido códigos de conducta que no estaban tan basados en el poder de los padres como en la cohesión social.

Poner el acento en el poder de los padres lleva inevitablemente a los hijos a la rebelión o a la sumisión. La sumisión encubre el deseo de rebelión y la hostilidad internos. El niño que se somete aprende que las relaciones están regidas por el poder, lo que abona el terreno para que se afane por conseguir poder en su vida de adulto. Los niños aprenden rápidamente a jugar el mismo juego que sus padres —el juego del poder—. La mejor forma de obtener poder sobre los padres es hacer algo que les molesta, por ejemplo no comer, sacar malas notas en la escuela, o fumar. Ante una conducta tan «silenciosamente» destructiva, los padres a menudo se desesperan y le dan al niño lo que pide, si éste se rinde. Pero rendirse significa perder poder, y por tanto la amenaza de rebelión sigue estando ahí. Una vez que se pone en marcha la lucha de poder entre padres e hijos, nadie se rinde y nadie gana.

El conflicto entre padres e hijos generalmente se produce por el choque entre el deseo parental de moldear a sus retoños según una imagen prefijada, y la resistencia que oponen los niños ante tal presión. El uso que los padres hacen de su mayor fuerza es sólo una de las tácticas utilizadas en esta lucha. Cuando son pequeños, los niños están indefensos y son completamente dependientes; se les puede controlar fácilmente con una muestra de desaprobación, con la fuerza física o con el castigo. Cuando los niños crecen, se va usando cada vez más la seducción como medio de controlarlos. Los padres seducen a sus hijos prometiéndoles cariño y convenciéndoles de que van a ser unos niños muy especiales, claro está, a cambio de que se plieguen a sus deseos.

Ésa fue la pauta durante mi infancia. Siendo muy pequeño, mi madre me pellizcaba para que me estuviese quieto y para que me sometiese a sus deseos. Después, cuando ya era un niño algo mayor, me castigaba por desobedecerla y salir a jugar con los otros críos, cuando me había dicho que permaneciese dentro de casa. No obstante, mi madre me decía después que yo era muy importante para ella. En lugar de dominarme por la fuerza, lo hacía compartiendo sus penas y sus decepciones conmigo, expresando sus esperanzas con respecto a mí. Yo cuidaría de ella cuando fuese mayor. Yo haría realidad sus sueños, ya que mi padre no pudo. Yo sabía que era muy especial para ella, etc. Y de alguna forma sí que hice realidad sus sueños.

La lucha por el poder entre padres e hijos es usualmente parte de otra lucha por el poder de mayor alcance: la que se produce entre marido y mujer. La guerra entre los sexos tiene su principal campo de batalla en el hogar. Esto también se cumplía en el caso de mis padres. Él quería sexo y placer de mi madre. Ella quería que él trajese más dinero a casa. El poder de mi madre residía en negarse al sexo. Obligaba a mi padre a pedirlo, para acceder después de mala gana. Pero él sabía cómo desquitarse. Su poder consistía en controlar el dinero. Si él la humillaba a ella a determinado nivel, ella hacía lo mismo con él en otro plano. Se llevaban como el perro y el gato. Y siguieron así hasta que me hice mayor y me marché de casa, después de lo cual parece que se resignaron a su situación.

Cada uno de mis padres recurría a mí para que entendiese su posición. Y de hecho yo la entendía. Lo que pedía mi madre estaba justificado: quería que él le asignase una cantidad de dinero cada semana para poder atender los gastos de la casa. Mi padre también tenía su justificación. Se quejaba de que trabajaba como un «burro» para ganar la miseria que ganaba, y se merecía disfrutar un poco. Realmente trabajaba duro, pero de manera ineficaz. A mí me desgarraban sus luchas, al igual que le sucedía a Linda con las peleas de su familia. Tal situación tuvo un doble efecto sobre mí. Me di cuenta de que el dinero significaba poder, y decidí que ganaría el suficiente como para que ninguna mujer pudiera nunca humillarme por esa causa. Sin embargo, no es fácil que yo use el dinero como medio de control, a causa de la solidaridad con la posición de mi madre,

Pero ¿por qué temía que una mujer me humillase? ¿Por qué tenía que demostrar mi solvencia económica para que ella me concediese sus favores? La respuesta es que el deseo sexual me hacía sentir culpable. Consiguieron que me avergonzase de mis sentimientos sexuales. La oposición al sexo de mi madre fue un verdadero adoctrinamiento en este sentido. Ella estaba convencida de que los hombres usan sexualmente a las mujeres y así me lo decía. Pero, ¿por qué la creí, si la sexualidad era una fuente de placer para mí? Pueden ser dos las razones. Una es un anhelo oral insatisfecho que me hacía desear estar cerca de ella a cualquier precio. La segunda es que me decía que yo iba a ser muy especial, algo a lo que yo no me podía resistir. Todo ello tuvo como efecto que acabase sintiéndome inseguro acerca de mi sexualidad y, por tanto, de mi hombría. Así, que por un lado yo era especial y superior, y por otro, inseguro y avergonzado. Cuando actuaba como si fuera superior, tenía miedo de que me sucediera todo lo contrario. Todo narcisista alberga un profundo temor a que le humillen, porque su imagen de grandeza encubre un sentimiento interior de inadecuación.

