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LEALTADES DIVIDIDAS

 

Pasaron dos días más sin que el virrey portugués diera señales de haber vuelto, y si lo había hecho, no parecía tener la menor intención de recibir a Dumaresq.

Sofocados bajo un sol abrasador, los marineros hacían su trabajo a desgana. Los ánimos estaban crispados, y en varias ocasiones algunos hombres fueron llevados a popa, donde se recompensaba su actitud con un castigo.

Y mientras la campana sonaba con regularidad marcando los cambios de guardia, Dumaresq parecía mostrarse más y más intolerante y colérico cada vez que subía al alcázar. Un marinero fue cargado con más trabajo del que le correspondía simplemente por haber mirado al comandante, y el guardiamarina Ingrave, que había estado realizando el trabajo de secretario, fue relegado a sus tareas habituales a bordo con un displicente «¡Demasiado estúpido para sostener una pluma!» que no dejaba de resonar en sus oídos.

Incluso Bolitho, que tenía muy poca experiencia sobre la política que se solía seguir en puertos extranjeros, era consciente del forzoso aislamiento a que se veía sometida la Destiny. Algunas tentadoras embarcaciones merodeaban cerca del barco con mercancías locales con las que hacer trueque, pero el siempre vigilante bote de guardia del puerto las desalentaba abiertamente. Y, desde luego, no había llegado ningún mensaje de aquel hombre llamado Egmont.

Samuel Codd, el contador, había acudido a popa quejándose de que le resultaba imposible conservar sus provisiones de fruta fresca, y la mitad del barco debió de oír cómo Dumaresq descargaba sobre él un auténtico maremoto de cólera.

— ¿Y para qué me necesita a mí, maldito avaro ? ¿Acaso cree que no tengo nada mejor que hacer que comprar y vender como un vulgar mercachifle? Coja un bote y vaya a tierra usted mismo, ¡y esta vez dígale al vendedor que las provisiones son para mí! —Su potente voz continuó oyéndose a espaldas de Codd procedente del camarote—. ¡Y no se le ocurra volver con las manos vacías!

En la cámara de oficiales el ambiente había cambiado muy poco. Seguían los habituales comentarios y las exageradas anécdotas acerca de lo sucedido a lo largo del día durante la rutinaria vida cotidiana. Sólo cuando aparecía Palliser la atmósfera se hacía más formal, incluso tensa.

Bolitho se había entrevistado con Murray y había confrontado su versión de los hechos en lo concerniente a la acusación de robo que pesaba sobre él. Murray negó con firmeza haber tomado parte en el asunto, y le había rogado a Bolitho que hablara en su defensa. Bolitho se sintió profundamente impresionado ante la sinceridad de aquel hombre. Murray estaba más resentido ante la perspectiva de que se llevara a cabo un castigo injusto que temeroso de ser azotado. Pero aquello iba a ser inevitable a menos que se probara su inocencia.

Poynter, el oficial de la policía militar de a bordo, se mostraba inexorable. Él había descubierto el reloj en el saco de Murray durante un registro sorpresa de las pertenencias de varios marineros. Cualquiera podía haberlo puesto allí, pero ¿cuál era el punto clave? Era obvio que iban a hacer algo para descubrir el reloj desaparecido. Un ladrón inteligente lo hubiera ocultado en cualquiera de los cientos de escondrijos seguros que ofrecía el casco de un barco. Aquello no tenía sentido.

Al anochecer del segundo día fue avistado el bergantín Heloise, rumbo a tierra y con las velas reluciendo bajo la luz crepuscular mientras completaba una lenta bordada en su acercamiento final a la costa.

Dumaresq lo observaba a través del catalejo y alguien le oyó mascullar:

—Se lo toma con calma. ¡Tendrá que hacerlo mejor si quiere un ascenso!

Rhodes dijo:

— ¿Lo ha notado, Dick? No nos han enviado las gabarras con agua dulce tal como nos prometieron, y nuestras reservas deben de empezar a escasear. No me extraña que nuestro dueño y señor esté de un humor de mil demonios.

Bolitho recordó entonces lo que le había dicho Dumaresq. La Destiny tenía que hacer aguada al día siguiente de haber fondeado en el puerto. Su mente estaba ocupada con tantos asuntos diferentes que lo había olvidado por completo.

— ¡Señor Rhodes! —Dumaresq se dirigió a grandes zancadas hacia la batayola del alcázar—. Indique al Heloise que ancle en la rada exterior. No es probable que el señor Slade intente entrar de noche, pero para estar más seguros lo mejor será que envíe un bote con instrucciones de que eche el ancla lejos del farallón.

El sonido del silbato hizo que la dotación del bote se presentara rápidamente en popa. Hubo bastantes quejas cuando vieron lo lejos de tierra que estaba todavía el bergantín. Tendrían que bogar duramente un largo trecho tanto a la ida como a la vuelta.

Rhodes buscó al guardiamarina de guardia.

—Señor Lovelace, vaya usted también con el bote. —Se mantuvo serio mientras miraba a Bolitho y le decía—: Estos condenados guardiamarinas, ¿eh, Dick? ¡Hay que tenerlos siempre ocupados!

