15
LA VALENTÍA DE UN INSTANTE
Bolitho intentó ponerse en pie, apoyándose en el hombro de Stockdale, mientras la pinaza se elevaba y hundía alternativamente al cruzar una serie de violentas rompientes. A pesar de la brisa nocturna y de los embates del mar que continuamente hacían saltar agua por encima de la borda, Bolitho sentía un calor febril. Cuanto más se acercaba el bote a la escondida isla, más peligrosa se hacía la situación. Y la mayor parte de sus hombres habían pensado que el principio había sido lo peor. Separados de su buque nodriza y abandonados para que llegaran por sus propios medios hasta la costa. Ahora pensaban de forma distinta, y lo mismo le sucedía a su tercer teniente.
De vez en cuando, y ahora con mayor frecuencia, surgían a su paso dentados salientes de roca o de coral; la blanca espuma del agua batiendo contra los escollos producía la sensación de que eran éstos y no el bote los que se movían.
Jadeando y maldiciendo, los remeros intentaban mantener la regularidad del golpe de remo, pero ésta se rompía cada poco porque alguno de ellos tenía que izar remo para evitar que la pala se hiciera astillas contra un saliente de roca.
Debido al incesante movimiento de balanceo, a Bolitho le costaba pensar con claridad, y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para recordar las instrucciones de Dumaresq y las siniestras previsiones de Gulliver respecto a su acercamiento final a la costa. No era de extrañar que Garrick se sintiera seguro. Ningún barco, del tamaño que fuese, podía llegar hasta la costa pasando entre aquella alfombra de fragmentos de coral. Incluso para la pinaza resultaba complicado. Bolitho intentaba no pensar en la lancha de la Destiny, de más de diez metros, que les seguía a cierta distancia desde popa. O por lo menos así lo esperaba. El bote adicional llevaba a Colpoys y sus tiradores, así como cargas suplementarias de pólvora. Si se tenía en cuenta el numeroso grupo de Palliser, que había ya tocado tierra al sudoeste de la isla y los hombres que llevaba Bolitho, de hecho era obvio que a Dumaresq le hacían falta más marineros en el barco. Si tenía que combatir, también él tendría que echar a correr. Pero la idea de Dumaresq batiéndose en retirada era tan absurda que pensar en ello le ayudó de alguna manera a Bolitho a mantenerse firme.
— ¡Cuidado por proa!
Era el segundo del timonel, Ellis Pearse, quien gritaba desde la amura. Un marino muy experimentado que había estado sondando durante parte del camino con el escandallo y el cabo del bote, pero que ahora hacía las funciones de vigía dando el aviso cuando una roca surgía en la oscuridad.
Hacían tanto ruido que parecía que cualquiera pudiera oírles desde la costa. Pero Bolitho sabía lo bastante como para comprender que el estrépito del mar y el oleaje era más que suficiente para ahogar el choque de los remos y sus desesperados esfuerzos empujando con los bicheros, luchando con uñas y dientes para pasar entre las traicioneras rocas. Si hubiera habido aunque sólo fuera un rayo de luna, todo podría haber sido distinto. Paradójicamente, un vigía atento veía con mayor claridad un bote pequeño que un gran barco con todo su aparejo parado a la altura de la costa. Era algo que sabían muy bien los contrabandistas de la costa de Cornualles, aunque descubrirlo les hubiera costado muy caro.
Pearse cantó con voz ronca:
— ¡Tierra a la vista por proa!
Bolitho levantó una mano para indicarle que le había oído y casi se cayó de bruces.
Por un momento, el camino entre los salientes rocosos y las arremolinadas aguas le habían parecido interminables. Pero entonces lo vio: un pálido atisbo de costa surgiendo por encima de la burbujeante espuma. Cada vez mayor, a medida que se iban acercando.
Hundió los dedos en el hombro de Stockdale. Bajo la camisa empapada, parecía un sólido roble.
— ¡Despacio ahora, Stockdale! ¡Un poco hacia estribor, creo!
Josh Little, el segundo de artillería, gruñó:
— ¡Dos hombres! ¡Preparados para saltar!
Bolitho vio a dos marineros inclinarse hacia la espumosa agua y deseó no haberse equivocado respecto a la profundidad.
En algún lugar por detrás de su popa oyó un golpe sordo seguido del confuso y desordenado chapoteo de los remos: la lancha recuperaba el equilibrio. Bolitho pensó que probablemente habría rozado la última roca grande.
Little rió:
— ¡Apuesto a que eso ha puesto nerviosos a los chicos de la infantería! —Tras decir esto, tocó al hombre que tenía más cerca—. ¡Adelante!
El marinero, tan desnudo como su madre lo trajo al mundo, se zambulló saltando por el costado; cuando volvió a surgir a flote moviendo brazos y piernas, escupió un chorro de agua y anunció:
— ¡Fondo de arena!
— ¡Parar de bogar! —Stockdale giró la caña del timón—. ¡Listos para maniobrar!
Finalmente, la pinaza ció y orientó la popa hacia la playa, con la ayuda de dos hombres que la agarraban de la borda, recorrió los últimos metros hacia la arena.
Con la misma facilidad con la que cualquiera hubiese levantado un palo del suelo, Stockdale descaló el timón y lo subió a bordo; la pinaza se elevó una vez más antes de varar ruidosamente en una pequeña playa.
