5

QUIÉN anda de noche mezclado con el viento alrededor de la casa y yo a mi hermano

—¿No lo oyes?

buscando los espacios entre las ventanas para espiarnos, un difunto que se perdió sin encontrar la travesía donde vive o las comadrejas que no respetan a nadie obligándome a llevar la escopeta y a disparar al azar, cuando por la mañana las busco los milanos se las han llevado y hay un tejón lamiendo restos de sangre escondida en las hierbas porque son hierbas lo que hoy tenemos en la hacienda de modo que la sierra mayor, la laguna con sus reflujos escasos y voces hablando de una época en la que mi hermano y yo no habíamos nacido, cuando los campos crecían y mi abuelo rico ordenando una cosa y ordenando otra, llegó del pueblo con el administrador y la mujer del administrador de la que se servían los dos en la barraca a partir de la cual se construyó esta casa, oían bandadas de cuervos evadidos de las nubes donde se guarecen los pájaros en orden, estorninos, grajas, cigüeñas que distribuye la mano de no sé quién, si llamase a una de las criadas de la cocina nadie, en el caso de que suba al cuarto de los baúles ningún perfume en la ropa, nos vamos mañana a donde no lleguen el mulo, el caballo y las comadrejas, por la misma vereda que la mujer del administrador siguió sin decir cosa alguna abandonando la carne al fuego y la aguja clavada en el ovillo como si fuese a volver, mi abuelo y el administrador atinaron con el rastro a pesar de tanto cardo y tanta piedra porque al comenzar la colina los pies se arrastraban y algunos tallos rotos, la alcanzaron en unas hortensias del arroyo mirando los saltamontes que brincaban en la corriente si es que podía llamarse corriente a un hilillo incapaz de sortear los guijarros, los vio con ojos mansos, vio la aguja del ganchillo en la palma del administrador y me pregunto si la habrá sentido entre dos costillas absorta como estaba en los saltamontes, los ojos, aún más mansos, subieron hasta mi abuelo y volvieron a los animales mientras el viento, al hacerse las siete, se iba tornando frío, el administrador probó la aguja más arriba, en el punto en que el corazón va dando cuerda al cuerpo e inventando ideas y la mujer se amontonó sin caerse, o sea se extendió sentada diciendo algo como le sucede a la piedra calcárea si acercamos el oído y una arteria secreta latiendo, latiendo, subiendo de tono, parando, al parar la cabeza en el pecho y eso fue todo, aunque sin hablar seguía viendo, había perdido la cadena del cuello y una parte de la blusa, la amarilla con volantes de los domingos de verano

(la madre

—Pareces una desgraciada de los bares con esa blusa)

mi abuelo y el administrador la dejaron en medio del bosque para distraerse con los saltamontes a la mañana siguiente, uno de ellos se prendió al pelo y el administrador lo quitó con precauciones de relojero, escaramujos, árboles extraños, un cercado sin puerta con un chaleco que había perdido el forro colgado de un mango de azada y la mujer del administrador entre las nieblas de la laguna escandalizándose por los volantes de la blusa, le pusieron la aguja sobre las rodillas por si tenía ánimo de coser la orla de una sábana o el adorno de una funda, la hija gateaba con las gallinas robando los granos que dejaban, quién anda con el viento alrededor de la casa buscando los espacios entre las ventanas para espiarnos tal vez con la orla de una sábana o una funda en la mano

—¿Ustedes de quién son hijos?

segadora destrozada y campos resecos, la mujer del administrador en algún punto de la oscuridad balanceando un farol de aceite que modificaba las sombras dándoles vida, si avanzábamos un paso retrocedía con miedo, se armó de valor cuando un saltamontes se posó en un ladrillo, extendió despacito los dedos hacia él porque le faltaba el corazón y el bicho desapareció, intentó con la barraca y no encontró la barraca, un lugar demasiado grande, mayor que el pueblo, de un tamaño que no entendía

(—¿Qué se hace con esto?)

