Capítulo 5

SEDUCCIÓN Y MANIPULACIÓN

Está claro que los narcisistas necesitan poder para hinchar su imagen del yo, porque sin él se vendrían abajo como un globo sin aire. Pero ¿cómo desarrollan una imagen tan grandiosa de sí mismos? Ya he descartado la hipótesis de que ésta tenga su origen en una prolongación del narcisismo primario u omnipotencia infantil. Los niños no tienen astucia (la inocencia infantil), y reaccionan con espontaneidad, de acuerdo con las necesidades de su yo corporal. ¿Qué sucede para que se destruya esa inocencia? —y todavía más— ¿cómo se produce el robo del yo corporal y su sustitución por otro al que se ha adjudicado una posición de superioridad? La secuencia de estos, sucesos sigue un orden bien definido. En primer lugar se produce una experiencia humillante de impotencia (véase el capítulo 4). Le sigue un proceso de seducción, mediante el cual se hace creer al niño que es un ser especial. Otro elemento adicional, que usualmente acompaña a la humillación, es el rechazo. Después de que el niño se siente rechazado y humillado, a los padres les resulta más fácil seducirle para conseguir que sirva a sus fines.

¿A qué me refiero cuando hablo de seducción? La palabra «seducción» viene del latín seducere, que significa «apartar». Hay gente a la que seducen para que abandone su fe, sus principios o sus lealtades. La apartan del estrecho y recto camino de la virtud. La virtud en última instancia significa ser sincero con uno mismo, con los propios sentimientos profundos. Se dice que un hombre seduce a una mujer cuando, sabiendo que ella está por principios en contra del sexo sin amor, la arrastra a una relación sexual diciéndole que la ama aunque no sea cierto. Obviamente, este hombre no necesita seducir a una mujer que simplemente busca un contacto sexual con o sin amor. La seducción se podría definir entonces como el uso de una afirmación o promesa falsa para conseguir que otra persona haga algo que de otro modo no haría.

La promesa puede ser explícita o implícita. Los psicópatas estafadores suelen prometer abiertamente algo que no tienen la menor intención de cumplir. No obstante, en la mayoría de tretas de seducción flotan promesas que no son claramente explícitas. La imagen narcisista es un buen ejemplo de ello. Si miramos a un hombre machista, con sus exageradas demostraciones de virilidad, nos damos cuenta de que está intentando ser un seductor tanto si lo admite como si no. Aunque tal imagen surja para compensar un inadecuado sentido de su yo masculino, va dirigida a atraer a las mujeres. Poner el acento en la fuerza «varonil» sugiere potencia sexual, e insinúa así la promesa de la satisfacción sexual para la mujer. Sin embargo, y como ya hemos visto, esta promesa es falsa, porque la imagen no se corresponde con la realidad. Cualquier hombre que dependa de la imagen para atraer a una mujer no será sexualmente potente.

Un elemento importante en el proceso de seducción es la naturaleza de la relación en la que se produce. La seducción no es una transacción bursátil, en la que ambas partes son iguales y la norma es que cada una actúa por su cuenta y riesgo. El comercio astuto no está considerado como un timo o una seducción. La seducción sólo se produce en aquellas relaciones donde existe un cierto grado de confianza. A los estafadores se les llama artistas del timo, porque lo primero que hacen es ganarse la confianza de la víctima. Para llevar a alguien por el mal camino, primero hay que conseguir que se fíe. Por tanto, la seducción es siempre una traición. Y esta traición es más perniciosa en la relación entre padres e hijos, porque aquí la confianza es básica.

LA CREACIÓN DEL «PRÍNCIPE ENCANTADOR»

Steven, un joven que yo conocía, proyectaba una imagen de sí mismo del tipo «príncipe encantador». Su encanto se ponía automáticamente en acción siempre que se hallaba en compañía de una mujer. En su rostro bien parecido fácilmente aparecía la sonrisa, y tenía gracia para explicar chistes. En cambio, cuando finalizaba su actuación, se le veía abatido y se notaba que se sentía inseguro y asustado. Por desgracia, si una joven respondía a sus encantos, atraída por la promesa implícita de una relación interesante, acababa tristemente decepcionada. La simpatía de Steven se desvanecía tan pronto finalizaba, aun con éxito, la seducción. No tenía la suficiente energía como para mantener indefinidamente la fachada que había creado.

Los encantos de Steven no sólo funcionaban en relación con las conquistas sexuales. También se servía de ellos para hacer amigos, y para impresionar a la gente y conseguir así tenerla de su parte. La imagen le servía para negar su dependencia, pero al mismo tiempo seducía a la gente para poder contar con ella. Era un juego de poder, al igual que lo es cualquier otra maniobra de seducción.

El aspecto de «príncipe encantador» era una pose que Steven había adoptado. Desde luego, no nació así. Yo conocía a su familia, y por eso tuve ocasión de seguir cómo se fue desarrollando ese rol a través de la interacción de Steven con sus padres. Vi cómo su madre le premiaba con una sonrisa siempre que él interpretaba el papel de «príncipe encantador». Esto era algo que la complacía y la excitaba —obviamente, él era su «príncipe encantador»—. El padre, por otro lado, parecía avergonzado por la conducta del muchacho y se enfadaba con él. Para mí estaba claro que el padre de Steven estaba resentido por la especial relación que mantenían la madre y el chico.

Una situación como ésta sólo se produce cuando la relación de los padres es insatisfactoria. La madre, deseando algo del padre que él no podía darle, lo buscó en su hijo. Puede que buscase la excitación que proporciona un romance. Es ésta la promesa que hace el «príncipe encantador», pero no la puede cumplir. ¿Qué incentivo ofreció la madre al hijo para conseguir que él interpretase ese papel para ella?

El aliciente fue ofrecerle una relación especial con mamá, que llevaba implícita la promesa de cercanía e intimidad. Para el niño, esta promesa de cercanía es especialmente irresistible, porque se vio privado de ella durante la infancia. Si su madre hubiera estado «a su lado» entonces, no estaría tan dispuesto a hacer un trato por el cual iba a sacrificar su yo a cambio de una promesa. Pero, como fue rechazado antes, el chico está ansioso por aceptar ahora. Y que se produzca «ahora» es importante, porque la promesa se hace cuando el niño tiene entre tres y seis años —lo suficientemente mayor para comprender lo que se exige de él, pero no lo bastante independiente como para ser capaz de rechazarla—. Además, ésta es la etapa edípica, cuando el interés del niño en el progenitor del sexo opuesto es sexualmente muy fuerte. La intimidad prometida cobra un matiz sexual. Puede que al niño se le permita ver como su madre se viste o incluso es posible que esté presente mientras ella se asea. Quizás ella comparta con él sentimientos y pensamientos privados, tratándole así como su confidente. Una madre tiene muchas y muy sutiles formas de excitar a su hijo sexualmente para atarle de ese modo a ella. El vínculo incluso se puede fortalecer aún más, si se hace sentir culpable al niño por responder ante tal excitación.