El poder es una forma de protestar contra la humillación. Es un medio de superar el sentimiento de inferioridad. Es un antídoto para la impotencia sexual. Esta última afirmación no se debe entender en el sentido de que cualquier persona que ostente poder es sexualmente impotente. Lo que significa es que los individuos sexualmente impotentes tienen un deseo de poder o luchan abiertamente por conseguirlo.

Al niño a quien hacen sentirse especial, se convierte en el centro de la lucha por el poder de sus padres, y su posición es especialmente crítica durante la fase edípica.[28] Si es un chico, se convierte en el competidor de su padre, ya que la madre ha situado al hijo en una posición de superioridad con respecto al padre. Si es una chica, el especial interés del padre por ella la lleva a convertirse en la rival de su madre para obtener el amor de él. El resultado es que los niños quedan atrapados en una situación desesperada. Si responden a la seducción, siempre existe el peligro que representa por un lado la hostilidad del progenitor del mismo sexo, y por otro el miedo al incesto o el temor a la humillación del rechazo. Casi siempre, el progenitor que seduce también rechaza. A esa edad, el temor al incesto se concreta en un temor físico al aparentemente poderoso órgano genital adulto. Por desgracia, la única salida que tienen los niños a este tipo de situación edípica es recortar sus deseos sexuales. No recortan su genitalidad, sino su sexualidad —esto es, las agradables sensaciones en la pelvis, que son la base del amor sexual—. Pero, este recorte de las sensaciones equivale a una castración psicológica, y deja a la persona impotente para experimentar un orgasmo. Estoy firmemente convencido de que esta impotencia es la base, en un nivel profundo, de la lucha por el poder.

Estar sometido al poder de otra persona es una experiencia humillante. Tal insulto al ego sólo se puede lavar si se invierte la situación —es decir, si se domina a la persona que infligió la herida narcisista—. Por supuesto que una persona se puede someter al dominio de otra, pero por dentro la odia profundamente. Es obvio que no puede haber amor en una relación donde el poder juega un papel tan primordial.

Estas consideraciones son importantes para comprender las luchas de poder que se producen en las familias. En estas peleas, la cuestión raramente tiene que ver con si algo es o no correcto, sino que se trata de quién se va a salir con la suya. Durante los primeros años de la infancia, los padres son más fuertes que los hijos y habitualmente salen vencedores. Pero en la mayoría de los casos la victoria paterna no pone punto final a la lucha. A medida que el niño se hace mayor y más fuerte, desafía a los padres una y otra vez con el objetivo de destruir su poder y de dominarlos. Estos enfrentamientos son muy destructivos para la relación familiar y para los miembros de la familia implicados en ellos. Con todo, mientras el poder siga siendo un tema con T mayúscula en el contexto familiar, los enfrentamientos son inevitables.

Ésta podría ser una escena típica:

NIÑO: ¿Puedo ver la tele?

MADRE: No.

NIÑO: ¿Por qué?

MADRE: Porque tienes que hacer los deberes.

NIÑO: Pero hoy no tengo deberes. Así que puedo ver la tele, ¿no?

MADRE: No.

NIÑO: ¿Por qué?

MADRE: Porque he dicho que no. Con eso basta.

Esta afirmación tiene la última palabra. La madre quiere que el niño la obedezca y que no desafíe constantemente sus decisiones, como suelen hacer los niños. Para ella es importante demostrar firmeza y autoridad, en el sentido de «nada de preguntas». Está convencida de que vacilar traicionaría su debilidad y le daría a su hijo poder sobre ella. Cree que perdería el control sobre el niño, y que éste se convertiría entonces en una criatura salvaje, destructiva, imposible de controlar. Considera que hay que mantener el control, en todo momento, y que la única forma de conseguirlo es afirmar el poder que tiene. Una madre siempre sabe lo que es mejor para su hijo. No se la puede contradecir. Los regímenes dictatoriales utilizan una línea de razonamiento similar, para justificar el uso que hacen del poder para controlar a la gente.

LA IMPORTANCIA EXCESIVA DEL PODER EN LA SOCIEDAD

Hemos visto que la lucha por el poder del narcisista surge de un profundo sentido de humillación nacido de las experiencias infantiles. Pero saber esto no nos ayuda entender el origen de la lucha de poder per se. Incluso cuando los padres tienen buenas intenciones, también se enzarzan en luchas de poder. ¿Acaso son inevitables? Mi tesis es que tales enfrentamientos son inherentes al énfasis en conseguir poder como fin en sí mismo.

