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¿DE dónde me vendrá la impresión de que a la casa, aunque está igual, le falta casi todo? Las habitaciones son las mismas con los mismos muebles y los mismos cuadros y no obstante no era así, no era esto, fotografías antiguas en lugar de mi madre, de mi padre, de las criadas de la cocina, y de la tos de mi abuelo rigiendo el mundo, no su presencia, no órdenes, la tos, un pañuelo le salía del bolsillo y le desordenaba el bigote, mi padre sujetaba el caballo a la argolla y después solo el rumor de la hierba que sí se mantiene, aunque seco y duro hasta después de la lluvia, en el balcón los campos que conozco y no conozco, la hilera de cipreses que llevaba al portón y más allá del portón con uno de los pilares caído los alcornoques y el trigo, el pueblo cada vez más distante donde las luces acentúan la oscuridad, un sitio de difuntos en cuyas calles cabalgaba abrazado a mi padre, asustado por los postigos vacíos y la certeza de que nos acechaban desde los alisos de la plaza en la época en que nada faltaba en casa, mi madre en el piso de arriba perfumando baúles, la taza de mi abuela en el plato y ella mirándome con ojos fijos de retrato que atravesaba generaciones venida de una merienda de mujeres con crenchas y caballeros con alzacuellos de celuloide y entonces yo pensaba si todo el mundo seguiría aquí trabando conversaciones que el reloj de péndulo ahogaba en su corazón pausado, una tarde encontré la taza y el plato en un rincón de la mesa camilla y la silla sin nadie, otra tarde los baúles del piso de arriba dejaron de oler, aunque en esa ocasión automóviles en el patio, hombres que me despeinaban con una lástima amigable
—El huérfano
mientras las criadas de la cocina amontonaban flores en la carretilla donde me dio la impresión de que el olor de los baúles se disipaba despacio, mi abuelo con corbata, él que no usaba corbata, usaba un botón de cobre que le cerraba el cuello y mi padre desprendiendo las riendas de la argolla, lo vi parado en una loma antes de cabalgar de nuevo, lo vieron desde el lado de fuera del cementerio observando las flores, pero lo que recuerdo mejor es un tordo en un ángel de escayola y la llovizna de octubre, gotas que no caían, cambiaban de posición bajo un cielo de borrajas, hombres con azadas, las cruces de los soldados que murieron en Francia en un arriate donde los arbustos crecían sin que los cortasen y se diría gimientes y mi padre a campo traviesa acosado por ladridos de perros y espantando gallinas, él que no hablaba con mi madre, no la saludaba siquiera, dormía en la habitación contigua a la cocina culpándola de la indiferencia de mi hermano, que sigue conmigo en esta casa en la que, aunque está igual, falta casi todo, las mismas escaleras, los jarrones, las cenefas, el caballo que no volvieron a montar y mi padre en el peldaño de la parte trasera, al atardecer, disparando sobre los conejos salvajes a medida que el pueblo empezaba a hervir de espectros y el moho de la ropa sustituía el perfume de los baúles, mi abuelo falleció años antes y nadie nos visitó excepto uno o dos hombres de su edad con un botón de cobre cerrándoles el cuello a los que a su vez nadie visitaba y empujarían sin flores hacia el cementerio que los tipos de las azadas abandonaron dejándonos en medio del trigo mustio y de la avena chamuscada y mi padre sin preocuparse por la avena, un extraño para mí como yo un extraño para él semejantes a los parientes de los retratos en lo que insisto en llamar casa por no encontrarle otro nombre, demasiado grande para nosotros con dos o tres palmeras y mi abuela
—El jardín
un hálito de pólvora subía de las cruces de los soldados cuando los habitantes del pueblo, finados hace muchos años, empezaron a rodearnos, en los meses de la revolución el ejército y los campesinos intentaron robarnos la casa
(la taza de mi abuela estremeciéndose en el plato, no mi abuela, la taza, mi abuela impasible en la silla)
quemando el granero, degollando a las aves de corral y rompiéndoles las patas a los borregos y a las vacas
(la taza sobre el plato, la taza sin cesar sobre el plato) mi madre escondida en el piso de arriba supongo que llorando como cuando mi padre
—¿Qué me habrá pasado por la cabeza para sacarte del fogón?