— ¡Todos abajo!
Bolitho subió tambaleándose por la playa, sintiendo bajar el agua hasta los pies. Algunos hombres pasaron junto a él agarrando sus armas, mientras otros caminaban hasta aguas más profundas para guiar a la lancha hasta un trecho de arena seguro.
El marinero que primero había saltado de la pinaza forcejeaba intentando ponerse los pantalones y la camisa, pero Little le dijo:
— ¡Más tarde hará eso! ¡Ahora vaya hacia allá arriba!
Alguien rió al ver pasar dando brincos y chorreando agua al marinero desnudo; Bolitho se maravilló una vez más de que todavía les quedaran ganas de bromear.
— ¡Ahí llega la lancha!
Little gruñó:
— ¡Por todos los demonios! ¡Si parecen un montón de malditos curas! —Con su prominente estómago sobresaliendo por encima del cinturón, volvió a entrar en el agua lanzando instrucciones con su potente voz, que se hacía oír por encima de la confusión de hombres y remos.
El guardiamarina Cowdroy trepaba ya por una escarpada pendiente hacia la parte izquierda de la playa, con algunos hombres pisándole los talones. Jury permaneció en el bote, observando cómo las últimas armas, pólvora y munición, además de sus exiguas raciones de comida pasaban de mano en mano hasta el arrecife, donde estaban a resguardo del agua.
El teniente Colpoys apareció caminando dificultosamente por la arena y exclamó irritado:
—En el nombre de Dios, Richard, no me diga que no hay mejores maneras de plantear una batalla. —Calló un instante mientras observaba a sus hombres avanzar a paso ligero, manteniendo los largos mosquetes en alto para protegerlos del agua y la arena—. Diez buenos tiradores —comentó como si hablara para sí mismo—. ¡Una bonita manera de desaprovecharlos, si quiere saber mi opinión!
Bolitho levantó la vista para mirar el atolón. Llegaba a ver justo hasta el punto en que se unía con el cielo. Tenían que escalar por él y encontrar un buen escondite sin demora. Disponían aproximadamente de unas cuatro horas.
—Vamos. —Se giró e hizo señas a los dos botes—. Márchense ya. Buena suerte.
Había bajado el tono de voz deliberadamente, pero aun así el hombre que tenía más cerca se detuvo para observar los botes. Ahora la situación iba a quedar realmente clara para todos. Al cabo de una o dos horas aquellos mismos botes serían izados y puestos a resguardo sobre la Destiny, y sus dotaciones podrían descansar, podrían olvidar la tensión y el peligro.
Bolitho pensó que parecían moverse muy deprisa. Ahora, sin sus pasajeros adicionales y sin las armas, se perdían ya en las sombras, perfilados únicamente de vez en cuando por la espuma que se formaba contra los remos.
—Ya se han ido —dijo Colpoys en voz baja. Se miró las ropas que llevaba puestas, una mezcla de camisa de oficial y pantalones de piel—. Nunca lograré borrar esto. —Entonces, sorprendentemente, rió entre dientes y añadió—: Aunque hará que el coronel empiece a prestarme atención la próxima vez que le vea.
El guardiamarina Cowdroy bajó deslizándose por la pendiente hasta llegar junto a ellos.
— ¿Envío a algunos exploradores por delante, señor?
Colpoys le miró con frialdad:
—Yo enviaré a dos de mis hombres.
Dio la orden escuetamente y dos infantes de marina desaparecieron en la oscuridad como fantasmas.
Bolitho dijo:
—Ése es su trabajo, John. —Se secó la frente con la manga de la camisa y concluyó—: Dígamelo si hago algo mal.
Colpoys se encogió de hombros.
—Desde luego, no cambiaría mi trabajo por el suyo. —Le dio una palmada en el brazo—. Pero lo conseguiremos o caeremos juntos. —Miró en torno buscando a su asistente—. Cargue mis pistolas y permanezca junto a mí, Thomas.
Bolitho buscó a Jury, pero ya lo tenía allí.
— ¿Preparado?
Jury asintió firmemente.
—A la orden, preparado, señor.
Bolitho vaciló mirando la pequeña lengua de arena por la que habían llegado a la costa. La espuma continuaba burbujeando entre los arrecifes, pero incluso las huellas de las botas habían desaparecido de la arena. Estaban completamente solos.
Era difícil aceptar la idea de que se trataba de la misma y diminuta isla. Unos siete kilómetros de longitud y menos de cuatro de norte a sur. Daba la sensación de que se encontraban en otro país, en algún lugar que, cuando llegara la luz del día, verían extenderse a lo largo del horizonte.
Colpoys conocía su trabajo. Bulkley había mencionado que en cierta ocasión el gallardo oficial había formado parte de la primera línea de batalla de un regimiento, y al verlo ahora aquello parecía muy probable. Distribuyó sus piquetes, envió bastante por delante del resto a sus mejores exploradores y dejó en último lugar a los hombres más pesados y corpulentos para que transportaran los alimentos, la pólvora y la munición. Eran treinta hombres en total. Palliser contaba más o menos con la misma cantidad. Dumaresq agradecería tener a las dotaciones de los botes de vuelta a bordo, pensó Bolitho.
