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HAY momentos en que me siento tan sola que todo grita mi nombre, tapetes bibelots perchas vajilla como antaño mi madre llamándome en el patio

—Maria Adelaide

donde me escondía en un rinconcito de muro confundiéndome con las piedras como hacían los sapos y los lagartos, o sea casi arrodillada en la tierra respirando su olor mezclado con mi olor de manera que yo tierra también, no tronco ni brazos ni piernas, capullos, plantas, insectos y lo que fuera que no sabía qué era en mi barriga creciendo, la especie de barro del que están hechas las mujeres y que notaba a veces en mi madre, yo construyendo una represa con palitos y hojas sin pensar en nada, moviendo las manos para asegurarme de estar viva y mi madre enorme porque los adultos enormes

—Maria Adelaide

en el escalón de la cocina, enorme como yo enorme ahora, este sofá por la noche con mi sangre latiendo no solo en las venas, en todo el apartamento, saliendo de mí hacia los estantes y las jarras y volviéndome al pecho, yo con seis años en el patio y cincuenta aquí y no obstante la misma piedra escondiéndome de los otros convencida de que había otros y no hay otros, está mi marido de quien prefiero decir

—Aún no ha llegado

y mi cuñado desde el día, después de la muerte de mis suegros, en que lo trajimos

(no sé bien cómo se escribe)

del hospital a vivir con nosotros, él sin saludar

—¿Qué haces aquí si falleciste siendo niña?

refiriéndose a un cortejo de cirios en vasos de papel y a las ramas de los árboles cuando los gorriones los abandonaban mientras yo pensando

—No he fallecido porque mi madre no para de llamarme

y de hecho mi nombre

—Maria Adelaide

venido de ella o de los tapetes de los bibelots de las perchas de la vajilla y yo dirigiéndome a su encuentro con mi olor a barro, afligida por la extrañeza de mi madre

—¿Ya eres mujer?

me acuerdo de las mandarinas que engordaban el verano

(tantos postigos abiertos)

de mi cuñado observándome desde el muro y mi padre tirándole terrones

—Márchate

sin que él pareciese darse cuenta, se me acabó el barro, mis muslos se secaron, a qué huelo hoy día, si le pregunto a mi marido

—Dime a qué huelo hoy día no mientas

un gesto que se disipa en el tenedor y los hombros de mi cuñado temblando, dicen que rondó mi habitación varias horas seguidas cuando estuve enferma y lo que recuerdo son sombras, la sombra de la santita en la mesa, la sombra del enfermero, una infusión en un jarro

—Bebe

y la sombra de la sierra que pesándome en los huesos me impide pedir ayuda y yo incapaz de llorar, eran los pliegues de la sábana los que se quejaban de dolores, mi piel no se quejaba de nada, mi padre más terrones

—Márchate

y entonces sí, mi cuñado huyendo, tal vez viejas de luto y por tanto fallecí siendo niña, las sombras de la santita y del enfermero bajo la sombra de la sierra

—Dime si huelo a difunta no mientas

y mi cuñado mirándome sin mirarme, al dormir estaba segura, sin levantarme del interior del sueño ni tirarle terrones

—Márchate

que se acercaba a la almohada, el barro de regreso a mi cuerpo, yo mujer otra vez y detestándolo porque mujer otra vez, no preste atención al olor, madre, de qué sirve ser mujer si no he tenido ni un hijo, apoyaba la mano en la barriga y la barriga más inmóvil que la espuma de la laguna, ninguna rana, ninguna cría de tucán formándose en las cañas del nido, tal vez mi suegro galopando por el trigo entre la hacienda y el pueblo, tal vez el padre de mi suegro en el mulo enfadándose

—No han sembrado el maíz

señalando

—Falta cerca en el pastizal

reprobándome si me encontraba en la sala

—Tan delgada

y reprobando a mi marido por ser yo tan delgada

—Idiota

pasaba las tardes en el porche amenazando al mundo y yo con ganas de construir una represa con palitos y hojas, mi marido en el colchón

—Maria Adelaide

lo sentía crecer a mi lado, retirar la manta, desvestirme y yo inmóvil después de alejarse el sudor y la tos, o sea permanecer a mi lado con una indiferencia cansada, la botella en la mesilla de noche tan clara y el techo, los muebles y nosotros invisibles, me parecía que la botella un cirio en un vaso de papel al viento, me basta un cirio para entender que he acabado así como los padres de mis suegros y mis suegros acabaron, así como mi madre acabó repitiendo