trabajaba en la cocina con las demás hasta que él camino del almacén
—Mañana mismo te llevas tus cosas al piso de arriba
y mi madre no entendiendo, entendiendo, obedeciendo y cargando una caja pequeña escaleras arriba mientras las compañeras la observaban calladas con celos o pena no lo sé, imaginándola entre baúles embarazada de mi hermano, de mí y después en un banquito a la espera, no me acuerdo de que nos hayamos tocado, me acuerdo del peine bajando por el pelo del mismo modo que recuerdo
(pero serán recuerdos o episodios que invento, probablemente no van más allá de episodios que invento)
a mi abuelo desafiando al ejército y a los campesinos y mi padre galopando con la escopeta, con el caballo erizado de un miedo que se le notaba en el sudor del cuello al mismo tiempo que derribaban la segadora y el depósito de agua, el depósito chorreando en el suelo y el caballo encabritándose en el chorro, una de las criadas de la cocina
—Los comunistas
que ocupaban haciendas y quintas venidos de la planicie donde las perdices revoloteaban gritando y yo imaginaba a mi madre en medio de ellas escabulléndose de mi padre
—Mañana mismo llevas tus cosas a mi habitación
una criada a quien mi abuelo, sin preocuparse por nosotros, agarraba por la muñeca
—Ven aquí
se encerraba con ella en la despensa con una avidez de canario y salía abrochándose el botón de cobre sin saber el nombre ni importarle la taza de mi abuela en el plato, los tucanes giraban en busca del viento de la frontera y nosotros entre los caballones de los surcos devastados en la casa en la que, aunque todo está igual, empezaba a faltarle algo, las personas de los retratos
—¿Y tú cuándo te vas a morir?
ofreciéndonos botellas de vino y una risa apagada, la sombra del peral nos anulaba los cuerpos antes de comenzar la noche, mi madre intentaba huir con la caja pequeña y mi padre empujándola con el caballo
—Adentro
como si ahuyentase a un animal, la única mujer que nos quedaba porque en la cocina había un silencio de abandono, las camas de las criadas sin hacer, los platos y los vasos en el fregadero sin una esponja que los limpiase y la casa en medio de las ruinas que dejaron los comunistas, ovejas y vacas que no tuvimos más remedio que sacrificar y nos observaban aceptando, pájaros
(no los tucanes de la laguna, no milanos, otros más gordos, mayores, rasgándoles la piel hinchada con las uñas y el pico)
un gato olisqueando una lata de no sé qué en el despacho y los baúles silenciosos por estar mi madre inmóvil allá arriba, pensando en qué, planeando qué, deseando qué, no sé quién era usted, señora, en una ocasión me cogió la cara, tuve miedo de que me diese un beso
—Ven aquí
y gracias a Dios no me dio un beso, me soltó disgustada conmigo, quién me asegura que no nació en el pueblo con los restantes espectros y no era más que un fantasma como ellos, una ausencia de ojos acechando desde los postigos o una amenaza persiguiéndonos desde la materia sin carne de que están hechas las tinieblas, de modo que no creo haber nacido de ella, mi hermano tal vez apostado delante de los marcos volviéndose retrato, no oyendo el reloj ni el viento en el maizal, es decir, las hojas amarillas ahora que aquí estamos solo nosotros dos, donde todo, aunque está igual, nos falta y en el sótano, en la bodega, en los arcos del parral me ocurre que siento una taza en un plato o un caballo tirando de una argolla y respirando con fuerza, alrededor los montes a la buena de Dios y la parte de granero que resiste en cuyo ángulo un tejón o una comadreja se escondían al mínimo sonido porque todo tenía miedo a todo en aquel desierto inmóvil, incluso los gritos de los tucanes repitiendo sin descanso lo que yo no entendía así como no entendí a mi padre cuando enfermó hace dos años y exigió que lo acostásemos en la cama del desván en la que nunca durmió y donde la ropa se colgaba de unos ganchos, había un Cristo de los que se compran en las ferias torcido en la pared, la tabla de planchar con una camisa de mi abuelo y mi padre a la camisa