A la vez que la sociedad occidental contemporánea favorece el narcisismo, es también una cultura orientada hacia el poder y obsesionada por él. La civilización y el modo de vida actuales serían impensables si no se dispusiera de una cantidad enorme de poder en forma de potencia y energía (máquinas y combustible) para realizar el trabajo necesario para ello. En el pasado, el poder estaba restringido a un número relativamente pequeño de personas: los reyes, los nobles, los comerciantes, los obispos, etc. Tenían caballos, esclavos y sirvientes. No obstante, en términos cuantitativos, su poder era pequeño comparado con el que se puede obtener hoy en día. Un ciudadano medio, por ejemplo, tiene más poder con la potencia en caballos del automóvil que posee, del que tenía cualquier hacendado Victoriano con la posesión de establos y sirvientes. Por supuesto, en términos relativos, el hacendado tiene mayor sensación de poder comparada con la que se puede obtener conduciendo un coche. Sin embargo, no hay que minimizar el sentido de poder que se deriva de la posesión y control de una máquina. La emoción de conducir una motocicleta de gran cilindrada reside en la sensación de poder que proporciona. ¿Podían los nobles ingleses atravesar el Atlántico tan fácilmente como podemos hacerlo nosotros hoy en día? La tecnología ha proporcionado al hombre moderno un sentido del poder que jamás tuvo antes. La cuestión es: ¿qué efecto tiene este poder tan al alcance de la mano sobre la psicología y la conducta de la gente? ¿Qué papel juega en la génesis del narcisismo? Sería fácil argumentar que el poder se sube a la cabeza, hincha el ego y vuelve narcisista a la gente. Pero el narcisismo no se desarrolla de esta forma. Crece a partir de la negación de los sentimientos, de la pérdida del yo y de la proyección de una imagen para compensar esa pérdida. ¿De qué forma estimula el poder este proceso? Para comprenderlo, hay que empezar por decir que la fascinación por el poder es aparentemente irresistible. Casi todo el mundo lo desea.

La ventaja más evidente que se deriva de la ostentación de poder es la recompensa material que recibe la persona que lo ostenta. El rey habita normalmente en un palacio, el presidente de una nación reside en una casa fabulosa y el director de una empresa importante vive en una gran mansión. Su nivel de vida, en todos los sentidos, es superior al del individuo medio. No hay duda de que el poder conlleva beneficio material, y que éste tiene mucho que ver con desear dicho poder. Pero no es la característica esencial.

La lucha por el poder no siempre se produce por razones de tener y no tener. En la época feudal, la mayoría de las guerras tenían lugar entre un rey que vivía en un castillo contra otro rey que vivía en otro castillo. Dado que, en la mayoría de los casos, tales reyes tenían todas las comodidades materiales de que se pudiera disponer entonces, no se puede considerar que la búsqueda de lo material era el factor principal que desataba las guerras. Los soberanos libraban las batallas para aumentar su dominio y ampliar su control —en otras palabras, para agrandar su poder—. Es cierto, la victoria aumenta las posesiones y la riqueza del vencedor, pero éstas son más un símbolo de poder o un medio para obtenerlo, que valores materiales que puedan aumentar la comodidad o el placer en la vida. La cantidad de joyas que lucen los monarcas no tiene nada que ver con las necesidades humanas. Entonces, ¿por qué parece que nunca tienen bastante? En última instancia, las joyas son un símbolo del estatus, y sucede lo mismo con gran parte de las demás riquezas. La limosina de un ejecutivo seguro que es más cómoda que un utilitario, pero es sobre todo mucho más prestigiosa. Un palacio tiene más de ostentación que de hogar.

El poder otorga un estatus. ¿Y no es válido perseguir este objetivo? El estatus es algo que todos buscamos, al igual que muchos otros animales. Entre los gallos de un corral hay un orden para picar la comida, y éste es un reflejo del estatus de cada uno. El estatus tiene un papel importante en cuanto a regular las relaciones entre los animales que viven en grupo, como por ejemplo los rebaños o las jaurías. En tales grupos, la jerarquía se establece muy pronto entre los individuos. El estatus o posición en la jerarquía determina el orden de precedencia en dos de las funciones más importantes de la vida animal: el acceso a la comida y al apareamiento. Traducido en términos humanos esto significa que el rey goza de los mejores manjares y de la dama más hermosa. Y ésta era de hecho la práctica en el pasado. Entre los animales, este sistema tiene un valor seguro de supervivencia para la especie, porque asegura la reproducción de los más fuertes y de los mejor adaptados. Se podría especular que en las primeras sociedades humanas funcionaba un sistema similar. Se supone que los jefes eran los más fuertes, los más valientes, los más sabios, los que poseían capacidades que ayudarían a mejorar el bienestar de la gente. Si su pareja tenía las mismas cualidades, lo más probable es que sus vástagos también las heredasen.

Sin embargo, estas consideraciones son biológicas, no psicológicas. No creo que el rey y la reina piensen en la supervivencia de los más adaptados cuando se dedican a sus actividades amorosas. La atracción que sienten el uno por el otro es física, y su motivación es el placer que se deriva de emparejarse y no el producto de tal actividad. O puede que eso sea lo que a uno le gusta pensar. Los reyes, por lo menos antes era así, no se casan tanto por placer como por poder, y el sexo real a menudo va cargado de la necesidad de tener un heredero para el trono. Pero había una época en que los reyes eran los más fuertes y los más valientes, y las reinas las más bellas de la tierra, por lo menos eso es lo que cuentan los mitos y los cuentos de hadas. La dama más hermosa representa para el hombre la promesa de obtener el mayor placer sexual, justo lo que representa para la dama el caballero más fuerte y más valiente. Éstas no son falsas promesas cuando se basan en la realidad corporal de las personas. Biológicamente, el estatus de una persona está representado por su potencia sexual, que es una expresión de la vitalidad y la energía del individuo. En la naturaleza, como opuesta a la cultura, nadie posee poder.

