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HACE meses que el taxi no llega porque se acabó el dinero de la panera y veo desde aquí a mi madre zarandeando a mi abuelo y hurgando a la fuerza en los bolsillos de los pantalones como si él, rico como era, dueño de todo entre el pueblo y la laguna, necesitase calderilla
—¿Fue usted quien robó para jugar a las cartas con sus amigos?
y en los bolsillos una navaja de hoja plegable, colillas de puros, el pendiente que creíamos perdido o mejor dicho que sabíamos en cualquier sitio en la paja del granero, mi madre revolviendo la canastilla de los collares
—No lo puedo creer
más restos de collares que collares enteros y hasta anduvo a gatas debajo de la cómoda, casi arrimando la nariz
—¿Iba usted a empeñar mi pendiente?
no, de otra manera, hace meses que el taxi no llega por el granizo en la hacienda y mi hermano, el que escribe, inclinado ante el pozo sin ayudar al administrador, nunca se preocupa por nosotros, nunca ha hecho nada por nosotros, me harté de pedírselo y no se marchó conmigo, cuando mi padre alzó la escarda en las escaleras no movió un ded
no, de otra manera, hace meses que el taxi no llega porque hay mucho trigo que sembrar, mucha ropa que falta en los baúles, muchos conejos a la espera de mi abuela detrás del gallinero, con el hocico lleno de tics, enganchaban verduras por los espacios de la reja y los tics aumentaban frenéticos, un incisivo rápido, un ojo de vidrio que masticaba también y por tanto yo solo ante la fuente pensando en casa no por añoranza, añoranza de qué si sigo en el porche, si el caballo en la argolla, una de las cabras cambiando de peñasco con un saltito de minutero avanzando un trazo y vibrando un momento con los milanos alrededor al paso que en la fuente
(creía que si apoyaba el oído escucharía la laguna)
unas salpicaduras de plumas sin descanso o unas hojitas con muelles, y si me fijo bien gorriones, y me aparecen enseguida las mazorcas con gorra encima, en el extremo de una caña, con que el ayudante del administrador creía asustarlos, algunas un chaleco, otras una especie de falda y yo dándome cuenta
—Son las fotografías de la pared las que están allí, Dios mío cuchicheando sobre mí embustes, maldades
—No es de nuestra familia
—No tiene ni un rasgo nuestro
—¿De cuál de ellos será hijo?
y murmurando, murmurando, una mujer con chaquetilla de terciopelo, unos tipos de mejillas azules porque la mazorca estaba pintada, el ayudante del administrador llevaba la brocha del trastero
(las vértebras de aquellos goznes, amigos)
y los volvía contra mí dibujándoles la boca, añada media docena de bocas a los retratos ahora mismo, que me persigan, me desprecien, se burlen de mí, qué me importa, la sombra de la sierra ha de comérselos a todos, yo me quedo camino del pueblo y mis pasos en los callejones hasta que cuando uno menos se lo espera mi abuela con el lebrillo a sus pies y fíjese en lo delgados que somos, abuela, a cada visita de mi madre
—Estás más flaco
y claro que estoy más flaco con lo que mi abuela me saca, no es que no me den de comer, me dan de comer, es lo que mi abuela me saca, el hígado blando, el estómago perdido, no se lo diga a mi madre colgándome el cuerpo sin músculos ni sangre
—Está más flaco, pobre
y mi hermano escribiendo lo más deprisa que puede en la mesa del comedor mientras los marineros se iban ahogando uno tras otro ahogándome también, en qué parte de las rocas quedará lo que quede de mí, un trozo de tela, un zapato, no el zapato completo, lo que se intuye que ha sido un zapato y quién, mirando el zapato, me reconocerá, mi hermano de acuerdo con mi abuela y afirmándolo en esta línea
—Está más flaco, pobre
el niño del barco solo una camisa, quítele la camisa, abuela, hágale daño, no lo tienda en su regazo, deje que los adentros de la hija del administrador y de las criadas de la cocina que se escapaban de mí se escurran en el lebrillo, no fue mi padre, fue mi madre alzando la escarda ante mi abuelo
—¿Iba usted a empeñar el pendiente?
para jugar a las cartas con los amigos en una tabla junto a la choza desde donde se veía el Tajo
la laguna
no la laguna, el Tajo, la muchacha que parió a gatas en las mantas buscando no sé qué, un estropajo con que limpiarse, una toalla y mi abuelo en un gesto inmenso, venido del vértice del mundo, golpeando la malilla, es realmente el Tajo con sus vapores, sus ranas, animalejos en los recovecos del barro reproduciéndose y creciendo, en lo más oscuro de la noche me amenazan con antenas, alas, picos y yo redondo sobre mí mismo incapaz de hablar, no puedo nada contra ellos, cómanme, en una ocasión le susurré al administrador para que a los bichos no les llegase mi voz
—¿Conoció la laguna?