—Váyase
mi padre
—Déjeme solo con ella
no con mi hermano ni conmigo, solo con ella, una palabra que se me escapó hasta acercarme a su boca, juraría que
—He vuelto
o no
—He vuelto
me equivoqué, seguía escapándome, seguiría escapándome, mi padre no era un Cristo de los que se compran en las ferias, era un hombre ordenándole a una criada de la cocina
—Mañana mismo te llevas tus cosas al piso de arriba
y la criada sin atreverse a desobedecer levantándose y alisándose la blusa incapaz de negarse
—Suélteme
mi madre con diecisiete o dieciocho años a lo sumo que se lavó llorando para él, se calzó para él, conteniendo las lágrimas se arregló para él, que vivió aquí antes que nosotros y no nos busca como las personas de la sala, nos olvidó y al olvidarnos dejamos de existir, no somos, no éramos, no llegamos a ser, mi madre no fue, yo no soy, mi hermano no es y pese a todo mi padre anunciándole
—He vuelto
como si ambos fuesen y nosotros no, el día del entierro observó el cementerio desde la verja y desapareció con los estribos tintineando contra los herrajes de las correas, mi padre a mi madre difunta
—Acuéstate aquí conmigo
de eso estoy seguro
—Acuéstate aquí conmigo
con el mismo tono de
—Mañana mismo llevas tus cosas al piso de arriba
una voz de desamparo acaso debida a la fiebre, acaso a la debilidad y más fuerte que la fiebre y la debilidad
—Acuéstate aquí conmigo
y nadie a su lado, usted solo, padre, y sin embargo buscando, sus manos sujetando lo que consideraba las manos de mi madre o las riendas que no había siguiendo a partir del cementerio camino al pueblo donde los espectros vivían desafiándolos con la fusta en alto
—No se escapen de mí
sin que le respondiesen porque no le importa usted a nadie, no pida
—No me dejes
al camisón y a las faldas de una muchacha que lo obedecía no por afecto, por miedo, y debía detestarlo igualmente por miedo, inerte a su vera oyendo el balanceo de los árboles en la noche y de la tierra que subía y bajaba a la par de las nubes, el trote del caballo rodeaba la casa y se detenía en el lugar en el que golpeaban a los cerdos dando la impresión de que la sangre del animal o de mi madre cuando nací continúa goteando en el lebrillo de modo que en el momento en que mi padre
—No me dejes
la busqué en su cara, usted que sufría cuando mi abuelo
—Ven aquí
cogiendo la escopeta, usted a la entrada de la habitación, mi abuelo mirando los cañones hastiado de usted
—Idiota
y usted bajando la escopeta y yéndose vencido, usted disparando a los tucanes y cada tucán un botón de cobre cerrándole el cuello, cada tucán el dueño del trigo y del maíz y no se tomaba el trabajo de mandar a los perros a buscarlos, usted, por más que mi madre con mi abuelo
—No me dejes
a pesar de la boca cerrada, usted idiota, padre, y entonces comprendí que no fueron los comunistas quienes prendieron fuego al granero, volcaron el depósito de agua y mataron a mi abuelo, fue usted y no la escopeta, la escarda, los campesinos y el ejército y las criadas de la cocina mirándolo quietos en el instante en que
—Señor
en un tono que crecía sin que reparase en el tono creciente, levantando la escarda
—Señor
usted que nunca
—Padre
usted siempre
—Señor
por sumisión, por hábito, mi abuelo mofándose de él
—Ya era hora
sin creer en él y callándose cuando la escarda le deshizo un hombro, el segundo hombro, una pierna, insistiendo
—Señor
también por sumisión y por hábito, mi abuelo
—¿Qué es eso?
