5
QUÉ podía hacer con mi mujer quejándose todo el tiempo de mi hermano que merodeaba por la casa espiándola, deteniéndose en la cocina cuando ella en la cocina con los ojos que intentaban decir y los gestos que intentaban explicar y no decía ni explicaba, se quedaba allí con la esperanza de que mi mujer lo entendiese y cómo entenderlo con sus preguntas absurdas
—¿Te acuerdas de que te cortaron las trenzas cuando caíste enferma siendo una niña?
o
—¿Te olvidaste de los cirios en los vasos de papel yendo calle arriba por ti?
mi mujer reparando en una campana distante o en el enfermero a mi suegra que le limpiaba la boca con la toalla
—Ya no traga el jarabe, señora
episodios perdidos que volvían, el padre expulsando a mi hermano tirándole terrones
—Márchate
y mi mujer, en el interior de la fiebre, liberándose de sí misma como un saquito de té en una tetera viendo salir manchas de recuerdos que se diluían en el aire, una mosca volviendo a su cara pese a que su madre la espantaba, un clavo en la pared donde antes una estampa y no comprendía el motivo por el cual le dolía el clavo, la tía impidiéndole respirar con un abanico de mimbre, el gato en el alféizar con una crueldad amarilla, si no estaba en la cocina mi hermano llamaba a la puerta de la habitación pidiendo no sé qué dado que ningún sonido salvo el chasquido de las falanges, si hubiese terrones en el suelo lo ahuyentaría
—Márchate
y mi hermano escabulléndose por un hueco del muro y volviendo enseguida para recordarme a esos perros sueltos en el pinar que descubren el camino a casa y vienen a tosemos contra el peldaño, bajo la lluvia, de manera que qué otra cosa podía yo hacer
(tantos saquitos de té en la tetera de mi cuerpo, tantas manchas diluyéndose, un lagarto clavado en un palo, la española con turbante que leía el destino en la feria hurgando en mis bolsillos con las uñas rojas
—¿No tienes dinero, medio hombre?
el turco que bebía gasolina y echaba llamaradas pisando trozos de botella en una alfombra mientras el hijo con chistera machacaba un tambor)
sino meterlo en el
(la chistera que nos tendía después con dos o tres monedas en el fondo)
hospital de nuevo o conseguir un sitio donde nos dejase en paz sin registrar cajones con una prisa enojada o amenazar
—Jaime
si nos encontraba juntos
(la española del destino abrochándose
—Nunca serás nadie, medio hombre
y realmente nunca fui nadie, acertó)
encontramos un lugar junto al río donde le llevábamos comida y los domingos lo paseaba por Trafaria viendo las grajas en el pontón y una vieja
(¿la prima Hortelinda sin interés por la muerte?)
pelando patatas frente al mar, algo en mi hermano, no la voz, un muelle en la tripa sin relación con él
—Somos dos hombres, ¿no?
los dedos acercándoseme a la nuca
(dedos sin mano, solos)
que se retraían enseguida, las grajas ponen huevos en la arena o en la raíz de los cactus, supongo, y me pregunto en qué parte de la hacienda nos incubó mi madre, sería alguien para la española si tuviese dinero, se bañaba en una tina al lado de la tienda cuando acababa la feria y el viento, como si fuese un perro, jugaba con cáscaras y trozos de papel en el atrio, soltándolos, corriendo tras ellos, mordiéndolos y soltándolos de nuevo, el pelo de la española le bajaba por la nuca y yo sin futuro, señores, reducido a un presente de piezas dispersas que no era capaz de reunir, la boda, mi mujer, mi hermano, el recuerdo de la hacienda, si entrase allí ahora cañas y las aldeas de los picapedreros en la sierra, ningunas luces en las sepulturas por la noche, ningún eco, me pregunto si mi hermano sabría su propio nombre y mi nombre, sé su nombre y el mío pero no sé lo que significa un nombre, si me acerco a mi mujer, aun sin mi hermano en casa, alguien del otro lado de la puerta y los cajones abriéndose y cerrándose solos, yo
—¿No oyes?