Pero aun a pesar de todos los preparativos, de la seguridad que había mostrado Colpoys al repartir a los hombres en filas más manejables, Bolitho tenía que afrontar el hecho de que era él quien estaba al mando. Los hombres formaban en abanico a ambos lados de él, y avanzaban entre piedras y arena, satisfechos de haber confiado su seguridad a la penetrante vista de los exploradores de Colpoys.
Bolitho controló la súbita inquietud que se adueñaba de él. Era como la primera vez que había estado a cargo de la guardia. El barco navegando en medio de la noche, y tú eres la única persona que puede cambiar las cosas con una sola palabra, o con un grito de ayuda.
Oyó un paso pesado junto a él y vio a Stockdale andando a grandes zancadas, con su alfanje al hombro.
Bolitho pudo imaginarle sin esfuerzo transportando su cuerpo hasta el bote, reunir a los restantes marineros y pedir ayuda. De no haber sido por aquel extraño hombre de ronca voz, él ahora estaría muerto. Resultaba reconfortante volver a tenerlo a su lado.
Colpoys dijo:
—Ya no estamos lejos. —Escupió un poco de arena y añadió—: ¡Si ese estúpido de Gulliver se ha equivocado, lo partiré en dos como a un cerdo! —Rió ligeramente—. Claro que si él se ha equivocado, yo ya no tendré oportunidad de permitirme ese privilegio, ¿no es así?
En la oscuridad, un hombre resbaló y dio con sus huesos en tierra, dejando caer ruidosamente su alfanje y un rezón.
Por un instante todos se quedaron petrificados; luego un infante de marina anunció:
—Todo tranquilo, señor.
Bolitho oyó un fuerte golpe y supo que el guardiamarina Cowdroy había azotado al marinero que había cometido aquella torpeza con la parte plana de su sable. Si Cowdroy le daba la espalda durante algún combate, no era probable que viviera lo bastante como para llegar a ser teniente.
Bolitho ordenó a Jury que se adelantara para inspeccionar el terreno; cuando éste volvió casi sin aliento dijo con voz sofocada:
— ¡Hemos llegado, señor! —Señaló vagamente hacia la cima—. Desde allí se oye el mar.
Colpoys envió a su asistente para avisar a los piquetes para que se detuvieran.
—Hasta aquí todo va bien. Debemos de estar en el centro de la isla. Cuando tengamos suficiente luz fijaré nuestra posición.
Los marineros y los infantes de marina, poco habituados a caminar por lugares tan escabrosos y fatigados por la dura marcha desde la playa, se apiñaron bajo un voladizo rocoso. Hacía frío y olía a humedad, como si hubiera grutas muy cerca.
En cuestión de horas iba a convertirse en un horno.
—Primero hay que apostar a los vigías. Luego comeremos y beberemos, puede que pase bastante tiempo antes de que volvamos a tener oportunidad de hacerlo.
Bolitho se soltó el sable y se sentó con la espalda apoyada en la roca desnuda. Pensó en el momento en que había trepado con el comandante hasta las crucetas mayores, la primera vez que había visto aquella inhóspita y amenazadora isla. Ahora estaba en ella.
Jury se inclinó hacia él para decirle:
—No estoy muy seguro de dónde apostar a los vigías en la parte más baja de la pendiente, señor.
Bolitho prescindió del cansancio y consiguió ponerse en pie, tambaleándose ligeramente.
—Venga conmigo. Se lo mostraré. La próxima vez, sabrá hacerlo solo.
Colpoys se había llevado a los labios un frasco de vino caliente, pero dejó de beber para observar cómo ambos se perdían en la oscuridad.
El tercer teniente había recorrido un largo, muy largo camino desde que zarparon en Plymouth, pensó. Era muy joven, pero actuaba con la autoridad de un veterano.
Bolitho limpió el polvo de su catalejo e intentó, estirado boca abajo como estaba, encontrar una postura más o menos cómoda. Era todavía muy temprano por la mañana, pero la roca y la arena estaban ya calientes, y la piel le escocía de tal forma que sentía deseos de arrancarse a jirones la camisa y rascarse todo el cuerpo con exasperación.
Colpoys avanzó arrastrándose por la tierra hasta reunirse con él. Le tendió un puñado de hierba reseca, casi lo único que crecía en las pequeñas grietas que había en la roca, donde las escasas lluvias le permitían sobrevivir. Dijo:
—Cubra la lente con esto. El menor reflejo de luz en el cristal puede hacer saltar la alarma.
Bolitho asintió sin decir nada, economizaba fuerzas y aliento. Niveló el catalejo con mucho cuidado y empezó a moverlo lentamente de un lado a otro. Había numerosas crestas rocosas, no muy grandes, como la que ellos estaban utilizando para ocultarse tanto del enemigo como del sol, pero todas parecían diminutas comparadas con la colina achatada. Ésta surgía del mar justo delante de donde tenía enfocado el catalejo, pero a su derecha tenía a la vista el extremo de la laguna y unos seis barcos anclados en ella. Por lo que podía ver, se trataba de goletas, sus formas claramente definidas bajo la deslumbrante luz; sólo un pequeño bote rompía la uniformidad en la reverberante agua. Más allá de los barcos, rodeándolos, se extendía hacia la izquierda el curvo brazo de roca y coral, pero el punto donde se abría al mar y el canal navegable quedaban ocultos por la colina.