—No veo

yo cogiéndole las manos y ella

—Cógeme las manos no me dejes

incapaz de notar que las rodeaba con las mías, con los ojos abiertos sin reparar en mí buscándome en la colcha

(no olvidar las moscardas, tantas moscardas en la pantalla)

heredada no sé de quién que probablemente

—No veo

en otro lugar, en otra habitación, con plantas en un tiesto robándole el aire, mi padre

—¿Qué es esto?

impidiendo que vistiésemos a mi madre

—¿Vas a permitir que te lleven?

guardándole la ropa en el armario, cerrando el armario y apoyándose contra él

—Tu madre se queda aquí

mandándonos poner el tiesto en el pasillo para que le llegase el aire

—Después del almuerzo estará mejor

llevándole sopa, una fruta y una copa de vino, tan nervioso que la sopa y la copa se volcaban y sujetando con el pulgar la fruta que se deslizaba, mi padre dejándole la bandeja sobre el regazo

—Come

seguro de que mi madre lo obedecía en la muerte así como lo había obedecido en vida, mi padre con las manos enjarras, alejado de la cama para que ella entendiese bien quién mandaba, las dos cejas una única ceja severa

—¿Entonces?

y mi madre severa igualmente y mejor dicho no severa, ajena, la servilleta que no se había puesto al cuello con florecillas bordadas, no olvido los tallos de hilo azul y los pétalos verdes así como no olvido las nubes en la ventana, redondas antes de las primeras lluvias, de la incomodidad, del frío, mi padre sujetándole los hombros

—¿Intentas tomarme el pelo?

entendiendo por fin y mirándome asustado sin dejar de sujetarla no como quien sujeta a una persona, como quien sujeta una cosa, soltándola de repente y mi madre en la almohada, muelle, las flores de la servilleta daban la impresión de indignadas con él y mi padre a las flores

—Cállense

retrocediendo con la palma en la boca y esquivando las esquinas de los muebles sin darse cuenta de que las esquivaba, desprovisto de autoridad al tambalearse en los escalones, sacando el licor de madroño de la bodega, observando el licor, derramándolo contra el muro donde aparecía mi cuñado y me equivoqué, derramándolo contra mi madre fallecida

—No te quiero aquí, márchate

y una mancha violácea mezclada con restos que cambiaba de forma al escurrirse por los ladrillos, mi padre pisando las cebollas hechas de superficies superpuestas exactamente como la vida, al día siguiente zapatos y más zapatos en las travesías del pueblo, centenares de cascos de caballo o de mulo y los hombres atrás apretando los sombreros contra las ancas, mi padre en medio de ellos

—¿Vas a permitir que te lleven?

apoyado en la cruz de un soldado de Francia donde no se oían plegarias ni piquetas ni palas, solo pájaros en los chopos y la campana de la capilla cantando

(cuando digo cantar es cantar realmente, no repicando, no triste o por lo menos imagino, después de todo este tiempo, que cantando realmente o si no mi padre imaginaba que cantando realmente, menoscabándolo

—Viudo

tuvieron que impedirle subir las escaleras para acallar el sonido con la ayuda del licor de madroño goteándole por el bolsillo

—Nadie me toma el pelo

y con la ayuda del licor de madroño olvidándose del funeral y resollando bajo la cruz después de prometer cortarle el gaznate al campanero

—Te mato

que se limitó a quitarle la navaja y a echarlo sin exaltarse, por pena)

y debido al fallecimiento de mi madre no volví a confundirme con las piedras como los sapos y los lagartos porque desistieron de llamarme

—Maria Adelaide

desde el escalón de la cocina y desde entonces mi nombre silencio hasta que los tapetes los bibelots las perchas y la vajilla se acordaron de mí, por pena como el campanero con mi padre por saberlo solo y aunque solo juntando todas las tardes la sopa y la copa y la fruta y la servilleta de las flores en la bandeja, observándola un momento

(la bandeja con un mantel de florecillas azules y verdes también)

volcándola en el patio

—Toma tu almuerzo

no infeliz, fastidiado, temblando como un perro viejo y sin expulsar a mi cuñado dado que no había nada de nada a no ser mi madre

—¿Intentas tomarme el pelo?

que le había faltado al respeto al morir, rodeado de madroños y utilizándola como servilleta o pañuelo bordados, insultando a un cirio en un vaso de papel que puso en el suelo frente a ella ordenando