y ella, que no oye, a mi espera callada sin reparar en una inquietud en las cosas, nunca vi a mi hermano sonreírme porque lejos de mi mujer no soy tal como para el ayudante del administrador tampoco era, pasaba delante de mí sin verme o me empujaba con el codo en el caso de enderezar por mi cuenta una parte de la cerca, si tuviese una fusta lo marcaría
—Si tuviese una fusta te marcaría
y él enderezando la estaca por mí, trajo la fusta del despacho, le di en el hombro con ella y el ayudante del administrador siguió martillando sin alterar la cadencia a pesar de la camisa rasgada
(¿cuáles las manchas de sangre y cuáles las manchas de tierra?)
percibía su indiferencia por el modo como se agachaba y se me ocurrió pensar que la indiferencia no por mí, por mi padre o mi abuelo o el administrador y en mi cabeza
—¿Cuál de ellos?
la puerta del granero cerrada, mi madre doblando ropa encima y el ayudante del administrador quitándome la fusta de
la mano y arrepintiéndose, sumiso como todos estos campesinos sumisos
—Ven aquí
y vienen
—Apártate de mi vista
y se van porque nacieron para obedecer, son menos que nosotros y lo saben, siempre
—Niño
siempre
—Diga, niño
siempre
—Haga de mí lo que quiera, niño
me pregunto si personas en el sentido en que nosotros decimos personas, tendrán el mismo Dios que nosotros o un Dios inferior, también pobre, en un cielo casi sin ángeles y los raros que hay allí desplumados, el ayudante del administrador entregándome la fusta y martillando otra vez
(un Dios que no manda, obedece
—Niño)
rayas en la piel ni siquiera rojas, blancas
(como esos vagabundos que piden limosna en el porche
—¿No tiene un caldito?
y se acuestan en los vallados con una manta de arpillera)
en la parte al aire de la camisa, mi hermano dejando de destruir el cochecito de madera que no sé quién le dio
(el Dios de los campesinos incapaz de juguetes en serio
—Toma estas tablas y estas latas que no tengo pasta para más)
el mar de Trafaria no azul ni verde, amarillo, mi hermano huía del ayudante del administrador más deprisa de lo que huía de la gente como si algo en él quisiese y no quisiese escaparse, tal vez prefiriese su compañía en Trafaria descubriendo en conjunto huevos de graja en los sauces llorones hasta el punto de que yo imaginaba, sin creer en ello, que mi hermano un campesino, predicen la lluvia, atinan con la hora aun con el cielo cubierto, se quedan a la entrada de la iglesia pasmados con las imágenes, no se lamentan, aceptan
(dicen que los negros también pero no conozco a ninguno)
y yo mirando la ventana de mi madre y finalmente entendiendo, si fuese a buscar la escopeta el mundo en orden de nuevo o sea el caballo en la argolla y mi abuelo a mi padre no
—Idiota
callado y tal vez la hacienda continuase en lugar del abandono de los campos, la española del turbante echando las conchas en una tela
—Se han muerto todos
hasta el viento que no persigue cáscaras ni papeles al otro lado donde personas como nosotros siguen con sus animales de corral y su trigo y un administrador guía al patrón por la cuerda del mulo porque fueron niños juntos y crecieron juntos en el pueblo robando pollos y coles hasta que las primeras plantas de maíz, los primeros manzanos, la casa construida con los restos del convento que abandonaron los frailes por ser amarga esa tierra sin que el Señor se manifieste en su protección y auxilio, el pelo del ayudante del administrador y de mi hermano idénticos, el mismo mentón, la misma columna encorvada, si entregasen al enfermo una navaja y un trozo de caña lo afilaría apoyado en la pila del lavadero con mi padre mirándolo, por qué mi madre, padre, una criada de la cocina, una cabra de peñasco que no conoce a su dueño y a cualquier macho que se detenga más tiempo alrededor de ellas, paciente y estúpido, lo aceptan, podría matarlos a ambos con la escopeta de mi abuelo sin que el Dios de ellos se indignase, obsequioso, servil, deseando complacerme
—Niño
y ellos obsequiosos y serviles a su vez, nunca dije
—Madre
(nunca me vino a la cabeza decir
—Madre
tal como nunca dije
—Padre
o
—Abuelo
los encaraba como los extraños que eran)
nunca le respondí si me llamaba
(¿de quién he nacido yo?)