Bolitho movió el catalejo de nuevo y concentró su atención en la costa y en el extremo más alejado de la laguna. No se detectaba el menor movimiento, y sin embargo él sabía que Palliser y sus hombres estaban allí, escondidos en algún lugar, aislados, con el mar a sus espaldas. Imaginó que el San Agustín, en caso de continuar a flote, debía de estar al otro lado de la colina, debajo de la batería de la cima que le había obligado a rendirse.
Colpoys enfocaba su catalejo hacia el lado oeste de la isla.
—Allí, Richard. Cobertizos. Toda una fila.
Bolitho orientó hacia aquel punto el catalejo, deteniéndose sólo un instante para secarse el sudor de los ojos. Los cobertizos eran pequeños y toscos, y carecían de cualquier tipo de ventanas. Lo más probable era que se utilizaran para almacenar armas y otros objetos productos del pillaje, pensó. La imagen en el catalejo se hizo borrosa momentáneamente; luego volvió a ver con claridad: una diminuta figura apareció en lo alto de un arrecife poco elevado. Era un hombre que llevaba puesta una camisa blanca, estiraba los brazos y probablemente bostezaba. Se dirigió sin prisas hacia un lado del arrecife, y entonces Bolitho vio que lo que él había tomado en principio por un mosquete colgado al hombro era en realidad un largo catalejo. Lo desplegó con la misma parsimonia con que se había movido y se dispuso a escrutar el mar, de lado a lado y desde la costa hasta la lejana línea azul del horizonte. Insistió varias veces en la observación atenta de un punto concreto que quedaba oculto tras la colina, y Bolitho imaginó que había avistado la Destiny, aparentemente navegando sin abandonar su recorrido como había estado haciendo antes. Ese pensamiento hizo que le diera un vuelco el corazón, le hizo sentir una mezcla de pérdida y nostalgia. Colpoys dijo suavemente:
—Ahí es donde está el cañón. «Nuestro» cañón —añadió significativamente.
Bolitho lo intentó de nuevo; los arrecifes se fundían entre sí y se volvían a separar entre una calima cada vez más densa, según iba aumentando el calor. Pero el oficial de infantería de marina tenía razón. Justo detrás del solitario vigía había un bulto de lona. Casi con toda seguridad se trataba del cañón aislado que había simulado aquella falsa mala puntería como señuelo para atraer al barco español hasta la trampa.
Colpoys murmuraba:
—Supongo que está ahí para proteger las presas fondeadas en la laguna.
Se miraron mutuamente al darse cuenta de la repentina importancia que adquiría su misión en el ataque. Había que hacerse con el cañón para que Palliser pudiera salir de su escondite. De lo contrario, en cuanto le descubrieran ofrecería un blanco perfecto para aquel cañón estratégicamente situado, que le haría pedazos sin contemplaciones. Como para corroborar esa idea, una columna de hombres apareció por un lado de la colina y se dirigió hacia la fila de cobertizos.
Colpoys dijo:
— ¡Dios mío, fíjese! ¡Deben de ser por lo menos doscientos!
Y no cabía duda de que no se trataba de prisioneros. Avanzaban en formación de a dos o de a tres, levantando con sus botas una polvareda similar a la que pudiera producir cualquier ejército. Aparecieron algunos botes en la laguna, y vieron a más hombres apostados al borde del agua llevando largas vergas y adujas de soga. Parecía que fueran a aparejar cabrias, que se dispusieran a estibar algún cargamento a bordo de los botes.
Dumaresq estaba en lo cierto. Una vez más. Los hombres de Garrick estaban haciendo los preparativos para marcharse. Bolitho miró a Colpoys.
—Supongamos que nos equivocamos acerca del San Agustín. El hecho de que no lo veamos no significa necesariamente que esté inutilizado.
Colpoys seguía mirando a los hombres de los cobertizos.
—Estoy de acuerdo. Y sólo hay una manera de averiguarlo. —Giró la cabeza cuando apareció Jury subiendo por la pendiente casi sin aliento, y le espetó—: ¡Agáchese!
Jury enrojeció y se lanzó al suelo junto a Bolitho.
—El señor Cowdroy quiere saber si puede repartir un poco más de agua, señor. —Apartó la vista de Bolitho para dirigir su mirada a la actividad que se estaba desarrollando en la playa.
—Todavía no. Dígale que mantenga a sus hombres bien ocultos. Basta con que alguien se deje ver o haga el menor ruido y estaremos perdidos. —Señaló con un movimiento de cabeza hacia la laguna—. Luego vuelva aquí. ¿Le apetece darse un paseo por ahí abajo? —Vio cómo los ojos del joven casi se salían de sus órbitas y cómo recuperaba la calma de inmediato.
—Sí, señor.
En cuanto Jury hubo desaparecido de su vista, Colpoys preguntó:
— ¿Por qué él? Es casi un niño.
