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¿POR qué llegamos a esto, cómo fue posible que hayamos llegado a esto? Si subiese las escaleras, dijese tu nombre, pidiese —Quiero hablar contigo
¿dejarías de doblar la ropa en los arcones, me prestarías atención, me escucharías? Te preguntaba
—Qué nos ha pasado, explícame
mientras en la ventana el granero y el ayudante del administrador ahí abajo fingiéndose ocupado
(me parte el corazón que el ayudante del administrador esté ahí abajo)
silencioso como todos estos campesinos silenciosos, sin pensar u ocultándose a sí mismos lo que piensan seguros de que pensar no les sirve de nada, porfiados, ajenos, lentos, obedeciendo a mi padre no de la forma que obedecen las personas, de la forma a la que se someten los animales por hábito o miedo, los mandamos acercarse y se acercan arrastrando el cuerpo así como arrastran los pies
—Patrón
espesos, opacos, sin voluntad pero con la navaja en el bolsillo lista para desaparecer en nuestras costillas en un ángulo de la casa o esperándonos con la escopeta al otro lado de un fresno, soy yo quien se ocupa del caballo para que no lo envenenen, le elijo las habas y la avena, lo vigilo en la argolla, cuando el administrador despidió al carpintero la pata del mulo de mi padre, que se pasó cojeando toda la vida, partida con un mazo, mi padre y el administrador lo alcanzaron antes de la estación de autobuses, en el extremo de la hacienda donde el maíz es más débil porque hay madrigueras de zorros y zarzas, el carpintero con la mujer detrás, transportando un hato de ollas y mantas, callado delante de mi padre porque se callan, no contradicen, no discuten, enmudecen y dos fardos en el suelo, además del carpintero y de su mujer un niño con una gorra de visera que le robó a un espantajo y no le ocultaba la cara porque las orejas se lo impedían, también él con un hato a cuestas del que salía un mango de cacerola torcido, el cielo tan bajo que desorientaba a las tórtolas, mi padre al administrador
—¿Tienes ahí el mazo con el que le partieron la pata al animal?
con la voz apagada por el aluminio de las hojas, la mujer se detuvo y al detenerse un tintinear de cristales y el hato de pronto lleno de cosas vivas que interrumpieron por un segundo a los insectos
(a veces los siento caminando por la sábana resueltos, ciegos, los desvío de un papirotazo y recomienzan con la misma resolución y la misma ceguera en un sentido diferente)
el mazo de clavar las cercas apareció en las manos del administrador mientras mi padre sacaba un resto de puro del chaleco, el administrador alzó el mazo
(¿escribirían esto por mí?)
el tobillo del carpintero un chasquido y el hombre a gatas mientras una navaja con mango de cerezo saltaba de la chaqueta desapareciendo entre los tallos, la gorra del niño comenzó a resollar con el mango de la cacerola bailándole en los huesos, pensé aprovecha para llorar ahora lo que no vas a llorar de adulto porque no es solo el cuerpo el que se marchita en esta hacienda, las congojas también, mi padre al administrador, cada vez más interesado en el puro que lamía antes de encajarlo bajo el bigote
—Dile que se levante y cojee como el mulo
el viento engrosaba espirales de polvo y las olvidaba, un perro ladró lejos o cerca dado que no había distancias, el pozo y el depósito de agua, por ejemplo, alejados de mi padre y allí,
por poco no se distinguían las criadas en la cocina y la taza de mi madre en su plato, el administrador despabiló al hombre con la bota
—El patrón quiere que cojees
y el carpintero un impulso y cayendo de nuevo
(si subiese las escaleras y pronunciase tu nombre, ¿dejarías de ordenar la ropa en los arcones?)
la boca de la mujer enorme con el niño aferrándosele a la blusa, qué gallina, la de Guinea, la más negra, la de pescuezo pelado servirán las criadas en el almuerzo, mi padre acordándose de no sé qué que lo conmovía, en busca de cerillas y renunciando a las cerillas
—Hasta degolladas siguen andando
tal vez con la edad del niño, al pelar los animales, él agitándose de congoja
(te preguntaba
—Qué nos ha pasado, explica
y puede ser que respondieses)
los conejos que mataba mi madre con un golpe en la nuca y después de matarlos los acariciaba sobre el regazo, era eso lo que lo hacía dormir sin ella, con la escopeta al lado, y lo irritaba, señor, tantas dudas yo, tantas indecisiones, obligando al caballo a correr más deprisa
(el sudor del animal mi sudor, ¿cuál de nosotros dos con los ijares mojados, de quién esta orina que lo humedece y me humedece, este pánico?)