y las antenas, las alas y los picos dirigidos a mí, si llegase el taxi me protegería, mi padre a uno de los hombres del automóvil
—¿Ha mejorado al menos?
no de esta forma, respetuoso, tímido
—¿Cree que puede mejorar al menos un poquito?
o sea el pueblo insignificante y la hacienda disolviéndose, la muchacha que parió se secó con unos periódicos y se reunió en un rincón, no se trata de una imagen, fue así, se reunió en un rincón, miembros sobre miembros y la cabeza escondida
(si levantase las antenas, ¿ella un insecto de la laguna que me pica?)
al menos un poquito y yo en este piso con ustedes trabándole la fregona a mi madre
—Tú pareces estar en todas partes
que se me engancha en las piernas y me hace trastabillar, al armario que sirve de despensa le falta la puerta
(está en el pasillo apoyada en la pared)
así como le falta una bombilla a la lámpara de la sala con aquellos hilos en zigzag partidos, nos comemos la bombilla en acabándose el dinero y los pliegues que eran mi abuelo con la nariz hacia el mentón huyendo con su parte de comida con la esperanza de que no se la tirásemos, el hombre del automóvil a mi padre
—Tal vez se consiga al menos un poquito
aproveche el casquillo y los hilos, que alimentan, ahí viene él en el mulo dando órdenes bajo los gritos de las grajas y los campesinos con la gorra al pecho
—Patrón
pasando delante de mí va a soltar por la comisura del cigarro
—Idiota
mientras el perfume de los baúles me alegra, mejorar un poquito y regresar a los olores de la bajamar del Tajo donde la mitad de una gaviota se oscurece en el lodo a causa del petróleo o del alquitrán, de vez en cuando lo que me parece una campana en el pueblo fabricando noviembres y los retratos dilatándose y contrayéndose con la respiración de ella, Dios mío, cuántas cosas he dibujado con el dedo en el aliento de los cristales en invierno que nunca nadie leyó, palabras que acababan bajando hasta los marcos, incomprensibles, salía expulsado por la fregona de mi madre y el cubo donde la estrujaba, yo un agua turbia en el fondo, mi madre
—Desaparece
y junto a la choza mi abuelo sin los compañeros de las cartas, fumando
—¿Qué ha sido del mulo, señor?
que cojeaba en los atajos del centeno, la choza desierta, ni muchacha ni hijo, solo un gato lleno de meneos, con patas de acerico, examinando el tejado, si yo fuese mujer y usase pendientes se los entregaría, abuelo, no me indignaría que sus amigos los ganasen, de pequeño me llevaba en barco a Trafaria
—Eres un hombre, muchacho
de manera que nosotros dos unos hombres y yo sin miedo al río, no debe de acordarse de las garzas
—¿Se acuerda de las garzas?
y no se acuerda de las garzas, los recuerdos que usted ha perdido, una especie de isla, un pontón, en la hacienda eran el mulo y el administrador quienes lo acompañaban, no yo, una especie de isla, un pontón, no soy un idiota, soy un hombre
—Eres un hombre, muchacho
un día de estos una de las criadas de la cocina conmigo, yo
—Ven aquí
y ellas obedeciendo sin esconderse en la troj ni reírse, en Trafaria las olas se alejaban del pontón y avanzaban como yo avanzo hacia el pueblo tranquilizando a los retratos, sobre todo la madrina de mi madre, una monja, que visitábamos en la Pascua y la madrina de mi madre con toca y crucifijo en el pecho, se le besaba la mano de rodillas y listo, la mano no como las nuestras, un artefacto de cera que desaparecía en el hábito, los hombres del automóvil cerraban la verja y un brazo me agarraba por el hombro y me hacía daño
—¿Adonde crees que vas?
tantos huesos en mí, no uno o dos en aquel sitio, centenares rompiéndome la piel, la madrina de mi madre muy vieja creo yo y no obstante sin edad, seiscientos años, cuarenta, de vez en cuando
—Sí sí
en la inmovilidad de la cara y la bronquitis de un órgano a lo lejos, ora dificultad en inspirar ora sonido, esto en una sala con un Jesús en agonía goteando sangre de la barba y la tela de un pañal cubriéndole las vergüenzas, sombras de tilo severas y el órgano, sofocado, porfiando, si el pañal de Jesús se escurriese qué sería de mí, vi a mi padre desnudo una vez y si llegaba a tocarme yo cenizas que gritaban, mi madre sin entender
—¿Qué le ocurre?
