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ME visitan un domingo al mes en el que habrá sido un jardín con una fuente de piedra sin agua, rejas alrededor simulando no ser rejas, después de las rejas un muro
(¿para qué?)
la ventana de la habitación donde duermo rejas también y ahí están mi padre, mi madre con las horquillas y los pendientes en su sitio, mi hermano, mi abuelo, se quedan hablando conmigo de una cosa y de otra una hora o dos
(después lo explico mejor)
y se marchan supongo que por el mismo camino por el cual me trajeron los hombres, iguales a los que sirven la cena en el comedor retirando los platos de un carrito de aluminio torcido por los años, una carretera que no pasa por la laguna ni por la frontera, les pregunté
—¿Creen que hay ranas más grandes que nosotros?
y ellos callados, es decir, uno de los hombres me dio una palmada en el hombro
—No te preocupes por las ranas
y no obstante juraría que les distinguía el sonido, la carretera se transformó en calles, edificios y personas que no están en los retratos, parientes de otros, no míos, aunque me pareciera que a veces un caballo al galope en el que mi familia no reparaba, hablando sobre mí con la mano delante de la boca creyendo que yo no veía, mi madre más párpados que ojos examinándome el cuello como mi abuela a los conejos
—Has adelgazado
trayéndome confituras con la tapa cubierta por un pañito a cuadros atado con una cuerda, mi padre encendiéndole el puro a mi abuelo, con la mano ahuecada a pesar de la falta de viento, el mechero tardaba en funcionar hasta que mi abuelo se impacientaba
—Déjame a mí
y al segundo intento una llamita amarilla seguida de un humo azul y el olor del despacho de la hacienda otra vez, allí estaban el escritorio, los papeles, una rosca de hierro sujetando facturas, mi abuelo le devolvía el mechero a mi padre, mi padre intentaba repetir el milagro, fallaba siempre y lo sepultaba como castigo en lo más profundo del bolsillo, donde una agitación de llaves y calderilla o solo llaves o solo calderilla, no lo sé, mi hermano observando el jardín e intentando abrir el grifo atascado de la fuente y desistiendo del grifo para merodear al azar
(¿qué hizo en su vida salvo merodear al azar?)
más allá de los bancales deshechos gatos tumbados en la lata de sobras de la cocina y algún que otro olmo cuyas hojas, que todos los años vi brotar en la hacienda, empezaban a morirse, mi abuelo asomó entre las brumas del puro para darme sujeto entre los dedos un paquete de té con un lacito
—Tu abuela te manda esto
e imaginé a mi abuela preparando el paquete sobre la manta de las rodillas, errando y recomenzando con una tenacidad lenta hasta que le preguntaba a mi abuelo haciendo girar el envoltorio hacia la derecha y hacia la izquierda
—¿Ha quedado bonito así?
con un anillito para sostenerlo con el meñique
—No lo arrugues
ella que pese a su vejez y con necesidad de cambiar de gafas así como necesitaba cambiar casi todo, el corazón, el páncreas, la memoria, exigía que la peinasen todos los días y la perfumasen con un frasco provisto de una especie de pera que impregnaba la habitación con un relente de la edad de los muebles o sea un poquito de aceite de cedro y un poquito de moho, el armario y la cómoda venidos de edades que conocían las fotografías y yo no, el espejo que solo servía de espejo fuera de las manchas amarillas del cristal haciendo del mundo una especie de enigma al que le faltaban piezas así como a mi abuela le faltaban unos cuantos episodios, fruncía el ceño buscando
—¿Será el baile de la verbena?