Originalmente, el estatus generaba poder. Pero una vez que el poder se filtró en las situaciones humanas, se invirtió esta relación. El poder generaba estatus. La asociación del estatus con el poder ampliaba la imagen de potencia sexual de las personas que la ostentaban. Esto explica porqué hay tantas mujeres a las que excitan sexualmente los hombres con poder y se sienten atraídas hacia ellos. Esto no sería un problema si el poder estuviese en manos de los individuos superiores. Pero, hoy en día, éste no suele ser el caso. A menudo sucede justo lo contrario. El hombre que necesita y busca el poder es en la mayoría de los casos relativamente impotente desde el punto de vista sexual. El poder es una forma de compensar la falta de potencia sexual. En este punto se plantea una pregunta: ¿cómo encajan las mujeres en este esquema? ¿Buscan las mujeres narcisistas el poder para compensar un cierto sentido de inadecuación sexual? Sí. El poder es un antídoto para los sentimientos de inadecuación y de insensibilidad tanto en el plano personal como sexual. Las mujeres están sujetas a estos sentimientos tanto como los hombres. Al igual que ellos, luchan por el poder en el mundo de los negocios, la política, los deportes, etc. Me refiero a la necesidad de poder y al afán por conseguirlo. Pero una mujer también puede conseguir poder debido a su superior capacidad en cualquier campo de actividad. ¿Potenciará esto su atractivo sexual como les sucede a los hombres? Debería, porque, psicológicamente, el poder se equipara con la superioridad. Y ésta se traduce, en el plano físico, en más energía y vitalidad. Sin embargo, muchos hombres temen a las mujeres con poder y por ello el atractivo sexual de éstas está limitado a los hombres que las consideran como iguales. En el pasado, el poder estaba en general reservado a los hombres, lo que forzaba a muchas mujeres a usar sus encantos sexuales para conseguirlo, y muchas veces se trataba de considerable poder. Así, me atrevería a decir que, en el caso de los hombres, el poder se equipara a la potencia sexual, mientras que en el caso de las mujeres, el atractivo sexual se equipara al poder.

En mi opinión, es un error creer que la psicología y el comportamiento de hombres y mujeres es congruente. Pocas mujeres de entre las que he conocido o tratado se han quejado de que sean incapaces de satisfacer sexualmente a un hombre. En cambio, los hombres sí se quejan a menudo de su incapacidad para satisfacer sexualmente a una mujer, es decir, para llevarla al orgasmo. Por otro lado, pocos hombres se sienten utilizados durante la relación sexual con una mujer. A ellas les sucede al revés. Los hombres no pueden mantener una relación sexual sin sentir un fuerte deseo que produzca una erección, mientras que las mujeres sí pueden mantenerla aunque sus sentimientos sexuales sean mínimos. El cuerpo de unos y otras es diferente. El de las mujeres tiende a ser más tierno, como consecuencia de que ellas suelen estar más en contacto con sus sentimientos. Sin embargo, en los últimos tiempos se están produciendo cambios en el cuerpo de las mujeres, a medida que éstas se dedican cada vez mas a desarrollar los músculos de forma parecida a como lo hacen los hombres; Movidas por su deseo de presentar una imagen de fuerza y poder, se vuelven más rígidas, menos sensibles y más narcisistas. Un mundo unisex es un mundo sin diferencias y, por tanto, un mundo sin sentimientos.

En términos generales, el grado de narcisismo es inversamente proporcional a la potencial sexual. Pero, para comprender el sentido de esta afirmación, hay que aceptar, una vez más, la relación entre potencia sexual y sentimiento. En el caso del hombre, la potencia sexual no se mide tomando como base a la frecuencia de su actividad sexual o de su capacidad de erección. La actividad sexual frecuente es a veces compulsiva, nacida de un deseo de afirmación, o en ocasiones es impulsiva, surgida de la incapacidad para contener la excitación sexual. La potencia erectiva —la capacidad para mantener la erección durante un cierto período de tiempo durante la relación sexual— puede que sea una maniobra de poder. En efecto, es posible que, en lenguaje corporal, lo que el hombre le está diciendo a la mujer sea: «Fíjate que poderoso soy, mira lo que puedo hacer por ti». Está centrado en el poder, y el poder está representado aquí por su habilidad para satisfacer a una mujer. Por desgracia, esto es a costa de su propio placer y satisfacción. Lo que indica es la típica necesidad narcisista de aprobación y admiración. Y, al final, la mujer tampoco se siente satisfecha. La verdadera potencia sexual se mide por la profundidad de los sentimientos de amor hacia la otra persona. Y estos sentimientos han menguado mucho en los narcisistas.