mi abuelo en Trafaria en lo que llamaba playa o sea más cañas que arena, una perra rascándose y huevos en un hoyo de los insectos de la laguna o de las ranas que cantaban, porque no eran las criadas de la cocina, las criadas calladas, solo les oía sus voces mofándose de mí
(todo se mofa de mí)
y asegurando que no se mofaban de mí
(—No nos mofamos, niño, palabra)
eran las ranas que cantaban suspirando mi nombre, otros nombres
(¿de quiénes?)
mi abuelo en Trafaria señalándome la isla, el pontón, lo que llamaba Lisboa temblando al revés en el otro extremo del agua de forma que casas
(y mi abuelo
—¿No es tan grande el mundo?)
transformándose en manchas que se sobreponían en el interior de escamas y las olas en el pontón, como el órgano, ora dificultad en respirar ora sonido
(¿si la madrina de mi madre en Trafaria se rascaba y después seguía al trote inmovilizándose desfalleciente mordiéndose las ancas?)
me daba la impresión de distinguir a otras monjas en el claustro con la misma mano de cera naciéndoles del hábito para que se la besásemos, todo amortajado con olores de incienso que tardaban semanas
—Sí Sí
las uñas terribles de Jesús buscándome en los rincones sufriendo, el hombre del automóvil me soltó el hombro para cerrar el portón
—Nosotros trayéndolos en brazos y ustedes pensando solo en huir
y los huesos al final uno o dos a lo sumo
(el bolígrafo de mi hermano acabó estando de acuerdo conmigo, escribió uno o dos, me miró, vaciló y repitió uno o dos)
deslizándose uno junto al otro con un restito de dolor y yo no pensaba en huir, pensaba en despedirme de los tucanes
(es septiembre)
que hasta dentro de tres meses no volverán a la hacienda partiendo de lo que debe de ser la laguna hacia lo que debe de ser la frontera porque no conozco la frontera
(nadie conoce la frontera)
en Trafaria también casas, es decir, viviendas míseras sumergidas entre los sauces llorones y una mujer pelando patatas junto a la margen, por mucho que buscase no encontraba ni al administrador ni al mulo, encontraba a mi abuelo subiéndose los pantalones porque la tiroides lo había hecho adelgazar y con una camisa de mi padre sobrándole en la espalda, vino de la consulta, miró el envase de los comprimidos y lo guardó en la despensa sin abrirlo, aún está allí seguramente ya caducado mientras que un motor invisible arrancaba detrás de una duna, me acuerdo de un par de hindúes con un canasto
(no me lo estoy inventando)
cogiendo lo que valía la pena del barro
(como no encuentro un espejo hace tiempo que ignoro si me he vuelto hindú)
conversando entre ellos o sea el mayor hablaba y el pequeño se agachaba y le entregaba un tirador de cajón o un resto de regadera, nunca descubrí nada de provecho en la hacienda o aquí que mereciese ser guardado, en el barco de regreso mi abuelo preocupado por un riñón
—Tengo algo que se retuerce en mi espalda
debido a la incomodidad del mulo creo yo, de un tiempo a esta parte o el riñón o la pierna o zumbidos en la cabeza, mi padre lo ayudaba tirándolo de la solapa para sacarlo del taxi y allí venía un pie sin encontrar el suelo, el cuerpo que al tardar doblándose le vaciaba los ojos, volvían a llenarse después de cinco o seis pasos pero una de las pupilas se mantenía hueca
(cuando las monjas mueren dónde las sepultan, nunca se me ha dado por ver un entierro de monjas con los cortejos de las niñas que ellas educan, todas de luto, con gardenias)
mi madre regañándolo y alzándole los párpados
—Solo me faltaba que perdiese un ojo
los martes los hombres
aún no, un momento que mi padre está subiendo las escaleras rumbo a los baúles intentando que los peldaños no lo traicionen, el perfume no aumente y mi madre en el granero con las horquillas del pelo y los pendientes, la cañita del ayudante del administrador en una barrica a la entrada y un perro con el hocico alto asustando a las palomas al rascar una tabla
los martes los hombres del automóvil me llevaban ante un hombre que no me había traído en el automóvil, mejor vestido, más peinado, golpeando con la punta de goma del lápiz un tablero y midiéndome sin interés
—¿Y nosotros?