Bolitho levantó una vez más el catalejo mientras decía: —Mañana, al alba, la Destiny iniciará un falso ataque a la entrada del canal. Ya de por sí será una acción muy peligrosa, pero si además de la batería de la colina responde la artillería del San Agustín, la fragata puede resultar gravemente dañada, incluso irse a pique. Así que tenemos que saber a qué nos enfrentamos exactamente. —Volvió a hacer un movimiento de cabeza hacia el otro extremo de la laguna—. El primer teniente tiene órdenes que cumplir. Atacará en el momento en que las fuerzas de defensa de la isla estén ocupadas con la Destiny. —Buscó la mirada del oficial de la infantería de marina, con la esperanza de ver en ella más convicción de la que él mismo sentía—. Y nosotros por nuestra parte debemos estar preparados para apoyarle. Pero, puestos a escoger, yo diría que usted y sus hombres son la mejor baza para esa parte de la misión. Yo bajaré a por el cañón y me llevaré a Jury como mensajero. —Apartó la vista—. En caso de que yo caiga hoy.
Colpoys le agarró del brazo:
— ¿Caer? ¡Entonces iremos cayendo todos tan rápidamente que san Pedro va a necesitar a todos sus ayudantes!
Calcularon juntos la distancia que había hasta el otro arrecife bajo. Alguien había plegado en parte la lona que lo cubría, de modo que una rueda del cañón militar resultaba claramente visible.
Colpoys dijo amargamente:
— ¡Francés, de los mejores!
Jury volvió a donde ellos estaban y esperó a que Bolitho hablara. Bolitho se soltó la hebilla de su cinturón y se lo tendió al oficial de infantería de marina. Dirigiéndose a Jury dijo:
—Déjelo aquí todo excepto su puñal. —Intentó sonreír—. ¡Hoy daremos un paseo como si fuéramos un par de mendigos!
Colpoys meneó la cabeza afligido.
— ¡Saltarán a la vista más que si fueran anuncios! —dijo. Sacó su botella de vino y se la tendió—. Empápense con esto y revuélquense en el polvo. Les resultará de ayuda, aunque no de mucha.
Finalmente, sucios y desastrados, estuvieron listos para emprender la marcha. Colpoys aún añadió:
—No lo olviden: lucha sin cuartel. Es mejor morir que caer en manos de esos salvajes.
Bajaron por una escarpada pendiente y atravesaron luego una estrecha torrentera. A Bolitho le parecía que cada piedra que caía hacía tanto ruido como todo un desprendimiento de tierras. Sin embargo, fuera del alcance de la vista desde la laguna y el saliente rocoso en el que había dejado a Colpoys con sus aprensiones, todo parecía extrañamente apacible. Como había comentado Colpoys antes, no se veían excrementos de pájaros, lo que significaba que muy pocas aves marinas se acercaban a aquel inhóspito lugar. No había nada que pudiera delatar más aparatosamente su furtiva presencia que una docena de alarmas surgiendo en forma de graznidos de otros tantos nidos de pájaros.
El sol estaba cada vez más alto, y las rocas crujían bajo el intenso calor, que oprimía sus cuerpos como si estuvieran en un horno. Hicieron jirones sus camisas y se las ataron a la cabeza para protegerse del calor a modo de turbantes; ambos agarraban la empuñadura de sus armas desenvainadas, listos para emplearlas en el momento más inesperado. Su aspecto era lo más parecido a un par de piratas, como el de los hombres a los que se disponían a dar caza.
Jury le agarró con fuerza del brazo.
— ¡Allí! ¡Allá arriba! ¡Un centinela!
Bolitho se tiró al suelo y arrastró a Jury junto a él, sintiendo cómo la tensión del guardiamarina se convertía en una mezcla de náusea y horror. El «centinela» era en realidad uno de los oficiales de don Carlos. Su cuerpo estaba ensartado en una estaca, orientada hacia el sol, y el uniforme que había lucido con orgullo estaba cubierto de sangre reseca.
Jury dijo en un ronco susurro:
— ¡Sus ojos! ¡Le han sacado los ojos!
Bolitho tragó saliva.
—Vamos —dijo—. Todavía nos queda mucho camino.
Finalmente llegaron a un lugar donde se apilaba un montón de pedazos de roca, algunos de los cuales se veían resquebrajados y ennegrecidos; Bolitho supuso que eran parte de los que habían caído bajo la artillería del San Agustín.
Consiguió pasar de lado entre dos de las rocas caídas, sintiendo en la piel el calor que habían acumulado, el doloroso palpito de la herida sobre su ojo cuando empujó para lograr meterse en una hendidura en cuyo interior nadie lograría verle. Notó la presencia de Jury, pegado a él hasta el punto de que el sudor de ambos se mezclaba; asomó con cautela la cabeza para observar lo que ocurría en la laguna.
El había esperado ver el capturado barco español embarrancado o sufriendo el saqueo de los victoriosos piratas. Pero en él imperaba la disciplina, la decisión de ponerlo en movimiento; aquello le hizo percatarse de lo que significaba realmente lo que estaba viendo. El San Agustín estaba anclado, y su combés y aparejo eran un hervidero de hombres en plena actividad. Arreglaban juntas, martillaban, aserraban madera y enarbolaban cabos nuevos en las vergas. Hubiera podido tratarse de cualquier buque de guerra en cualquier lugar y circunstancia.