en círculos sobre círculos retorciéndole las riendas en la plaza, si las cortinas de los postigos parasen de hincharse, y por favor no paren, los pulmones se detienen, mi padre al administrador, con el puro dividiéndole el bigote
—Que él venga a mi lado y me encienda esto
tiestos solo en la tierra sin alma, un niño que se esconde de mí, lo busco mejor y ningún niño, ladrillos, yo que por un instante creía haberme encontrado observando los ruidos, no las cosas, con la interrogación de siempre y el desprecio de mi padre
—Idiota
porque todo lo que salió de él no servía, a quién ha querido realmente, confiese, codornices y liebres muertas con rabia y por debajo de la rabia un ansia de compañía que rechazaba, pidiendo mientras rechazaba
—No se vayan, quédense
y queriéndose mal por pedir, unas ganas de ser dos que se entendiesen, hablasen, el carpintero le tocó las botas y mi padre al administrador
—Prohíbale que me toque
el hombre que no encontraba en los pantalones el mechero con una llama semejante a las de las mariposas de iglesia que resisten al viento y mi padre a la espera no encorvado, erguido, de pequeño lo creía enorme, capaz de abarcar el mundo con los brazos y al final insignificante, delgado, tal vez es él quien se esconde de mí y al buscar mejor los ladrillos, un poste, el carpintero recobrando el equilibrio sobre la pierna intacta oscilante con el maíz
—Patrón
y un animal confuso
(¿un erizo?)
oliéndolos, el pulgar del hombre no lograba encender el mechero, se le iba la fuerza, desistía, el resto de la vida cojeando como el mulo sobre un tobillo rígido, el motor del autobús roncaba en la carretera, lo que me quedó de la hacienda no es la casa, es el pozo, aguas que nadie nota que iban subiendo, subiendo, quiero marcharme, no quiero marcharme, tengo un hijo enfermo que no sabe mi nombre, cuando mi mujer allí abajo la puerta del granero cerrada y por qué llegamos a esto, cómo fue posible que hayamos llegado a esto, el hijo del carpintero contra la falda de su madre, olivos, nogales
(olivos y un nogal consumiéndose, esta no es tierra de nogales, vuelve atrás)
el carpintero encendiendo el puro de mi padre apoyándose en él y mi padre al administrador, retrocediendo un palmo
—¿No te ordené que le prohibieses tocarme?
de modo que el hombre a gatas con la llamita del mechero vacilante, qué difícil, palabra, contarles a ustedes esto
(—Quiero hablar contigo, escúchame)
la mujer recogió los fardos y la gorra del niño, ahora sí calada hasta las orejas, si lo plantasen en la huerta tal vez intranquilizaría a los gorriones con la cabeza de mazorca y los miembros de caña, una levita tapando la paja del cuerpo, la misma que mi mujer se sacudía al regresar del granero arrancando las uñas de las espigas que se pegaban a la tela negándose a soltarse mientras el veterinario reparaba la pata del mulo
—¿Cuál de los dos va a cojear más, el carpintero o el animal? y yo vomitaba en el parral no lo que había comido, lo que soy, yo en el regazo de mi madre y los dedos de ella recorriéndome el cuerpo después de matarme, mi hijo enfermo, que no me dejaron ver nacer, destrozando un cochecito de madera con un martillo y caminando hacia la era extendiéndoles las manos a las palomas, no comía con nosotros, llevaba el plato al pasillo sin encender la luz y al ir a buscarlo reparábamos en que no había usado los cubiertos, mi padre
—¿Qué hijos se pueden esperar de un idiota?
la puerta del granero abierta y el ayudante del administrador aguzando una caña o la punta de un palo, los pavos que hinchaban plumas de cartulina menospreciándome así como las criadas de la cocina me menospreciaban a mí, nunca trabajé en la hacienda, nunca ayudé a mi padre, me sentaba en el porche a pensar
—Me marcho
sin haber partido nunca, sentía el silencio en el interior del silencio, en el interior del silencio el reloj de pared tan seguro de sí y en el interior del reloj una vocecita menuda
(¿la mía?)