a pesar de las mismas voces que en las travesías, en los callejones, la de la madre, por ejemplo

—Quítate esas cosas de gitana de las orejas deprisa

disquitos de lata sujetos con un gancho y el administrador espiándola desde un madroño, le mandó huevos de pájaro con el nieto del lisiado y una carta que le costó lágrimas de tinta copiando el libro del colegio, ata titi ata la tía ató, con el dibujo de una mujer ajustando el lazo en el moño de una niña rubia y el administrador extasiado ante el moño, la mujer escondió la carta en un hueco de muro tapándola con un trozo de revoque, el administrador acuclillado frente a un surco de patatas sin que la mujer distinguiese sus facciones, distinguía una parte de la camisa respirando deprisa, el ala del sombrero más afligida que la camisa y una flor rota caminando hacia ella, no la corbata ni el sombrero, solo la flor, el padre de la mujer enfermo en casa tratándose las Dagas de los tobillos con san Gregorio bendiciéndolo desde el armario sin curarle las heridas, una flor, además de rota, amustiándose y que él intentó resucitar con unas gotas de agua, la mujer con la flor en alto, perpleja

—¿Qué hago con esto?

y después un viaje de días con perros amenazándonos desde lejos, solo orejas y babas, hasta el sitio donde mi abuelo había comenzado a construir una choza y un mulo atado a una rama, el administrador

—Patrón

para un pobre como él, con la boca llena de clavos, martillando tablas y más tablas, mi abuelo a quien la mujer no recordaba en el pueblo hasta que de repente le vino a la cabeza un chiquillo que no hablaba con nadie perdiéndose en la ventana con cristales de colores de la sacristía en la que contaban que su madre vivía con el cura como si estuviesen casados, le vino a la cabeza el chiquillo armando a los pájaros en los alrededores del pueblo o disputándole a los perros un cadáver de jineta, acabaron por llevárselo el padre y él sin reacción, callado, no nos acompañó al cementerio, se entretuvo en la capilla pensando en otra cosa, lo llamaron y no respondió, intentaron darle un caldito y huyó, la viuda del farmacéutico quiso quedarse con él y él

—No

impidiendo que lo retuviesen y volviendo a la miseria de su casa, juraría que el chiquillo el tipo con la boca llena de clavos que martillaba tablas y más tablas construyendo una cabaña en un desierto de bosque, no importante todavía, no dueño de nada todavía, más joven que los demás y no obstante el administrador

—Patrón

la mujer sin entender

—¿Por qué patrón?

y entendiendo el motivo del

—Patrón

cuando mi abuelo se fijó en ella y siguió con la barraca ordenándole al administrador

—Tráeme esas tablas de ahí

y el administrador juntándolas bajo el enojo de los cuervos que el viento arrastraba hacia el sitio donde estaban es decir unas greñas de arbustos, la mujer sin blusa amarilla ni pendientes gitanos acordándose de su madre

—Desgraciada

y del padre inclinado sobre las llagas de los tobillos que empeoraban cada vez más sin poder andar

—¿Qué me ocurre?

ocurre que va a morirse, señor, y a juntarse con los demás muertos cuchicheando intrigas u ocupándose de sus hortezuelas alentando a las verduras con caricias de estímulo, gente que no conozco con chistera y paraguas o con ropa como nosotros porque fallecieron hace poco sacudiendo hojas, ocurre que cuesta menos de lo que se cree, se deja de respirar y después se respira de manera diferente sin que los demás nos miren con pena y ahí está usted cojeando en medio de ellos, con el cuello levantado protegiéndose de las brisas y desplazando una tras otra las piernas casi inútiles con una lentitud costosa

(disculpe que se lo pregunte, pero ¿cómo pilló su enfermedad, padre?)

qué mundo es este en el que vivimos dígame, no comprendo a las personas que esperan no sé qué de mí, no comprendo las voces, fíjese en la viuda del farmacéutico entre botes esmaltados y muebles con guirnaldas de estaño, mi abuelo al administrador sin dejar de martillar