nunca subí al desván, la veía en la cocina almorzando con las compañeras y levantándose con ellas con una servilleta entre los dedos, es el nieto del patrón que no trabaja en la hacienda y se acabó, tal vez nacido de una mujer que no era mi madre así como mi padre no era mi padre, yo solo, mi abuelo
—Has de quedarte con todo esto
en un gesto que incluía a los milanos, la laguna, la sierra o sea la nada a la que llamaban milanos y laguna y sierra cuando lo único que me interesaba eran los reflejos del pozo donde mi cara se descomponía sin reunirse nunca, fragmentos que no me pertenecían en gritos sin sonido, me pertenece mi mujer que murió siendo niña
(me acuerdo del padre en el cementerio cavando más que los otros)
y por tanto no tengo sino una mujer inventada respirando del lado de la consola en una cama de estilo, la prima Hortelinda mostrándome el libro
—No constas aquí
y en consecuencia no vivo más allá de los gritos sin sonido, no encuentro a mi hermano cuando le llevo comida porque se esconde en el rincón opuesto de la casa, lo oigo tirar cosas al suelo y las traineras en el río, ni comadrejas ni trigo en Lisboa qué horror, pavos reales en el castillo y de repente, sin que yo lo esperase
(estoy intentando escribir mi parte deprisa)
añoranzas no tanto de la hacienda, de las mañanas en que la segadora cortaba en cada rotación una rodaja de luz y el olor de los melocotones cuando los tucanes en dirección a la laguna en la que exhalaciones, vapores y el canto de las ranas, solía agacharme, cerca de la noria y de las mimosas oyendo a los escarabajos
(¿escarabajos?)
y viendo a las mariposas en el tilo
(escribir mi parte, librarme de ella, apartarme de ustedes)
no me arrepiento de haber disparado contra el ayudante del administrador después de abandonar mi madre el granero y él apoyado en la pila del lavadero con la navaja y la caña, las tórtolas del palomar no lloraban, me ordenaban
—Mátalo
no en el aseladero, en el techo, nunca las vi en el aseladero, la prima Hortelinda al pedirle que se fijase mejor recorriendo páginas enteras con la uña, minuciosa, servicial
—No constas aquí
con ganas de ayudarme pero no autorizada para ayudarme
—Lamentablemente no depende de mí
le pregunté
—¿Quién te da órdenes?
y una mirada hacia el techo
—Él ya no sabe dar órdenes
porque hasta a Dios, con la edad, se le ha perturbado la mente, enflaquecía en un asiento repitiendo perplejo, frotándose las rodillas con las manos
—Qué cosa extraña es la vida
olvidado de nosotros, la prima Hortelinda con disgusto
—Varias tardes seguidas así
mi abuelo sumaba cosechas en el despacho errando los números, dejando caer la ceniza del puro sobre ellos, sacudiendo el cuaderno y desordenando las facturas al soplar la ceniza, nunca un puro completo, la colilla casi en el interior de las encías de modo que el bigote humeaba vacío, le pregunté a mi abuelo
—¿Me presta la escopeta, señor?
las cabras en reposo en los peñascos como piezas de ajedrez cambiando en el tablero cuando el rey cumplía años y un público de milanos a la espera, la escopeta contra un estante de botellas y vasos, todo polvoriento además porque Dios y mi abuelo se iban perturbando juntos, las mismas palabras truncadas y la misma severidad vaga, el ayudante del administrador reparando en la escopeta sin soltar la navaja ni interrumpir el trabajo o sea la forma que tienen los campesinos de recibir las cosas sin protesta o repudio así como los bueyes o los caballos, una mirada de soslayo que consiente y el cuerpo tranquilo, se enfadan entre ellos, no se enfadan con nosotros, mi madre, a la que anunciaron las tórtolas, inmóvil en la ventana del desván con una funda en los brazos
(entre paréntesis, ¿qué se ha hecho de usted, madre?, ¿dobla ropa hoy día?)