— ¡Señor Bolitho! —Dumaresq le estaba mirando—. ¡Haga el favor de venir!

Bolitho se dirigió apresuradamente a popa hasta que ambos se encontraron en el coronamiento de la misma, donde nadie podía oírles.

—Debo decirle que el señor Palliser no ha podido descubrir a ningún otro culpable. —Observó a Bolitho con atención—. Veo que eso le disgusta.

—Así es, señor. Yo tampoco tengo pruebas, pero estoy convencido de que Murray es inocente.

—Esperaré hasta que nos hallemos en alta mar, pero el castigo se llevará a cabo. No es conveniente azotar a los propios hombres ante la mirada de extranjeros.

Bolitho esperó, consciente de que la conversación no había terminado aún.

Dumaresq entrecerró los ojos para mirar, arriba, el gallardete del calcés.

—Una brisa favorable. —Luego dijo—: Necesitaré otro secretario. En un buque de guerra hay más cosas que escribir y copiar que pólvora y proyectiles. —El tono de su voz se endureció al agregar—: ¡O agua dulce, si vamos al caso!

Bolitho se puso rígido al ver cómo Palliser se dirigía hacia popa y se detenía como si se hubiera topado con una barrera invisible.

Dumaresq le dijo:

—Hemos terminado. ¿Qué quería usted, señor Palliser?

—Se acerca un bote, señor. —No miró a Bolitho—. Es el mismo que trajo la carne de cerdo para usted y para la cámara de oficiales.

Dumaresq levantó las cejas.

— ¿De veras? Eso me interesa. —Dio media vuelta diciendo—: Estaré en mis dependencias. En cuanto al asunto del secretario, he decidido asignarle la tarea a Spillane, el nuevo ayudante del médico. Parece culto y bien dispuesto hacia sus superiores; además, no quiero «malcriar» a nuestro buen médico permitiéndole disponer de demasiada ayuda. Ya tiene bastantes auxiliares para llevar su enfermería.

Palliser saludó.

—Así se hará, señor.

Bolitho anduvo hasta la pasarela de babor para observar el bote que se aproximaba. Sin el catalejo no pudo reconocer a ninguna de las personas que iban en él. Sintió ganas de reírse de sí mismo por su estupidez. ¿Qué esperaba? ¿Que aquel hombre, Jonathan Egmont saliera hasta el puerto para ir a visitar al comandante? ¿O quizá que su encantadora esposa hiciera aquel fatigoso e incómodo recorrido sólo para saludarle a él desde lejos con la mano? Era ridículo, pueril. Quizá el hecho de llevar demasiado tiempo en el mar, o la enorme tristeza que le había causado su última visita a Falmouth le habían convertido en una persona proclive a dejarse llevar por la fantasía y los sueños imposibles.

El bote llegó a la plataforma de embarque, y después de que el remero y uno de los segundos del contramaestre pasaran un buen rato gesticulando para comunicarse, un sobre llegó a manos de Rhodes, quien lo llevó al camarote del comandante en popa.

El bote permaneció a la espera, flotando a poca distancia del casco de la fragata; el remero de piel aceitunada se dedicó a observar a los atareados marineros e infantes de marina, probablemente calculando la fuerza de la andanada de la Destiny.

Finalmente, Rhodes volvió al portalón de entrada y le entregó otro sobre al timonel del bote. Vio que Bolitho le estaba observando y fue a su encuentro junto a las redes de las hamacas.

—Sé que le apenará oír esto, Dick —dijo burlón sin poder evitar que le temblara la voz—, pero esta noche estamos invitados a cenar en tierra. Creo que usted ya conoce la casa, ¿no es así?

— ¿Quién va a ir a la cena? —preguntó Bolitho intentando controlar su repentina ansiedad.

Rhodes rió entre dientes antes de responder:

—Nuestro dueño y señor, todos sus tenientes y, por cortesía, también el médico.

— ¡No me lo creo! —exclamó Bolitho—. El comandante nunca abandonaría su barco sin dejar a bordo por lo menos a un teniente. —Miró en torno cuando Dumaresq apareció en cubierta—. ¿No le parece?

— ¡Vayan a buscar a Macmillan y a Spillane, mi nuevo secretario —gritó Dumaresq. Su tono de voz era distinto, casi alegre—. ¡Necesitaré mi yola dentro de media hora!

Rhodes se fue a cumplir las órdenes apresuradamente mientras Dumaresq añadía en voz alta:

— ¡Para entonces quiero que usted y el señor Bolitho, y nuestro gallardo soldado, estén presentables! —Sonrió al decir—: Y también el médico. —Se retiró a grandes zancadas con su sirviente trotando a su lado como un perrito faldero.

Bolitho se miró las manos. En apariencia mantenía el pulso relativamente firme, y sin embargo, igual que le sucedía con el corazón, le parecía que estaban totalmente fuera de control.

En la cámara de oficiales reinaba la más absoluta confusión; Poad y sus asistentes intentaban proporcionar camisas limpias, casacas de uniforme planchadas y, en general, procuraban transformar a sus superiores de oficiales de marina en caballeros.