La idea de mantener una relación especial con su madre tiene muchos significados para un niño. (Todo lo que expongo aquí sobre la relación especial del niño con su madre se aplica en general a la relación especial de la niña con su padre). Siempre significa ser el preferido o la preferida. En el caso de Steven significaba: «Mamá me quiere más a mí que a mi hermano o a mi padre. Por tanto, soy superior a ellos». A partir de esta situación, el hijo capta además que su madre le necesita. ;Qué importante se debe sentir entonces el niño! ¿Cómo podría no desarrollar una autoimagen de grandeza en estas condiciones? ¿A quién le molestaría el poder que proporciona tal situación (ser el único que puede satisfacer a su progenitor)?

A Peter, uno de mis pacientes, su madre le repetía de niño que él era el hijo de Dios. Ella era una mujer muy religiosa y muy controladora. Si él se atrevía a decir un «taco», ella le lavaba la boca con jabón. Por un lado, no le faltaron humillaciones, pero por otro le hacía sentirse especial. Peter era un joven guapo, pero parecía que estaba sufriendo una agonía. Una agonía que yo asocié con la de Jesucristo en la cruz. A veces, su rostro adquiría una expresión de sufrimiento y resignación parecida a las imágenes de Cristo. Y sufría de verdad —pero de un trastorno narcisista—. Estaba deprimido, apenas podía sentir, y su potencia sexual se había reducido. Por suerte, a lo largo de nuestras sesiones, Peter fue capaz de ir reconociendo cada vez más hasta qué punto le habían convencido de que era especial. Pudo llorar y sentir tristeza por la pérdida de su yo. Y una vez que culminó el duelo por esta pérdida, su expresión dejó de parecer la de Cristo y adquirió vitalidad y serenidad. Fue como si hubiera resucitado. Tal como yo lo veo, su madre necesitaba que el chico se pareciese a Cristo, porque así ella podría elevar su sexualidad a un plano espiritual. Durante este proceso, se sacrificó la sexualidad de Peter.

QUÉ SIGNIFICA SER ESPECIAL

La promesa de que él va a ser muy especial es el cebo seductor que los padres le ponen delante al niño, para moldearle según la imagen que ellos tienen de cómo debe ser su hijo. En la mayoría de los casos, la promesa no es explícita sino que está implícita en la actitud parental hacia el niño, y éste la capta con toda claridad.

En nuestra sociedad, muchos padres quieren algo o parece que necesitan algo de sus hijos. Para algunos, su niño tiene que lograr el éxito en el mundo, a menudo para compensar la sensación de fracaso que ellos tienen. Para otros, su niño tiene que destacar, alcanzar cierto reconocimiento, porque así ellos se sentirán importantes. En demasiadas ocasiones, los padres buscan en sus hijos el afecto y el apoyo que ellos no tuvieron de sus progenitores y que tampoco les da su pareja. También parece que muchos padres tienen la necesidad de sentirse superiores a sus hijos —para compensar la inferioridad que sentían cuando eran pequeños y que todavía les hace sufrir de forma inconsciente—. Los padres tienden a identificarse con sus hijos y a proyectar sobre ellos sus propias aspiraciones y deseos insatisfechos.

Por su parte, los niños quieren ser libres —libres para crecer de acuerdo con su propia naturaleza—. Esperan que los padres estén a su lado para ayudarles, no al revés. Son los padres exigiendo cosas a los hijos y los hijos exigiendo cosas a los padres, es fácil que se genere una situación de conflicto. En el capítulo 4, ya hemos visto cómo esta situación se convierte en una lucha de poder entre padres e hijos. Los padres tienen la suficiente fuerza física como para quebrar la voluntad del niño, y muchas veces se aprovechan de este «poder». Pero esta táctica también genera la hostilidad y la rebeldía encubierta del niño, que al final acabará por no satisfacer las expectativas de sus padres. De hecho, el arma más poderosa con que cuentan los padres es el rechazo o la amenaza de rechazo. Como los niños dependen completamente de ellos, no pueden soportar tal amenaza. Y, por supuesto, está también la seducción, una táctica que generalmente aparece más tarde, cuando el ego del niño se ha desarrollado hasta el punto de que puede entender cuál es el trato.

Una vez más, el trato es que el niño será considerado como «especial» si se somete a los deseos de los padres. Todos los individuos narcisistas con los que me he encontrado «sienten» que son especiales. Incluyo entre comillas la palabra «sienten», porque sentirse especial no es un sentimiento corporal, sino un constructo mental. Por tanto, es una cuestión de creer o pensar, más que de sentir. No obstante, la persona que se «siente» superior, traduce esto en el plano corporal, y lo hace disociando el ego del cuerpo y situándolo en una posición superior a éste.

Ser especial da color a la imagen, la lleva más allá del «gris» de la gente corriente. Sin embargo, los valores asociados a la imagen son ficticios; no existe una superioridad o fuerza real en tal imagen. Las verdaderas virtudes están en el ser interior, junto a la humanidad de la persona, no junto a su imagen. No hay nada especial en ser humano; es la condición más común, aunque no la promedio. Y veremos que si se comparan las cualidades asociadas a ser «especial» y ser «corriente», gana lo último.

Empecemos con el significado de ser especial. A menudo les planteo esta pregunta a mis pacientes narcisistas. Cada uno de ellos tiene una imagen única de lo que significa. Había una mujer que decía: «Siempre había pensando que yo era especial. Me dijeron que si me esforzaba lo suficiente podría conseguir cualquier cosa que me propusiera. Y yo me lo creí». Así se supone que debe ser la vida, ¿no? Después, añadió: «He logrado muchas cosas, pero no me he esforzado en un área importante: la del amor y el sexo». Otro paciente afirmaba: «Significa (ser especial) que la gente se fija en mí y me admira». Un psiquiatra respondió así a mi pregunta: «Para mí ser especial significa que conozco todos los secretos de la vida de las personas. Me siento detrás del escenario como un director o un productor, sabiendo todo lo que va a suceder». En el musical The Fantasticksy el personaje de la ingenua canta una canción acerca de su deseo de ser «especial». No explica lo que quiere decir con eso, pero uno puede imaginar que para ella ser «especial» representa su deseo de adoración, de ser amada como una diosa.

¿Cuáles son las cualidades que destacan estas personas? Una lista sencilla incluiría: 1) «Puedo hacer cualquier cosa» (omnipotencia). 2) «Se me ve en todas partes» (omnipresencia). 3) «Lo sé todo» (omnisciencia) y 4) «Voy a ser objeto de adoración». Éstos, por supuesto, son los atributos de un dios. En el fondo, los narcisistas, y en especial las personalidades psicopáticas, se consideran a sí mismos pequeños dioses. Por desgracia, muchas veces sus seguidores también los ven así.