—Márchate

hasta que empezó a desistir con las heladas de noviembre, una mañana al descolgar fundas de la cuerda lo vi con la palma sobre el pecho mirándome, viéndome por primera vez y dejando de ver aunque siguiese mirándome y siguió mirándome al caer y después de caer no en el escalón, en el parral burbujeando creo que

(no estoy segura)

—No permitas que me lleven

o

—Después del almuerzo estaré mejor

o las dos frases mezcladas con el nombre de mi madre

(de eso tampoco estoy segura)

sin perdonarla jamás, exaltado con ella y yo mirándolo a mi vez con el relente de las higueras casi inexistente en otoño, una esencia difusa y eso era todo, ninguna hoja en las ramas, incluso ninguna rama, un sapo doblándose, con los dedos separados, desde el parapeto de sí mismo mientras yo interrogándome, doblada como el animal

—¿Qué es lo que siento?

insistiendo

—Dios mío, ¿qué es lo que siento?

y sin descubrir qué sentía, consciente de que mi cuñado no sé dónde observándome, durante toda la vida mi cuñado observándome

—Maria Adelaide

en los plátanos del hospital y en las habitaciones de la casa, yo a mi marido

—Tu hermano

mi marido un gesto que se disipaba en el tenedor y los hombros de mi cuñado vibrando al gritar mi nombre sobre los tapetes los bibelots las perchas la vajilla, yo en el fallecimiento de mi padre

—¿Qué es lo que siento?

y no encontrándome sola, salvo que la casa había dejado de ser la casa y el patio el patio, los utensilios extraños, las cosas dejaron de conversar conmigo, mi sombra la de una criatura que no me pertenecía, qué Maria Adelaide soy buscando lo que quedaba del olor de las higueras tan contrario al olor del barro que me daba vergüenza ser de la tierra de la que están hechas las mujeres, menos que hombres, menos que animales y un secreto en mi sangre que

—¿Qué va a ser de mí?

de modo que preparé la bandeja con el mantel y la sopa y la fruta y la copa y la servilleta azul y verde y se la presenté a mi padre levantándole la cabeza en el patio

(qué les sucede a los muertos que se vuelven tan pesados, explíquenme)

para que pudiese comer

—Su almuerzo, señor y a pesar de los párpados caídos

(cayeron sus párpados y no necesitaron monedas para mantenerlos cerrados)

él mirándome siempre, extendido por las vecinas en la manta del ajuar con los zapatos de un primo y alhelíes alrededor, el primo le quitó los zapatos antes de bajarlo a la fosa

—Son míos

pedí

—Un momento

al hombre de la pala, quise ir a buscarle las botas para que entrase completo en la muerte y me trabaron el brazo

—No lo molestes, chica

porque los difuntos no se magullan al caminar allí abajo, esa noche me lo encontré bajo la tarima, hastiado por la falta de luz, buscando interruptores asombrado

—¿Qué es esto?

y esto es su destino, señor, andar dando vueltas en la oscuridad en una casa idéntica punto por punto a la nuestra que no consigue ver, los mismos muebles y entre los muebles el armario contra el que se apoyó impidiéndonos sacar la blusa

—Tu madre se queda aquí

si sobrase una botella se la entregaría junto con la perra que usaba en la cacería, le hablaría de las liebres que colgaba de la cintura y la perra saltando o arañando la tarima para traerlo de vuelta puesto que perdices en los arbustos y una liebre en un declive por el sobresalto de las retamas, mi marido sin creer en mí

—¿Una liebre en Lisboa?

al paso que mi cuñado avistando la liebre al seguirla por los cristales, hay momentos en que me encuentro tan sola que todo grita mi nombre hasta mi padre bajo la casa, ahí sigue él andando sin descanso y ya no me pregunto

—¿Qué es lo que siento?

porque sé lo que siento, me siento construyendo una represa con palitos y guijarros para contener no la lluvia, el tiempo, por ejemplo los años en que la higuera florecía dos veces, higos casi en invierno, lo aseguro, y mi madre quitándome el cesto alarmada por el milagro

—No los muevas

de modo que caían intactos en las regueras, al enfermar el enfermero convenció a mis padres de que me cortaran las trenzas para que la sangre no se gastase con ellas, yo a mi marido

—¿Te acuerdas de mis trenzas?