—¿Quién soy yo?
sin que le respondiesen, pobre, esta casa llena de interrogaciones que se destruye a sí misma, retratos de los parientes en la sala discutiendo unos con otros sin reparar en nosotros, la prima Hortelinda escribiendo nombres en el libro con una lentitud decidida y sin embargo en el caso de avanzar hacia ellos los perdía, tío Baltazar, tía Ofelia, si yo subiese las escaleras, pidiese
—Quiero hablar contigo
dejarías de doblar la ropa en los arcones, me escucharías al preguntarte
—Qué nos ha pasado, explícame
mi padre al administrador
—Deberías haberle hecho lo mismo al niño para que no viniese un día a vengarse
colocando la escopeta entre el estribo y las ancas, al visitarlo en el hospital mi hijo cerraba los ojos porque al cerrar los ojos ya no existíamos, a lo sumo se interesaba por mi madre en el taxi siempre que ella
—Jaime
como si entendiese quién era el tal Jaime, si permitieses que subiese las escaleras y conversara contigo, cuando la prima Hortelinda señaló a mi madre no lo creería porque si fallecía quién me tendría en su regazo en el caso de que yo fuese un niño de nuevo, qué dedos consolándome
—Duerme
el alero con la cadencia del reloj insistiendo
—¿Quién soy yo?
y a pesar de no saber quién soy yo sé que eras una de las criadas de la cocina que casi sin coger
(sin escoger)
que casi sin escoger mandé al piso de arriba
—Tú
y tus pasos delante de mí porque creías en ese momento que algo de mi padre en mi madre en tu muñeca
—Ven aquí
y desistiendo luego con una especie de miedo, seremos tan diferentes, al llamarme
—Idiota
a cuál de nosotros llama
—Idiota
a mí o a usted encerrado en el despacho e inclinado sobre la mesa no sumando números, su vida y después un trazo por debajo usted
—Nada
ni siquiera decepcionado, resignado
—Nada
y escondiendo la nada del administrador, de nosotros, disimulándola con más trigo, más maíz y ampliando los límites de la hacienda aunque la hacienda nada tal como la casa nada, tal como nosotros nada para usted
—Idiotas
le quedaba el administrador que creía en usted
—Patrón
dando por mi padre las órdenes que él ya no sabía ocupado en contabilizar miserias en el despacho deseando que la prima Hortelinda le apretase el brazo con la mano
—Es tu turno, vamos
y mi padre soltando el bolígrafo en el tablero, aliviado, sacando la escopeta del armario e introduciendo dos cartuchos en los cañones para que la nada completa y un silencio con gorriones después de la vibración del tiro
(no sé quién habló en el bosque de castaños antes de mí, sé que el olor permanecía con nosotros y el viento sacudía los erizos, el bosque ahora cenizas tal como yo cenizas, mi hijo cenizas, este libro cenizas, adiós)
si quisiera resumir su vida, señor, trazos al azar en un cuaderno, qué ha sido de sus mujeres, de su dinero, de sus muebles baratos porque nunca le importaron los muebles, continuó toda la vida en el mismo rincón de paredes de cuando era chico con los mismos pánicos y la misma orfandad, el mulo que apenas podía consigo o usted con él, media docena de bamboleos y no lo conseguía, paraba
(cuando el mulo muera, ¿qué va a ser de usted?)
y un administrador de su edad que no le servía como yo tampoco le serví y por tanto no casa, no hacienda, helo ahí de noche temeroso del rocío que repite su nombre distraído dado
que su nombre no cuenta, cuenta el choque de la escopeta desordenando los muebles, un cuerpo en el comedor en cuya intención el cura una plegaria apresurada y entrando por la puerta, cojeando, el carpintero que me pedía trabajo convencido de que soy yo quien manda ahora y no quiero mandar, quiero subir las escaleras y decir tu nombre, pedir —Óyeme
y tú soltando la ropa en los arcones y escuchándome, el cuerpo de mi padre en la sala, el carpintero a mí
—Patrón
el administrador a mí
—Patrón
y yo escapando de ellos para soltar al caballo y marcharme sin marcharme porque no conozco más que este trigo, esta avena
(la pata estropeada del mulo semejante al reloj y al alero
—¿Quién soy yo?)
te mandé subir en vez de usarte en la despensa o en la troj, mi padre
—Idiota
porque los campesinos no merecen una casa siquiera, duermen en las travesías del pueblo, mi padre que durante tantos años durmió en una casucha desierta y sus ojos
—Ayúdenme
no solo te mandé subir sino que también me casé contigo y el notario
—¿Casarse?