Colpoys tenía su propio asistente, y no dejaba de maldecir y gritarle palabras malsonantes al pobre hombre que luchaba con sus relucientes botas mientras él se miraba en un espejo de mano.

Bulkley, con su habitual aspecto de búho y tan desastrado como siempre, mascullaba:

— ¡Me lleva con él sólo porque sabe que ha actuado injustamente en la enfermería!

— ¡Por Dios! —le espetó Palliser—. Probablemente lo hace porque no se fía de dejarle solo en el barco.

Gulliver no podía disimular que estaba encantado de que le dejaran a bordo, provisionalmente al mando del barco. Durante la larga travesía desde Funchal parecía haber ganado confianza en sí mismo, y de todas formas odiaba «la etiqueta y los modales de la buena sociedad», según le había confesado en cierta ocasión a Codd.

Bolitho fue el primero en presentarse en el portalón de entrada. Vio a Jury a cargo de la guardia en el alcázar; sus ojos se encontraron en un instante, pero ambos desviaron la mirada enseguida. Aunque todo cambiaría cuando se encontraran de nuevo en alta mar. Trabajar juntos haría desaparecer las diferencias; sin embargo, el destino de Murray todavía estaba pendiente.

Dumaresq subió a cubierta y pasó revista a sus oficiales.

—Bien. Bastante bien.

Observó la yola que les esperaba abajo, junto al barco, con sus remeros ataviados con sus mejores camisetas a cuadros y sus gorros de marinero, el timonel listo para partir.

—Muy bien, Johns.

Bolitho pensó en la otra ocasión en que había ido a tierra en la yola con Dumaresq. Recordó cómo le había pedido distraídamente a Johns que investigara el asunto del reloj desaparecido de Jury. Johns, en su calidad de timonel del comandante, era muy respetado por los suboficiales y los marinos más veteranos. Una palabra dicha en el momento oportuno, una insinuación al oficial de policía, que no se hacía de rogar cuando se trataba de hostigar a la tripulación, y un registro por sorpresa habían hecho el resto. —Todos al bote.

Los oficiales de la Destiny, observados desde la pasarela por numerosos marineros que en aquel momento se encontraban libres de obligaciones, descendieron hasta la yola en estricto orden de importancia, según su graduación.

En último lugar, luciendo su uniforme con galones dorados y blancas solapas, Dumaresq ocupó su lugar en la popa.

El bote iba separándose con precaución del casco de la fragata cuando Rhodes dijo:

— ¿Me permite expresarle, señor, nuestro agradecimiento por haber sido invitados?

La dentadura de Dumaresq resplandeció en la oscuridad, blanca como la nieve.

—He pedido a todos mis oficiales que me acompañen, señor Rhodes, porque todos formamos parte de una tripulación. —Su sonrisa se hizo más abierta—. Además, es conveniente para mis propósitos que la gente de tierra sepa que todos estamos presentes.

Rhodes respondió sin mucha convicción:

—Ya comprendo, señor.

Era evidente que no comprendía nada.

A pesar de sus presentimientos y preocupaciones recientes, Bolitho se arrellanó en su asiento y observó las luces de la costa. Estaba decidido a disfrutar de la recepción. Al fin y al cabo se encontraba en un país extranjero y exótico del que guardaría un recuerdo que describiría con todo detalle cuando estuviera de vuelta en Falmouth.

Ningún pensamiento perturbador iba a estropearle aquella velada.

Entonces recordó la forma en que ella le había mirado cuando se marchaba de la casa y sintió su firmeza de carácter. Era absurdo, se dijo a sí mismo, pero con aquella mirada ella había hecho que se sintiera un hombre de verdad.

Bolitho se quedó mirando la mesa colmada de manjares y se preguntó cómo iba a ser capaz de hacerles justicia. Ya en aquel momento deseaba haber prestado más atención al seco consejo que le había dado Palliser cuando desembarcaban de la yola:

— ¡Intentarán emborracharle, así que tenga cuidado!

Y de aquello hacía ya dos horas. Parecía imposible.

Era una estancia amplia de techo abovedado, del que colgaban tapices de vivos colores; todo resultaba aún más fascinante con los cientos de velas cuyo resplandor brillaba sobre sus cabezas en arañas calculadamente distanciadas entre sí, mientras que a lo largo de la mesa había algunos candelabros que sin duda eran de oro macizo, pensó Bolitho.

Los oficiales de la Destiny se sentaban en los lugares que les habían sido meticulosamente asignados, y eran como manchas de color azul y blanco separadas por los trajes, más suntuosos, de los demás invitados. Todos eran portugueses; la mayor parte de ellos poseían escasos conocimientos de inglés y se pedían ayuda mutuamente para traducir alguna frase puntual o aclarar alguna idea a sus visitantes. El comandante de las baterías de cañones de la costa, un hombre enormemente corpulento, era el único que podía compararse con Dumaresq tanto en la potencia de su voz como en el apetito. De vez en cuando se inclinaba hacia alguna de las damas y estallaba en atronadoras carcajadas o golpeaba con el puño sobre la mesa para dar más énfasis a lo que decía.