—¿Te casaste con esa?

mientras el administrador medía la tierra para los saquitos de semillas y ahora sé quién anda de noche alrededor de la casa buscando los espacios entre las ventanas para espiarnos, no el mulo, no el caballo, no las comadrejas, un vestido amarillo con volantes y unos pendientes de gitana

(—Desgraciada)

en busca de una barraca que no existe desde hace siglos, en la que dormía con el administrador y con mi abuelo, oyendo cómo el maíz iba creciendo alrededor aprovechando los charcos de lluvia, de vez en cuando el administrador o mi abuelo interrumpían el trabajo para llamarla a la cabaña y lo que le parecía a la mujer era que uno de los cuervos, descarriado de la bandada, le picoteaba la médula de los huesos

—No llores

buscando su intimidad a tirones mientras la madre de luto intentaba apartarla

—Yo sabía

y ella muda como el padre, con los ojos abiertos, pensando en una flor rota y en un sombrero temblando, después de la muerte del cura la iglesia desierta cubierta de enredaderas y brezos y el Cristo terrible inclinándose desde la cruz vertiendo sobre todos nosotros los pecados del mundo, el ayudante del administrador se quedó un buen rato con mi hermano y conmigo antes de desaparecer en el pozo ya que una tercera cara menos precisa en el fango, las losas imposibles de descifrar en la usura del mármol, queda el trote del caballo que aun de día no pudimos ver y el reloj marchando inmóvil y anunciando el atasco del tiempo, cinco horas eternas y el sol sin cambiar de lugar, mañana cojo del brazo a mi hermano y dejamos estos restos de casa porque ha de haber sea lo que fuere más allá del arroyo y de los cactus, una carretera, personas, ningún mulo cojeando, en el momento en que la mujer tuvo a su hija mi abuelo señalando unos guijarros

—Múdense al granero que no los quiero aquí

y la mujer lo veía aquí fuera antes de amanecer mirando los guijarros hasta con lluvia como si la odiase a ella y al administrador u odiándose a sí mismo, en una ocasión encontró a la mujer a la entrada y se escondió en la barraca mordiéndose su propia cara con muchos más dientes de los que en realidad tenía siguiendo a la hija de la mujer desde lejos con una especie de rabia a medida que la hacienda crecía, uno o dos campesinos trabajaban el trigo y después perros y gallinas y criadas a quienes mi abuela sujetaba por la muñeca obligándolas a un seto de bosque de donde salía con más dientes, más odio, tal vez

—Madre

en vez de

—Ven aquí

y nunca

—Madre

claro, la madre con el cura en la sacristía y el padre a vueltas con la muerte, no quiero a estas mujeres, la quiero a usted, señora, nosotros tres en casa y todo en orden de nuevo, no necesito que hablen conmigo, para qué hablar conmigo, necesito que estén aquí y la comida en la mesa, limpia de polvo que ya me basta con el viento abrasándolo todo alrededor y unos pollos que no bastan ni para comer, solo cabeza y patas y entre la cabeza y las patas plumas erizadas de frío, higos que no maduran allá en el bosque, mi madre

(no digo

—Madre

nunca he dicho

—Madre)

marchándose para no calentar solo agua en la olla vacía, alguna que otra verdura y un chorrito de aceite, solo me faltaba el niño del administrador o de mí mismo del cual no me ocuparé porque lo detesto, no me imaginé que nacerían cosas vivas en este yermo salvo el trigo y el maíz y yo mandando en la tierra, yo

—Ven aquí

y marchándome más amargado que cuando vine, la mujer pensando si tuviese la blusa amarilla me la pondría para él aunque no es un hombre, un niño luchando con su propio terror permitiendo que se llevasen a su padre y con la ida del padre la habitación imposible de ocupar, si la mujer con él en ese momento no la rechazaría, pediría