LA RELACIÓN DEL PODER CON LA ENVIDIA Y LA CÓLERA

Como hemos visto, bajo la identificación simbólica del poder con la potencia sexual subyace la gran fascinación por el poder que siente el individuo. Esta identificación explica una serie de reacciones ante el poder. Por ejemplo, ¿cómo es que aquellos enredados en el juego del poder parece que por mucho que lleguen a conseguir nunca tienen bastante? Para responder a esta pregunta, hay que aceptar que mientras la identificación del poder con la potencia sexual es válida para el ego, es tan sólo una ilusión desde el punto de vista corporal. El poder da energía a la imagen, pero no le sirve de nada al yo y a los sentimientos. De hecho, como ya hemos visto, una inversión excesiva de energía en la imagen acaba por debilitar el yo. Y la misma regla se aplica a una inversión excesiva en la lucha por el poder, que reduce la cantidad de energía disponible para el placer sexual. La persona, equivocada acerca de la verdadera fuente de potencia sexual, sigue buscando más y más poder.

La ecuación de poder igual a potencia sexual arroja también luz sobre la razón por la cual sentirse falto de poder se experimenta como una gran humillación. En un cierto nivel de la personalidad, se podría decir que sentirse impotente equivale a sentirse castrado, por expresarlo en términos de la analogía masculina. Muy a menudo sucede que aquella persona que ve amenazado su poder reacciona ante tal amenaza como si ésta fuera una amenaza de castración. Tal idea lleva asociada la envidia y la cólera.

Un aspecto importante relativo a la naturaleza del poder es la envidia que provoca en los demás. El poder parece conferir al que lo ostenta una aureola de superioridad, una cierta calidad de ser especial, además de potencia sexual. Todo ello es objeto del deseo desesperado del individuo envidioso, porque éste en cierta medida se siente inferior, poco o nada importante, e impotente. Cuando el poder provoca envidia, genera temor y conduce a la hostilidad. Los que no tienen poder tienden a desconfiar de la persona poderosa, porque se sienten vulnerables ante ella. Por otro lado, la persona con poder desconfía de aquellos que no lo tienen, porque éstos la envidian. Cuando el poder es mucho, es fácil acabar paranoico. Ya lo dice un refrán que recoge la sabiduría popular: «No puede descansar la cabeza que corona ha de llevar». Toda persona poderosa está expuesta a las maquinaciones de aquellos que ansían el poder. La historia está repleta de conspiraciones para derrocar a los gobernantes. Los que mandan tienen que estar en permanente alerta contra este peligro. Nunca están seguros por completo de quienes son realmente sus amigos.

La envidia no es amor. La persona con poder es temida y por tanto no puede ser amada. Es cierto que a veces la gente finge que ama a aquellos que teme, e incluso en ocasiones cree que los ama de verdad, pero este amor está generalmente basado en la negación de los sentimientos de miedo y odio que subyacen en el fondo. Mis pacientes, por ejemplo, a menudo afirman al principio de la terapia que quieren mucho a sus padres. Y a medida que se van dando cuenta del gran temor que uno de ellos o ambos les inspiran, desaparece el sentimiento de amor, y lo sustituye otro de verdadera cólera. El amor y el miedo son emociones mutuamente excluyentes. No temer a una persona con poder —y profesarle, en su lugar, amor— es negar que esa persona tiene poder.

La emoción que va unida al miedo es la cólera. Pero el narcisista, al igual que le sucede con cualquier otro sentimiento, es incapaz de expresar cólera o sentirla. Es cierto que los narcisistas pueden tener y tienen a veces explosiones de cólera. En realidad, se podría decir que la tendencia a los ataques de cólera es característica del trastorno narcisista.

¿Es la rabia lo mismo que la cólera? Aunque hay un marcado componente de rabia en las explosiones de cólera, las dos expresiones no son idénticas. La rabia es irracional —sólo hay que pensar en la frase «rabia ciega»—. Por el contrario, la cólera es una reacción que sigue una dirección, va orientada a eliminar una fuerza que está actuando contra la persona. Cuando la fuerza se elimina o anuladla cólera disminuye. Un buen ejemplo de esto es lo mucho que encoleriza a un niño que se le obligue a estar quieto por la fuerza. Pero, tan pronto como le dejan suelto, se le pasa el enfado. Los adultos puede que se sientan encolerizados cuando se insulta su ser de manera similar. Pero la cólera auténtica es proporcional a la provocación: es una respuesta racional ante un ataque. Así, un insulto verbal no desemboca inmediatamente en una pelea a puñetazos, y el enfado cede ante la disculpa. En una situación de agresión física, es posible que exista el deseo de devolver el daño, pero el alcance de tal respuesta es proporcional al grado de peligro real.