las criadas de la cocina ocupadas con las gallinas
(después de elegido el pollo los demás indiferentes)
excepto la hija del administrador al borde de una frase sin pronunciar la frase, a veces la descubría siguiéndome, preocupada por mí, cuando iba a observar los fragmentos de mí mismo en el pozo o en el caso de acercarme a las trampas de los zorros con espigones que destrozan los huesos y los dejan no gimiendo, no resoplando, lamentándose toda la noche y rompiéndose los dientes con el hierro con un sufrimiento de personas hasta acallarlos un campesino, tan desesperado como ellos, con un hacha
(—¿También tiene una lista de zorros, prima Hortelinda?
y la prima Hortelinda ofendida con el silencio de Dios interrumpiendo el fertilizante de los alhelíes
—Muchacho)
la hija del administrador, con miedo a que yo los huesos destrozados y a alguien enmudeciéndome por pena con una guadaña, abriendo la trampa, sujetándome colgado por la cola y mostrándome a los parientes con la lengua grande, morada
—Un zorro
acercándose a mí
—No es un zorro, es el niño
la única mujer en la hacienda que se afligía por mí, examinaba mi cuerpo con miedo
—Ha perdido carnes, ¿no?
me dejaba a escondidas en la habitación, con atenciones desmañadas, caramelos, mermeladas, filloas y yo
—No me fastidies
mientras algo me dolía y me irritaba porque me doliese al ordenar
—No me fastidies
la única madre que tuve y despreciándola por eso dado que en el fondo de mí no me sentía con derecho a tener madre y además para qué sirve una madre, qué se hace con una madre, cómo se agradece, qué se dice, qué agotador preocuparnos, caer bien, la hija del administrador cuyas compañeras de la cocina se mofaban
(una segunda cabra cambió de peñasco neutralizando a la primera)
de sus ojos de perro viudo y de su alboroto con la matanza del cerdo cuando se ponía el lebrillo bajo la sangre y el animal con las patas amarradas suplicando ayuda, ella con las manos en los oídos
—Cállate
(¿seré un cerdo yo?)
vivía con mi padre y con unos polluelos flacuchos y unos tallitos de lechuga, no quiero una madre casi tan gorda como la prima Hortelinda manteniendo a duras penas el equilibrio sobre la hinchazón de las piernas, el enfermero examinándole los tobillos
—La tensión
y la tonta de la hija del administrador bajo la lluvia sin un chal siquiera comprobando a través de las persianas si dos mantas en la cama, no tos, no fiebre, yo por una mueca de la cara molesto con ella
—Vas a reventar de la tensión
mientras se alejaba goteándole la ropa, las cejas, la frente, dejaba los zapatos secarse en la chimenea y se desprendían burbujas que estallaban con la lumbre, le pregunté a mi abuelo que reanudaba las cuentas
—¿Me presta la escopeta un momento?
y el ayudante del administrador dándose cuenta del arma sin soltar la navaja ni interrumpir el trabajo como si me aguardase desde hacía años, su actitud, no su boca
—Lo estaba esperando, niño
sabiendo que lo mataría y sin darme importancia, la camisa sin cuello, los pantalones con remiendos de otra tela en la rodilla, no tela de hombre, una bata o una falda, él pobre y yo pensando
—No tiene nada
en el momento en que levanté el arma con más esfuerzo de lo normal, mayor, y mi madre desapareció de la ventana, no imagina cómo me encantaba de pequeño el perfume de sus baúles, señora, me olía y lo encontraba en la piel de manera que yo usted por momentos y por momentos usted sí, mi madre, una especie de
iba a escribir amor, qué exageración, qué amor, no amor, creciendo en mí y pensándolo mejor amor tal vez, quién me asegura lo contrario, somos tan complicados, prima Hortelinda
(—El ya no manda en nadie
y manos hacia delante y hacia atrás en las rodillas)
tan extraños, si a esas alturas encontrase a la hija del administrador sería una persona como para abrazarla, qué imbécil
(acaba tu parte lo más rápido que puedas)
acerté en un hombro porque la articulación bajó y no obstante la navaja siguió acometiendo solo que movimientos menos seguros, despaciosos, una mirada a mí y un desamparo igual al mío con idéntica sorpresa e idéntica censura, me acuerdo de frutos cayendo en el pomar y de una danza de hojas, no la manera levísima de caer en otoño, una furia de ramas, de entrar en el despacho y colocar la escopeta contra el estante de las botellas mientras mi abuelo
—¿Tienes lumbre?