—Ayúdame a olvidar

como si alguien nos ayudase a olvidar, no hay quien ayude, mis nietos que no son siquiera nietos, si mi hijo viniese con una escarda se lo agradecería, yo con muchos más dientes de los dientes que tenía recordando los cristales de colores de la sacristía y de Cristo que despeñaba sobre nosotros la agonía de los ojos, la mujer

—¿Qué puedo hacer?

y mi abuelo inmóvil bajo los gritos de los cuervos, no, bajo los gritos de los milanos que ahuyentaron a los cuervos, el administrador

—Patrón

mostrando la cosecha y escurriéndosele granos de los dedos y qué le importaba el trigo, observaba el pueblo a distancia o recorría en el mulo los callejones sin nadie fingiendo no sentir voces ni observar facciones con la esperanza de que lo hubiesen olvidado, incluida la mujer del administrador con la aguja de bordar entre dos costillas y la hija por allí como un remordimiento vivo, le apretó la muñeca

—Ven aquí

para sosegar al administrador le ordenó que se quitase el delantal y la mandó de vuelta a la cocina, intacta, afirmando para sus adentros

—No quiero nada de ti

con ganas de explicarle

—No puedo querer nada de ti

y en vez de hablar se obligaba a contemplar las mariposas por una rendija de tablas él que no hacía caso a las mariposas y empezaba a no hacer caso a la hacienda, la hija del administrador decepcionada

—¿No le sirvo?

y mi abuelo con muchos más dientes que los dientes que tenía acercándose a las tablas, siempre de espaldas, sabiendo al administrador satisfecho con el delantal quitado, dispuesto a seguirlo examinando los parásitos del maíz, se iban de pequeños a por los pájaros o introducían una cañita en los sapos para verlos hincharse, la madre viuda del administrador en la cama desde el ataque golpeando la rodilla con la mano con un sonido de tronco apestado, al venir a la hacienda la madre se quedó agitando maleficios que los acompañaron quién sabe cuánto tiempo cuando no podían oírla, volvieron atrás para hacerla callar con una cuerda en el cuello y la mano un último golpe pero despacioso, dulce, más caída que golpe y la vereda de las pitas tranquila, evidentemente se oyó el campanario pero la cubrió una tapadera de nubes que ahogó el repique, antes del ataque la mano sin golpear en nada, cosía en un banquito preguntándole al retrato del padre muy bien colocado, con un cigarrillo

—¿Crees que me lo merezco?

y el padre sonriendo inalterable

—Claro que no claro que no

de modo que tal vez tampoco le haría daño una cuerda porque el

—Claro que no claro que no

irritante, el administrador lo recordaba dándole la razón al mundo

—Completamente de acuerdo

sea lo que fuere lo que el mundo pensaba, de vez en cuando notaba que el administrador existía, buscaba una moneda en el bolsillo con las arañuelas de los dedos, aseguraba

—Aunque no la tengas puedes comenzar a gastarla seguro de que la moneda, además de real, inagotable y enseguida se olvidaba hurgando con la lengua y el índice una muela cariada, se adivinaban maniobras complicadas en el interior de la mejilla que cambiaba de forma, ora redonda ora hundida, con el índice calculando abscesos

(nota: me he olvidado de hablar de la palmera en el camino de la sierra, márcala con rojo para mencionarla más tarde)

—Aquí hay algo

más índices ensanchando la boca para un examen en el espejo en el que una de las cejas subía y la otra bajaba, el mentón se descoyuntaba y de súbito todo en su sitio y el padre del administrador conversando consigo mismo

—Esto no me gusta nada

desempañando el espejo para un último estudio, un pájaro cruzó con dificultad el melocotonero con un ruido de plumas mojadas casi dando contra el muro, la ropa del padre del administrador no elegante, percudida a medida que él se hundía en la cama

—Presiento la muerte, lo aseguro

metiéndose en la boca otra vez el índice, el codo, el hombre entero y se esfumó la promesa de la moneda, pidió la opinión a un vecino que desapareció a su vez en la boca concentrándose antes de opinar y al concentrarse el alzacuello, antes delgado, engordó, él con dobles mentones graves midiendo el veredicto con el fin de ahorrar sustos superfluos