y como no era el baile de la verbena
—No me acuerdo
con el mentón durmiéndosele en el pecho, cuando muera no muere casi nada con ella dado que falleció al poco tiempo hasta que quedaron pequeños recuerdos difusos, instantes de la primera comunión
(—No masticar la hostia ni doblarla en el paladar para no lastimar a Jesús)
una música de templete no recordaba en qué momento ni dónde, recordaba el guante izquierdo defectuoso en el anular y mi abuela convencida de que lo notaba toda la gente, doblaba el anular, lo escondía y las señoras de edad en las sillas apoyadas en los arbustos inclinándose unas a otras escandalizadas
—Qué feo
el médico de cuando tuvo anginas examinándole la boca con una cuchara
—No me empujes, chiquilla
la garganta casi contrayéndose en arcadas y el médico demasiado cerca, se le veía la barba mal afeitada y un diente cariado, marrón, ordenando
—Di ah
mi abuela luchando con la cuchara que bien la vi en las partes no amarillas del espejo, no comprendo bien si una chica con suéter de algodón o una muchacha con vestido largo y el guante defectuoso en el anular, un domingo la trajeron a visitarme y se quedó en el taxi envuelta en la manta, mucho más pequeña que en el sillón de casa, observando los bancales y la fuente y llamándome Jaime a mí que no me llamo Jaime, mi padre inquieto
—No quiero la ventana abierta mucho tiempo si no tu abuela se constipa
y allí se quedó empequeñeciéndose en el asiento y diciendo
—Ah
ante el médico armado de un hisopo terrible, quién ha dicho que no había ranas del tamaño de las personas, bien las oigo al compás de la laguna y dentro de mí la luz de la mañana en la hacienda alegrando la cocina, cómo brillaban los cobres, Dios santo, sin mencionar los azulejos, los platos y cosas en las que no había reparado
(unas chanclas junto a la troj)
existiendo de repente, incluso desde la ventanilla del taxi cerrada mi abuela
—Jaime
mi abuelo intrigándose
—¿Jaime?
y las ranas, aunque no crean en mí y no creen en mí, sin descanso, si una de ellas viniese aquí pegaría un saltito y nos devoraría, tal vez quedase mi hermano a vueltas con el grifo sin reparar en nuestro relieve en la tráquea del animal, mi madre tranquilizando a mi abuelo
(hay momentos en que me gustaría estar en casa de nuevo y no solo por el brillo de los cobres, no voy a contar por qué, yo me entiendo, puede parecer extraño pero echo en falta hasta a las comadrejas, las piedras que les tiré sin acertar a ninguna)
—Le ha dado por la brujería no haga caso
que repetía
—Jaime
desconfiado, sin hacer caso al puro, seguro que por la noche va a revolver los cajones en busca de prendas, flores secas, conchas, indicios que lo hagan desplomarse en el sofá, con la mano en el pecho, implorando con gestos una copa de vino, mi abuelo bajando la ventanilla del taxi indiferente a mi madre
(ya que hablamos de taxis el ayudante del administrador me hizo un coche de madera, no, dos, y yo tumbado en la alfombra estropeando la tarima con ellos)
—¿Qué Jaime?
tuvo un primer mulo que falleció en el momento en que empecé a andar y se vieron obligados a doblarle las patas con un martillo para sepultarlo y que no quedase nada fuera llamando la atención de los tejones y avivando la nostalgia, no se me olvidan los ojos del animal abiertos, no se me olvidan las moscas, mi abuela sorprendida consigo misma
—¿Jaime?
así como no se me olvida el ruido de la tierra en la barriga hinchada y mi abuelo vibrando a cada golpe de pala, en verano, cuando no le dolía la columna, paseaba por la hacienda y después, ya se sabe, una vértebra fuera de sitio, lo acostábamos en la cama con un cojín en la espalda entristeciéndose con el periódico, mi padre lo criticaba
—¿Cree que aún tiene huesos para andar a la carrera, señor?
mi hermano logró desatascar el grifo y ni una gota de muestra que este es un lugar sin vida donde se respira mal a causa de los limos de la laguna ignoro si al norte o al sur
(incluso en momentos de incredulidad, afortunadamente raros, casi admito que no había laguna)
abrumándome con resuellos turbios, mi abuela con el guante defectuoso en el anular
—¿Jaime?