sin reparar en quién era yo ocupado con las facturas que se le escapaban de los dedos, el ayudante del administrador desapareció en el granero sujetando el brazo que se me antojaba postizo y una mancha oscura creciendo en la axila, mi padre despabiló al caballo, dio media vuelta como agradecido y recomenzó el galope, el brazo del ayudante del administrador tardó un mes en volver a ser brazo, mi abuelo renunciando a las facturas
—Has de enderezar todo esto
y no enderecé nada de nada, lo decepcioné, me escapé, mi hermano en Trafaria persiguiendo a las grajas, si alguna levantaba las plumas hacia él retrocedía diciendo
—Jaime
y se marchaba vencido, el ayudante del administrador más tiempo con los cochecitos de madera porque el brazo soltaba los clavos en el suelo, tenía que cambiar de mano para lograr recogerlos y a pesar de eso
—Niño
sin resentimiento
—Niño
y eso era todo porque yo persona y él no, creció en la cocina obedeciendo a las criadas y comiéndoles las sobras, se quedaba pasmado ante los retratos
—No conozco ni un alma
los campesinos todos idénticos, señores, nacidos para tener hambre y ser esclavos de nosotros, mi madre regresó a la ventana poco a poco, la puerta del granero se cerraba y no los oía a ellos, oía el reloj de la sala ajustando los minutos por el paso del mulo y mi abuelo por el trigo sin energía, sin ánimo, sin
—Idiota
incluso o atormentándose con la cerca, los tucanes en un círculo vasto husmeando caminos con una hembra que conducía la bandada
(¿cómo serán los campos vistos desde arriba?)
una de las criadas de la cocina se lavaba bajo el grifo del depósito de agua formando un charco que excitaba a las avispas y lamían los perros, mi madre una campesina sacudiéndose las pajas y mi abuelo derrotado perdiendo la fuerza del mando, el techo empezaba a doblarse, los ladrillos aparecían bajo el revoque y la lámpara del porche apagada, cortaron las trenzas de mi mujer para aliviarle el dolor concentrando en el corazón la sangre que necesitaba el pelo, la hija del administrador casi impedida de andar ya no acongojada por mí, acongojada por ella, le aclaré por delicadeza
—Vas a morir
y las fosas nasales ensanchándose agradecidas, busqué a la prima Hortelinda y la encontré acomodando los alhelíes de forma que se orientasen hacia el sol
—¿Va a elegirla?
con más años que mi abuelo y sin envejecer nunca, sacaba las gafas del delantal para consultar el libro siguiendo la lista con la punta de la tijera y moviendo las encías a medida que leía, se notaba cuándo pensaba porque se alzaba la nuez de Adán, quitaba los retratos de los clavos conforme fallecían las personas, en las fotografías de grupo las cubría con un trazo y todo eso sin el conocimiento de Dios que se olvidó de nosotros, al cabo de dos o tres domingos en Trafaria a las grajas ya no les importaba mi hermano, tal vez hacen el nido en los pinos en lugar de en las pitas y las crías con el pico hacia arriba, peladas, islas de basura con la bajamar y el maíz secándose, en el caso de que me pregunten si quiero a mi madre no respondo, al cortarte las trenzas te quitaron el flequillo también y tú en la almohada con las facciones líquidas de la fiebre, vas a perder las mejillas que se escurrían hacia la funda, vas a perder las orejas, el sacristán desenvolvió una santa y la dejó en la habitación negociando tu cura con Dios, mi suegro apoyándose en un lado de la casa callado, mi suegra con cánticos de iglesia, le quitaron las balas al ayudante del administrador con una pinza y él entre canicas de sudor y pestañas paseando por la frente
—No me he hecho daño
pisándose los tobillos uno con otro
—No me he hecho daño
las balas no negras, marrones con gotas marrones, aun de chico, cuando mi abuelo lo descubrió en el cementerio, sin lamentos, sin quejas, sin decir el nombre a pesar de mi abuelo
—¿Cómo te llamas tú?