Un verdadero ejército de sirvientes iba y venía trajinando con una interminable procesión de platos, desde suculento pescado hasta humeantes fuentes de carne. Y el vino no dejaba de correr. Vino de su tierra o vino procedente de España, vinos fuertes del Rin y caldos suaves de Francia. Sin duda Egmont era un hombre generoso, y Bolitho tuvo la sensación de que el anfitrión bebía poco mientras observaba a sus invitados con una cortés y obsequiosa sonrisa en los labios.

Era casi doloroso contemplar a la esposa de Egmont sentada en el otro extremo de la mesa. Le había hecho una leve inclinación de cabeza a Bolitho a su llegada, pero poco más. Y ahora, embutido entre un abastecedor de buques portugués y una ajada dama que no parecía dejar de comer ni siquiera para respirar, Bolitho se sentía ignorado y perdido.

Pero se quedaba sin aliento con sólo mirarla a ella. También aquella noche vestía de blanco, y su piel, en contraste, parecía dorada. Llevaba un vestido muy escotado, y alrededor del cuello lucía un pájaro azteca bicéfalo cuya cola estaba formada por plumas que Rhodes, buen entendido, identificó como rubíes.

Cada vez que se giraba para hablar con sus invitados, los rubíes bailaban entre sus pechos, y Bolitho trasegaba otro vaso de clarete sin darse cuenta siquiera de lo que hacía.

Colpoys ya estaba medio borracho y describía con todo lujo de detalles a su compañera de mesa cómo en cierta ocasión había sido sorprendido en la alcoba de una dama por su marido.

Palliser, por el contrario, parecía inmutable, comiendo frugalmente, muy serio y cuidando de que su vaso se mantuviera siempre medio lleno. Rhodes parecía menos seguro de sí mismo de lo que era habitual en él, su voz más gruesa y sus gestos más vagos que cuando la cena había comenzado. El médico se las arreglaba muy bien con la comida y la bebida, pero sudaba copiosamente intentando seguirle la conversación a un oficial portugués cuyo inglés era algo peor que titubeante y responder al mismo tiempo a la esposa de aquel hombre.

Dumaresq era un personaje inverosímil. No rechazó nada de lo que le ofrecieron y sin embargo parecía estar perfectamente cómodo; su profunda voz se elevaba por encima del resto de punta a punta de la mesa para mantener viva una conversación que empezaba a apagarse o para levantar el ánimo a alguno de sus desmejorados oficiales.

A Bolitho le resbaló el codo de la mesa y casi cayó hacia adelante sobre los diezmados platos. El sobresalto sirvió para hacerle reaccionar, para que se diera cuenta de hasta qué punto le había afectado el alcohol que había bebido. Nunca más. Nunca, nunca más.

Oyó que Egmont anunciaba:

—Creo, caballeros, que si las damas quieren retirarse, nosotros deberíamos trasladarnos a una estancia más fresca.

De alguna manera, Bolitho se las arregló para ponerse en pie justo a tiempo para ayudar a levantarse de su silla a la ajada dama que tenía a su lado. Continuaba masticando algo mientras seguía a las demás mujeres, que desaparecieron tras una puerta para dejar solos a los hombres.

Un sirviente abrió otra puerta y esperó a que Egmont condujera a sus invitados a un salón abierto sobre el mar. Aliviado, Bolitho salió a la terraza y se apoyó en una balaustrada de piedra. Tras el calor de las velas y el efecto del vino, el aire fresco era como el agua de un arroyo entre montañas.

Miró primero la luna, y después se quedó observando el fondeadero, donde las luces procedentes de las troneras de la Destiny se reflejaban en el agua como si el barco estuviera ardiendo.

El médico se reunió con él en la balaustrada y dijo pesadamente:

— ¡Eso sí que ha sido una comida sustanciosa, amigo mío! —Eructó antes de proseguir—: Había suficiente para alimentar a un pueblo entero durante un mes. Imagínese. Productos traídos desde lugares tan lejanos como España o Francia; no se ha reparado en gastos. Da qué pensar cuando se acuerda uno de que hay personas que se consideran afortunadas el día que consiguen un pedazo de pan.

Bolitho se lo quedó mirando. Él también había pensado al respecto, aunque no desde el punto de vista de la injusticia. ¿Cómo podía un hombre como Egmont, un extranjero en aquellas tierras, ser tan rico? Lo bastante como para obtener todo aquello que deseara, incluso una bella esposa tan joven, que no debía de haber cumplido todavía ni la mitad de los años que tenía él. El pájaro bicéfalo que llevaba alrededor del cuello era de oro; toda una fortuna sólo en aquel pequeño detalle. ¿Sería aquello parte del tesoro del Asturias? Egmont había conocido al padre de Dumaresq, pero era evidente que aquella era la primera vez que veía al hijo de su amigo. Apenas habían hablado, ahora que pensaba en ello, y cuando lo habían hecho siempre parecía haber algún intermediario; conversaciones intrascendentes, triviales.

Bulkley se inclinó hacia adelante y se ajustó los anteojos.

—Un capitán con muchas ganas de trabajar, ¿no cree? No puede siquiera esperar la marea de la mañana.