tú que no querías casarte
—No tiene por qué casarse conmigo, niño, su padre nunca se casó conmigo
ganas de preguntarte
—¿Con el administrador también?
y no pregunté
—¿Con el administrador también?
porque sabía que con el administrador también y no obstante yo al notario
—Casarme
seguro de que él
—Idiota
a pesar de callado, la prima Hortelinda apuntando en el libro
—No olvidar al notario
y al tocarte el turno de escribir tu nombre en el Registro tú igual a mi padre con los números, la boca solo lengua y el bolígrafo más pesado que el mundo escurriéndose de los dedos, una letra enorme, una letra minúscula, otra letra enorme compuestas con una lentitud concentrada sin mencionar el vestido que te prestó una compañera al que le faltaban encajes, seguiste comiendo en la cocina con las demás, ayudando con la leña y con el fogón y rodeándote de gallinas al entrar en el gallinero con una lata de sémola, el administrador sin esconderse de mí
—Ven aquí
no solo sin esconderse de mí, delante de mí casi
(delante de mí)
mientras yo pensaba
—Fue mi padre quien te mandó
el mazo de clavar las estacas doliéndome en todo el cuerpo, no solo en la pierna, el administrador a mi mujer
—Ven aquí
y mi padre asistiendo al mulo manco que soy, sentado en el porche con ganas de decir
—Quiero hablar contigo, óyeme
e incapaz de decirlo, en la travesía una mujer guiaba a un cabrito con el bastón, el cabrito se escapó por una transversal y la mujer
—Malvado
remando con la contera en las piedras, quién me asegura que no era mi abuela o alguien así, el bolígrafo penando sin atinar con la línea, tú tan hábil con las aves de corral y los cerdos, agarrabas un lechón por el pescuezo y le rompías la columna sin necesidad de cuchillo, cuando mis hijos nacieron el administrador comparándose con ellos
—No lo sé
mientras yo soltaba el caballo más deprisa que la desilusión y el disgusto de manera que no me molestasen más ni una ni otro, la prima Hortelinda regaba los alhelíes dos veces al día, llevaba un paquetito de fertilizante y esparcía un polvo blanco
(¿o verde?)
en los pétalos, las personas con miedo a los alhelíes
—No me los regale, gracias
y yo pensando en lo que habrá de tan importante en la vida que las hace apegarse a ella detestando morir y esto no solo la gente, los perros, los pájaros, si un milano llevaba un pollo el pollo sacudiéndose a gritos que preceden a la desesperación y a la agonía de los huesos perdidos, las personas detestando morir y al mismo tiempo con miedo a ofender a la prima Hortelinda rechazándole los alhelíes
—No lo tome a mal pero no tengo un jarrón adecuado
espiándolos como si fuesen sus propios nervios difuntos con un resto de carne o de tejido encima moviéndose bajo la tierra en busca de una luz que los abandonaba y los dejaba a oscuras entre remordimientos y fantasmas, si la luz se acercase no la sentirían llegar de tan tenue o no la reconocerían
—No lo sé
el reloj de pared
—¿Quién soy yo?
y la lluvia
(cada segundo una gota)
minando el trigo y destrozando el tractor, el carpintero a saltitos con la muleta
—Déjeme al menos comer
hasta marcharse derrotado, silencioso como estos campesinos silenciosos, sin pensar o escondiendo de sí mismos lo que piensan seguros de que no les sirve de nada pensar, obedeciendo no de la forma que obedece la gente sino de la forma como se someten los animales por hábito o miedo
—Patrón
porfiados, humildes, lentos y sin embargo con la navaja en el bolsillo lista para desaparecer en nuestras costillas o esperándonos con la escopeta por detrás de un fresno, el administrador alzando la fusta frente al carpintero como lo haría mi padre y la mujer con su hato y un pañuelo de luto, yo a la prima Hortelinda
—¿El hijo de ella, señora?