¿Cómo llega uno a creerse un dios? Como ya he indicado, sentirse especial denota la existencia de una relación especial con uno de los padres, una relación más íntima de lo habitual. Al niño se le permite compartir algunos de los problemas y deseos de los padres. Puede que haya también intimidad física —por ejemplo, frotarle la espalda al padre o ayudar a vestirse a la madre—. La oferta de intimidad y de llegar a ser muy especial es difícil de resistir para un niño que se ha sentido rechazado, incluso a pesar de que tal intimidad requiera entrar en el mundo de los padres y renunciar a la propia libertad. El rechazo es una situación intolerable para un niño. El anhelo frustrado de amor es extremadamente doloroso en sí mismo; pero sentir que no merece ser amado —que atribuye a algún defecto o carencia propios— tiene un efecto devastador. El niño no encuentra otra salida a la posición imposible en que se encuentra, más que aceptar la oferta paterna de ser especial y de intimidad. La aceptación del niño llega a un punto de casi total identificación con el progenitor que le rechaza —una identificación que representa la fusión de su imagen del yo con la imagen parental, tal como la conciben los autores de orientación psicoanalítica—. Sin embargo, éste es un proceso secundario que tiene lugar después de que se haya producido cierta separación. Su efecto es elevar el ego del niño a alturas por encima de lo normal, hincharlo hasta un grado casi sobrehumano. Dado que el progenitor es como un dios para el niño, esta fusión de imágenes dota al ego del niño de cualidades divinas.

Este tipo de identificación con el progenitor parte en dos la identidad del niño. Por medio de ella, incorpora los valores paternos en su conjunto y empieza a desarrollar una imagen del yo que los refleje. Al mismo tiempo, el niño se ve obligado a rechazar la parte de su yo a la que el progenitor pone objeciones, es decir, los sentimientos corporales y el deseo de ser independiente. Durante este proceso, los valores parentales se convierten en superiores a aquellos otros asociados con el cuerpo y con los sentimientos que se derivan de él. Ser especial es por tanto ser superior al yo corporal. El niño llega a creer que aquello que su progenitor rechaza de él es tan sólo la parte «inferior» de su propia naturaleza. La ilusión aplaca un dolor que acaba por negar. La nueva imagen del yo del niño se convierte en una expresión de su naturaleza «superior».

Obviamente, la naturaleza «superior» e «inferior» se refiere a la mente y al cuerpo, respectivamente. «Sólo he rechazado mi cuerpo y los sentimientos», se dice un niño a sí mismo. Concluye que, con su mente, puede trascender su forma inferior de ser y convertirse en una persona superior, como su madre o su padre. Mentalmente, cree que podrá controlar, y suprimirá aquellos sentimientos que sean inaceptables y le causen dolor. Suprime y niega entonces su decepción ante el rechazo de las necesidades corporales, el temor a sus padres, la cólera que sintió cuando empezaron a usar la fuerza con él, y su tristeza y desesperación por la pérdida de su verdadero yo. Por medio de la nueva imagen del yo intenta compensar que al principio sintió que no era merecedor de amor y carecía de valía personal.

Ser superior es estar por encima—por encima del cuerpo y de la naturaleza «inferior» de éste—. La persona o el yo no está ya entonces en el cuerpo, sino en la cabeza, en términos de energía. Esta energía o libido se invierte en el ego y se concentra en la imagen que proyecta la persona. «Sentirse» especial y superior, pensar que está por encima de su cuerpo, y renunciar o negar los sentimientos, son los aspectos que componen la actitud caracteriológica del narcisista.

La negación de los sentimientos se aplica sobre todo a los sexuales. La naturaleza «inferior» se refiere directamente a la parte inferior del cuerpo y a sus funciones. Defecar, orinar y copular se considera sucio. En mi opinión, a menudo tal renuncia tiene sus raíces en el rechazo de la madre hacia su propio cuerpo y a su naturaleza animal, que extiende también al cuerpo del niño. Desde mi punto de vista, este rechazo se manifiesta en que la madre rehúsa darle el pecho al niño, lo que favorecería de manera natural una relación cercana entre madre e hijo. A nivel inconsciente, algunas mujeres creen que amamantar es algo demasiado sexual y por tanto sucio. A estas mujeres les da vergüenza que las vean dando el pecho a su hijo.

Sin embargo, la renuncia a los sentimientos sexuales no los hace desaparecer. Aunque superficialmente la relación entre el progenitor seductor y el niño pueda parecer no sexual o incluso antisexual, la intimidad que se desarrolla entre ellos tiene un cariz sexual.

EL CASO DE MARTHA

Martha se acercaba a los cuarenta años cuando acudió a consultarme debido a una carencia de sentimientos. Hablaba de que había algo muerto en ella que la hacía sentirse extraña, no real. Con todo, a un observador le resultaría difícil ver en ella algún síntoma de que se sintiese muerta o extraña. Parecía funcionar como una persona normal y no se la veía deprimida. Tenía un buen empleo y se llevaba relativamente bien con su jefe y sus colegas, por lo menos en el trabajo. Fuera de él, apenas tenía contacto con ninguno de ellos. En realidad, se quejaba de que, aparte del trabajo, su vida estaba vacía. No mantenía relaciones amorosas con ningún hombre, ni sentía el menor deseo de mantenerlas. ¿Y qué hacía cuando las otras mujeres empezaban a hablar de hombres? Este tema era un mundo aparte para ella. Por eso, en presencia de otras mujeres se sentía extraña. De modo que iba al trabajo, volvía a casa, se ocupaba de sus necesidades y se preparaba para la siguiente jornada laboral Martha sentía el vacío de su vida, pero decía que no le quedaba energía para nada más.

Como ya he dicho, no era fácil darse cuenta de que había algo muerto en Martha —por lo menos a primera vista—. La aparente vitalidad de sus maneras vivaces lo encubría. Sonreía, reía y charlaba, como si todo fuera estupendamente. No lloraba, ni tampoco daba muestras de tristeza o de cualquier otro sentimiento.

A medida que avanzaron las sesiones, Martha desarrolló un sentimiento positivo hacia mí. Afirmaba que era debido a que yo era capaz de ver que había algo muerto en ella, de ver lo vacía que estaba su vida, y a que yo empanzaba con la tristeza que ella no expresaba. Desde su punto de vista, yo era un ser humano. Además, por medio del trabajo corporal bioenergético, Martha empezó a recuperar los sentimientos de su cuerpo, y esto afectó a la transferencia.

Los ejercicios de respiración, de dar patadas y de contacto con la tierra le provocaron vibraciones en las piernas, y ella fue capaz de sentirlas.[31] El trabajo intensivo que realizamos para aflojar la tensión muscular de su garganta, le abrió el paso a su voz. Los músculos de la mandíbula estaban también contraídos y costó mucho relajarlos. La mandíbula estaba bloqueada en una actitud severa: No siento nada. Finalmente, y por medio de estos ejercicios, Martha fue capaz de llorar —lo que representó un gran avance para ella—. Se empezó a dar cuenta de que necesitaba llorar, y a partir de entonces muchas veces me pedía que trabajásemos el área de la mandíbula para facilitar el llanto. Sin embargo, éste fue el único sentimiento que pudo recobrar durante mucho tiempo.