El mastelerillo del trinquete, que se había desmoronado por el impacto de un proyectil durante la breve batalla, había sido ya reemplazado por un aparejo de respeto montado, a juzgar por su aspecto, por profesionales; y por la forma en que los hombres trabajaban, Bolitho supo que por lo menos algunos de ellos tenían que pertenecer a la tripulación original del barco. En algunos lugares de la cubierta estaban apostados hombres que no participaban en aquella frenética actividad. Permanecían vigilantes junto a cañones giratorios o sosteniendo mosquetes listos para disparar. Bolitho pensó en el torturado despojo al que le habían sacado los ojos y que ellos habían visto en la colina, y sintió cómo el sabor a bilis le subía por la garganta. No era de extrañar que los españoles que seguían con vida estuviesen trabajando para sus captores. Les habían dado una horrenda lección ejemplar, y sin duda aquélla no había sido la única; más que suficiente para evitar cualquier intento de resistencia.
Algunos botes se acercaron al flanco del barco anclado, e inmediatamente fueron bajados motones con grandes redes para izar cajas y grandes arcones por encima de las amuradas.
Uno de los botes, apartado del resto, se deslizaba lentamente dando la vuelta a la popa del San Agustín. Un hombre menudo, con una barba pulcramente recortada, se mantenía en pie erguido junto a las planchas de popa, dando instrucciones con la ayuda de un bastón negro con el que blandía el aire para dar más énfasis a lo que iba diciendo.
Incluso desde lejos se veía claramente algo autocrático y arrogante en el porte de aquel hombre. Era una persona que gozaba de un gran respeto y había alcanzado un inmenso poder mediante la traición y el asesinato. Sin duda tenía que tratarse de sir Piers Garrick.
En aquel momento se inclinaba sobre la borda del bote, señalando de nuevo con su bastón; Bolitho vio que la quilla del San Agustín sobresalía ligeramente, y pensó que Garrick estaba ordenando probablemente un cambio de calado, que se desplazara alguna carga para proporcionar a su nueva presa las mejores condiciones de navegación posibles. Jury susurró:
— ¿Qué están haciendo, señor?
—El San Agustín se está preparando para zarpar. —Se giró apoyándose en la espalda, sin pensar en las aristas de las rocas, intentando poner en orden sus ideas—. La Destiny no puede luchar contra todos ellos. Tenemos que actuar ahora.
Vio una ceñuda expresión dibujada en el rostro de Jury. Ni por un momento lo había dudado. ¿Hubo un tiempo en que yo era como él? —se preguntó Bolitho—. ¿He confiado alguna vez en alguien tanto como para creer que nunca podrían vencernos? Entonces dijo:
— ¿Lo ve? Se acercan más botes al barco. El tesoro de Garrick. Ésa ha sido la causa de todo. Su propia flotilla, y ahora un barco de cuarenta y cuatro cañones a su disposición. El comandante Dumaresq tenía razón. No hay nada ni nadie que le detenga. —Sonrió gravemente—. Sólo la Destiny.
Bolitho pudo verlo como si ya hubiera sucedido. La Destiny al pairo cerca de la costa para desviar la atención de sus enemigos y dar una oportunidad a Palliser; y mientras tanto, el capturado San Agustín esperaba allí, preparado y al acecho como un tigre, listo para atacar. En aguas cerradas como aquellas, la Destiny no tenía ninguna oportunidad.
—Tenemos que volver.
Bolitho se descolgó entre las rocas, pugnando todavía mentalmente con lo que debía hacer.
Colpoys a duras penas pudo disimular su alivio cuando les vio subir gateando para reunirse con él en el arrecife.
—Han estado trabajando todo el tiempo —dijo—. Vaciando esos cobertizos. También tiene esclavos, pobres diablos. He visto cómo derribaban a más de uno a golpes de cadena.
Colpoys calló y permaneció en silencio hasta que Bolitho terminó de describir lo que había visto. Luego dijo:
—Mire. Sé lo que está pensando. Dado que ésta es una maldita y árida isla que no sirve para nada y que no le interesa a nadie, es más, de la que muy pocos conocen siquiera su existencia, se siente usted estafado. Reticente a arriesgar vidas humanas, la suya incluida. Pero así son las cosas. Las grandes batallas con ondeantes banderas se dan muy pocas veces. Esto pasará a formar parte de las crónicas como una escaramuza, un «incidente», si es que llega a constar en parte alguna. Pero será algo importante si nosotros lo consideramos así. —Se echó atrás y estudió la reacción de Bolitho con calma—. Iremos a por ese cañón sin esperar a que amanezca. No tienen nada más con lo que hacernos frente en la laguna. El resto de cañones están atrincherados en la cima de la colina. Llevaría horas trasladarlos. —Rió entre dientes—. ¡Y una batalla puede decantarse hacia la victoria o la derrota en ese tiempo!
Bolitho cogió el catalejo de nuevo; las manos le temblaban cuando miró a través de él el arrecife y el cañón parcialmente cubierto. Estaba incluso el mismo vigía.
Jury dijo con voz ronca:
—Han dejado de trabajar.
—No es de extrañar. —Colpoys se puso la mano sobre los ojos—. Mire allí, joven. ¿No le parece suficiente para dar la vida por ella?