y la convicción de que mi cuñado, que no hablaba con nadie, se acordaba, por qué no te sientas junto a mí y conversas conmigo, por qué tengo que dejar la comida en el tendedero para permitirte cenar y te mantienes vuelto hacia los árboles de la plaza, la impresión de que incluso te asusta tu reflejo en los espejos, si mi marido tu nombre te cubres los ojos con la manga con la idea de que cubriéndote los ojos no eres, te quedas a salvo conmigo como hacía con mi madre llamándome y yo sin ojos ni oídos afirmándome a mí misma

—No dijeron ni mu

al abrir los ojos la noche y mi madre conmigo en brazos camino a casa, mis padres otra hija antes de nacer yo o sea no hija, un retrato de niña que no se parecía a mí con cofia blanca, cuello blanco, medallita al cuello y mi madre persignándose al pasar junto a ella, la medallita en una caja con una pulserita de plata con el cierre roto, al probármela me la arrancaron del brazo

—No respetas ni a los finados

y yo sin entender la falta de respeto puesto que la pulsera auténtica era la de la fotografía, no aquella, cuando enfermé pusieron el retrato de mi hermana en mi habitación recomendando

—Reza por ella

con la intención de convencer a Dios para que se apiade y el olor de la higuera más fuerte, la campana cantando los domingos y yo pensando

—He fallecido

segura de haber fallecido y ojalá que una cofia, una medallita, un cuello, notaba la escarda de mi padre en la huerta enterrándome entre las alubias y los repollos, cuando nacían gatos mi madre los amontonaba en un saco y los hundía en el estanque, unos estironcitos o sea casi nada, para qué hundirlos si casi nada, si nada, pienso que mi hermana en la huerta igualmente porque a veces la perra oliendo, si excavase con las manos la cofia, la pulsera, el cuellecito de encaje

—¿Cómo se llamaba mi hermana, padre?

y silencio, los muertos pierden el nombre y yo sin nombre también, el fotógrafo entrando con una máquina enorme

—No encojas ni un dedo

desapareciendo tras el paño negro, disparando un tiro de magnesio y ahí estaba yo asombrándome ante los vivos

—¿Quiénes son ustedes?

así como mi hermana

—¿Quién eres tú?

con ganas de dormir a mi lado

—¿Ya has comenzado a soñar?

si intercambiásemos los sueños qué me ocurriría, seré mi hermana, seré yo, cuál de las dos se casó, vive aquí, preguntarle a mi cuñado

—¿Cuántos años hace que me espías?

una tarde me dejó un cochecito de madera que mi padre lanzó por las jaras, el médico a mi marido golpeando el tablero con el lápiz

—¿Quieren llevarlo a casa en serio?

y al caer el cochecito se rompió, en el patio del hospital una fuente, plátanos, mi marido le abrió la puerta del automóvil y él —¿Jaime?

él

—Somos dos hombres, muchacho

y después en silencio en el asiento con las manos escondidas en el interior de la chaqueta, el cochecito de madera que no valía un comino y mi cuñado intentando prepararlo ajustando piezas mientras los tucanes de la laguna palpitaban sobre nosotros, mi retrato no un marco, en el cartucho de las cosas superfluas

(clavos torcidos, un destornillador sin mango, frasquitos) y ni una pulsera me dieron, mi marido

—¿Jaime?

con un recuerdo desvaído cobrando forma en él

—Mi abuela

el eco del tintineo de una taza en un plato

(¿qué taza en qué plato?)

y el padre de mi suegro apeándose del mulo delante de la casa que no existe llegado de una hacienda que no existe, mi marido

—Era allí donde mi madre

e interrumpiéndose bajo los murciélagos en las vigas, mi cuñado vigilaba el desván como si alguien arriba entre baúles y él atento a la espera como cuando mi marido y yo cerramos la habitación y mi cuñado hasta por la mañana en el pasillo sin un movimiento, un gesto, casi apoyado en el picaporte y nosotros incapaces de dormir, yo de repente sola de tal modo que todo, tapetesbibelotsperchasvajilla gritaba mi nombre

—Maria Adelaide

me apetecía una cofia blanca, un cuello, una medallita y dejar de ser, cuántas veces le pedí a mi marido que llevase a su hermano de vuelta al hospital y yo pudiese olvidar que fallecí y descubrir que estoy viva, no me habitúo a Lisboa, estas avenidas que me asustan y esta gente que me ignora, cuántas veces le pregunté a mi marido

—¿Por qué tengo que vivir con tu hermano?

y mi marido un gesto que se disipaba en el tenedor, un solo momento no un gesto, una vocecita infantil