y el caballo amarrado a la argolla angustiándose por el olor de los huesos, mi abuelo de rodillas en el patio, mi abuelo tumbado
—Idiota
los tucanes en desbandada, uno de los campesinos
—Jesús
la hierba inclinándose en un murmullo negro y mi abuelo humillándolo con la cara deshecha
—Idiota
con un botón de cobre cerrándole el cuello, mi padre sin soltar la escarda en un último
—Señor
ya no en el tono que crecía, en el tono de costumbre o en el estremecimiento de una taza en un plato que atinase
—Señor
y se callase asustada, los dedos de mi abuelo se cerraron y se abrieron y mi padre se los besó como los besaba antes de sentarse a la mesa, me acuerdo de que me miraba y soy capaz de jurar que no me veía, veía el
—Señor
insistía
—Señor
sorprendido por el silencio contemplando la escarda y soltándola, mi abuelo sin majestad alguna con uno de los ojos abiertos y el otro no
—Idiota
no
—Ven aquí
resignado, no montaba un caballo como mi padre, montaba un mulo casi sin pelo que cojeaba de una de las patas traseras, tan viejo como él y capaz de encontrar solo con una lenta certidumbre las veredas del trigo, que trabajaba para nosotros quitándose el sombrero
—Patrón
sin que mi abuelo respondiera con un gesto al menos, parándose junto a la cerca y llamando al administrador con la gorra sobre el pecho que lo escuchaba mientras el mulo iba girando las orejas alarmado por los sapos de la laguna y las serpientes que se retorcían en el barro con silbidos de cascabel, mi padre le dio un puntapié para echarlo del establo
—Fuera de mi vista
el mulo se alejó hacia los juncos sabiendo quién mandaba ahora y no lo volvimos a ver, hay instantes en que se me figura que está en la era, abro la ventana y me he equivocado, tal vez los perdigueros lo tumbaron y media docena de cartílagos en las zarzas, mi padre entre los baúles
—No me dejes
a un camisón y unas faldas de las que mi abuelo se burlaría
—Unos pingajos
sin boca y burlándose de las faldas como se burlaba de mi padre
—Nunca has sido un hombre como es debido
de mí
—Se ve enseguida a quién sales
mi abuelo que continúa en esta casa donde todo falta aunque está igual, allí están el reloj, las fotografías y él disgustado con los que ocupamos el sofá en el que ninguno de nosotros se atreve a sentarse
—Qué triste este sitio
la palma recorriendo la frente y desistiendo en el bolsillo, las espaldas goteando hasta que de repente una orden hastiada —No me aburran, idiotas
y la sospecha de lágrimas, ya en el pasillo se sonaba y estoy seguro de que
—Madre
refiriéndose a uno de los retratos que yo no sabía cuál era, qué crenchas, qué vestido vaporoso, un mulo como compañero y eso es todo, lo único que no comprendía era la ausencia de fuerza y la sospecha de lágrimas, me acuerdo de un estante donde guardaba facturas, en medio de las facturas cartas ni siquiera atadas con una cinta y una caligrafía infantil, en papel de colegio, pidiendo juguetes, lápices de colores, visitas, no
—Ven aquí
no una mujer, juguetes, lápices de colores, visitas y después de una despedida ceremoniosa el nombre completo al fin y yo pensando
—Si se las mostrase fingiría no verlas
el mulo cojeando bajo la ventana, él solo y después mi abuela
(una taza en un plato)
y después mi padre que galopa en el pueblo interrogando postigos o persigue en la cocina a las criadas que lo rehúyen escondiéndose en la troj, mi padre, con quien el administrador conversaba de igual a igual, con la gorra en la cabeza porque era mi abuelo quien mandaba, no él, el administrador a quien mi madre obedecía
—Ven aquí
no en casa, claro, en el depósito de las semillas mientras mi padre en el pueblo como si solo en el pueblo lograse existir, reinando sobre el polvo de los muertos
(hay momentos en que me pregunto si no estamos todos muertos salvo mi hermano contemplando el reloj del que el esmalte de los números se ha despegado con el tiempo)
insistiendo
—No me dejes
no a mi madre ya, a mí que lo observaba sin atreverme a acercarme y de repente él
—Señor
como si mi abuelo pudiese ayudarlo o alguna vez lo hubiese ayudado y no obstante la única persona capaz de salvarlo aunque fuese mediante el desdén y la burla, el reloj se sobresaltó un instante y siguió moviendo las agujas con una ausencia de números de modo que el tiempo había cesado también, medianoche, setenta y seis de la mañana, cuarenta y ocho de la tarde, qué importan las horas, en cualquiera de ellas las hojas de los olivos aquietadas y ningún estremecimiento en el maizal, una taza en un plato temblando y yo temblando con ella, puede ser que mi padre deseando que yo llevase la escopeta o la escarda y lo ayudase a acabar, oí al caballo que intentaba liberarse de la argolla y un sapo del tamaño del hombre que yo nunca sería hirviendo en la laguna
(¿mi abuelo?)