observando a mi abuelo pasmada, deben de haberse conocido en días mejores, sin manta en las rodillas y vértebras firmes en su sitio, mi padre subió la ventanilla del taxi
(tres tucanes, poco le faltaba para mencionar a los tucanes gritando muy alto, mi madre sin creer en mí, con la mano a modo de visera en la frente
—Qué disparate, tucanes)
mi abuela bailoteando allí dentro
—¿Usted quiere matarla?
con su Jaime en una zona del entendimiento a la que nadie tenía acceso bajo capas y más capas de nombres más recientes perdidos también, si la llamase
—Abuela
una pieza cualquiera, secundaria, comenzaba a roerle los interiores y eso se notaba por los movimientos de la boca, o sea mi abuela intentando escaparse de la cuchara del médico pidiendo auxilio a la indiferencia de las cosas, tan egoístas los objetos, conscientes de que acabarán, sin nadie que a su vez los ayude, deteriorándose solos
(¿será eso lo que se llama muerte?)
en el desván y una camioneta los transportará un día desconozco adonde con un par de manijas aún capaces de abrir
—Aún somos capaces de abrir
y una vez abiertas mostrando polillas y garrafones sucios de modo que seguras de su futuro qué obligación tienen las cosas (cajas de sombreros, tarros de caramelos, bibelots que no se dan por encontrados para durar más)
de echar una manita mientras la madre de mi abuela le sujetaba la cabeza
—Está casi
apretándole la nuca contra su barriga y nada de estar casi, ni había comenzado, mi padre observando por la ventanilla del taxi confirmaba que respiraba y realmente el collar subía y bajaba a una prisa sin ritmo, mi abuelo la miraba como al mulo creía que no lo veíamos y le ponía el brazo en el hombro, mi padre no se acercaba a mi madre, se quedaba oyendo los ruidos de la casa o sea el silencio en el que los ruidos se esconden, los perros buscaban en el patio, en un movimiento descendente de tornillo, la mejor postura para dormir, los hombres del automóvil avisaron a mi familia que la visita había acabado y de inmediato las ranas de vuelta croando o si no los ahogados de la laguna o si no el miedo a perder a mis padres, el recuerdo de los animales invadiendo la madera tan viva en mí que me aflige dejarla, mi familia de regreso a la hacienda con mi padre ayudando a mi abuela a enderezarse en el asiento del taxi
(¿quién habrá pagado el taxi?)
—¿Qué hacienda?
y yo un conejo a quien el golpe en la nuca le impedía agitarse, estoy seguro de que una taza estremeciéndose en un plato, baúles en el piso de arriba en los que doblaban ropa, mi abuelo cruzándose conmigo
—Idiota
mi madre subiendo las escaleras sin las horquillas del pelo y un pendiente que le faltaba y por consiguiente todo en orden, la vida exactamente como era y que lo
—¿Qué hacienda?
había abandonado, no intenten confundirme, no pueden, tengo la casa, los retratos, las criadas de la cocina, lo que fui juntando a lo largo de los años como el administrador y la hija del administrador guardados en mi habitación donde no pueden robármelos y el viento, amigos, sobre todo el viento atormentándome y supongo cuánto atormentaría a los soldados de Francia y a sus cruces caídas, les prohíbo que me quiten lo que me pertenece, lo que fabriqué palmo a palmo para defenderme de ustedes, esta extensión de maíz, esta cebada, estas cabras, lo que podría decirles acerca del viento que doblaba el granero y el depósito de agua y barajaba los árboles
—¿Qué hacienda?
una pregunta tan injusta para mí que la construí solo a escondidas de todos cuando tenía la certidumbre de que dormían y quizá despiertos espiándome, una cansera con la sierra, la laguna, el pomar, gallinas hechas a lápiz una a una, cada pluma, cada pico, cada color yo que solo concebía el gris y el blanco y los inventé a duras penas, las arrastré hasta el gallinero golpeando palmas y encajé el ganchito de la vega en el clavo, por qué razón quieren quedarse con lo que tengo y pretenden que yo sin nada como ustedes sin nada en este piso que da a una calle con moreras desmayadas con un café a un lado y una carnicería al otro, ustedes que no saben de los postigos del pueblo y del rumor del trigo
(¿sabré algo del rumor del trigo?)