nunca dijo el nombre que tal vez desconociese o tal vez no tenía y por tanto la prima Hortelinda no podría escribirlo a menos que un garabato sustituyese las palabras, en llegando el momento del garabato ella
—El ayudante del administrador
buscándolo con el dedo junto a la pila del lavadero o en el granero frente a la casa en ruinas, se fue el porche, abuelo, se fue el almacén de las semillas, arbustos que nacían de las hendiduras de la era, el pontón de Trafaria perdiendo estacas y cuerdas, si la edad no perturbase la cabeza de Dios, debilitado en un asiento frotándose las rodillas con las manos
—Qué cosa extraña es la vida
puede ser que se tomase la molestia de mejorar a mi hermano y él viviendo con nosotros sin molestarnos con los ojos que intentan decir y los gestos que intentan explicar y no decía ni explicaba, huía, él a la puerta de la habitación pidiendo no sé qué ya que ningún sonido a no ser las falanges que chascaba, mi hermano en la casa junto al Tajo con las persianas bajadas, pongo la comida en la entrada y me quedo unos minutos acordándome de nosotros y sintiéndome mal con mi vida de ahora, no era esto lo que yo quería, era que conversáramos en el porche y la casa intacta, el trigo vendido, más criadas en la cocina, mi madre con nosotros y nosotros
—Madre
mi padre con nosotros y nosotros
—Padre
el administrador con el sombrero al pecho
—Patrón
y las olas de la laguna, no de Trafaria, meciéndonos tranquilas mientras Dios se frota las rodillas con las manos admirándose por lo que ha hecho
—Qué cosa extraña es la vida
si la edad no Lo hubiese perturbado y yo conversase con El tal vez estaríamos, por así decir, alegres en lugar de mi hermano evitándome y yo yéndome sin verlo, qué cosa extraña es la vida, prima Hortelinda, ponga nuestros nombres en el libro y señálenos con el dedo, es un favor que nos hace, mi mujer en la cama a mi espera y en mí
—Tú has muerto
observando los cirios ladera arriba, cómo puedo acostarme a tu lado si has fallecido, dime, al tocar tus trenzas toco pelos difuntos, en el caso de que vaya al cementerio me topo con tu nombre en la piedra
Maria Adelaide
y tengo miedo de una niña fría como de pequeño tenía miedo de las lagartijas, de los sapos, mandaba a un campesino a que acabase con ellos por mí y me quedaba viendo a los cuervos picoteándolos, al bajar las escaleras la voz de mi hermano
—Jaime
y de repente tantos rellanos y tantos escalones antes de la calle donde antaño tan pocos, la certidumbre de que no había calle, había más rellanos, más escalones, un viaje sin fin, prima Hortelinda, usted que se entiende con Dios no logra resolver esto, ¿no?, y la prima Hortelinda alzándose por encima de los alhelíes abriendo y cerrando la tijera como si le apeteciera cortarme
(¿le apetecía cortarme?)
—Ten paciencia, muchacho
mi hermano a quien le apetecía cortarme
—Jaime
no solo en el felpudo, en mi oído también, yo apoyado en el pasamano siempre bajando
—Disculpa, hermano
(¿hermano?)