La rabia, sin embargo, no está en línea con la provocación: es excesiva. Ni tampoco disminuye cuando desaparece la provocación: sigue y sigue hasta que se agota. Y es mucho más destructiva que constructiva. Verdaderamente, la rabia está teñida del propósito de matar. El caso de uno de los pacientes de James Masterson ayuda a entender el significado de la rabia. Dicho con las palabras del propio paciente: «Renunciar a la idea de que usted y los demás hagan las cosas por mí me hace sentirme desesperado, indefenso y rabioso».[29] Después, este hombre empezó a hablar de su deseo de matar. «Cuanto tengo que hacerlas yo, me siento frustrado y me entran ganas de asesinar».

La incongruencia de esta reacción hace sospechar que el verdadero motivo de que sintiese ganas de cometer un crimen era un insulto o un daño sufrido mucho más atrás, probablemente durante la infancia, y que ese deseo se reprimió entonces. Si el material reprimido saliera a la luz y el hombre asumiera conscientemente la herida sufrida, la reacción cambiaría. Ya no sería de rabia, sino de cólera. En esto consiste la tarea terapéutica.

Resulta significativo que las explosiones de rabia narcisista vayan tan estrechamente ligadas a la experiencia de la frustración, a que las cosas no salgan como uno quiere; en otras palabras, a sentirse impotente. En el caso del paciente de Masterson, la frustración que sentía al no conseguir que otros hicieran algo por él disparó la reacción de rabia. Otro de los pacientes de Masterson también se puso rabioso porque él como terapeuta no respondía a sus deseos de ser tratado como alguien especial. La frustración hace que la persona se sienta impotente y socava la fantasía de poder que va asociada al hecho de sentirse especial. Cuando esta fantasía se desvanece, la rabia asociada con la traición original —un insulto mucho más significativo sufrido en la infancia y al que no se pudo responder entonces— sale violentamente a la superficie como la lava que expulsa un volcán en erupción. Pero dado que está divorciada de su verdadero origen, o dicho de otra forma, es ciega, no es eficaz para remediar el daño sufrido.

¿Por qué se produce lo que llamamos una reacción de rabia narcisista? Una vez aceptado que hay un propósito asesino en tales reacciones, se podría postular que el insulto que originalmente provocó tal reacción debió de tocar una fibra muy sensible. La provocación actual puede ser insignificante, como en el caso del paciente de Masterson, pero evoca en el inconsciente de la persona el recuerdo de una ofensa grave al que no pudo responder en el momento en que se produjo. Describir la rabia como narcisista significa que el daño sufrido originalmente fue un insulto al yo de la persona, es decir, una herida narcisista. Fue una experiencia de humillación, de impotencia.

Como hemos visto, lo que hay en el fondo de la lucha por el poder de los narcisistas es una experiencia temprana humillante. El paciente de Masterson decía que se sentía «desesperado, indefenso». Es difícil entender cómo sentimientos así pueden hacer que alguien se sienta rabioso. Parecería más probable que generasen tristeza. No obstante, si cambiamos las palabras de este paciente por «impotente», entonces su reacción tiene sentido. Al igual que muchos otros pacientes narcisistas, él libraba una lucha de poder contra el terapeuta, y estaba convencido de que controlaba la situación. El impacto de ver que en realidad estaba impotente disparó una rabia irracional y asesina.

EL CASO DE DAVID

David, un paciente que acudió a mi consulta empezó la sesión describiendo una reacción suya de rabia, que se produjo ante la insistencia de su hijo en seguir haciendo algo cuando él le había dicho repetidamente que parase de hacerlo. El chico continuaba saltando sobre la cama en la que estaban tumbados el padre y el hermano menor. David temía que el chico le hiciera daño al niño con sus saltos. No pensaba que se hubiera equivocado al ordenar a su hijo que parase. Lo que le disgustaba era reconocer que su reacción de rabia había sido excesiva. Él lo explicaba así: «Me di cuenta de lo desmesurado de mi reacción de rabia cuando vi la cara de miedo de mi hijo. Pensé que él temía que fuese a matarle, y me di cuenta de que el tono de mi voz y mi mirada transmitían algo de eso».

David era consciente de que la rabia surgió a consecuencia de la desobediencia de su hijo, porque eso le hacía sentirse frustrado. Era como si al no obedecerle, el chico desafiara su poder. Pero ¿por qué reaccionó de una forma tan desproporcionada? ¿Cuál era el origen de la rabia que sentía? El dijo: «Vi que le estaba haciendo a mi hijo lo mismo que mi padre me hizo a mí. De niño, yo estaba aterrorizado, pero hasta hace muy poco no he reconocido lo asustado que me encontraba entonces. Tenía momentos de miedo. Era luchador en el equipo de la universidad, y siempre tenía miedo antes del combate. Temía no ser lo bastante fuerte, lo bastante poderoso. Tenía miedo de perder, pero siempre ganaba».

Ganar o perder representa, de alguna manera, la vida o la muerte. Cada combate era como una de las batallas que se libran en la guerra. Entonces David añadió: «Sí que perdí un combate: la final del torneo estatal. Podía haber sido campeón, pero me faltaba instinto asesino». Sin embargo, David es un asesino. Su rabia está teñida del propósito de matar. No se atreve a hacer el esfuerzo final que le llevaría realmente a matar, simplemente porque no puede hacerlo de verdad. No tiene instinto asesino, por decirlo con sus propias palabras, pero tiene la intención del asesino.