mi madre a mi padre
—¿Aún te duele?
por su vesícula, iba a la consulta, venía de la consulta, no mejoraba nunca con la mano desconfiada debajo de las costillas
—¿Quién me asegura que esto no es un cáncer?
y una especie de pavor en los ojos, quédese tranquilo que lo pongo junto a los soldados de Francia donde lo que queda de las personas se transforma en un instante en hierba y la hierba hablando de noche de manera que si quiere hablo con usted, lo escucho pero un nudo de silencio entre nosotros, mi hermano escribiendo esta historia y mi abuelo contando el dinero de la jubilación, guardándolo en el sobre y sacándolo del sobre para contarlo otra vez comparándolo con el impreso y aunque esté seguro
—Ladrones
acercarme a mi abuela, susurrarle al oído
—Jaime
y asistir a su agitación y a los desarreglos de la manta, lo que yo sería capaz de decir sobre el viento, explíqueles quién era Jaime, abuela, no se haga la que no sabe, las tarjetas postales en el doble fondo del escritorio, el reverso escrito deprisa voy a casarme disculpa, mi abuelo entregándole el sobre a mi padre que aceptaba un vaso de agua y un comprimido entre el pulgar y el índice y se quedaba observándolo sin esperanza
—Qué miseria
no, mi padre soltando al caballo de la argolla, desapareciendo al galope y mi hermano que sigue escribiendo, una tarde le pregunté
—Eres tú quien escribe esto, ¿no?
y el bolígrafo inmóvil mirándome, mi propio hermano al que hice inclinarse por caridad en el pozo a fin de que supiese quién era y nada en el fango ya que no existes en la hacienda, ¿entiendes?, existes en la mesa del comedor
(comedor, vaya pretensión)
corrigiendo páginas enteras, desesperándose con el libro
—¿Qué significa esto?
y no significa nada de nada, fallecimos hace ya tiempo aunque parezcamos vivos y si parecemos vivos es porque hago con ustedes lo que les hice a las gallinas, unas gotitas de azul, unas gotitas de verde, el esfuerzo que me obliga a esto y la paga que recibo es un domingo al mes, conversaciones que piensan que no oigo y hago como que no oigo
—¿Estará mejor el pobre?
qué ausencia a mi alrededor y qué fragmentos de voces son estos cuyo sentido no comprendo, si me abrazasen me negaría indignado y no obstante abrácenme, hay momentos, no quiero exagerar y no obstante hay momentos en que, no interesa, adelante, mi abuelo
—Qué miseria
acordándose del sobre de la jubilación y en el doble fondo del escritorio me voy a casar disculpa a una mujer con una manta sobre las rodillas que no se acordaba del casamiento ni de tarjeta postal alguna, a lo sumo un tipo cuyas facciones había perdido, en una escalera casi sin luz, sonriéndole, la puerta de la calle golpeándose y ella disolviéndose en la pared, espalda, brazos, manos, hasta quedar la boca que la pared igualmente disolvió y mi abuelo, también sin cara, con albornoz, respetuoso
—Mademoiselle
mostrando cajas de botones del otro lado del mostrador, al menos conmigo era rico y mandaba en la hacienda, si ahora me acerco a la ventana no veo a mi madre entrando en el granero, veo edificios y calles y personas pero imprecisos, mudos, ni un milano en el cielo, unos gorriones y seguro que el ayudante del administrador aguzando la caña a nuestra espera y la sombra del pueblo creciendo con la tarde, no hay escritorios en la sala de mi abuela, hay la silla, la mesa camilla y la taza de té en el plato, ni rastro de Jaime, claro, mi abuelo, ya lo he dicho, la conoció matando conejos en la parte trasera junto a unas plantas de verduras y la casa de la hacienda enorme de nuevo, el centeno crecido, el tractor que marchaba y si mi hermano escribiera la verdad tendrían que leer todo esto, no exa, no exagero, es así, la hija del administrador, por ejemplo, que me agarró por la muñeca