y mi voz no en Lisboa, en el interior del pozo donde mi cara ondulaba, disculpa pero no tengo tiempo para ti, nunca he tenido tiempo para ti y tú decepcionado conmigo aunque me rehuyeras, si te agarrase tal vez serías capaz de
tal vez serías capaz de quedarte, no me agarrarías a tu vez pero repetías
—Jaime
y
—Jaime
y —Jaime
con una especie de
no ternura, por qué ternura, qué exageración ternura, con una especie por así decir de amistad, de
—No te vayas
de
—Quédate conmigo
y yo partiendo disculpa, tú enfermo, tú hijo del ayudante del administrador, tú un campesino, tú malsano, pásalo bien, déjame, más rellanos, más escalones y yo bajando con la luz apagada con las grajas de Trafaria rompiendo los huevos con cabezas húmedas, la prima Hortelinda quitándose los guantes
—Ten paciencia, muchacho
con el libro cerrado en busca del ganchillo en un cestito, quién había de pensar que la muerte una mujer comprensiva, amable, señalándonos con un dedo contrariado y haciendo sus tapetes despacio, de pequeño intentaron explicarme que la muerte un esqueleto con una guadaña y mentira, una mujer de sombrerito con velo hastiada de llevarnos consigo, la única persona hasta hoy que me trató de
—Hijo
con una especie de pena, pienso yo, tanta ternura cuanta podía haber en el pueblo, demasiada miseria, demasiada violencia, demasiado frío en invierno y los animales de corral y las huertas demasiado pobres para alimentarlos y por tanto no admira que mi mujer hubiese fallecido de niña y yo con una difunta en casa, ha de haber una estación de trenes que me lleve a la frontera donde las personas no mueren, la prima Hortelinda sin trabajo con ellas acabando sus ganchillos en paz, no teniendo que viajar tantas veces con el conductor del autobús ayudándola con la maleta
—¿Está segura de que se encuentra bien, doña Hortelinda?
comprobando si era capaz de caminar sin ayuda entre las charcas del último octubre mientras yo, tan lejos, en dirección igualmente a casa, dueño de Lisboa, de las personas, del mundo porque mi abuelo
—Has de dirigir todo esto
y el campesino de mi hermano examinando la cacerola de comida que le dejé
(los plátanos del hospital, la fuente)
en la entrada, nunca imaginé que acabaríamos así, tenía esperanza de que el depósito de agua y mi madre y el tractor
(no sé nada de mi madre)
durasen eternamente, yo capaz de afirmar
—Duramos eternamente
y me equivoqué, si volviese a la hacienda
(falta un poquito, no pares)
qué vería hoy, nos queda Trafaria, un par de hindúes con un cesto y el atracadero de los barcos, al final tan poca cosa, mi hermano moviéndose en círculos en la arena, examinando una lata vacía y tirándola, personas que van surgiendo de las cabañas en las dunas y caminan hacia nosotros, permitan que me entretenga aquí y olvídenme así como olvidé la mano de mi abuela alzando y bajando el brazo creyendo que en los dedos una taza en serio, mi padre a mi madre en el umbral del desván
—¿Me prohíbes entrar?
sujetando el cerrojo con demasiada fuerza, con unas falanges blancas, como si fuese a caminar y no obstante quieto, mi mujer a mí
—¿Quedarnos juntos nosotros?
y cómo quedarnos juntos si a pesar de haber crecido morí siendo niña, no ves a las mujeres que abrazan a mi madre apuntalándole el disgusto nosotros que ignoramos lo que significa disgusto y la ausencia de espejos para que doña Hortelinda no nos refleje en ellos, no nos trataba como a los ricos, se entretenía con nosotros, perdía tiempo, se interesaba, mi padre disminuyendo en el interior de sí mismo
—¿Me prohíbes entrar?
atravesando la casa sin ver a nadie golpeando con el latiguillo del caballo
(no una fusta como mi abuelo)
contra el muslo, atravesaba la sala, la cocina, el ayudante del administrador sacando la navaja y un trozo de madera del bolsillo empezaba a afilarlo, mi padre junto a la puerta abierta del granero como si mi madre en vez de estar en el desván surgiese de la oscuridad, lo llamase
(nunca supe distinguir las cigüeñas machos de las hembras, con las gallinas es fácil, con los pavos es fácil, con las palomas se observa un segundo y es fácil también)
y mi padre obedeciendo mientras la navaja del ayudante del administrador rompía la madera y la voz del trigo sin voz disertando sobre nosotros, la prima Hortelinda señalándolo con el labio, obligada a elegir dada la ausencia de Dios
—Con una bronquitis semejante no dura aquí mucho tiempo
y no duró aquí mucho tiempo, cómo será el cementerio hoy
(¿los machos mayores?)