la prima Hortelinda sonriendo
—Las fiebres palúdicas
y qué fiebres palúdicas, mentira, una raya en el libro sin ninguna importancia, deben de haber vivido en una barraca de pastores comiendo hojas y grillos, conocí a mendigos que los asaban en una vara, díganme quién soy y los dejo en paz, no molesto a nadie, me marcho y la silla del porche vacía con la marca de mi espalda en la lona, mi hijo enfermo que no se sentaba nunca andando por la casa quién sabe en busca de qué, el carpintero y la mujer reduciéndose en el granero, en el cuartucho de las herramientas, en la era, aún habrá grillos para comer, señores, aún habrá hojas, no se sentaba nunca dado que hasta por la noche su frenesí en la habitación nos impedía dormir, las ramas del árbol del pozo tan negras y mi mujer allá arriba, de vez en cuando las botas de mi padre en la escalera, un intermedio de silencio, pies descalzos en las tablas, un ojo que se adivinaba acechante, uno de los tirantes de la camisa caído y las piernas de ella, Dios mío, denme un punto de apoyo y levantaré el mundo, el profesor con letras mayúsculas en la pizarra
Arquímedes
volviéndose hacia nosotros mientras se sacudía las manos de tiza, mi padre
—Tu marido es un idiota, pequeña
cualquier cosa
(¿un candelabro de barro?)
cayendo y yo sabiendo que mi otro hijo, el que heredaría la casa y no recibió otra cosa que polvo y ruinas, conocía la verdad, cómo te acordarás de mí, qué no dirás por vergüenza, nunca
—Buenos días, padre
nunca
—Buenas tardes, padre
y mi padre bajando la escalera mientras un vuelo de lechuza rozaba la chimenea, si me preguntan si creo en Dios no respondo
—¿Dios existe, prima Hortelinda?
y ella alzándose del libro y componiendo el sombrerito con velo, el profesor apoyando la regla en el nombre Arquímedes
—Repitan
dibujando una palanca
(un vuelo de lechuza rozaba la chimenea, oblicuo)
en el extremo derecho de la palanca A, en medio de la palanca B, en el extremo izquierdo el círculo que representaba el mundo C y las palmas de nuevo sacudiéndose la tiza una a otra y de las solapas después
—¿Comprenden?
la prima Hortelinda decidiéndose finalmente
—¿Dios?
docenas de mártires torturados en la iglesia, el humo del incienso en las columnas heladas y la prima Hortelinda casi
(mi padre en su cama por fin)
burlándose de mí
—¿Dios?
el profesor considerando el nombre Arquímedes con veneración distraído de nosotros, la palmera del recreo tenía un milano encima y yo
—¿Dios se llama Arquímedes, señor?
siempre que mi padre en el desván mi hijo enfermo caminando más rápido y algo tienes que sentir al final, dicen que las lechuzas pían como recién nacidos y no las oigo piar, oigo la bronquitis de las gallinas y el techo borrándose teja a teja, en ciertas ocasiones los brotes a los que el viento se prende
(¿cómo fue posible que hayamos llegado a esto?)
descosiendo la propia ropa e intentando liberarse, la luna que atrae las nubes hacia un lado y hacia otro cuando se desnuda, en el hospital plátanos, una fuente con un grifo obstruido y mi mujer a mí
—Hoy está más como suele ser él, ¿no te parece?
la prima Hortelinda regresando a los alhelíes y encogiéndose de hombros
—Dios
nosotros con una bolsita con galletas que él nunca comía, ocupado en observar a mi madre en el taxi y diciendo
—Jaime
también, solo que el
—Jaime
de él hueco, una corteza sin recuerdos dentro, cuando le daba la sopa mi madre a mí
—¿Jaime?
y por tanto tal vez otro hombre subiendo la escalera no al desván, al primer piso y no usted, padre, golpeando la puerta y después de un intervalo de silencio un ojo en una rendija, mi madre abriendo y el hombre deslizándose dentro de lado
(¿cuándo se muere lo que les sucede a las personas?)
se hace presión en el punto A de la palanca, el mundo se yergue y nosotros con él tan alto, el otro hombre
—Tu marido es un idiota, pequeña
de manera que quiere sentarse también en el porche, padre, si le apetece le presto el caballo para galopar por el pueblo, la prima Hortelinda cerrando el libro
—Sé poco de Dios
en busca del abono de los alhelíes, mi padre al administrador con una vocecita antigua como si aún lo protegiese un poco de escayola de los ratones y el frío
—¿Soy idiota yo?