—Ven aquí
como si ella mi abuelo o mi padre y en el granero la bombilla junto al techo en aquellas vigas en las que la falta de tejas se compensa con pedazos de cartón, debajo de la bombilla sacos y paja, el carro al que le faltaba un varal, no sé por qué un maniquí de sastre que era un busto de mujer sin cabeza ni brazos ni piernas, encajado en un cilindro de madera que había perdido el barniz y yo oyendo a los árboles y el paso del mulo en el que mi abuelo dirigía las cosechas o guiaba los charcos de la lluvia, la sensación de que el mulo se paraba a observarme y mi abuelo y el administrador con él, una tórtola desapareció graznando y por tanto tal vez no una tórtola, otro pájaro visto que no faltan pájaros aquí, he mencionado los tucanes y los milanos y podría continuar la lista con tordos, grajas, cuervos, llegué a tener un cuervo al que le corté las alas y se paseaba por el suelo de la cocina mordiendo a las criadas con una rabia tenaz, acabé soltándolo en el porche o alguien que no yo
(no fui yo)
lo soltó en el porche y uno de los perros vino mansamente y se lo llevó, retorciéndose primero e inerte después, exactamente lo que me ocurrirá una de estas mañanas cuando el mundo a mi alrededor aún no esté nítido sino turbio, cansándose de mí, cuántas veces me desperté a esas horas pensando
—¿Quién soy yo?
y en lugar de una respuesta la lividez del silencio y un esbozo de muebles de los que no reconozco la forma ni el olor, la certidumbre de que solo me pertenece parte del cuerpo, una fracción de cara, una fracción de gestos parecidos al desorden del cuervo que arrastraba el perro, le vi el pico un momento en el que suponía un grito y no un grito, un arrullo que se acalló y dejaré de ver el pico en cuanto los hombres del automóvil vengan a buscarme para una de esas inyecciones con que nos desembarazan de la vida y queda de mí, como del cuervo, una garra pero pendiente, oblicua, en el intento inútil de seguir respirando, el granero con la bombilla junto al techo, aquella tórtola perdida y bajo la tórtola la hija del administrador y yo, tan huérfanos, el mulo casi ciego reuniéndose con nosotros con pasitos indecisos, mi abuelo
—Cualquier día cojo la escopeta y acabo con él
yo imaginando un tiro y el mulo vacilando de pie o arrodillándose sin prisa casi agradecido creo yo, casi en paz, con las crines despobladas y las ancas puntiagudas, hasta en el pescuezo se distinguían las vértebras como las mías durante la inyección, también de rodillas mirándolos, la hacienda esfumándose alrededor y tal vez yo
—Jaime
pensando en la tarjeta postal del escritorio, voy a casarme disculpa, con la idea de que no se la mandaron a mi abuela sino a mí, yo un conejo desnudo que no acaricia ninguna palma, mi cabeza minúscula, mi pecho quieto, uno de los hombres del automóvil
—Ha muerto
y aseguro que no he muerto, los oigo en un punto que no sé dónde queda, ora distante ora próximo, ora dentro de mí y después dentro de mí mucho tiempo apagándome mientras el día devuelve el cuerpo que me falta y me lo quita enseguida y el viento
(¡el viento!)