Si llorar es una función tan básica, ¿cómo la perdemos? ¿Por qué a tantos pacientes les resulta difícil llorar? El llanto de un niño es también una llamada a sus padres. Aunque así se pueda liberar la tensión, no se elimina la causa que la produce, que en la mayoría de los casos es la necesidad de contacto con su progenitor que siente el niño. Si el cariñoso contacto no llega, la tensión persiste y el llanto no cesa. No obstante, existe un límite para la capacidad de llorar de un niño. Es su forma de pedir las cosas, pero llega un momento en que ya no le queda energía para seguir llorando, y entonces para o se queda dormido, exhausto por el esfuerzo. Ir más allá de este punto podría causarle la muerte, porque entonces para seguir llorando tendría que utilizar la energía que necesita para mantener sus funciones vitales. Esta experiencia es muy traumática, porque en la mente del niño se asocia el llanto con la muerte. Muchos de mis pacientes han tenido esta experiencia, después de dejarse llevar por la desesperación y el llanto que salía de lo más profundo de su ser. No obstante, para ser capaz de abrirse así, hay que trabajar la gran resistencia inconsciente que surge del temor a la muerte. Tal resistencia se ha estructurado sobre todo en forma de tensiones musculares crónicas alrededor de la garganta, porque así, en apariencia, se evita el llanto y se salva la vida. También aparecen fuertes tensiones en los músculos del tórax, que bloquean el llanto y sirven, a nivel inconsciente, para protegerse del dolor del corazón.

Quizá parece que la meta del análisis bioenergético es conseguir que el paciente sea capaz de llorar. Pero no es así. El objetivo que persigue es recuperar el yo, y esto comprende tener conciencia del yo, expresar el yo y sentirse dueño del yo. Ser consciente de uno mismo significa estar plenamente en contacto con el cuerpo, pero esto sólo es posible si la persona profundiza en la comprensión de sí misma y en las motivaciones inconscientes de su conducta. La expresión del yo denota la capacidad para captar y expresar todos los sentimientos. Ser dueño del yo significa tener la capacidad consciente de expresarlo. Todas las tensiones musculares crónicas tienen el efecto de bloquear estas tres funciones. Los ejercicios corporales van dirigidos a ayudar a la persona a sentir este bloqueo, a comprenderlo y a liberarlo. Éste es un proceso continuo, porque la tensión se libera de forma gradual y el organismo aprende a tolerar e integrar la intensa emoción que va asociada a los sentimientos más intensos. Llorar, es decir, hacerlo de manera profunda, es la forma más fácil y más eficaz de liberar tensión. Los niños son capaces de llorar prácticamente desde que nacen, y el llanto sigue fácilmente a cualquier estado de tensión que se produce en el cuerpo. El cuerpo del niño puede estar tenso un momento, al siguiente la mandíbula le empezará a temblar, y enseguida romperá a llorar como una liberación compulsiva de la tensión. Los seres humanos son las únicas criaturas que reaccionan de esta forma ante el estrés y la tensión. Lo más probable es que sean las únicas que necesitan esta forma de liberación.

Hay que reconocer también que los padres no suelen aceptar el llanto de los niños. Que lloren, a menudo les incordia —por decir algo suave—, especialmente cuando el niño sigue y sigue llorando a pesar de sus esfuerzos para calmarle. Algunos padres están convencidos de que si responden al llanto del niño, éste acabará por controlarles a ellos. Otros padres conectan más con las necesidades del niño, pero no saben cómo responder ante ellas. Uno me explicó que mientras se paseaba arriba y abajo por la habitación, de madrugada, y con su hijo que lloraba en brazos, estaba tan harto que le entraron ganas de tirar al niño por la ventana. ¿Es el niño incapaz de captar estos sentimientos? ¿Se da cuenta de que llorando se arriesga a perder el amor que tanto necesita? Otros padres expresan su hostilidad más abiertamente, y le dicen al niño que si no para de llorar le van a dar un motivo para hacerlo de verdad. Y se lo dan, para ver si para de una vez. ¿Qué niño continuaría llorando ante tal respuesta por parte de sus padres? También están aquellos padres que convencen al niño de que nadie le querrá si no sonríe. No me sorprende que a mis pacientes les cueste tanto llorar. A mí también me costaba.

No obstante, algunos pacientes afirman: «Llorar no es un problema para mí. Lloro fácilmente. De hecho, lloro demasiado, y no parece que eso me ayude mucho». Tal afirmación es sólo parcialmente cierta. Alguna gente llora cuando lo que debería hacer es enfadarse, y el llanto es para estas personas una defensa contra la cólera. Llorar no es el único sentimiento que necesitamos expresar. Con todo, no creo que exista algo parecido a «llorar demasiado». El hecho de que el llanto persista significa que hay un estado continuo de tensión en el cuerpo. Y como consecuencia de esta tensión, hay también un estado permanente de tristeza. Lo que les explico a estas personas es que así están borrando sólo la parte superficial de su tristeza, que el llanto no es lo bastante profundo para vaciar el depósito de lágrimas acumuladas durante tanto tiempo, ni para liberar plenamente la tensión. Lo que determina la liberación de la tensión no es cuánto llora una persona, sino cuan profundamente lo hace. Muchos pacientes aceptan esta explicación y se dan cuenta de que necesitan abrirse más.

Volvamos ahora al caso de Martha. Su historia, según explicó ella misma, estaba llena de rechazo y humillación. Describió a su madre como una mujer fría, sin sentimientos. No podía recordar ningún contacto cariñoso con su madre cuando ella era niña. Martha nació en Europa durante la guerra, y la separaron de su madre durante los primeros años de vida. Lo que sí recordaba era sus constantes esfuerzos por acercarse a su hermano, que era un niño dos años mayor que ella. Sin embargo, él la apartaba o la ignoraba, hacía como si no existiese. Aunque Martha destacó lo doloroso de estas experiencias, su voz sonaba hueca, falta de sentimientos. Continuó describiendo que la forma de tratarla de su hermano fue la misma a lo largo de todo la infancia y la adolescencia. Él no permitía que sus amigos jugaran con ella, y a veces la pellizcaba e incluso le daba algún golpe. Cuando ella le explicó a su madre lo que pasaba con su hermano, ésta le contestó que lo que debía hacer era no molestarle. La conducta de su padre con ella era incluso más cruel, aunque no hubiese violencia física. Nunca hablaba con ella, siempre tenía la nariz enterrada en algún periódico. Si Martha se le acercaba, él se volvía hacia la madre y le decía: «¿Qué es lo que quiere ésa». Siempre se refería a Martha como «ésa»; nunca la llamaba por su nombre.

En vista de cómo la trataban los hombres de la familia, sería raro creer que Martha tuviera sentimientos de amor hacia el sexo masculino. Y nos los tenía. Con poco más de veinte años, se encontraba tan desesperadamente necesitada del contacto físico con otro ser humano, que empezó a mantener relaciones sexuales con los hombres. Pero sin sentimiento. Los contactos no le aportaron gran cosa, se sintió utilizada y dejó de practicar el sexo. Aún así a Martha le preocupaba no sentir deseo sexual en absoluto. Contribuía a aumentar su sentimiento de extrañeza y de irrealidad.