nosotros, qué remedio, espiando el granero mientras las tórtolas volvían dilatándose de amor en los barrotes del techo, nosotros, mi abuelo y yo de regreso y mi madre luego, era inevitable
—Abra la boca
en el caso del ayudante del administrador sonrisas, caritas, un movimiento de las caderas que yo ni soñaba que existía estudiándole los susurros de puntillas y él que metía miedo al mundo recorriendo el trigo ofreciéndoselos sumiso
—¿No ha bebido, bandido?
mientras yo perdía las casas transformándose en manchas superpuestas
(casas realmente o una ilusión de casas, cuántas veces me he equivocado, señores, el depósito del agua sería el depósito del agua, por no hablar del trigo o el administrador que tal vez no fuese más que una mazorca pintada, una raya para la nariz, una raya para las cejas, nosotros
—Una persona
y quizá cada uno de nosotros una raya para la nariz, una raya para las cejas y listo)
en el interior de escamas de luz, lo que se me antojaba un monasterio, lo que se me antojaba un muelle y ni muelle ni monasterio, esquirlas que unidas no significaban nada, mi abuelo quitándose la arena con los dedos que casi no se despegaban de las palmas, no los pierda, señor, que no los encontrará después, si se lo entregase a mi madre sin pulgares imagine el sermón, ella de repente facciones de niña escondiéndose tras el pañuelo
—Qué vida
no solo facciones, toda ella indefensa, menuda, mi madre la niña del naufragio entrando en el frigorífico
—Desaparezcan de aquí
y aun así el lápiz
—¿Y nosotros?
siempre que tocaba el tablero, el que me multiplicó los huesos del hombro avan
(en la pared un sujeto con bata me pareció que severo y con un libro en ristre pero no tuve tiempo de enterarme mejor)
zó un paso afectado
—Quiso huir anteayer
mi madre abandonando el frigorífico se encerró en la habitación, oímos la cama porque la madera se ha gastado y los clavos también, qué empresa de demoliciones el tiempo, véase a mi abuela
—Jaime
y después de la cama no sé qué contra la almohada, sollozos que subían de la garganta y sacudían el cuerpo, el lápiz se interrumpió un momento ponderando las lágrimas y volvió a golpear
—¿Quiso huir anteayer?
un milano en la retama que elevado sobre un peñasco mirando por encima de la sierra lo que no distinguíamos, bahías, golfos, templetes, el lápiz se puso horizontal sobre la mesa
—Quiso huir anteayer
en una especie de sueño del cual tardó en volver conmigo preguntándome qué pensaba él y lo que se me aparecía era un niño cazando moscas entre la cortina y el cristal, encerrándolas en la mano y sintiendo las cosquillas de las alas o una mujer en un sofá hacia quien el lápiz se inclinaba aflojando la corbata con una ferocidad lenta
—Tan chalada
viéndome, borrando el
—Tan chalada
con vergüenza y allí estaba el lápiz de nuevo y las moscas escapándose
—Quiso huir anteayer
(la mujer interesándose desde el sofá
—¿Algún problema, osito?)
ahora no era la punta de la
(no sería capaz de ir a Trafaria sin ayuda, no atinaba con el transporte, se equivocaba, ¿seguirán existiendo los hindúes y la paciencia de las olas?)
goma lo que golpeaba la mesa, era el lápiz completo meditando
—Anteayer
(la mujer se asomó un momento y se fue)
en la pantalla, a la izquierda del sujeto con bata, una calavera y enciclopedias de Medicina con los títulos dorados en piel noble y yo palpando mi calavera y notando que le faltaba la nariz y le sobraba mentón sin hablar de los pelos, pero allí iré, tranquilos, un segundo milano se juntó al primero graznando, el lápiz me atravesó de golpe en dirección a los hombres del automóvil, inquisidor, puntiagudo
—¿Lo han pinchado?
con la mujer insistiendo con una monotonía de muñeca que se endereza e inclina
—¿Algún problema, osito?
de súbito gordísima mostrando un tirante que la hacía más fea y la marca en el cuello de una cicatriz antigua
—¿Algún problema, osito?
tan imbécil, Dios mío, cómo es que pude y además los modales, los gestos, la amiga que encontraba a veces en la sala y reía todo el tiempo torciendo el medallón del collar con el perfil de un emperador romano de un lado y arcos del Coliseo del otro
—Ay, doctor
nunca
—Osito
doctor, tal vez deudas en las tiendas, congojas, una alegría con la tristeza apenas disuelta en el fondo, se llegaba a ver un restito idéntico a ese polvo de las medicinas en el culo del vaso que por mucho que se revuelve con la cuchara sigue allí
—¿Lo han pinchado?