arrojándome contra los postigos del pueblo hasta crucificarme en un peldaño, mi madre
—Pobre
no, mi madre callada, cuando la puerta de la calle se cerró ni la boca de mi abuela quedaba en la pared así como ni mi boca quedará en la hacienda, el mulo de rodillas desplomándose por fin, es decir, no propiamente desplomándose, casi desplomándose por fin, la mandíbula sujeta por un pequeño tendón que cede, uno de los hombres del automóvil señalándome el mentón
—Ni la mandíbula aguanta
y al contrario de lo que yo pensaba no el día alrededor, me acuerdo de una fuente, un bancal, Jaime que salió dando un
portazo y zapatos que iban calle abajo, en el granero ni un pájaro ahora, yo y mi hermano escribiendo esto sin que pueda detenerlo, la hija del administrador
—Espere
pegándome restos de paja en la camisa, en los pantalones, y desordenándome el pelo
—Puede marcharse, muchacho
mientras la tórtola de nuevo y esta vez una tórtola auténtica, con cola y gemidos de zapato mojado, no tierna como las tórtolas de cerámica, asustada y violenta, equivocándose en el palomar que mi abuelo aún no había destruido, una especie de templete o pagoda china con adornos metálicos, chocando con los adornos en su intento de huir y el zapato mojado que multiplica protestas, animales menudos hirviendo en los sacos, llenos de antenas y de patas, manchitas de sol iban y venían desde arriba o amenazaban con caerse sobre nosotros, una columna de hormigas empujaba granos de trigo hacia un orificio minúsculo y la sonrisa de Jaime creciendo en las escaleras, al mulo acostado le crecía y decrecía la barriga y el resto de él quieto, mi abuelo al administrador
—Dispárale en la cabeza
y el administrador, sin aceptar la escopeta, mirando al mulo, mirándome, la hija con la cara oculta entre las manos moviendo los hombros arriba y abajo y no solamente los hombros, la cintura, la espalda, yo pensando
—¿Qué hago ahora?
mientras que ella con un pañuelo contra la nariz para ahogar los sollozos
—No soy menos que las otras, ¿no?
me parecía que el caballo de vuelta por el tintineo de los estribos y finalmente un tiro, ignoro si mi abuelo o el administrador y el pecho de Jaime, el pecho del mulo quieto de golpe, la hija del administrador
—No tome a mal que quiera quedarme sola, muchacho
el viento a la carrera al final de la parra
(el resto de la hacienda tranquila)
y las criadas de la cocina sorprendidas al ver sacudirme la paja, en cuántas ocasiones me pregunté a qué olía el viento, en cierto momento olía a pomar, en otros al perfume de los arcones del desván, en otras a mi cuerpo que se crucificaba en la cerca
(fue mi hermano quien escribió estas páginas mucho más despacio de cómo ocurrió todo en realidad, no fui yo quien lo dijo)
la hija del administrador que yo sería capaz de, no, no sería capaz de, ni soñarlo, que me daba una especie de pena, expresión errónea, hermano, una indiferencia indulgente, tampoco, un sentimiento en relación con ella que no logro expresar, aquellos ojos en agonía, aquellas pantuflas de hombre, el cuerpo desmadejado cerca de la leña del fogón, separada de las otras criadas a quienes nunca vi que las cogiera el administrador por la muñeca
—Ven aquí
pasaba sin detenerse en el lavadero o en el gallinero o en el tendedero con algo en uno de los tobillos que temblaba antes de afirmarse en el suelo, parecido al mulo, orientándose por el olor como los restantes animales palpando el silencio con las narices, de madrugada lo encontraba dando vueltas por el patio apoyándose en el depósito de agua quizá con la esperanza de que la mujer volviese porque existen difuntos que regresan, la hija venía a llamarlo y él al principio alegre y decepcionado después
—No era a ti a quien yo quería
fue mi abuela quien me enseñó el doble fondo del escritorio, dijo
—Pulsa el botón de nácar roto
y surgía un cajón por debajo del último cajón, le dejé las tarjetas postales sobre la manta mientras ella en un susurro
—No les digas nada a los demás, es un secreto nuestro
no observándolas, solo acariciándolas, pasando la palma despacio como lo hacía con los conejos, mandándome guardarlas y al guardarlas un portazo mostrando y ocultando una sonrisa y mi abuela respondiendo con una sonrisa a la sonrisa, es decir, no al hombre, al recuerdo del hombre y a episodios que yo no adivinaba cuáles eran, mi padre bajando de la habitación de los baúles, bien que lo sentía a mi izquierda, cerca de la alacena que en el otoño no cesa de moverse poseída por los dolores de la polilla, se pasma delante de tanto frenesí mientras los vasos y los cerrojos entrechocan, la casa de la hacienda una vida que no obedece ni a mi abuelo, él a quien todo lo obedece, fotografías, paredes, tarima, las criadas de la cocina alarmadas
—¿Qué tiene hoy la casa?