Bolitho se giró para mirar hacia el fondeadero. Su experta mirada descubrió enseguida una embarcación en movimiento, a pesar del estado en que se encontraba su estómago, que le producía náuseas.

Un barco navegando rumbo a la rada, cuyas velas proyectaban una vacilante sombra sobre las luces de otra embarcación que estaba anclada.

—Tiene que ser alguien de por aquí —dijo Bulkley vagamente—. Ningún extraño se arriesgaría a embarrancar en medio de la noche.

Palliser les llamó desde el umbral de la puerta abierta: —Vengan a reunirse con nosotros. Bulkley rió entre dientes.

— ¡Siempre es un muchacho de lo más generoso cuando se trata de la bodega de otro!

Pero Bolitho permaneció donde estaba. Ya llegaba bastante ruido del salón: risas, el entrechocar de vasos y la voz de Colpoys elevándose cada vez más estridente por encima de la de los demás. Bolitho sabía que nadie notaría su ausencia.

Paseó por la terraza iluminada por la luz de la luna, dejando que la brisa marina le refrescara el rostro.

Al pasar frente a otra estancia, oyó la voz de Dumaresq, muy cerca y muy apremiante:

—No he hecho un viaje tan largo para ser despedido con excusas, Egmont. Está usted metido en esto hasta el cuello desde el principio. Mi padre me explicó lo suficiente antes de morir. —Había tanto desprecio en su voz que sonaba como un latigazo—. ¡El «valeroso» primer teniente de mi padre, que lo abandonó cuando estaba gravemente herido y más le necesitaba!

Bolitho sabía que debía apartarse de allí, pero era incapaz de moverse. El tono de voz de Dumaresq hacía que un estremecimiento le recorriera la espalda. Aquello era algo que llevaba guardado desde hacía muchos años y no podía reprimir por más tiempo.

Egmont protestó débilmente:

—Yo no lo sabía. Tiene que creerme. Yo apreciaba mucho a su padre. Le serví lo mejor que pude y siempre le admiré.

La voz de Dumaresq se oyó más apagada. Debía de haberse apartado lleno de impaciencia, como Bolitho le había visto hacer a menudo a bordo del barco.

—Bien, pues mi padre, a quien usted tanto admiraba, murió en la más absoluta pobreza. Claro que, qué otra cosa podía esperar un capitán de barco rechazado porque había perdido una pierna y un brazo, ¿no? ¡Pero él guardó su secreto, Egmont; él por lo menos supo comprender el significado de la palabra lealtad! Aunque ahora puede que todo haya terminado para usted.

— ¿Está amenazándome, señor? ¿En mi propia casa? ¡El virrey me respeta, y muy pronto tomará cartas en el asunto si decido hablar con él!

— ¿De veras? —El tono de Dumaresq era peligrosamente sereno—. Piers Garrick era un pirata; puede que de buena cuna, pero un maldito pirata en todos los sentidos. Si se hubiera llegado a conocer la verdad sobre el Asturias ni siquiera su «patente de corso» hubiera bastado para salvarle el pellejo. El galeón del tesoro le presentó batalla y el buque de corso de Garrick sufrió daños muy serios. Entonces el español arrió bandera; probablemente no se había dado cuenta de hasta qué punto el impacto de sus cañonazos había destrozado el casco del barco de Garrick. Fue el error más grave de su vida.

Bolitho esperó conteniendo el aliento, temeroso de que el repentino silencio que siguió se debiera a que de alguna forma hubieran descubierto su presencia.

Entonces Dumaresq añadió sosegadamente:

—Garrick abandonó el mando de su nave y se hizo con el control del Asturias. Probablemente hizo una carnicería con la mayoría de los españoles o los abandonó para que se pudrieran en algún lugar en el que nadie pudiera encontrarlos. Luego, todo le resultó muy sencillo. Navegó con el barco del tesoro hasta este puerto y fondeó con cualquier excusa. Inglaterra y España estaban en guerra, y el Asturias debió de obtener autorización para permanecer aquí por algún tiempo, aparentemente para efectuar reparaciones, aunque la verdadera razón fuera demostrar que continuaba a flote después de su supuesto encuentro con Garrick.

Egmont dijo con voz trémula:

—Eso son sólo conjeturas.

— ¿Conjeturas? Déjeme terminar y luego decida si piensa pedirle ayuda al virrey.

Hablaba de forma tan mordaz que Bolitho casi sintió lástima de Egmont.

Dumaresq prosiguió:

—Cierto barco inglés fue enviado para investigar la pérdida del navío de Garrick y la desaparición del tesoro, una presa que legítimamente le correspondía al rey. El comandante de ese barco era mi padre. Usted, como su primer oficial, recibió la orden de obtener una declaración de Garrick, quien enseguida debió de darse cuenta de que sin su connivencia acabaría en la horca. Pero su nombre quedó libre de sospecha, y mientras él recuperaba el oro de donde lo hubiera ocultado tras destruir el Asturias, usted dimitió de su cargo en la Armada y reapareció misteriosamente poco después aquí, en Río, donde todo había empezado. Pero esta vez era usted un hombre rico, muy rico. Mi padre, por su parte, continuó en activo. Entonces, en el año 62, cuando servía con el contraalmirante Rodney en la Martinica expulsando a los franceses de sus islas en el Caribe, fue gravemente herido, cruelmente mutilado para el resto de su vida. Seguro que saca usted alguna moraleja de todo ello, ¿o no?