el primer milano se acomodó en las mangas de las alas, los omóplatos del segundo se curvaron más y partió acostado en el viento, me inquietaba la hipótesis de no regresar a Trafaria
(no fueron las olas las que me impresionaron sino la mujer de las patatas vestida con una blusa de señora y pantalones de fantasía acaso traídos por el río o robados del canasto de los hindúes)
a la choza, a la hacienda, mi padre con los codos sobre el mantel después de la cena, los puños en las mejillas, no respondiéndonos, qué vida, mi abuela desordenando la manta en vueltas inconexas y por debajo de la manta los tobillos hinchados, si le entregasen un conejo no reconocería al animal, dentro de cincuenta años nadie se acordará de nosotros y al afirmar que nadie incluyo los retratos de la misma forma que olvidamos el mulo antes de este, más pardusco, no cojo, con una de las orejas caída y la punta de goma del lápiz golpeando sin convicción, interesada en una mosca entre la cortina y el marco que la hacía sonreír enternecida, si se le caía un diente de leche lo colocaba bajo la almohada y al día siguiente, en lugar del diente, una moneda que un ratoncito cómplice puso allí o si no ataban el diente con un hilo de coser al picaporte de la puerta, cerraban la puerta y un intervalo justo enfrente de la boca que la lengua no lograba abandonar, cómo es que un diente tan pequeñito en la punta de un hilo ocupaba kilómetros de encía dificultando el habla y ya que estamos en esto por qué motivo otro diente por debajo cuyo borde se palpaba, cuántos dientes tendré escondidos deseando nacer, si la mujer en el sofá preguntase en aquel instante
—¿Algún problema, osito?
le señalaría las muelas, cuando me quede solo ato un hilo al picaporte y empujo la puerta del despacho a ver qué sucede, tal vez no solo el diente, todo yo colgado de la puerta, hay mañanas, palabra de honor, en que levanto la almohada en busca de monedas y la desilusión de ninguna a mi espera, un espacio interminable entre la funda y la sábana, cómo la existencia pierde sabor cuando dejamos de tener miedo a la oscuridad, el lápiz se las veía moradas para retroceder a la infancia, principalmente la mosca de cristal en cristal y el primo que le enseñó a andar en bicicleta alrededor del castaño, al dejar el castaño se acercó un muro, el primo
—Gira el manillar, estúpido
y él incapaz de girar mientras el muro a su encuentro más rápido que los pedales, detalles del muro en que no había reparado
(fisuras, muérdagos, un mensaje en un papelito sucio
¿para quién?
en un hoyo)
adquiriendo una precisión acongo
(—¿Algún problema, osito?)
jadora
(en el papelito sucio tal vez
—¿Algún problema, osito?)
una piedra más saliente que la goma del lápiz contra el tablero se alineó y una arañuela microscópica corriendo, la bicicleta, independiente de él, orientada hacia la arañuela y después ni arañuela ni muro, la pierna presa, el pie preso, una orden dentro de sí
—No llores
el planeta al revés
(la certidumbre de hallarse a gatas en el cielo masticando tierra por lo que quedaba del labio)
uno de los hombres del automóvil
—Dos jeringuillas, señor
y como consecuencia de las jeringuillas yo no junto a la fuente a vueltas con el grifo, en el pozo de la hacienda combatiendo contra el fango, el reflejo de mi cara y mi cara una solamente que se recomponía y se perdía, algo en el corazón del corazón averiándose, deteniéndose, continuando a trompicones
(el único órgano que tenía, no quedaba un centímetro para tripas y eso)
al ritmo de las muletas que crujen en tarimas desiertas arrastrando a un lisiado, el muro de la bicicleta no cuando yo pequeño, ahora, tropezó en mí y se deshizo, el hombre del automóvil al mismo tiempo lejos y en el interior de mi oído
—Se borra, mal rayo lo parta
en el momento en que una de las muletas dejó de avanzar o si no era el lápiz en el tablero distraído por la presencia de la mosca o si no el primer milano picoteándome o si no el cuchillo de mi abuela del cuello a la ingle y empecé a sentir al caballo calmándose en la argolla como antes de dormirse de pie apoyado en la bomba del agua, el perfume de los baúles más que un recuerdo, auténtico, el pozo y yo tirándole piedrecitas, oía a las tórtolas en el granero, la mano del hombre del automóvil en mi hombro por una vez cuidadosa y por tanto yo un único hueso
(¿quién me asegura que en todo el cuerpo no más que un hueso?)