David expresó entonces su preocupación por ganar: «Tengo que dar la talla y necesito ganar. Cuando voy a ver un partido, grito para animar al equipo que va perdiendo, pero es que tiene que ganar. Perder me da mucho miedo. Perder sería un fracaso, sería la muerte. Si no tengo poder, estoy muerto. Necesito poder. Voy por la vida enfrentando mi poder contra el de los demás. Si ganan, estoy muerto —eso es sólo un sentimiento, no la realidad—. Con todo, acabé mi carrera como luchador con la sensación de que había decepcionado a mis entrenadores y a mí mismo. Si hubiera entrenado más, hubiera podido ser campeón nacional o interuniversitario. Los deportes eran una lucha a vida o muerte para mí. Tenía miedo de perder».

Para mí resultaba evidente que David luchaba contra sí mismo. En el plano de los sentimientos —en su interior— no podía estar más asustado. Sin embargo, en el de ego —en términos de apariencia externa— se veía fuerte y poderoso. Ésta era la imagen que proyectaba con su cuerpo musculado y su éxito profesional como cirujano. David operaba en casos donde otros no se atrevían a intervenir. Negaba todo temor y emanaba confianza en sí mismo.

David había desarrollado su imagen durante la época de la juventud. Explicó que había traído de ser el tipo de chico que un padre amaría, el hijo modelo —listo, atlético, bien parecido, con buenos modales—. Pero, ¿sentía que ése era realmente él? ¿Qué pasaba por dentro?

«Cuando era niño pasaba mucho miedo», admitió David. «Tenía miedo de la oscuridad y de estar solo. No me iba a dormir hasta que mi hermano venía a la cama conmigo. Y todavía soy así. No puedo soportar estar solo más de quince minutos».

Le pregunté a David qué era lo que le asustaba de niño y me dijo que no lo sabía. Pero entonces mencionó que su padre le pegaba con el cinturón y su madre lo hacía con un zapato. Él recuerda ahora: «Solía tener pesadillas, y mi padre me daba bofetadas para que despertase. Me enviaban a mi habitación y yo deseaba suicidarme para desquitarme. Nunca he sido capaz de reconocer el miedo que tenía hasta este año. Ahora mis sueños están llenos de temores. Me dan miedo las mujeres y el sexo. Tengo miedo de no ser capaz de dar la talla. Antes no reconocía que estaba asustado. Lo que más temo es no poder controlar una situación. Tengo miedo de la enfermedad».

Masterson explica que la tendencia autodestructiva va asociada a la rabia (David deseaba matarse él en lugar de matar a su padre). «Él intentaba controlarla [la rabia] internalizándola, utilizando el mecanismo de identificación con el agresor… Descargaba su rabia atacándose a sí mismo, fantaseando que así se vengaba de sus padres y satisfaciendo así sus impulsos taliónicos destruyendo su posesión».[30] Aunque psicológicamente esto es correcto, creo que no es lo bastante profundo. La conducta autodestructiva siempre está determinada por el sentimiento de culpabilidad que subyace en el fondo. El origen de la culpa es la situación edípica. David no puede aceptar que desea matar a su padre como revancha por sus malos tratos, pero matarle representa admitir el deseo sexual que siente hacia su madre, y eso es tabú. La misma culpabilidad hace que se identifique con su padre. Pero ahora David es padre de verdad, y eso le permite proyectar sobre su propio hijo los sentimientos sexuales prohibidos. Reacciona inconscientemente ante la desobediencia del chico porque ésta representa la amenaza de matar al padre, y tiene que afrontarla pagando con la misma moneda.

En este punto David comentó: «En mi trabajo me siento poderoso. Soy como una piedra. Sería una tragedia para mí tener sentimientos profundos».

El relato de David revela claramente el papel que el poder juega en cuanto a compensar sus sentimientos internos de miedo, humillación e indefensión. Con todo, David no había conectado plenamente con el temor asociado a su padre, a pesar de reconocer que cuando era niño le daba pánico ver a su padre rabioso. Es inhumano que un padre descargue la rabia con su hijo. Pero la humanidad es algo ajeno al narcisista. David decía: «Puedo ser un héroe o un cobarde. No conozco las medias tintas». Las medias tintas es ser humano, que significa aceptar que uno está indefenso ante la vida, reconocer que depende de los demás y admitir los fracasos y los errores.

EL MIEDO A ESTAR INDEFENSO

Sólo el poder puede contrarrestar al poder, y por eso la batalla es interminable. Exigir igualdad de poder no es una solución para el que carece de él. No existe la igualdad de poder. Si todo el mundo tuviera el mismo poder, nadie podría controlar a nadie. Eso significa que no existiría el poder real. Una vez que se piensa en términos de poder, sólo existe la lucha para obtener más poder. Nadie, nunca, ha tenido bastante. Con el poder no se supera la propia inferioridad, ni se alivia el sentimiento interno de humillación, ni tampoco se consigue potencia orgásmica. El poder sólo sirve para negar tales sentimientos. Por su propia naturaleza, el poder aumenta el narcisismo de la persona y refuerza su inseguridad interior.