— ¿Qué quiere que haga? —Su tono de voz le delataba: estaba aturdido, abrumado ante el aplastante triunfo de Dumaresq.

—Necesitaré un testimonio jurado que confirme lo que acabo de relatar. Pienso conseguir la ayuda del virrey si es necesario; desde Inglaterra enviarán un mandamiento judicial. El resto puede imaginarlo usted mismo. Con su declaración y el poder que me ha sido otorgado por Su Majestad y los jueces, pretendo arrestar a «sir» Piers Garrick y llevarle conmigo a Inglaterra para que sea juzgado. ¡Quiero ese oro, o lo que quede de él, pero sobre todo quiero a Garrick!

—Pero, ¿por qué me amenaza a mí de esta manera? Yo no tuve parte en lo que le sucedió a su padre en la Martinica. Entonces ya no estaba en la Armada, ¡lo sabe usted perfectamente!

—Piers Garrick suministraba armas y material militar a las guarniciones francesas de la Martinica y Guadalupe. Sin su intervención, quizá mi padre se hubiera podido salvar; ¡y sin la de usted, Garrick no habría tenido la oportunidad de traicionar a su país por segunda vez!

—Yo... necesito tiempo para pensar.

—Todo ha terminado, Egmont. Después de treinta años. Necesito conocer el paradero de Garrick y lo que está haciendo. También he de saber todo lo que pueda decirme acerca del oro, absolutamente todo lo que sepa. Si obtengo lo que quiero a plena satisfacción, zarparé de este puerto y usted no volverá a verme. De lo contrario. —Dejó la frase en suspenso.

— ¿Puedo confiar en su palabra? —quiso saber Egmont.

—Mi padre confió en usted. —Dumaresq dejó escapar una risa corta—. Elija.

Bolitho se arrimó a la pared y observó las encumbradas estrellas. La energía de que estaba imbuido Dumaresq no se debía únicamente a su sentido del deber y a su anhelo de entrar en acción. El odio le había hecho indagar durante años a partir de la poca y vaga información que poseía; el odio le había hecho perseguir como un perro de caza la clave que desvelaría el misterio que siempre había rodeado las circunstancias que habían convertido a Garrick en un hombre tan poderoso. No era de extrañar que el almirantazgo hubiera elegido a Dumaresq para aquella misión. El aguijón de la venganza garantizaba su eficacia, le situaba muy por delante de cualquier otro comandante que aspirase a tomar el mando en aquel caso.

Una puerta se abrió con gran estruendo y Bolitho oyó a Rhodes cantando; poco después le oyó protestar mientras le arrastraban de nuevo al interior de la casa.

Cruzó despacio la terraza, repasando mentalmente todo lo que acababa de escuchar. La enorme importancia de aquella información era perturbadora. ¿Cómo podría seguir cumpliendo con sus obligaciones como si no supiera nada? ¿Cómo conseguiría guardar el secreto? Dumaresq se lo notaría en cuanto le echara la vista encima.

De repente, estaba completamente sobrio, el embotamiento desapareció de su cabeza como la bruma del mar.

¿Qué iba a ser de ella si Dumaresq cumplía su amenaza?

Irritado, dio media vuelta y se dirigió hacia las puertas abiertas. Al entrar notó que algunos de los invitados ya se habían marchado, y vio al comandante de las baterías de tierra inclinándose hasta casi tocar el suelo en una reverencia de despedida al tiempo que apoyaba el sombrero en su voluminoso vientre.

Egmont estaba allí junto a su esposa, pálido pero sin mostrar ningún otro signo de nerviosismo, impasible.

También Dumaresq mostraba la misma actitud que antes, asintiendo a la charla de los portugueses o besando la mano enguantada de la esposa del abastecedor de buques. Era como observar a dos personas completamente distintas de las que acababa de oír casualmente en una estancia casi contigua.

Dumaresq dijo:

—Creo que todos mis oficiales están de acuerdo en lo deliciosa que ha sido la invitación a su mesa, señor Egmont.

Su mirada cayó sobre Bolitho sólo un instante. Sólo fue eso, pero Bolitho tuvo la sensación de que le estaba interrogando en voz alta.

—Espero que podamos corresponder a su amabilidad. Pero el deber es el deber, como ya debe de saber usted por experiencia.

Bolitho miró a su alrededor, pero nadie había notado la súbita tensión entre Egmont y el comandante.

Egmont le dio la espalda y dijo:

—Buenas noches a todos, caballeros.

Su esposa se adelantó, los ojos semiocultos en la penumbra, y le ofreció la mano a Dumaresq.

—En realidad ya habría que decir buenos días, ¿no?

Él sonrió mientras le besaba la mano.

—Verla siempre es un placer, señora.

Su mirada se posó en el pecho desnudo de ella, y Bolitho se puso como la grana al recordar lo que Dumaresq había comentado acerca de la mujer que les había mirado cuando pasaban en el carruaje.