—Porque ya no tengo a nadie

ya nadie que me recuerde lo que fui y me muestre quién soy y no sé qué en los ojos que me hizo apetecer, qué difícil decir esto, mecerla y entonces me di cuenta de que vivía a mi vera, no conmigo, o con el hermano en vez de conmigo aunque no se ocupase de él salvo los domingos al llevarlo en el barco de pasajeros a Trafaria que representaba para ambos el límite del mundo, se quedaban en un pontón desmantelado con las grajas en torno picoteando algas en la arena y una docena de casetas que la misma arena cubría, mi marido y mi cuñado en las tablas mojadas, mi cuñado en el interior de sí mismo y mi marido sin encontrar compañía y de vez en cuando uno de los hermanos, no, de vez en cuando mi cuñado

—Somos dos hombres, muchacho

con una voz que no era la suya, la voz del padre de mi suegro expresándose por él, que no lograba expresarse, en una época en que la casa intacta y el trigo crecido, el administrador primero, otro administrador después, cabras en peñascos y yo sin la certeza de con cuál de los dos estoy, el que duerme conmigo o el que espera en la puerta, el médico golpeando el tablero con el lápiz

—¿Por qué no lo dejan aquí?

y concluyendo al oírlos de regreso en las escaleras que no estoy con ninguno, ganas de que mi madre

—Maria Adelaide

y yo no sapo, no lagarto, yo mujer caminando hacia casa, mi marido no como un adulto ordena

—Espera

como un niño pide en un susurro disminuyendo y naciendo de nuevo

—No me abandones, espera

él que nunca me buscó en el pueblo, lo buscaba yo así como mi cuñado me buscaba a mí, lo aguardaba en el patio acechando la verja y lo aguardaba aún más cuando me volví barro y mi olor y mi cuerpo cambiaron tal como seguí aguardándolo cuando ya vivíamos los dos porque él no era la mano que me arrastraba sin palabras ni el peso en el cuerpo ni el dolor acompañando el peso que me prendía primero y me repelía después, era un chiquillo abrazado al padre en la grupa del caballo por las travesías del pueblo, si mi marido

—Maria Adelaide

yo tan feliz, señores, si empujases la puerta como se empuja una verja yo sabiendo que eras tú por ser tuyo el ruido, mi barro en reposo como antes de nacer en el interior de mí y no un peso en mi cuerpo y un dolor acompañando el peso

—¿No vas a hacerme daño?

ya que no me hacías daño, no me hiciste daño, nunca me hiciste daño antes de tu hermano con nosotros, si al pisar la alfombra reparases en la represa que sigo construyendo para ti en el pasillo, en la cocina, por qué razón no eres mujer como yo sin dejar de ser hombre, en el momento en que las farolas se encienden y por un instante Lisboa me parece íntima, nuestra y no una ciudad, no un lugar, la habitación, me apetecía que tú, que nosotros sin tu hermano, cuál es el motivo de él aquí

(el médico golpeando el tablero con el lápiz

—¿Quieren llevárselo en serio?)

espiándome, espiándote y desconfiando de nosotros, nos va a arrojar terrones como si un escalón y un patio en esta casa

—Márchense

o coger un cuchillo, un martillo, no sé y nosotros devorados por las comadrejas en el patio, mi marido un gesto que se disipaba en el tenedor mientras yo pensando tienes miedo a perderte al perder a tu hermano como perdiste a tus abuelos, a tus padres y tu infancia con ellos, de que quede en los campos un caballo sin freno ni montura, el sonido de los cascos en tu cabeza y tú de pie en medio de la sala

—Paren, por amor de Dios

el amor que dejaste de darme y no sé si me diste ya que no era amor tu peso o tu silencio si hablaba contigo y la taza de una vieja en un plato, dedos finitos que te extendían bizcochos

—Niño

y los cascos no paran porque el caballo galopa para siempre, tienes miedo a quedarte solo en una casa que dejó de existir si es que alguna vez existió aunque haya visto de lejos las estatuas de cerámica a las que les faltaban dedos en el balconcillo del tejado, quién me asegura no haber fallecido de niña tal como pensaba mi cuñado y el retrato de mi hermana con la cofia y el cuello el mío, por consiguiente ninguna hermana, yo, esto no es un libro, es un sueño, levántate de la represa, Maria Adelaide, no creas en los que te rondan por la huerta llamados por tu barro como las cabras llaman a los milanos pensando ahuyentarlos, levántate, Maria Adelaide, del banquito en la sala, haz girar la cerradura de la habitación, impídeles entrar, distráete con la pulserita, el cuello y la muñeca que tuviste sin una pierna, pobre, que tu tía te regaló y tu marido