mi familia traspuso el portón y uno de los hombres que me trajo burlándose de mí
—Allá van ellos a la hacienda
donde la casa viva sin mi presencia, los milanos, las cabras y los parientes de los retratos a mi busca en los callejones
—¿Qué ha sido de él?
mi hermano escribiendo callejones y mi abuelo contando y volviendo a contar el dinero de la jubilación, deteniéndose en un billete creyendo que se le ha pegado otro encima, intentando separarlos con la uña y al final solo un billete
—Ladrones
entregándoselos a mi madre que los escondía en una bolsa dentro de la panera para los gastos del mes
(no comprendo por qué la casa se mueve, qué le ocurre, qué pensamientos, qué ideas, qué habrá en el cemento que no para de sufrir y por qué razón el carácter de las cosas cambiará tantas veces, se llenan de asperezas, nos persiguen, nos lastiman y en otros momentos retroceden para permitir que pasemos, tengo la certidumbre de que si quisiesen nos aplas)
junto con el sueldo de mi padre
(tarían entre dos mesas, dos rinconeras, dos arcones con alcanfor, ganas de prevenir a mi madre acerca de los baúles
—Tenga cuidado se)
y las monedas que mi hermano le entregaba de vez en cuando por favor con una mueca de fastidio
(ñora
ella para quien los objetos no poseían malicia, doblando la ropa, con una liviandad insensata, creía en la serenidad de las nubes y en la inocencia del pomar sin advertir la crueldad de los árboles que sofocan a los pájaros o los entregan a las le)
mirándome de reojo
—Este no hace nada
(chuzas, a los te)
y además de los sueldos las facturas sin pagar aumen
(jones o a la perra de mi abuelo que se despedía de la jubilación
—Fíjense qué miseria
durmiendo en la silla de paja que adquiría cada vez más la forma de su cuerpo, qué curioso cómo las sillas acaban aceptándonos sin protestas, envejeciendo con nosotros)
tando, de vez en cuando mi padre descolgaba el cuadro del naufragio que representaba un barco a vela deshaciéndose en las rocas y marineros con suéteres a rayas gesticulando de horror y sin el cuadro los defectos del revoque enormes, como quien no quiere la cosa un día de estos el piso se nos cae encima, llevaba unos billetes no sé dónde y los acumulaba en la bolsa dentro de la panera, semanas después regresaba con el cuadro envuelto en papel pardusco, lo volvía a colgar y casi ningún defecto, el piso nuestro qué alivio
(uno de los marineros con barba y una mujer con un niño en brazos alzando una de las manos al cielo donde flotaban pedazos de amurada y restos de vela, lo heredaron de una pri)
solo una gota marrón de óxido, venida de un sitio misterioso en el techo que caía en el mantel, colocábamos un bolígrafo en la vertical de la gota y el óxido allí dentro, a intervalos regulares, salpicando los platos
(ma que se me pegaba a la nariz con un tono de censura respirándome encima no exactamente aire, papeles viejos
—Este no se parece a ninguno de vosotros
y los papeles ofendidos, durante años mi madre contó que había heredado de ella su juego de plata de alpaca o la navaja
sevillana del aparador pero solo al cuadro se le empezó a descascarillar la pintura, olas enormes, negras, espuma negra, gritos, la impresión de que el marinero con barba nos pedía ayuda cuando nos callábamos y el niño sollozaba en voz alta, un olor a océano que podía venir de un vecino y no venía, era nuestro
—Este no se parece a nadie
y aunque no me pareciese a nadie yo igualmente de ustedes, pertenecía a aquel revoque y a aquellas ventanas que no nos aislaban y las personas que me miraban en la calle se callaban esperando a que siguiese andando para conversar entre ellas, durante el almuerzo mi madre iba frunciendo el ceño de enfado hasta quitarle el tenedor a mi abuelo
—¿No se cansa de comer, señor?