Ella sonrió al comandante; ahora sus ojos resplandecían a la luz de las velas.

— ¡Bueno, en ese caso espero que haya visto lo bastante por hoy, señor!

Dumaresq rió y cogió el sombrero que le alcanzaba un sirviente mientras los demás se despedían.

Rhodes fue arrastrado al exterior y subido a peso al carruaje que les esperaba, en el que cayó con una sonrisa de felicidad en el rostro.

Palliser masculló:

— ¡Es vergonzoso, qué deshonra!

Colpoys, cuya arrogancia era lo único que evitaba que se derrumbara como había hecho Rhodes, exclamó con voz espesa:

—Una velada encantadora, señora. —Hizo una reverencia y casi cayó de bruces.

Egmont dijo lacónicamente:

—Creo que será mejor que entres en casa, Aurora; está refrescando y hay mucha humedad.

Bolitho se la quedó mirando. Aurora. Qué nombre tan cautivador.

Recogió su sombrero y se dispuso a seguir a los demás.

—Y bien, teniente, ¿no va a decirme nada?

Le miró como lo había hecho la primera vez, con la cabeza ligeramente ladeada. El lo vio claramente en sus ojos: el riesgo, el desafío.

—Le pido disculpas, señora.

Ella le ofreció la mano.

—No debería usted pedir disculpas con tanta frecuencia. Me hubiera gustado que tuviéramos más tiempo para hablar. Pero había tanta gente. —Movió la cabeza y las plumas hechas de rubíes refulgieron en su pecho—. Espero que no se haya aburrido demasiado.

Bolitho notó que se había quitado su largo guante blanco antes de ofrecerle la mano. Sostuvo los dedos entre sus manos y respondió:

—No estaba aburrido. Estaba desesperado. Hay cierta diferencia.

Ella retiró la mano y Bolitho pensó que lo había echado todo a perder con su torpeza.

Pero ella estaba observando a su esposo, que escuchaba las palabras de despedida de Bulkley. Entonces dijo suavemente:

—No podemos dejar que se sienta desesperado, teniente, ¿no le parece? —Le miró fijamente, con los ojos muy brillantes—. Eso no se puede consentir.

Bolitho hizo una reverencia y murmuró:

— ¿Cuándo podré verla?

Egmont le llamó:

— ¡Dese prisa; los demás ya se van! —Estrechó la mano de Bolitho—. No haga esperar a su comandante, no le conviene.

Bolitho salió hacia uno de los carruajes que esperaban y trepó a su interior. Ella sabía y comprendía. Y ahora, después de la conversación que él había oído por casualidad, estaba claro que aquella mujer necesitaría un amigo. Siguió pensando con la mirada perdida en la oscuridad, sin ver nada, recordando su voz, el cálido contacto de sus dedos.

—Aurora. —Se sobresaltó al darse cuenta de que había pronunciado su nombre en voz alta.

Pero no tenía por qué preocuparse, pues sus compañeros estaban ya profundamente dormidos.

Ella se retorcía entre sus brazos, riendo y provocándole mientras él intentaba sujetarla, sentir el contacto de sus labios contra la piel desnuda del hombro de la mujer.

Bolitho se despertó jadeante en su hamaca, con un punzante enjambre en la cabeza y parpadeando a la luz del fanal que le enfocaba directamente a la cara.

Era Yeames, segundo del piloto, que le miraba con curiosidad percatándose de su desorientación, de cómo se resistía a salir de su sueño y volver al mundo real.

— ¿Qué hora es? —preguntó Bolitho.

Yeames no tuvo compasión; rió burlonamente y dijo:

—Está amaneciendo, señor. Los marineros están empezando a pulir y fregar. —Luego añadió, como si acabara de recordarlo—: El comandante quiere verle.

Bolitho saltó de su hamaca se quedó en pie sobre la cubierta, con las piernas bien separadas por miedo a caerse. El pasajero alivio que le proporcionara el aire fresco de la terraza de Egmont había desaparecido; su cabeza parecía contener un yunque sobre el que no dejaban de golpear, tenía en la garganta reseca un sabor detestable.

Amanecía, había dicho Yeames. No llevaba acostado en su hamaca más de dos horas.

En el camarote contiguo, oyó a Rhodes gemir como si le estuvieran matando; luego le oyó lanzar un grito de protesta cuando algún marinero dejó caer algo pesado en el alcázar, sobre sus cabezas.

Yeames le apremió:

—Será mejor que se dé prisa, señor.

Bolitho se puso los calzones tironeando de ellos y buscó a tientas la camisa, que había dejado caer en un rincón del reducido espacio.

— ¿Problemas? —preguntó.

Yeames se encogió de hombros.

—Depende de lo que entienda usted por problemas, señor.

Para él, Bolitho continuaba siendo un extraño, una incógnita. Confiarle lo que sabía por la mera razón de que Bolitho se mostraba preocupado, hubiera sido una estupidez.

Bolitho encontró el sombrero, se enfundó la casaca, cruzó a toda prisa la cámara de oficiales y se dirigió andando a trompicones hacia el camarote de popa.