En muchos sentidos, el poder es una negación de la propia humanidad. Como hemos visto, el narcisista intenta trascender por medio del poder sus sentimientos de indefensión y dependencia. Pero, ¿no es la indefensión parte de la naturaleza humana? No pedimos nacer, ni tampoco pedimos morir. No podemos elegir de quién nos vamos a enamorar. En muchos casos no somos los dueños de nuestro destino. Aun así, nuestra indefensión en estas áreas es tolerable, porque todos los seres humanos vamos en el mismo barco. Y nos necesitamos unos a otros para contrarrestar la oscuridad, para resguardarnos del frío, para dar sentido a nuestra existencia. Los seres humanos somos criaturas sociales. Cuando estamos con otras personas encontramos lo cálido, lo interesante de la vida, y el reto que ésta representa. Y sólo en el seno de la comunidad humana podemos atrevernos a hacer frente a lo desconocido que nos asusta.

Los narcisistas no son una excepción a estas necesidades humanas. Ellos, también, necesitan a la gente. Pero no se atreven a reconocer esta necesidad. Hacerlo representaría admitir y afrontar su vulnerabilidad. Pedir ayuda abriría la herida narcisista que la persona sufrió en su infancia cuando, indefenso y dependiente, uno de sus progenitores le utilizó abusando de su poder. Les parece que tener necesidad y estar indefenso permite que los demás puedan controlar su destino. Dado que —por mucho que lo nieguen— como personas tienen necesidades y están indefensas. Creen que la solución consiste en conseguir poder (dinero, por ejemplo), y así podrán comprar lo que necesiten, sin correr el riesgo de que les rechacen o les seduzcan.

El poder, o eso cree el narcisista, facilita el contacto humano sin el peligro de ser utilizado. Con poder, se puede atraer a los demás. Para el tipo de carácter narcisista menos trastornado, el poder reside en el uso de sus encantos, de su talento y de su belleza para captar admiradores. Por su parte, las personalidades psicopáticas tienden a utilizar el poder que les confiere su riqueza material o su posición social para reclutar seguidores, aunque a veces también se muestran abiertamente seductores. Todos ellos saben muy bien cómo jugar con los temores y las debilidades de los demás, porque ellos también tienen sus miedos. Así, proclaman y prometen que serán la luz y la seguridad que buscan las otras personas. Pero ellos en su fuero interno se consideran superiores, creen que no necesitan a nadie. Y muchas veces parece que sea así, porque no son presa de las ansiedades humanas. La gente desesperada, asustada y perdida recurre a ellos como sus salvadores. ¿Acaso no han demostrado que están por encima de las luchas humanas? Pero incluso en el caso de que una personalidad psicopática no consiga rodearse de una corte de seguidores, debe tener por lo menos una persona devota a ella, ya sea una amante o una prostituta. En otras palabras, las personalidades psicopáticas tienen que contar con alguien que les necesite. No pueden estar solos. Y tal relación sólo puede ser una en la que ellos ostenten el poder.

La cuestión del poder y el control también surge en el contexto terapéutico. No se producirá un cambio básico en la personalidad o en el carácter de un paciente, si es éste quien controla la terapia. Pero a la mayoría de los pacientes narcisistas les aterroriza ceder el control. No confían plenamente en el terapeuta y —dadas sus primeras experiencias— es comprensible que sea así, Tienen miedo de ser utilizados, tal como les sucedió en el contexto familiar. Ven al terapeuta como alguien que tiene poder, y por ello se resienten contra él y le oponen resistencia. Éste es, por supuesto, un problema de transferencia. Con todo lo necesitados que están, no pueden aceptar su dependencia de otra persona para que les ayude a cambiar su situación. Sentirse impotente es demasiado humillante para ellos. Tienen que conservar el control de la situación.

El control se mantiene negando y suprimiendo los sentimientos. Pero el objetivo terapéutico es precisamente ayudar a los pacientes a abrirse y a aceptar sus sentimientos. Esto significa que tienen que aprender a dejar de controlar. Tienen que aprender a que les muevan sus emociones y sus sentimientos, incluso a dejarse llevar por sus respuestas emocionales —de otro modo jamás conocerán la gloria del amor y la euforia del gozo—. Pero nos encontramos aquí con un dilema: es precisamente el miedo a dejarse llevar por los sentimientos lo que asusta a los narcisistas. Este miedo hace surgir otro: el miedo a la locura, contra el cual movilizan todas sus defensas. Para ellos, perder el control es lo mismo que volverse locos.

Sin embargo, antes de entrar a considerar este aspecto del problema narcisista, es necesario examinar con más detalle el proceso de seducción que ha tenido como consecuencia que los narcisistas se sientan traicionados. Que les rechacen o les hieran abiertamente provoca en ellos un sentimiento de cólera, pero sentirse traicionados por la falsa promesa que les hizo una persona en la que confiaban, genera en ellos una rabia asesina.