no un castaño en la ventana, plátanos, después del frigorífico y del cojín mi madre regresaba a la cocina a coger los objetos como si no los conociese deteniéndose en ellos, decepcionándose con el dinero en la panera y aumentando las mejillas frente a los billetes, por la noche los oía dormir en los
tabiques y la convicción de mi familia multiplicada por doscientos, la duda sobre cuál de los doscientos
—Jaime
no un susurro, una voz clara
—Jaime
que a tantas páginas no era capaz de afirmar si había sido en el
(—Agarra al autista de ese lado para tumbarlo en el colchón)
vientre de mí, cuántos conejos muertos, cuántas cruces de soldados de Francia en el cementerio y yo un polvillo de cartílagos y unas hierbas encima, en los tabiques
—Jaime
distinguía los movimientos de mis padres
(¿o de los soldados de Francia?)
olores que se fundían y no encontraba el mío, dónde estaba yo, aquí, en la hacienda, en la choza aneja al edificio, si beso la mano de cera no iré al Infierno, nunca me ayudó un picaporte con los dientes de leche, se los mostraba a mi abuela que los echaba en el cubo, si la hija del administrador me dijese
—Muchacho
yo mejor, se quedaría censurándome muda por no ordenarle
—Ven aquí
en este sitio que los tucanes abandonaron por Egipto o por Somalia, el hombre del automóvil
—Ya está estupendo ese
y mi abuela tosiendo, durante cuántos años todavía su tos conmigo y entonces dejó de llover en la hacienda y en casa, mi padre retiró el búcaro del mantel después de la última gota y nosotros quietos a la espera de otra gota más, pero nada en el techo, apenas una gota formándose o sea una mínima humedad que engordaba temblando, unida al revoque por un pedúnculo al principio sosteniéndola y cada vez más tenue después, se le notaban los esfuerzos por mantener la gota en lo alto y el cansancio, la renuncia, mi padre volvió a colocar el búcaro sobre el mantel y la pequeña esfera de agua que acabábamos deseando que bajase no venía hasta que de madrugada un sonido casi humilde achatándose en la sala y la posición del naufragio alterándose, mi padre acercó el búcaro a la lámpara para examinarlo mejor y todo muy lejos de mí como la hacienda, la sierra, el pueblo donde tal vez me esperasen no sé ciertamente quién, no mi abuelo
—Idiota
no mi padre al trote a través del centeno, el ayudante del administrador apoyado en la pila del lavadero aguzando la cañita sin ánimo de hablar, si por casualidad me mirasen sus ojos extraños y la navaja equivocándose por temor a mí como si yo mi abuelo, palabra, cogiendo una bolsa de semillas que no le hacía falta y marchándose enseguida, le vi el perfil contra el depósito de las semillas, después tumbado en los brezos y los brezos grises, después nada y los brezos verdes de nuevo, en realidad casi verdes, más marrones que verdes porque los perros los secaban, en una ocasión me visitó en secreto un domingo sin taxi y mi hermano tachando las palabras ayudante del administrador
—¿Qué ayudante del administrador?
porque en su espíritu no hay ayudante del administrador alguno, está mi madre con el pelo suelto, sin horquillas ni pendiente, con la alianza de matrimonio demasiado ancha en el dedo
—Qué vida
ordenando los platos y fregando la encimera con el mismo paño desde que nací, a pesar de mi hermano insisto en que el ayudante del administrador me visitó un domingo próximo a la Pascua y las nubes del este por encima de la laguna desasosegando a las ranas, ignoro por qué diablos el recuerdo de la calavera decidió incomodarme trayendo consigo a una tía inesperada con un pañuelo sobre la cara en el velatorio de la iglesia de modo que solo le quedaban los zapatos en un ángulo de sesenta grados en cuyo betún los cirios brillaban más que en los pabilos, los parientes de los retratos sentados alrededor inclinaban unos a otros susurros aceptados con una sonrisa triste, mi madre colocó un ramo de flores sobre otros ramos de flores y retrocedió bendiciéndose mientras mi padre desde fuera se quedaba admirado ante las serpentinas del Carnaval que porfiaban en los árboles delante de la carnicería cerrada, lo que recuerdo de la prima era que me daba bombones y señalándome le decía a mi madre
—¿Tu hijo no crece?