—¿Qué es eso?

cuando la acosté solo con una ceja, un tercio de la boca, algunas hebras de lana que parecían pelo en tu rincón de la cama y él cogiéndola por el cuello así como el abuelo con las perdices magullándola como me magullabas al apagar la luz

—¿Qué es eso?

tirándola al suelo sin consideración por ella, tu marido impidiéndote recoger la muñeca

—¿Para qué quieres ese chisme?

agarrándote la muñeca así como el abuelo agarraba la muñeca de las criadas de la cocina

—Ven aquí

empujándolas hacia la despensa, la bodega, la leña del fogón, el administrador animándolo

—Aún es un macho, patrón

y él repeliéndolas del mismo modo que tu marido repelió la única compañía que tuviste y con quien durante años podrías conversar protegiéndoos una a otra de tu madre, tu padre y las amenazas de la aurora en los momentos en que todo a tu alrededor

—Maria Adelaide

frente a cada paso un abismo que te separaba de los otros, la muñeca que escondía, antes de que él entrase en casa, en las mantas, en el armario y cuando él no estaba prometía que no morirías nunca tú que moriste de niña y lo que vive de ti una sombra que tu cuñado persigue, un dedo que te busca y se esconde en el bolsillo sin atreverse a tocarte él que no sabe lo que significa el barro

—Hoy está más como suele ser él, ¿no?

deseoso de un dueño, tu cuñado

—Qué vida

sin reparar en lo que dice, levántate, Maria Adelaide, regresa al pueblo, confúndete con las piedras y olvida, tienes seis años, siete años y dentro de poco la fiebre, la indiferencia, la distancia, un relente de jarabes, un hálito de alcanfor y no es tu madre quien insiste

—No veo

eres tú en el interior una espiral de niebla hasta no ser más que una niebla también, te encoges en el colchón con la esperanza de que tu marido se olvide de robarte a ti misma, con tu cuñado a la puerta no escuchándoos a vosotros sino a las olas de Trafaria contra los pilares del pontón transformándolos en sobras que abandona la marea en la playa final que visitarás un día y al visitarla la pierdes, es decir, ni una marca en la arena o una señal de tus pasos, una planicie intacta sin gaviotas ni grajas, un lugar de silencio donde la ausencia de ti se dilata y disuelve porque ya no eres nadie, tu cuñado al que acabaron por dejar no en el hospital

(—Mi hermano no vuelve allí)

sino en una casa junto al Tajo apoyada en una choza en la que unos viejos jugaban a las cartas sobre una mesa que era un pedazo de puerta con el cerrojo pegado a la madera, tu marido se entretenía con él creyéndolo solo hasta comprender que no solo

(el lápiz del médico

—Viven rodeados de voces)

y no voces, presencias, no espectros, criaturas auténticas, tu cuñado con el padre y la madre y el abuelo y la abuela y tú y tu marido y el administrador y el granero y las cabras, tu cuñado al mismo tiempo en la hacienda y en Lisboa, convencido de que las ranas subirían de los juncos un día, sin necesitar de voces porque nos tenía consigo del mismo modo que la panera y la falta de dinero y el abuelo que no se preocupaba por nada a no ser el mulo y las cosechas preocupándose por él y una tal prima Hortelinda, con sombrerito con velo, extraída por tu cuñado de uno de los retratos de la sala cuando en realidad ninguna prima Hortelinda, haciendo caer pétalos de alhelí sobre nosotros disculpándose

—Tiene que ser así, perdonen

de modo que no te inquietes por él que sigue con vosotros los domingos en que el abuelo que no existe llamándolo en Lisboa

—Tú

ambos en el barco de pasajeros, no en el mulo con el administrador al lado y el abuelo

—La cerca

o

—El trigo

hacia la otra margen del río rodeados de agachadizas y golondrinas del mar devorando el óxido que el casco iba soltando en la espuma

(¿cómo pueden alimentarse de óxido y espuma?)

de visita al pontón en ese lugar al que llaman Trafaria, el abuelo explicándole

—El mundo es grande, muchacho

y realmente el mundo sin fin, del tamaño de una hortezuela de pueblo en la cual una niña construía una represa con una muñeca al lado, sin responder a la madre que la llamaba desde casa

—Maria Adelaide

y la niña confundida con las piedras como los sapos y los lagartos, arrodillada en el suelo sintiendo el olor de la tierra.