—Es muy capaz de ser la muerte, yo qué sé

porque la maligna tiene trucos, se hace la tonta y no lo es, una ampolla, una hinchazón y a la semana siguiente vamos realmente a la muerte, al reparar el tejado una viga se desprendió del puntal, se le cayó encima y la cara del padre del administrador toda a la izquierda de una vez de modo que le calzaron las polainas que guardaba en un cartucho con la esperanza de que lo recibieran con más respeto entre los difuntos

—Aquel lleva polainas

el padre del administrador a un círculo de finados señalando la muela

—¿Hay algún médico por ahí que me aconseje?

y el círculo de finados discutiendo sobre el diente, el pájaro cruzó el tejado en sentido contrario sin descubrir un relieve donde posarse temblando, qué le ocurrió a mi padre y cómo y cuándo, habrá sido mi madre o el ayudante del administrador, qué le duele por dentro, por qué tanta desolación en esta casa donde las personas no se miran, no se reúnen, no hablan, enormes conejos desnudos y enormes lebrillos con pelos, baúles de los que se ha disipado el perfume, solo la bomba de agua despertándome y mi hermano en el pozo preguntándole al barro quién era, lo que se veía enseguida en el ataúd del padre del administrador eran las polainas blancas, uno de los milanos se prendió a la barriga de un cabrito, un segundo a la cerviz, mi abuelo trajo la escopeta y los animales cayeron con las alas desplegadas y ensangrentaron el patio, mi padre observaba desde el caballo que se espantaba con los tiros mientras el cabrito se iba arrodillando y mi abuelo corriendo hacia la base de los peñascos aferrándolo por el pescuezo como si infundiese en el alma su propia vida, lo tiró al suelo al darse cuenta de que lo observábamos y le preguntó al administrador

—¿Crees que sirve para guisar?

y sirvió para guisarlo pero mi abuelo no se presentó a la mesa, observó la sopera desde la puerta

—No tengo tiempo de comer

la perra pilló uno de los milanos muertos y se lo llevó consigo escapando de la jauría, mi abuelo disimuló las manchas del cabrito frotando el piso con las suelas, disparó tiros inútiles a pájaros demasiado lejos colgados de la nada por un hilo de nada y los marcos se balanceaban en los clavos, el cabrito recental que sabía a leche, dele más vida, abuelo, para que se haga grande y sepa a carne en serio, mi abuelo

—Idiotas

acabando de frotarse las suelas, marchándose con el administrador y mi padre por las escaleras hacia el piso de arriba conformándose con el perfume de los baúles y los pasos descalzos, me basta con la certidumbre de que estás ahí y no te has marchado, que regresas del granero reparando en la falta del pendiente y de las horquillas sin que yo te importe pues yo no te importaba o te escondías de mí

—Déjame

por ser yo un tipo sin importancia que ahuyentabas con el simple sonido de la voz, me basta saber que te quedas y un día de estos tal vez atiendas a mi persona a tu espera sin necesidad de hablar porque no necesito hablar, solo temblar de esperanza y tú

—Ven conmigo

con la voz de cuando nos conocimos y tú eras una criada de la cocina y yo siguiéndote pasmado, la manera de andar, la nuca cuando te recogías el pelo hacia arriba debido al calor del fogón y tus compañeras

—Mira al idiota ese

puesto que no era solo mi padre quien me despreciaba, eran los campesinos, el conductor del tractor, todos ustedes, pienso que mis hijos también y yo huyendo en el caballo con ganas de llevarte a donde nadie nos conociese y pudiésemos, por así decir, estar en paz

(no me atrevo a sugerir que felices)

me basta saber que estás en esta casa para estar tranquilo, aguardando a que me llames y seguro de que me llamarás aunque sea por pena, yo junto a los baúles