Ambos aceptamos que había en ella mucha hostilidad hacia los hombres, y que ésta provenía de las experiencias con su hermano y su padre. Tal hostilidad bloquearía cualquier deseo sexual. A lo largo de la terapia, Martha expresó en muchas ocasiones su cólera contra los hombres. También fue capaz de sentir y de expresar el desprecio y el asco que le inspiraba su padre, como revancha por la aversión que él demostraba hacia ella. Aun así, Martha se daba cuenta de que cuando era niña estaba desesperada por sentir el contacto físico de su padre y su hermano. Sería razonable suponer que ese anhelo tenía un matiz sexual. Durante la etapa edípica, una niña se siente atraída sexualmente por los miembros masculinos de su familia. En el caso de Martha, tanto el deseo de contacto como el sentimiento sexual hacia su padre y su hermano fueron prácticamente suprimidos. Si su hostilidad hacia ellos fuera la fuerza que mantenía tales sentimientos reprimidos, la liberación de la hostilidad los sacaría a la superficie. Pero esto no sucedió. Yo sabía que había además otra fuerza actuando para mantener las cosas como estaban.

La hostilidad que mostraban hacia Martha su padre y su hermano sólo se puede explicar como una transferencia de la hostilidad que éstos sentían hacia la madre. Incapaces de expresarla contra ella, la descargaban contra Martha, porque también era una mujer. Puedo entender el rencor hacia la madre de Martha, una mujer fría y sin sentimientos, que encontraba repulsivo el sexo o cualquier cosa que tuviera un matiz sexual. De alguna forma, debió de haber humillado a los hombres (al marido y al hijo), que a su vez humillaron a Martha. Aunque ella llegó a comprender esto, y además le repugnaba la falta de sentimientos de su madre, no sentía cólera contra ella, sino que, por el contrario, sentía pena.

La relación que Martha mantenía con su madre me pareció chocante. Se llamaban por teléfono con regularidad, y su conversación discurría en un tono íntimo, como el de los amantes. Martha se colocaba la máscara de «todo va bien» ante su madre, justo la misma con la que se presentaba ante el mundo, y probablemente por la misma razón: negar y esconder sus sentimientos. Su comportamiento contradecía la aversión que le producía, y a menudo expresaba, la idea del contacto físico con su madre. Todo lo que pude pensar fue que debía de existir algún vínculo secreto entre Martha y su madre, aunque al principio no entendí cuál podía ser.

Cuando todos mis esfuerzos terapéuticos fallaron en aliviar su falta de respuesta sexual, empecé a darme cuenta de que Martha se había aliado con su madre en una postura contra el sexo y contra los hombres. Le planteé a Martha esta idea de la alianza y admitió que se identificaba con la actitud de superioridad que su madre mostraba en relación con los demás. Ella le decía que la gente «corriente» era como animales que actuaban según sus sentimientos. Martha y su madre estaban por encima de esto. Eran especiales. Hasta que no se rompió ese pacto entre ellas, Martha no fue capaz de sentir la profunda tristeza que le causaba la pérdida de su sexualidad y la cólera contra su madre por este motivo. Expresar la cólera teñida del deseo de matar que sentía en su interior, abrió la puerta para que aflorase su sexualidad.

La expresión de la cólera no es únicamente un acto verbal, sino físico, porque ésta se encuentra anclada en el cuerpo en forma de tensiones musculares en la parte superior de la espalda y alrededor de los hombros. Cuando Martha sintió cómo surgía la cólera contra su madre, cogió la raqueta de tenis, que está siempre a mano en la terapia bioenergética, y empezó a golpear la cama con ella. Mientras lo hacía, expresaba su ira contra la madre también con palabras: «Te odio. Te mataría. Me has robado mi sexualidad». Hizo este ejercicio antes de poder expresar la cólera que generaba su sufrimiento interior, pero en esta ocasión la ira iba específicamente dirigida contra su madre y Martha fue capaz de comprender además qué era lo que la originaba.

Considero que este tipo de relación entre madre e hija es de naturaleza homosexual, porque los sentimientos de una hacia la otra son aquellos que normalmente se dirigen hacia una persona del sexo opuesto. Pero ¿cuál es el vínculo en este tipo de relación homosexual? ¿Qué liga a madre e hija en el plano sexual? Cada una apoya a la otra en su postura contraria al sexo y contraria a los hombres, ofreciendo un pseudoafecto que niega la necesidad de un hombre. Sin embargo, este tipo de lazo se basa más en el «no» que en el «sí», es decir, se basa más en estar en contra que en estar a favor de algo. Es un vínculo entre víctimas. Una madre que se siente victimizada por un hombre puede fácilmente seducir a su hija para que se identifique con su posición. De manera similar, un padre que se siente dominado por su esposa, puede seducir a su hijo y arrastrarlo a una alianza contra las «brujas», para justificar su fracaso personal como hombre.

¿Qué pasa si la madre seduce al hijo o el padre a la hija? En este caso, la seducción tiene la aureola del incesto. Los sentimientos sexuales se niegan entonces, debido a la culpabilidad que generan, como veremos en el caso de Mark que expongo a continuación.

EL CASO DE MARK

Mark, un psiquiatra de cuarenta y tantos años de edad, al que las cosas le iban muy bien profesionalmente, acudió a mi consulta poco después de la muerte de Donald, su único hijo, en un accidente de coche. El muchacho, que tenía veinte años, había salido a tomar unas copas con sus amigos, y conducía solo de vuelta a casa cuando se produjo el accidente. Mark se echaba la culpa de la tragedia, porque consideraba que no había hecho caso de los signos evidentes que apuntaban a que su hijo tenía problemas. Antes del accidente, Mark no se daba cuenta de que él mismo también tenía problemas, pero de un tipo diferente.

Mark se había casado y divorciado en dos ocasiones. Donald nació de su primer matrimonio. En aquel momento, Mark mantenía una relación con una mujer, pero esta relación no iba bien. Ella se quejaba, según explicó Mark, de la falta de sentimientos de él. Mark empezó a pensar que quizá tenía razón, porque, a pesar de que la muerte de su hijo le había afectado mucho, era incapaz de llorar. No podía sentir verdadera pena.

Mark era un hombre atractivo, con un cuerpo musculado y una buena constitución. Sin embargo, había en él dos características que me llamaban la atención. Es importante fijarse en estos aspectos porque una persona es su cuerpo —es decir, la expresión del cuerpo revela el carácter de la persona—. En primer lugar, Mark arrugaba la frente e inclinaba las cejas hacia abajo, lo que confería a sus ojos una mirada perspicaz, desconfiada. Si esto hubiera sido un poco más acusado, habría calificado su mirada de paranoica. La segunda característica sólo fue apreciable cuando Mark se quitó la ropa. Se evidenciaba una extrema contracción alrededor del área pélvica. Una tensión así no permitiría sentir gran cosa en esa zona, por lo que supuse que Mark debía tener alguna dificultad sexual. Sin embargo, él me aseguró que su pene funcionaba perfectamente bien, y que no tenía problemas de potencia erectiva.