la bomba del pozo en el que un estorbo de óxido corregía la dirección del silencio, no el silencio de la ausencia de ruido, una mudez hecha de vibraciones que se anulaban unas a otras de mucha gente hablando y solo reparamos en las bocas que no tienen y en los vapores de la tierra de la que nacían insectos, bajé las escaleras para apartarme de mi padre
(¿qué siento por usted?)
evitando la sala donde la taza explicando qué, comunicando qué, anunciando qué, un viejo apareció en el porche
—Cuidado
tal vez no un viejo, un individuo que inventé
(debo de haberlo inventado)
dado que no poseía facciones y se disolvió en el muro, mi hermano en la cocina y mi abuelo inquietándose por él, le daba de comer, lo ayudaba a vestirse, obligaba al administrador a quitarse la gorra
—Mi nieto
agitándose al no verlo receloso de la laguna, del pozo
—¿Por dónde anda el chico?
y mi hermano sacudiéndolo con el brazo porque nadie existía, somos personajes de marco, sonrisas confundidas con los crujidos de la tarima, no existimos y por tanto lo que digo no ha existido, qué escopeta, qué escarda, qué baúles, qué dedos escriben esto, quedan los tucanes camino de la frontera y mi abuelo sujetando el cuello de mi hermano no como sujetaba la muñeca de mi madre
—Ven aquí
con precauciones conmovidas
—Ha de hacerse cargo de todo esto
o sea ausencias y yo preguntándome cuál era el motivo de no elegirme para hacerme cargo de todo esto dando órdenes desde mi marco a los marcos restantes y ellos a mí
—Señor
con la gorra sobre el pecho, mi abuelo inspeccionando el maíz, el trigo y la cerca convencido de que maíz y trigo y cerca y apenas una extensión de hierbas, moscas en una encina y un tejón escabulléndosenos, si por casualidad me señalaban
—Ese infeliz sale a su padre
es decir un día de estos coge el caballo que no lo obedece que ni para los animales tiene bríos y desaparece en el pueblo, busqué al animal en la argolla y dentro de mí el Cristo de feria doblado en sus clavos
—No me dejes
el reloj que se inmovilizaba, gallinas libradas de los perros picoteando piedrecitas y la sierra a la deriva en la distancia, mi hermano inclinado ante los limos del pozo
—Mi único nieto
curioso de las facciones que lo miraban curiosas también y el único nieto haciéndose, deshaciéndose y rehaciéndose en el agua con mejillas ya anchas ya estrechas, orejas que cambiaban de forma, el pelo que no paraba de flotar diferente del pelo visto arriba, como si mi hermano en el pozo a duras penas o yo lo hubiese empujado
—Soy más fuerte que tú
con la esperanza de que mi abuelo me escuchase y no me escuchaba, mi hermano al que debía haber empujado
(¿al que empujé?)
al que debía haber empujado hasta que ninguna imagen, barro tranquilo, guijarros, el pozo inutilizado arrojando a quien se interponía entre mi abuelo y yo
(¿ahogué a quien se interponía entre mi abuelo y yo?)