La Destiny entró lentamente en su campo de visión, sus gavias y juanetes pálidos contra el intenso azul del cielo.
Bolitho se la quedó mirando; imaginaba sus sonidos ahora perdidos en la distancia, sus olores, su familiaridad.
Se sintió como un hombre muerto de sed que estuviera viendo el espejismo de una jarra de vino en un desierto. O como alguien que, camino de la horca, se detuviera un instante para oír el primer canto de un gorrión. Ambos serían conscientes de que al día siguiente no habría vino, y de que los pájaros ya no cantarían.
—Vamos allá, entonces —dijo con determinación—. Avisaré a los demás. Si por lo menos hubiera alguna forma de avisar al señor Palliser.
Colpoys volvió a bajar por el declive. Entonces miró a Bolitho; sus ojos parecían amarillos bajo la luz del sol.
—Se enterará, Richard. ¡Toda la maldita isla lo hará!
Colpoys se secó la cara y el cuello con el pañuelo. Había atardecido ya, y el abrasador calor que se desprendía de las rocas era un verdadero tormento.
Pero esperar había valido la pena. Casi toda la actividad alrededor de los cobertizos había cesado, y el humo de varios fuegos llegaba hasta los marineros escondidos, llevándoles el aroma de la carne asada, lo que suponía una tortura adicional.
—Descansarán después de haber comido —dijo Colpoys. Miró a su cabo—. Distribuya raciones de comida y agua, Dyer. —Dirigiéndose a Bolitho añadió en voz baja—: He calculado que ese cañón está a un cable de distancia de nosotros. —Miró de soslayo la pendiente y el escarpado salto hasta el otro arrecife—. En el momento en que empecemos, no habrá respiro. Creo que hay varios hombres al cuidado del cañón. Probablemente en alguna especie de almacén subterráneo. —Cogió una taza de agua de manos de su asistente y bebió un sorbo despacio—. ¿Y bien?
Bolitho bajó el catalejo y apoyó la cabeza en el brazo.
—Correremos ese riesgo.
Intentó no valorarlo mentalmente. Doscientos metros a campo abierto, ¿y después? Dijo escuetamente:
—Little y sus hombres pueden hacerse cargo del cañón. Nosotros atacaremos el promontorio por los dos lados al mismo tiempo. El señor Cowdroy puede hacerse cargo del segundo grupo. —Vio la expresión de Colpoys y añadió—: Es el más veterano de los dos, y tiene experiencia.
Colpoys asintió.
—Yo colocaré a mis tiradores donde puedan resultar más eficaces. Una vez haya tomado usted el promontorio, yo le apoyaré. —Alargó la mano—. Si fracasa, dirigiré la carga con bayoneta más corta de la historia del cuerpo.
Y entonces, de pronto, estuvieron preparados. La tensión y la vacilación desaparecieron, se desvanecieron por completo, y los hombres se agruparon en pequeñas partidas, con los rostros ceñudos pero llenos de determinación. Josh Little al frente de su dotación de artillería, con todos los artilugios propios de su misión y con cargas adicionales de pólvora y munición.
El guardiamarina Cowdroy, con su petulante rostro fruncido, había ya desenvainado el sable y revisaba su pistola. Ellis Pearse, el segundo del contramaestre, llevaba su propia arma, una temible hacha de abordaje de doble filo que un herrero había forjado especialmente para él. Los infantes de marina se habían dispersado entre las rocas, apuntando con sus largos mosquetes hacia la zona de campo abierto y, más allá, hacia la ladera de la colina.
Bolitho se puso en pie y observó a sus hombres. Dutchy Vorbink; Olsson, el sueco loco; Bill Bunce, un ex cazador furtivo; Kennedy, un hombre que había evitado la prisión ofreciéndose como voluntario en la armada, y muchos otros a los que había llegado a conocer muy bien.
Stockdale resolló:
—Estaré junto a usted, señor.
Sus miradas se cruzaron.
—Esta vez no. Quédese con Little. Hay que apoderarse de ese cañón, Stockdale. Sin él somos hombres muertos. —Tocó su robusto brazo—. Créame. Hoy todos dependemos de usted.
Se apartó de él, incapaz de soportar la visión del dolor que le había causado a aquel gigante. Dirigiéndose a Jury dijo:
—Usted puede quedarse con el teniente Colpoys.
— ¿Es una orden, señor?
Bolitho vio cómo el joven levantaba la barbilla tercamente. ¿Qué estaban intentando hacer con él?
—No —replicó.
Alguien susurró:
— ¡El centinela ha bajado a algún sitio donde ya no podemos verle!
—Habrá ido a echar un trago —bromeó Little.
Bolitho se sintió dispuesto para la batalla, su sable reluciendo bajo la luz del sol, apuntando hacia el promontorio que tenían frente a ellos.
— ¡Adelante, pues! ¡A por ellos, muchachos!
Sin importarles ahora hacer ruido ni ser descubiertos, bajaron a la carga por la pendiente, levantando a su paso polvo y piedras, jadeando furiosamente, con la mirada fija en el arrecife. Llegaron al final de la pendiente y emprendieron la carrera a campo abierto, prescindiendo de todo lo que no fuera aquel cañón camuflado.