mientras yo deseaba tener vértebras elásticas irguiéndome lo más posible, al llegar a casa mi madre me arrimaba al umbral, me ponía una regla en la coronilla y marcaba una rayita, el papel de los bombones se metía en las encías y yo despegándolo con la uña, no salía entero, quedaba siempre un resto que ni el palillo alcanzaba y al día siguiente, insulso y mojado, me aparecía en la lengua, la prima, que siempre había venido con chanclas, extrañándose con pena
—Tu hijo no ha crecido
obligado a servirme del banco para los estantes más altos con inutilidades rajadas, un asador, un cuenco, el hijo de la muchacha en la choza si no ha muerto más grande en las mantas que yo hoy día, las marcas con la fecha al lado, a pesar de tenues, siguen humillándome, me dejé bigote con la esperanza de que me creciese
(¿crecerá realmente?)
desvío siempre los ojos, disgustado conmigo, al pasar delante de ellos la cantidad de veces que decidí borrarlos con la esponja y no los borré porque
y no los borré nunca, el hombre del automóvil
—Tienes a un paleto esperando
y el ayudante del administrador agachándose bajo los plátanos no vestido como en la hacienda, además con la corbata torcida y una de las puntas del cuello levantada
(si la prima lo conociese un ceño fruncido desdeñoso, ella que ni al hombro me llegaba
—Nunca ha crecido tampoco)
el ayudante del administrador que parecía seguir en el cementerio, aún niño, descifrando las fechas y las letras de las tumbas en busca de la familia
—¿Adonde creen que van?
tan desmañado, tan vulgar, incapaz de girar el grifo de la fuente para comprobar si funcionaba, con una docena de ciruelas que le ocupaban las manos y le impedían aguzar la cañita, pidiendo disculpas por haber venido
—Perdone
con las ciruelas olvidadas en los dedos, era él quien seguía ahora detrás del mulo y de mi abuelo, obediente y agradecido —Patrón
envidiado por los campesinos y las criadas de la cocina, el ayudante del administrador que en la época de las lápidas debía de dormir en la capilla mortuoria o en uno de los pajares que los gitanos dejaban en la parte extrema de la hacienda con brasas mortecinas bajo dos leños cruzados, supongo que comía en la aldea, a escondidas, latas de sobras y grillos, me vino el remordimiento de haber roto los cochecitos y el perfume de las arcas, que creía perdido, me tiñó la memoria, me gustaría que se conmoviesen al leer esto y me observasen con pena, el ayudante del administrador reparando en las ciruelas y algo entre la nariz y la boca desplazándose en palabras que no diría nunca, nosotros dos temiendo una frase que afortunadamente no vino aunque la sintiésemos engordar como la gota en el techo y ni él ni yo un búcaro donde poder guardarla, volviéndose pesada, sosteniéndose a duras penas, disminuyendo, desapareciendo qué alivio y en lugar de la frase la memoria de un pendiente que uno de nosotros apartó
—Déjanos
su temor a que me cayese en el pozo o el caballo en la argolla llegase a lesionarme, un tipo con corbata sin importancia, ridículo, preocupado por el nieto del patrón como si fuese su hijo, vaya, provisto de frutos que a primera vista se me figuraban verdes, arrancados del árbol con la prisa de quien roba, debe de haber dilapidado el sueldo entero para llegar aquí que no sé dónde queda, más allá de la frontera tal vez, ni un viento que yo conozca, ni un eco que entienda, rejas y rejas, el ayudante del administrador y yo callados con las ciruelas en medio, él mirando el grifo y yo mirando nada recelando de que la gota decidiese quién sabe por qué capricho volver a existir, la gota, el pendiente, las horquillas, mi madre entrando o saliendo del granero y mi padre en las escaleras desviándose para darle paso incapaz de enfadarse, creí distinguir el perfume de los baúles en la ropa del ayudante del administrador y me equivoqué, solo el olor de fondo de armario de la chaqueta, ganas de preguntarle por el tractor averiado, la segadora, los milanos, me apetecía que se fuese y me dejase en paz y en vez de eso aquel payaso tieso en los plátanos reteniendo dentro de sí lo que no me interesaba en absoluto
(¿no me interesaba en absoluto?)