día, las cruces de los soldados de Francia, el portoncito, los parientes
—Cómo ha cambiado el pequeño
he observado que las personas al morir se alteran en los retratos, vivas se distraían de nosotros y ahora serias, atentas, la prima Hortelinda disculpándose con el libro
—No soy yo quien decide
y no era ella realmente quien decidía, nunca la quise mal, señora, qué culpa tenía, de vez en cuando Dios dejaba de frotarse las rodillas, consultaba su memoria y le susurraba nombres la mayor parte errados que ella tenía que descifrar porque no le correspondían, si existiese la hacienda y la escopeta de mi abuelo en el despacho visitaría a mi hermano con ella en la casa junto al río y dormiría descansado
(¿los machos incuban huevos más tiempo o menos tiempo?)
mi padre junto a la puerta y nadie en el granero además de humedad y murciélagos, a esta hora mi mujer a la espera acabando la cena, tal vez un vestido nuevo, un peinado de peluquería, perlas de cultivo como adorno de las orejas y yo entreteniéndome a propósito en la entrada del edificio, sacando la llave del bolsillo, guardando la llave en el bolsillo, varias llaves además con un monito de fieltro sujeto a la argolla, bajando hacia el muelle, tomando el barco de Trafaria y el agua esmeralda y aceituna o sea la mayor parte esmeralda y aceituna y aquí y allá volviéndose lila junto al casco, un ciego pidiendo limosna con quien las personas tropezaban impidiéndole encajar el acordeón en el pecho, debe de haberlo conseguido porque entrando en el barco di con él por el comienzo de un vals, cuál es el porcentaje de esmeralda y aceituna en el interior de mí, qué otros colores tendré, una estela de espuma amarilla
(¿cuánto amarillo?)
transformándose en pájaros, no gaviotas, oscuros, pequeños, con las patas rosadas, cuyo nombre desconozco, un paquebote inglés también con música, probablemente centenares de acordeones con centenares de ciegos tocando al unísono aunque esta vez no un vals, otra cosa, gotas de aceite que caían de un tubo cerca de mi asiento y se arrastraban por las tablas
(estoy acabando, prima Hortelinda, y estoy vivo)
un empleado comprobaba los billetes con tres anillos en el dedo sin contar la alianza, el motor trajo a mi abuelo que cogía al azar a una criada de la cocina
—Ven aquí
y a pesar de su torpeza
(en qué se ha convertido, señor)
desaparecía con ella en la despensa
(los milanos exactamente iguales con los cabritos)
y abandonando la despensa en el instante siguiente se enjugaba la frente con la manga, antes un cuarto de hora y ahora minutos, el administrador
—Sigue siendo un hombre, patrón
y mi abuelo montándose en el mulo y componiéndose el chaleco
—Setenta y ocho, amigo, dos meses más que tú
Caparica a la distancia, el Bico da Areia, Trafaria creciendo, el administrador
—Setenta y nueve en marzo
menos gotas de aceite porque el motor reducía la velocidad y el apeadero iluminado, mi mujer supongo que quitándose las perlas e instalándose a la mesa, con el pañuelo en la mano, frente a la comida fría
(no sé si te quiero, Maria Adelaide, no debo quererte, era mi hermano quien te quería, mira las gaviotas de aquí para allá y un plato rompiéndose en el suelo, ¿por qué motivo no se quedaron los dos en la hacienda pisando el trigo seco, felices?)
Trafaria arbustos dunas silencio, lo que quedaba del pontón más intuido que visto por los reflejos del agua, la prima Hortelinda llamándome
—Tú
advirtiendo
—Mira que no puedes ahogarte porque no constas en el libro
a medida que yo pasaba por delante de lo que me pareció un cubo, un rollo de cuerdas que desvié sin fijarme en él y como no consto en el libro
(la prima Hortelinda
—¿Cuántas veces es preciso decirte que no constas en el libro?)
me agaché con las mejillas en las palmas pensando
—Dentro de poco es mañana
y no será mañana nunca.
FINIS LAUS DEO