y él sin ánimo de responder, con la servilleta al cuello, ¿adonde fue a buscar tanta hambre, Dios mío?)
la hija del administrador señalando la segadora, el porche, el caballo que tiraba de la argolla, se divisaban chimeneas, tejados, un tipo con una azada trabajando en una huerta
—¿Ustedes no viven aquí?
cargando leña para el fogón y tambaleándose bajo el peso
(¿cómo se podía avistar a un tipo en una huerta estando el pueblo tan lejos?)
si pudiese mostrarle el cuadro del naufragio y ella oyese al niño, la alianza de mi madre cada vez más suelta en el dedo y ningún ayudante del administrador aguzando cañitas, la calle terminaba en un muro junto a una choza abandonada, sin puerta, con mantas y ollas en el suelo, palomas no gordas, delgadas, escogiendo sobras difíciles de comer, creo yo, con tanta basura en el estómago, una muchacha paría en la choza resollando y nunca más olvidé su expresión, mi padre subiendo las escaleras de vuelta del trabajo arrastrando el mundo y no comprendíamos que mi abuela siguiese viva, de vez en cuando una contracción de los codos, una pausa, nosotros pendientes de la pausa y ella enderezando la cabeza sin dejar de existir porque toses, murmullos, un
—Jaime
inesperado, mi madre
—¿Jaime?
y en esa ocasión no un murmullo, palabras que se atropellaban, la hija del administrador
—¿Estás seguro de que no estás burlándote de mí, muchacho?
pariendo sola en la choza y la expresión que nunca más olvidé semejante a la de un cabrito antes de caer del peñasco cuando falló la primera pata, falló la segunda pata y los ojos, amigos, que no se quejaban, no pedían, solo un adiós, mi madre
—¿Jaime?
por no saber nada del doble fondo y de las tarjetas postales, de un hombre bajando las escaleras
—Perdona
y el viento de la hacienda
(había puesto quinta, lo corregí)
en el cuadro del naufragio, tanto trigo inclinado, tanto manzano rasgándose y el hombre desapareciendo en la calle, si la hija del administrador me hiciese compañía con la brazada de leña y no pienso en intimidades, pienso en ella aquí
—¿Estás seguro de que no estás burlándote de mí, muchacho?
entre mantas y pedazos de periódico en la choza con latas vacías, creo que no me molestaría que los hombres del automóvil me mandasen acostarme entre personas acostadas, pienso en mi abuelo no contando el dinero, despreciándome
—Idiota
y al administrador aprobándolo, el pozo donde mi cara se acerca a mí
—Este no se parece a nadie
y este que no se parece a nadie un cabrito, prima, que destrozaron los milanos, observe mi hígado, mis tripas, lo que queda de los músculos, la hija del administrador
—Muchacho
solo unas hebras de paja en la camisa, en los pantalones, solo
solo un marinero con suéter a rayas que la próxima ola borrará del cuadro, mi madre a mi padre
—Seguro que el encargado de los empeños se quedó con un grumete
y yo en la choza con la hija del administrador a la
yo en la choza con la hija del administrador a la espera y en esto un dedo suyo en mi mejilla
—Muchacho
solo un dedo suyo en mi mejilla
—Muchacho
y en el cuadro del naufragio, entre los manzanos en desorden
(no latas vacías)
el perfume de baúles creciendo para mí.