—Estoy aquí

sin valor para tocarte y deseando tocarte, olvidado de Maria Adelaide, del ayudante del administrador, de mi padre

—¿Por qué no me dieron otro hijo?

dispuesto a una risita necia mientras fuera llueve y a mí no me gusta la lluvia

—Tan bueno que fuera llueva

los árboles tristes y no importa te lo aseguro ya que nada me puede lastimar, la sierra crece hasta cubrirnos por entero y mi padre a la mesa sin reparar en los baúles ni prestarle atención a la hija del administrador

—Patrón

limpiando lo que estaba limpio para no irse de donde estaba, el plato de mi padre con más patatas, las camisas más almidonadas que las nuestras, el agua del baño más caliente, los vapores de la laguna llegaban con la tarde mezclados con el frenesí de las ranas

(¿serían ranas?)

y me alteraban la dirección de los sueños a través del movimiento del agua

(ranas y otros animales cualesquiera no sé cuáles)

sentía a mi hermano avizorando el silencio en cuyo interior cuánto ruido, Dios mío, nunca dijo mi nombre y nunca me llamó tal como yo que nunca dije ningún nombre ni llamé a nadie

(¿habrá ranas del tamaño de vacas?)

al pasar por la cocina mi abuelo ordenó romper la sopera del cabrito con el pretexto de que no le gustaban los dibujos de la porcelana, mi padre no reparaba en la hija del administrador, si llegaba a tropezar con ella

—Perdón

y seguía andando, las criadas de la cocina

—¿Quieres ser nuestra patrona?

y ella no quería ser patrona de nadie, quería a mi padre en el granero consigo y el delantal arrugado, que la cogiesen por la nuca como a un animal y la dejasen en la paja acabando de fallecer mientras la sangre se detenía

(no del tamaño de vacas, no me parece que haya ranas del tamaño de vacas, siempre pequeñas, delgaduchas)

y ningún hijo en ella

—No sirvo

mi hermano y yo salimos mañana, una vereda que tal vez cruce la frontera, no lo sé, sé de la hacienda y del pueblo y de los desniveles de la sierra en que a veces luces y cabañas de pastores, después de la cena mi abuelo se entretenía en el porche acordándose de sus padres y de los objetos de la casa, el elefante encima de la mesa camilla con la trompa pegada y una de las patas alzándose, le metía la mano por debajo y no pisaba a nadie, si la pata daba la impresión de aplastarla la quitaba enseguida, mi abuelo sonriendo y escondiendo la sonrisa

—¿Qué le habrá ocurrido al elefante?

que un vecino le llevó y él pensando qué vecino, de cualquier manera todos ya difuntos, si observase los postigos quién sabe si lo encontraría, el elefante en el que no reparaba ninguna persona y no obstante era el centro del universo tal como el mandarino con parásitos en las hendiduras el centro del jardín apoyándose cada vez más en el tejado hasta romper el borde inclinándolo hacia el suelo en un tiempo en que la madre aún estaba presente y la hermana aún viva, le ofrecían tisanas y oraciones, pollos deshechos en el caldo y al acordarse del padre inclinado sobre la cama todo incomprensión y pavor mi abuelo ahuyentó a la perra de un puntapié

—Déjame

a fin de medir desilusiones dentro de sí observando a la perra con asco

—¿Por qué no hiciste nada por mi hermana?

un animal que había nacido hacía poco y pese a ello culpable, mi padre a mi madre

—¿Puedo acostarme a tu lado?

aun sin horquillas ni pendientes, con un botón arrancado y grumos de paja, el ayudante del administrador en el patio aguzando una cañita mirándonos de reojo o sacudiéndonos con la manga si lo estorbábamos

—Niños

y sus facciones alterándose, sobre todo por mí, deduciendo parecidos

(he de desmenuzarlas en el pozo)

el padre de mi abuelo cortó el mandarino para impedir que el tejado cayese en el patio, después de que falleció su hermana todo idéntico en casa salvo una cama vacía, pasados uno o dos meses pollos otra vez de los pequeños, baratos, desprovistos de cresta, mi abuelo culpándonos