En algún lugar, como a miles de kilómetros de distancia, alguien gritó, y un disparo silbó en la ladera de la colina. Se oyeron otras voces, algunas muy cerca, otras apagadas, mientras los hombres de la laguna corrían en busca de sus armas, probablemente imaginando que les atacaban por el mar.
De pronto aparecieron tres cabezas en la cima del promontorio, al mismo tiempo que el primero de los hombres de Bolitho llegaba al pie del mismo. Los mosquetes de Colpoys disparaban aparentemente sin demasiada eficacia y desde demasiado lejos, pero dos de las cabezas desaparecieron, y el tercer hombre saltó por los aires antes de caer rodando ladera abajo, entre los marineros ingleses.
— ¡Adelante! —Bolitho blandía su sable—. ¡Más deprisa!
El disparo de un mosquete pasó junto a él, y un marinero cayó agarrándose el muslo para luego quedar tendido en el suelo gimiendo mientras sus compañeros continuaban a la carga hacia la cima.
Bolitho respiraba como si tuviera los pulmones llenos de arena caliente mientras saltaba por encima de un tosco parapeto de piedras. Sonaron más disparos a su alrededor, y supo que algunos de sus hombres habían caído.
Vio el brillo metálico, una rueda del cañón bajo su cubierta de lona, y gritó:
— ¡Cuidado!
Pero desde detrás de la lona uno de los hombres allí ocultos disparó un mosquetón lleno de munición contra los marineros que avanzaban. Uno de ellos fue alcanzado por la espalda, volándole el rostro y la mayor parte del cráneo; otros tres cayeron pataleando, envueltos en su propia sangre.
Con un rugido propio de una bestia enfurecida, Pearse se lanzó hacia el lado opuesto al foso donde estaba el cañón y rasgó la lona con su hacha de doble filo.
Un hombre salió corriendo, cubriéndose la cabeza con las manos y gritando:
— ¡Socorro! ¡Piedad!
Pearse le tiró del brazo y aulló:
— ¿Piedad, gusano? ¡Toma esto!
El enorme filo alcanzó al hombre en la nuca, de forma que la cabeza se desplomó sobre su pecho como la de un muñeco.
El grupo del guardiamarina Cowdroy subía como un enjambre por el otro lado del promontorio, y mientras Pearse conducía a sus hombres al interior del foso para completar su sangrienta victoria, Little y Stockdale estaban ya junto al cañón, mientras su dotación corría a comprobar si quedaba algún signo de vida en el cercano horno.
Los marinos estaban como enloquecidos. Sólo dejaban de gritar entusiasmados por la victoria para poner a resguardo a sus compañeros heridos; sus gritos se convirtieron en un auténtico rugido cuando Pearse salió del foso con una gran jarra de vino.
Bolitho ordenó:
— ¡Recojan los mosquetes! ¡Aquí vienen los infantes de marina!
Una vez más los marinos se echaron al suelo y apuntaron con sus armas hacia la laguna. Colpoys y sus diez tiradores, a paso ligero a pesar de las ropas prestadas que no eran de su medida, subieron rápidamente al promontorio, pero parecía como si el ataque hubiera sido tan sorpresivo y salvaje que toda la isla estuviera todavía aturdida.
Colpoys llegó a la cima y esperó a que sus hombres se pusieran a cubierto. Entonces dijo:
—Al parecer sólo hemos perdido cinco hombres. Muy satisfactorio. —Frunció el ceño con desdén cuando vio cómo algunos cadáveres ensangrentados eran sacados del foso y lanzados pendiente abajo—. Animales.
Little salió del foso de un salto, limpiándose las manos en el vientre.
—Hay abundante munición, señor, pero no demasiada pólvora. Afortunadamente hemos traído la nuestra.
Bolitho compartió su alegría por el objetivo conseguido, pero sabía que debía mantenerse atento. En cualquier momento serían objeto de un ataque en toda regla. Pero habían actuado bien. No se les podía pedir que lo hicieran mejor.
—Reparta algo de vino, Little —dijo.
Colpoys dijo bruscamente:
—Pero mantengan los ojos bien abiertos y la mente despierta. El cañón entrará en acción muy pronto. —Miró a Bolitho—. ¿Estoy en lo cierto?
Bolitho aspiró el aire y supo que sus hombres tenían el horno preparado de nuevo.
Había sido la valentía de un instante, unos pocos minutos de temeraria furia. Cogió una taza de vino tinto de manos de Jury y se la llevó a los labios. Había sido un momento que recordaría mientras viviera.
Incluso aquel vino, lleno de polvo y caliente como estaba, parecía un fino clarete.
— ¡Ahí vienen, señor! ¡Ahí vienen esos canallas!
Bolitho lanzó la taza a un lado y recogió el sable del suelo.
— ¡Hay que resistir!
Se giró rápidamente para ver cómo se las arreglaban Little y su dotación. El cañón no se había movido, e iba a tener que disparar muy pronto para que cundiera el pánico entre sus enemigos.
Oyó un coro de gritos, y al acercarse al tosco parapeto vio una masa de hombres que corrían hacia el promontorio, el sol reflejándose en sus espadas y alfanjes; el aire se llenó de estallidos de mosquetes y pistolas.
Bolitho miró a Colpoys.
— ¿Preparados los tiradores?
— ¡Fuego!