tiza en la corbata del profesor, en las cejas, en el mentón, vivía en la parte trasera del colegio y su esposa enorme sin palanca que la levantase aunque la colocásemos en el punto C, el centro exacto del mundo, de vez en cuando durante el recreo el profesor en la habitación conversando consigo mismo
—Arquímedes
llamaba a uno de nosotros mostrándonos el pecho
—Toca aquí, niño
una salita llena de cosas que oscilaban, tapetes jarrones santitos o si no era ella que oscilaba o si no era yo que oscilaba o si no eran los tapetes los jarrones los santitos ella y yo que oscilábamos con mis compañeros asomándose a observar por la ventana, con las manos en visera a los dos lados de la cara, la esposa del profesor los ayudaba descorriendo la cortina
—Tan guapos
y el rubito que usaba gafas con una lente tapada feliz, en cuanto los zapatos del profesor camino al aula, me empujaba con fuerza
—Vete
mientras las cabezas desaparecían del cristal y las cosas sólidas, quietas, quedaba yo oscilando, el profesor a mí
—¿Estabas aquí tú?
la esposa acomodando en el vestido el punto A y el punto B con un gesto casual
—Se ha equivocado de camino, pobre
retomaba el ganchillo y acariciaba la madeja, santa Eulalia, san Esteban, san Buenaventura mártir, los hermanos Cirilo y Método en una estampa con marco, el rubito de gafas con una lente tapada trabajando para mi padre en las cosechas, la esposa del profesor, viuda, ahora delgada y enferma a trompicones en el pueblo, ningún racimo de chiquillos a horcajadas de los más altos vigilando los cristales, los observé yo con las manos en visera a los dos lados de la cara y la salita desierta, el marco de los hermanos Cirilo y Método roto en el suelo
(la prima Hortelinda con un movimiento de disgusto
—Dios)
y la esposa con un botijo de agua caliente en el estómago
(el estómago el punto C, el centro exacto del mundo)
abandoné los cristales sacudiéndome la tiza que no había, el recreo escombros y una gorra demasiado grande, con el forro rasgado, que quizá perteneció al hijo del carpintero y cómo fue posible que hayamos llegado a esto, el mulo cojeando en silencio y mi padre al administrador, con las manos en jarras
—Ayúdame
inclinándose despacio, descubriéndome en el porche
—Idiota
y la mano cada vez mayor en el cuello, en el vientre, el puro goteándole de la boca y él
—No pierdas el puro
que el administrador le guardó en el bolsillo del chaleco, mi hijo enfermo
(una alondra no sé dónde cantando)
por primera vez estudiándolo no curioso, ausente, insistiendo en su
—Jaime
mi otro hijo me dio la impresión de avanzar hacia ellos y al final sin avanzar, fue la alondra soltándose en medio de un tropel de plumas, el reloj de pared tan seguro de sí y en el interior del reloj una vocecita
(¿la mía?)
sin que nadie le respondiese, mi padre un impulso y la pierna que le faltaba como si le hubiesen dado un mazazo en el tobillo, él a gatas tocándome los zapatos y yo, el idiota, ordenándole al administrador
—Prohíbele que me toque
no de usted
—Prohíbale que me toque
por primera vez al administrador de tú
—Prohíbele que me toque
las criadas a la entrada de la cocina inmóviles como mi otro hijo, el pozo inmóvil, los milanos inmóviles, las cabras en los peñascos no soltando una piedrecita siquiera, mi madre o mi hijo enfermo insistiendo —Jaime
y el
—Jaime
la única alondra que no cambiaba de rama, yo al administrador
—¿No te he ordenado que le prohibieses tocarme?
en el extremo derecho de la palanca que designaremos como A, mi padre en el extremo izquierdo que designaremos como B, entre A y B el administrador que designaremos como C y mi padre tan fácil de levantar accionando el punto A y utilizando el C como fulcro, aunque fácil yo sin poder levantarlo como Arquímedes levantaba el mundo porque la esposa del profesor me llamó durante el recreo
—Niño
el profesor en la habitación conversando consigo mismo y la hacienda llena de cosas que oscilaban o si no era mi padre que oscilaba o si no era yo que oscilaba o si no mi padre y yo que oscilábamos con mis hijos avizorando con las manos en visera a los dos lados de la cara escuchándome decirle a mi padre
—Idiota
y ahuyentándolo con el zapato a fin de volver al porche, sentarme en la silla de lona y quedarme mucho tiempo, pero lo que se dice mucho tiempo, mirando la sierra bajo las nubes de la tarde.