quédese tranquilo que no me caigo en el pozo ni el caballo me hace daño, ningún milano aguarda a que me venga abajo desde un peñasco para desgarrarme con el pico, ninguna fregona se me introduce entre las piernas
—Tú pareces estar en todas partes
no soy una gaviota en la bajamar del Tajo volviéndose despacio y siguiendo hasta la desembocadura adonde me llevaba mi abuelo en el barco de pasajeros afirmándome a pesar de las marcas de mi madre tan cerca las unas de las otras que la misma marca siempre
—Eres un hombre, muchacho
de manera que nosotros dos unos hombres juntos y yo sin miedo al río, creo que no se acuerda de las garzas, señor
—No se acuerda de las garzas, ¿no?
mi abuelo fumando junto a la chabola
—¿Garzas?
y sin embargo yo me acuerdo, la cantidad de episodios que usted perdió con los años sin hablar de la hacienda, Trafaria, ¿recuerda?, el pontón del que se retiraban las olas para avanzar de nuevo así como yo avanzo hacia el ayudante del administrador bajo los árboles del patio
—Espere ahí
sin que un brazo me coja del hombro y me magulle
—¿Adonde crees que vas?
y tantos huesos en aquel sitio, no uno o dos como yo esperaba, centenares rompiéndome la piel, lo que mi abuelo llamaba Lisboa temblando al revés en el otro extremo del agua de manera que casas
(—¿No es tan grande el mundo?)
transformándose en manchas que se superponían en el interior de escamas de luz y las olas, como el órgano al visitar a la madrina de mi madre, ora dificultad en respirar ora sonido y cuando sonido la dificultad en respirar lo acompañaba en una agonía aguda, casas también en Trafaria, es decir, míseras construcciones sumergidas en la tierra y una mujer pelando patatas junto a la orla de la margen, si los buscase no encontraría al administrador ni al mulo, encontraría a mi abuelo tirando de los pantalones hacia arriba porque la tiroides lo hizo adelgazar, un motor invisible fallando, arrancando, fallando detrás de una duna
(estoy repitiendo lo que escribí hace rato y no era nada de esto lo que yo)
un par de hindúes
(quería decir)
con un canasto recogiendo basura después de volcarla conversando entre sí, o sea el mayor hablaba y el pequeño
(¿su madre marcaría el umbral también?)
se agachaba y se la entregaba
(no era nada de esto lo que yo quería decir)
un fondo de cajón, un pedazo de re
(decir)
gadera, lo que quería decir y no puedo, ayúdenme, la vida difícil para mí, créanme, puede que yo no sea una lumbrera pero siempre se puede echar un cable aunque solo sea por pena, voy a intentarlo pese a que estáis ocupados susurrándoos unos a otros y señalándome con los paraguas, el dedo, los sombreros
—¿De quién es hijo aquel?
y el caballo que no para entre la hacienda y el pueblo, el tintineo de los estribos o unos cascabeles cualesquiera, no importa, mi padre espiando el granero, esperando en las escaleras, pidiendo
—Quédate conmigo
y mi madre limpiando la encimera de la cocina
—Qué vida
no, mi madre contando el dinero y las facturas sin pagar
—Qué vida
no, mi madre mirándose sumando pecas
—Ya no soy nada ahora
y reparando en mí y corriendo hacia la cama
—Suéltame
para abrazarse a la almohada, qué nos ha ocurrido madrecita
(madrecita, qué estupidez)
por qué seremos así, gracias a Dios que el trigo ha crecido bien este año, gracias a Dios nosotros ricos y qué importa perder un pendiente si usted tiene estupendos pendientes, gargantillas, anillos engastados, olvide la almohada que estamos bien, no nos hace falta nada, lo que yo quería decir y no puedo, ayúdenme y los retratos, vaya, ayudándome
—Es el que va a quedarse con todo esto para mandar y salvarnos
lo que quiero decir son los plátanos, el patio, los despachos de los médicos, lo que quiero decir es que no es el ayudante del administrador, claro que no es el ayudante del administrador, no existe ningún ayudante del administrador, es mi abuelo a mi espera intentando que gire el grifo, dejando de intentar que gire
—No puedo
mi abuelo no
—Idiota
orgulloso de mí
—Eres un hombre, muchacho
los dos en el vértice del pontón con él mostrando lo que llamaba Lisboa y Lisboa la sierra o el pueblo, poco importa, al revés en la otra orilla del agua transformándose en manchas que se superponían en el interior de escamas de luz, mi abuelo subiéndose los pantalones porque se puso delgado debido a la tiroides preguntando orgulloso
—¿No es tan grande el mundo?
el mundo entero que le pertenecía y ya ahora, si no le importa, agárreme por la muñeca, ordene
—Ven aquí
y lléveme con usted lejos de los hombres del automóvil que no se atreven, lo respetan, es el patrón, camino a casa.