—Dejadme

la hermana en la pared asombrada ante nosotros, si tuviese valor le preguntaría

—¿La reconoce?

para oírlo gritar

—Déjame

mi padre en el borde del colchón y el ayudante del administrador sin descanso confundido con el depósito de agua, la segadora, el granero, nunca vi a mi abuelo en el cementerio visitando a su hermana, llamaba al administrador, montaba en el mulo, partía, se distinguían en medio de la noche sus pasos en el despacho, en la sala, en la habitación donde las criadas dormían sin elegir ninguna, la hija del administrador se incorporaba apoyándose en los codos y volvía a tumbarse, quién anda junto con el viento alrededor de la casa y yo a mi hermano

—¿No lo oyes?

un difunto sin encontrar la travesía donde vive o mi padre allá arriba sin respirar siquiera, alguien que no sé quién es y me llama

—Tú

vuelve a llamarme

—Tú

y yo con miedo, siento a mi padre bajando las escaleras porque he dejado de ser, no existo, existe mi hermano casi diciendo mi nombre, diciendo mi nombre

—Tú

no me marcharé mañana, son ellos los que me llevan, hombres que no sé de dónde han venido mostrándome a mi padre —¿Es este?

y mi padre o mi abuelo o el ayudante del administrador

—Es este

las ranas del pantano se inquietan de tal forma que no oigo a las personas, oigo a los animales que me ensordecen y me impiden morir, alguien que no distingo con pena de mí

—No es necesario atarlo

mi madre intentando una sonrisa y los ojos bajando por la cara, cada lágrima un ojo que le baja por las mejillas

(¿por qué lágrimas?)

las criadas de la cocina

—Pobre

y cuál es la razón del

—Pobre

si yo no estoy enfermo, me interesé por mi madre

—¿Dónde consiguió tantos ojos?

no se aflija por mí, señora, me basta la certidumbre de que no se ha marchado y un día tal vez me encuentre a su espera sin hablar con usted puesto que no necesito hablar, es suficiente con el perfume de los arcones y saberla en esta casa para que yo siga esperando a que un día me haga caso, seguro que me hará caso aunque sea por piedad

—Aquí estoy

mientras fuera llueve, a mí no me gusta la lluvia

—Tan bueno que fuera llueva

y no tiene importancia ya que no logran hacerme daño

(mi hermano a los hombres

—¿Qué están esperando?)

mientras el ayudante del administrador se aleja y la sierra nos oculta por completo, mi abuelo a mi padre

—Fue menos difícil de lo que yo pensaba

la casa enorme, señores, qué grande es esta casa, mi hermano

—No te aflijas que un día de estos te tendremos aquí de nuevo

y las gotas de lluvia brillando en el trigo, en mi padre, en el ayudante del administrador, yo a mi madre

—No se marcha, ¿no?

y gracias a Dios nadie se ha marchado, se quedan a la espera de que yo vuelva, el pozo queda atrás, el granero, el pomar, los hombres conmigo en el automóvil en busca de la frontera que no sé dónde queda, me acuerdo de mi hermano a mi padre

—No podía estar con nosotros más tiempo

de una cría de cabrito resbalando por un peñasco y mi madre balando, acercándose a mí distanciándose y yo perdiéndola de una vez, de una aguja buscándome un espacio entre las costillas o sea uno de los hombres con una jeringuilla sujetándome el brazo

—Un momento

o sea mi abuela cogiéndome como si fuese un conejo y no reparé en el golpe en la nuca ni en el lebrillo a su lado, reparé en la palma que me acariciaba el lomo sopesando mi carne, me interesé

—¿No estoy flaco, señora?

y mi abuela sin responder cogiéndome por las orejas, alzándome en el aire y cuando mi abuelo

—Deprisa

abriéndome de un golpe desde el pescuezo hasta la barriga.