el cadáver de un borrego
(no el de él, no los de ellos)
desplazándose en el fondo y las encías del borrego las de mi hermano poro por poro, facciones que me observaban sin emoción alguna y yo al animal tal como mi padre a mi madre
—No me dejes
en vista de que todo me deja, las criadas de la cocina, el administrador, quedan los fantasmas que me exigen entre ellos un resto de cortina que no para de pronunciar mi nombre, quedan jaras y jaras hasta los peñascos de la sierra y cabañas de pastor en las curvas del camino, el silbido de las pitas y el metal de los arbustos rascando sus bayas de forma que aquel que no era su único nieto trayendo la silla y los arreos del establo y pidiendo
—No me dejes
no a una mujer o a un hijo porque no soy lo bastante hombre para tener un hijo, un caballo, el que no era mi único nieto no desapareció en el pozo y debía desaparecer, de qué me sirve un idiota preparando el caballo que brincaba de lado intentando una coz que se deshizo en el aire así como se ha deshecho la casa en la que, aunque está igual, falta todo hoy día, el caballo acabó aceptando la manta y la silla, desenredé los estribos, le puse el freno sacudiéndole la cabeza
(fíjese en que yo un hombre, abuelo, informe a las personas de que su nieto también, señáleme orgulloso
—Este al fin es mi nieto también)
el caballo que tarda en obedecer girando en el patio habituado a mi padre hasta sentir que lo tiraba de la brida, yo con ganas de llamarlo para que usted
—Mi nieto también
y los amigos con botón de cobre cerrándoles el cuello
(me apetece escribir madre ahora, madre, madre)
de acuerdo conmigo, yo dejándolos
(—No me dejes)
sin que ustedes me hagan falta, para qué si nadie existe, qué hago yo con mentiras, recuerdos, lápices de colores, juguetes, nunca me visitaban en el colegio de los curas entre beatos horribles en la iglesia gélida y recreos fúnebres con un cura que desgranaba el rosario
—En la mansión de Dios no se corre
de manera que todos nosotros parados bajo plantas de vainilla y ninguna visita, ningún juguete, ningún lápiz de colores, idiotas como yo que nunca serían hombres y la campanilla y el estudio, rodeé la casa al trote despidiéndome de ella, en el palomar una pluma iba rozando el suelo y allí estaba el pozo y el único nieto
(—Este al fin es mi nieto también)
que en breve ocuparía el lugar del borrego deshaciéndose y rehaciéndose en los limos, los tuvimos a espuertas en la época en que la casa existía y nosotros todavía no, la casa si, enorme, y un espectro por la mañana junto a la cerca dándole instrucciones al administrador, probablemente no instrucciones, probablemente
—Mi nieto
—Mi único nieto
probablemente
—Un día ha de hacerse cargo de todo esto
o sea hacerse cargo de la basura y del reloj sin números indiferente al tiempo, qué importa el tiempo que tampoco existe, existe el silencio que ni siquiera animan las patas del caballo y mi padre cerca del Cristo de feria
—No me dejes
sin nadie que se quedase con él en una ilusión de compañía, quién le ha hecho compañía hasta hoy, señor, no mi madre, no mi abuelo, no yo, este caballo tal vez, dedos que besaba al sentarse a la mesa, nada y para qué pedir a nada
—No me dejes
si la nada nunca estuvo con usted, solo fotografías de individuos tan irreales como nosotros, mi hermano inclinado sobre el pozo sin comprender quién era y mi abuelo satisfecho
—Mis nietos
dispuesto a abrazarme si no fuese el caballo camino de la cerca y por una abertura en la cerca en dirección al pueblo cuyas luces se encendían una a una
(¿quién las encendería?)
y calles, pasadizos, plazas, el templete donde antes una especie de vida en la que solo gorriones, el burro del acemilero bajando la ladera, desapareciendo en una vereda y al mirar la vereda ningún burro, un sonido de herraduras que se desvaneció enseguida, me acuerdo de mi abuela
—Niño
y retrayéndose arrepentida, la tetera en la mesa camilla y el
—Niño
no yo, ella interrogándose sorprendida
—¿Niño?
sin captar lo que
—Niño
significaba y no se aflija, abuela, fue el borrego cambiando de posición en los limos, un camisón y unas faldas que ninguna persona ha usado, cosas de las que estaba hecha esta casa y yo cruzando el campo de cebada donde nunca hubo cebada, tierra porosa, retamas, la sensación de que un individuo
(¿mi padre?)
—No me dejes
finalmente en paz y la certidumbre de que era el pueblo el que se acercaba a mí, no el caballo llegando, allí estaban los postigos abiertos y la agitación de las cortinas, las fotografías que me esperaban contentas y al reunir me con ellas difunto también
(¿no habré estado siempre difunto, no estaré siempre difunto?)
alguien que no conozco perfumando los baúles en el piso de arriba de un lugar que no existe.