A medida que fue surgiendo el tema de la muerte de su hijo, Mark fue capaz de llorar por esa causa. Sin embargo, no lo hacía de manera profunda ni durante mucho tiempo. Con todo, Mark lo interpretaba así: «Esto representa un cambio. Hacía muchos años que no lloraba. Siempre me he sentido orgulloso de ser el fuerte —el que sale adelante y apoya a los demás, el que es productivo—. Siempre he sido productivo, pero ahora no me parece que eso sea algo tan positivo. No conseguí hacer feliz a ninguna de mis dos esposas; yo tampoco he sido feliz nunca. Y ahora me pasa exactamente lo mismo con mi novia».

¿Por que Mark consideraba que tenía que ser el fuerte, el que siempre es productivo? Según él, su padre no era productivo, y eso era el motivo de las frecuentes quejas de su madre. «Ella le despreciaba, y yo también», comentó Mark. «No es que mi padre no trabajase y no se ganase la vida, que lo hacía, sino que le faltaba ambición. Yo he logrado mucho más de lo que él llegó a conseguir nunca».

Le pregunté a Mark cómo era la relación con su madre, y me respondió: «Me sentía muy unido a ella. Confiaba en mí, y me parecía que yo hacía más de marido que mi padre. Sentía que debía cuidar de ella». En mi opinión, la situación edípica debió conllevar una carga sexual muy fuerte, y por eso le pregunté a Mark acerca de si tenía sentimientos sexuales hacia su madre. «No recuerdo que tuviese ninguno», me respondió. «Mi madre consideraba que la parte inferior del cuerpo era sucia». Recordó que siendo niño a menudo se acostaba en la cama con su madre, pero sólo se tocaban con los pies. Por otro lado, según me contó posteriormente, su madre le ponía a veces lavativas, cosa que a él le parecía muy excitante.

Mark era un carácter narcisista, y como hemos visto, esta estructura de personalidad no experimenta sentimientos de culpa en relación con la sexualidad. Esto no significa que tales sentimientos estén ausentes, sino que se niegan al igual que se niegan otros como la tristeza o la ira, y se traducen en un temor al fracaso en el terreno de la sexualidad. Con todo, él era psiquiatra y sabía que la situación edípica que había descrito tenía necesariamente que causar sentimientos de culpa acerca del sexo. Sin embargo, esto era una racionalización intelectual, porque para sentir verdaderamente culpabilidad, necesitaba contactar más profundamente con su sexualidad.

En contraste con lo unido que estaba a su madre, Mark se sentía distanciado de su padre. La hermana, que era dos años más joven que él, estaba más unida al padre. La experiencia me ha demostrado que este tipo de división de los hijos —el chico para ti y la chica para mí— es bastante común. Cada hijo es objeto de seducción por parte del progenitor del sexo opuesto, que le arrastra a una intimidad «especial con él». Esto tiene como efecto que el ego en desarrollo del niño se sienta muy halagado, y que la importancia que esto le da se le «suba a la cabeza». Sin embargo, al mismo tiempo se genera rivalidad y competitividad entre el niño y el progenitor del mismo sexo, y este último reacciona contra la presunción de superioridad del niño. Mark recordó que muchas veces se daba cuenta de que su padre le lanzaba miradas hostiles. La cólera del padre o de la madre asusta al niño, que está realmente indefenso y es totalmente dependiente. Pero, como no puede sentirse superior y estar asustado al mismo tiempo, niega y suprime el miedo. Según Mark, él no temía a su padre.

De niño, Mark se hallaba dentro de un vínculo edípico para el que sólo había una salida —recortar los sentimientos sexuales hacia su madre—. Tal como lo explica Freud, este movimiento se produce a consecuencia de la amenaza de castración que representa el padre.[32] Por supuesto, tal amenaza no es explícita, sino que está implícita en la actitud que muestra el padre hacia el hijo. Al mismo tiempo, la madre rechaza cualquier avance sexual por parte del niño, a pesar de que es ella quien le seduce de manera encubierta. A Mark, por ejemplo, su madre le animaba a compartir el lecho con ella, pero sólo los pies entraban en contacto.

Reprimir los sentimientos sexuales por medio de la tensión crónica en la musculatura de la pelvis, como hacía Mark, es de hecho una castración psicológica. Con todo, Mark negaba que estuviese castrado y se describía como un hombre potente —esto es, con potencia erectiva—. Sin embargo, no experimentaba las agradables sensaciones del amor que, como hemos visto, son cruciales para poder alcanzar una satisfacción sexual plena. Al contraer y tensar la pelvis, Mark imposibilitaba las sensaciones en el área alrededor del pene, y aislaba de esta forma el órgano. Aunque Mark tenía plena sensación en el pene, ésta no estaba conectada con ningún sentimiento en el resto del cuerpo. En otras palabras, la castración psicológica significa perder los sentimientos sexuales del cuerpo, especialmente de la pelvis, aunque se conserve la sensación en los genitales. Esto tiene como efecto la limitación de la respuesta orgásmica. A pesar de que él negaba tal castración, también se daba cuenta de que algo no marchaba bien. En una sesión anterior a ésta, había dicho que sentía como si el pene no fuera parte de él.

Para recuperar los sentimientos sexuales de la pelvis, Mark tenía que ser capaz de notar la tensión que había en esa área y experimentar el miedo a la castración que ésta representaba. Cuando tal tensión es extrema, como lo era en el caso de Mark, cualquier presión que se aplique sobre los músculos de esta zona resulta dolorosa. Es precisamente a través de sentir este dolor que la persona llega a ser consciente de la tensión que soporta y del miedo que subyace bajo ella. Si es capaz relajar los músculos, el dolor desaparecerá y sentirá en la pelvis la calidez de los sentimientos. La presión que aplico sobre los músculos pocas veces es fuerte, porque muchos pacientes tienen miedo a sufrir una herida en la zona pélvica. Normalmente, si hago un movimiento inesperado, ya sea inadvertidamente o de manera deliberada, el paciente salta de miedo. Aun así, es justamente experimentar ese miedo lo que permite a la persona darse cuenta de que ese miedo no es actual, sino que tiene su origen en experiencias tempranas, ya que sabe que yo no voy a hacerle ningún daño. Esto le permite relajarse mientras aplico la presión y experimentar la calidez y el placer de la sexualidad pélvica.

Para mi sorpresa, Mark no reaccionó en absoluto cuando apliqué presión con los dedos sobre los músculos tensos de la ingle. Incluso aumentando la presión, no reaccionaba. Dijo que notaba cómo presionaba y también algo de dolor, pero que podía soportarlo perfectamente. De hecho, me dijo que se sentía como si se estuviese riendo de mí, pero que no se reía porque se daba cuenta de que había algo de diabólico en ello. Le pedí a Mark que no se cortara y se riera con toda libertad. Lo que hizo fue emitir una especie de «Ja, ja, ja» en tono de burla, como si dijese: «No puedes conmigo. No me das miedo».

Ya he oído ese tipo de risa diabólica en otras ocasiones, durante el curso de mi trabajo con los pacientes. La risa siempre tiene el mismo significado, porque siempre surge en el momento en que el paciente está a punto de responder emocionalmente. Cuando se encuentra al borde de las lágrimas, en lugar de llorar se echa a reír. Una respuesta emocional evidenciaría que la experiencia le ha afectado. La risa niega cualquier sentimiento. «He ganado», declara. «Soy más poderoso que tú. Puedo resistirme a ti». Esta risa es el sello de los pacientes narcisistas, porque representa una negación clara de sus sentimientos.

¿Por qué esa risa suena diabólica? No es que únicamente me lo parezca a mí; cualquiera que la oye se da cuenta de ese matiz. Y sin embargo nadie ha oído nunca reírse al diablo. No creemos en demonios, por lo menos no en los de tipo místico. Pero los seres humanos pueden ser como demonios. Incluso es posible ver alguno. «Viéndole a él, ves al diablo». Si hay algo de verdad en esta observación, yo me aventuraría a decir que se puede encontrar al diablo en cualquier individuo narcisista o psicopático.

En cualquier caso, Mark y yo comentamos su reacción de risa. Yo le sugerí que si no se sentía amenazado era porque quizá creía que no tenía nada que perder. Al fin y al cabo, su pene no le pertenecía. Esta interpretación tuvo sentido para él. Me dijo que siempre había tenido la imagen de que su cuerpo era un pene, su cabeza era el glande, y el cuerpo, el tronco del pene. ¡Qué podría haber más fálico o más narcisista!

La imagen de un cuerpo como un falo representa que Mark pensaba que debía ser duro y fuerte. Se enorgullecía de su potencia erectiva, pero aunque tal potencia es un requisito para alcanzar el orgasmo, el placer y la satisfacción sexual dependen de la descarga de la excitación y de la liberación de la tensión. Si un hombre quiere alcanzar el orgasmo, tiene que aceptar que perderá la erección después. El énfasis en la potencia erectiva, más que en la potencia orgásmica, surge del compromiso de «durar» para satisfacer a la mujer. Ésta era la orientación básica de Mark en la vida. La seducción de la madre tuvo como efecto que él adoptase esta postura, a cambio de la promesa de que él se convertiría en su amor «especial». Por desgracia, Mark era un niño y no podía ver lo vacía que era aquella promesa. Sí que fue el amor «especial» de su madre, pero a expensas de perder su sexualidad y sus sentimientos sexuales. Renunció a su potencia orgásmica a cambio de conservar una exagerada potencia erectiva, o, por decirlo con otras palabras, su satisfacción personal se convirtió en algo secundario con relación a la de su madre.

El sacrificio de Mark no le sirvió de ayuda a su madre. Explicó que cuando él tenía diez años, ella empezó a beber mucho y a consumir drogas. Aún siendo un niño, se responsabilizó de vigilarla y protegerla de su conducta autodestructiva. Su padre se implicó menos en el asunto. Con todo, los esfuerzos de Mark fueron en vano. Él consideró esto como una traición y al final se volvió contra su madre. Aunque esta experiencia añadió un punto de amargura y de ira a todas las relaciones que mantuvo con las mujeres, no modificó su posición original.

Con las mujeres, Mark proyectaba una imagen de hombre capaz de producir (una erección) y capaz de mantener la dureza y la fuerza (del pene). Él estaba convencido de que eso era lo que ellas buscaban y de que, por tanto, era una técnica de seducción. Conquistó a muchas mujeres, pero la relación nunca fue verdaderamente satisfactoria, para ninguna de las dos partes. Como le señalé, sus dos matrimonios habían acabado en divorcio. Al igual que la potencia de erección no le daba satisfacción profunda a Mark, tampoco se la daba a las mujeres. Una vez más, la relación sexual entre un hombre y una mujer es una relación de mucha interdependencia. El clímax del hombre a menudo provoca el de la mujer, y viceversa. Puede que una mujer desee que algunas veces su hombre sea duro y fuerte, pero sólo si es capaz de ser suave y tierno en otras. Mark empezó a darse cuenta de que su dureza era también una expresión negativa. Parecía que enviaba este mensaje: «No puedes llegar hasta mí. No voy a sentir nada».

Poco a poco, a través del trabajo terapéutico, la actitud de Mark empezó a cambiar, y su cuerpo también. Cuando expresó su deseo de ser suave, pudo llorar, y eso suavizó su cuerpo. La expresión de su rostro se transformó. Cuando le vi por primera vez, su cara tenía algo de airada, de dolida. La manera de fruncir las cejas daba a sus ojos una mirada de desconfianza, de sospecha. Después de llorar profundamente, se le iluminó la cara y se le aclaró la mirada. Parecía un muchachito feliz. Era como si le hubiera dado la vuelta a la moneda y mostrase la otra cara de ésta. El «rostro» del hombre duro, amargado, encolerizado, había sido cubierto por otro que era exactamente lo contrario. Al revés de lo que le sucedió a Dorian Gray.

Mark siempre se había considerado especial y superior, primero en relación con su padre, y después en comparación con los demás hombres. Era fuerte, no tenía miedo de ellos, era productivo y podía satisfacer a una mujer —ésta era la imagen que proyectaba y con la que se identificaba—. Le daba una sensación de poder con las mujeres que no vio socavada por sus dos divorcios. Mientras pudiera funcionar sexualmente (producir una erección), estaría en la cumbre, tendría éxito. Utilizaba el sexo como una defensa contra sus sentimientos —la necesidad de amor, el miedo al rechazo, la impotencia para tener un orgasmo—. Los narcisistas utilizan el sexo como un sustituto del amor y de la intimidad.

Los narcisistas tienen miedo de la intimidad, porque ésta requiere dejar el yo al descubierto. No se puede intimar y esconderse a la vez detrás de una máscara. El contacto físico no exige tanto y se puede utilizar para esconder el yo y los sentimientos. Los narcisistas se sirven del contacto físico como una forma de evitar la intimidad, porque estando tan cerca y a oscuras no se puede ver a la otra persona. En consecuencia, el sexo se convierte en un acto mecánico entre dos cuerpos, mientras que los sentimientos los provoca una pareja fantaseada y es a ella a quien se dirigen.

La conciencia es una función del tiempo y la distancia. Ver a otra persona requiere tiempo. Si alguien está muy concentrado en la persecución de un objetivo, sólo ve a la otra persona como una imagen. No tiene tiempo para cambiar el punto de mira lo necesario como para permitir que emerja claramente el yo de la otra persona. Para que esto suceda, en ese momento la otra persona debe ser más importante que el objetivo de uno mismo, y eso es algo extremadamente difícil para un individuo narcisista. La distancia o el espacio son importantes para que se encuentren las miradas. Si alguien carga con otra persona a la espalda, ya sea literal o figuradamente hablando, ni puede verla ni ser visto por ella. De manera similar, dos personas que se abrazan no pueden verse la una a la otra. Los narcisistas, como gente solitaria que son, buscan el abrazo, pero sospecho que lo hacen porque es menos amenazante que ver o ser visto. Sin embargo, esconder el yo es negarlo y en última instancia perderlo.

Aconsejo a la gente que mire antes de tocar. Que vea quién es la otra persona y dónde está antes de acercarse, si lo que desea es un contacto verdadero y con sentimientos. El siguiente incidente ilustra un ejemplo de narcisismo que pretende pasar por intimidad. Se produjo en un taller de formación para terapeutas que dirigía yo. Mi colega justo había finalizado los ejercicios de una clase y a continuación anunció un período de trabajo corporal sin estructurar. Lo que dijo fue: «Ahora podéis hacer lo que queráis». Una mujer exclamó entonces: «Quiero darle un fuerte abrazo a Al Lowen». Y corrió hacia mí como una madre cuando encuentra al hijo que se ha perdido. Antes de que llegase hasta donde yo estaba, levanté la mano y le dije: «Espera. ¿Por qué no averiguas primero si yo deseo que me abraces?». Obviamente, no se le había ocurrido que yo pudiera albergar sentimientos que fuera necesario tener en cuenta. Someterme sin sentimiento o deseo por mi parte sería negar mi yo. Después de mi afirmación, que fue sincera, ella se acercó a mí, me miró a los ojos y dijo: «Me gustaría abrazarte». Estoy seguro de que si el cruce de miradas hubiera sido positivo, yo hubiera respondido con calidez, porque ella me hubiera visto como una persona y no como una imagen que admiraba.

¿QUÉ SIGNIFICA SER COMÚN Y CORRIENTE?

¿Recuerda el lector la historia de Juan Sebastián Gaviota? Era un «pájaro» especial. No le interesaban los gritos y las peleas de las otras gaviotas. No deseaba tomar parte en la lucha por un trozo de pescado podrido. Estaba por encima de eso. Mientras que los otros pájaros estaban satisfechos con vivir dentro de los límites de la vida de una gaviota corriente, Juan estaba obsesionado con la idea de trascender esos límites. Así que se marchó solo, buscando convertirse en un espíritu puro, interesado sólo en el amor puro. Nada de sexo.

¿Tiene sentido su elección? En realidad, un niño narcisista no puede elegir. Le seducen para que renuncie a su sexualidad, y le prometen a cambio que se convertirá en un ser especial. Es un mal negocio para él, pero no tiene elección. Puede que incluso piense que un día experimentará una sexualidad especial, que trascenderá el amor corriente. Cuando llega a adulto se da cuenta de que eso tan sólo es posible en su imaginación. Aun así, una vez hecho el trato, no quiere renunciar a él. Después de todo, ¿acaso no es especial? Entonces, ¿por qué debería renunciar? Pero si no renuncia a la imagen de ser especial, no tendrá la oportunidad de recuperar la sexualidad que es común a todas las personas.

Cuando digo esto, no niego que la gente no tenga dotes especiales. Cada persona es única, tiene habilidades y talentos diferentes de los que poseen los demás. Pero eso no convierte a nadie en «especial», porque es necesario reconocer que otros tienen aptitudes que uno mismo no posee, y al revés. Si una persona es inteligente, no basa su identidad en sus capacidades especiales. El talento especial de cada persona es como un conjunto de muebles que, sin una casa que los contenga, que les dé sentido, son sólo eso, muebles. En cambio, en una casa, adquieren carácter y distinción, y son un reflejo de la calidad de vida. Nuestro cuerpo es nuestra casa. Es la base de nuestra identidad. Escribir un libro no me convierte en un hombre. Pero siendo un hombre, que es la esencia de mi naturaleza, puedo ser también escritor. Si una persona se puede identificar con el cuerpo como su ser, si puede decir sencillamente «Soy un hombre», «Soy una mujer», descubrirá que la verdadera identidad de una persona se deriva de una herencia común, no de lo que ésta tiene de especial.

¿A qué me refiero cuando hablo de herencia común? ¿Qué significa no ser especial? Lo que es común a todas las personas es el cuerpo y su funcionamiento. En un plano básico, todos los cuerpos funcionan de manera similar. Para ser especial, hay que negar la identificación con el propio cuerpo, porque éste hace que una persona sea igual a cualquier otra. Una paciente describía a su narcisista madre con estas palabras: «Cree que su mierda no huele». Y para ser especial, hay que negar también los sentimientos, porque también son comunes a todas las personas. Todo el mundo ama, odia, se enfada, tiene miedo, etc. La persona especial tiene que estar por encima del cuerpo y de los sentimientos que se derivan de él.

Creerse especial aparta a una persona de los demás. Los demás son gente común y corriente. La gente común y corriente se tienen los unos a los otros. Pertenecen a la raza humana. Comparten una lucha común. Pero no están atados los unos a los otros. La persona especial se vincula inicialmente a aquella otra que la hace sentirse así, y después a otras personas que también la ven como especial. La persona especial no es libre —eso es una ilusión—. Mientras que ella vive en las nubes, en las imágenes, la gente corriente tiene los pies en la tierra, en la realidad de la vida. Estas personas ríen y lloran, experimentan el placer y el dolor, conocen la pena y la alegría. Viven su vida y por ello se sienten satisfechas. La persona especial imagina una vida. Y de esta forma crea un destino especial —ver como su imagen se derrumba— al igual que le pasó a Dorian Grey cuando tuvo que afrontar la realidad.

He puesto el acento repetidamente en que una imagen nunca puede satisfacer las verdaderas necesidades de una persona. Un hombre no conseguirá estar satisfecho de su hombría a base de seducir mujeres adoptando una pose de macho. No importa cuan eficaz pueda ser esta fachada, él no dejará de sentirse inseguro mientras siga dependiendo de ella. Como no puede desconectar de la tachada y conectar con sus sentimientos, la respuesta sexual se resiente. Por desgracia, esta falta de satisfacción sexual sólo le sirve para confirmar su sentido de inadecuación, y para llevarle a invertir aún más energía en la fachada. La necesidad real que tiene es aceptarse como es, lo que significa aceptar todos sus sentimientos —miedo, ira, tristeza e incluso desesperación—. Cuando se acepte a sí mismo, encontrará su verdadera hombría. Las mismas consideraciones se aplican a aquellas mujeres que intentan proyectar una imagen de irresistible feminidad. La imagen no aumenta sus sentimientos sexuales, de hecho los disminuye, porque la energía o libido se ha retirado del sentimiento corporal para invertirla en el ego. La verdadera belleza, tanto en el hombre como en la mujer, reside en sentirse vivo por dentro, no en querer mostrar un aspecto externo llamativo. A menudo he visto mujeres que al final de una sesión, en la que habían liberado su tristeza llorando profundamente, exclamaban: «Debo tener un aspecto horrible». En verdad, los ojos les brillaban y su rostro irradiaba luz. Estaban hermosas.