El centinela anunció:

— ¡El tercer teniente, señor!

Macmillan, el sirviente del comandante, abrió la puerta de inmediato, como si hubiese estado esperando tras ella.

Bolitho cruzó el umbral para entrar en la parte trasera del camarote y vio a Dumaresq junto a las ventanas de popa. Tenía el pelo alborotado y por su aspecto parecía que no hubiera tenido tiempo siquiera de desvestirse desde que había vuelto de casa de Egmont. En un rincón, junto a las ventanas de la aleta, Spillane, el nuevo secretario y escribiente, estaba garabateando algo, haciendo esfuerzos por simular que no le importaba que le hubieran llamado tan temprano. Las otras dos personas presentes eran Gulliver, el piloto, y el guardiamarina Jury. Dumaresq miró con ferocidad a Bolitho:

— ¡Debería usted haberse presentado inmediatamente! ¡No espero de mis oficiales que se vistan como si tuvieran que ir a un baile de gala cada vez que los necesito!

Bolitho bajó la mirada y se repasó su camisa arrugada y las medias retorcidas. Además, como sujetaba el sombrero bajo el brazo, el pelo le caía sobre la cara, con la forma que había cogido contra la almohada. No parecía precisamente lo más apropiado para un baile.

—Mientras yo estaba ausente en tierra —dijo Dumaresq—, su marinero Murray se ha fugado. No estaba en su celda sino en la enfermería; le habían llevado allí porque se quejó de un fuerte dolor de estómago. —Su ira cayó ahora sobre el piloto—. ¡Maldita sea, señor Gulliver, era evidente que se trataba de un truco para escapar!

Gulliver se humedeció los labios.

—Yo estaba a cargo del barco, señor. Estaba bajo mi responsabilidad, y no vi razón alguna por la que Murray tuviera que sufrir; además, ese hombre había sido acusado de cometer un delito, pero todavía no se había demostrado que fuera culpable.

—El aviso me llegó a mí en popa —dijo el guardiamarina Jury—. Fue culpa mía.

—Hable sólo cuando se le dirija la palabra —replicó Dumaresq bruscamente—. No fue culpa suya, puesto que los guardiamarinas no «tienen» responsabilidad. ¡Ni siquiera poseen la inteligencia ni el cerebro suficientes como para poder decir en ningún momento lo que uno u otro hombre tiene que hacer! —Su mirada volvió a posarse sobre Gulliver—. Explíquele el resto al señor Bolitho.

Gulliver dijo con aspereza:

—El cabo de guardia le vigilaba cuando Murray le tiró al suelo de un empujón. Había saltado por la borda y ya nadaba hacia la costa antes de que diera tiempo a dar la voz de alarma. —Era obvio que se sentía abatido y humillado por el hecho de tener que repetir su explicación a un joven teniente.

—Ahí lo tiene —dijo Dumaresq—. Su confianza en ese hombre ha resultado inútil. Ha escapado de ser azotado, pero cuando le cojan colgará de una soga. —Se dirigió a Spillane—: Anote en el cuaderno de bitácora: desertor.

Bolitho observó la consternación de Jury. Sólo había tres formas de abandonar la Armada, y se consignaban en el libro con una, dos o tres letras «D». Una sola D significaba deserción; la segunda correspondía a desenrolado. La tercera y última también aparecería en el caso de Murray: DDD: Deserción, Desenrolado, Defunción.

Y todo por un reloj. Sin embargo, a pesar de la decepción que sentía por la confianza que había depositado en Murray, Bolitho se sentía extrañamente aliviado por lo que había sucedido. El inminente castigo que pesaba sobre un hombre al que él había conocido y con quien había simpatizado, un hombre que le había salvado la vida a Jury, había dejado de ser una amenaza. Y las consecuencias de la sospecha y el rencor con las que iba a tener que cargar siempre, también se habían evitado.

Dumaresq dijo lentamente:

—Así son las cosas. Señor Bolitho, usted quédese. Los demás pueden irse.

Macmillan cerró la puerta tras Jury y Gulliver. La rigidez de los hombros del piloto reflejaba su resentimiento.

— ¿Demasiado duro; es eso lo que piensa? —preguntó Dumaresq—. Pero servirá para prevenir un exceso de debilidad en lo sucesivo.

Recuperó la serenidad como sólo él podía hacer; era como si su cólera se desvaneciera sin esfuerzo aparente.

—Me alegro de que supiera usted comportarse anoche, señor Bolitho. Y espero que mantuviera los ojos y los oídos bien abiertos, ¿no es así?

El mosquete del centinela volvió a golpear en la cubierta.

— ¡El primer teniente, señor!

Bolitho observó a Palliser entrar en el camarote, con la rutinaria lista, en la que anotaba los trabajos del día, bajo el brazo. Parecía aún más adusto de lo habitual mientras decía:

—Puede que las gabarras con el agua dulce nos lleguen hoy, señor, así que le diré al señor Timbrell que esté preparado. Dos hombres deben verle por un asunto de ascensos, y está la cuestión del castigo por negligencia del cabo que dejó que Murray desertara.

Miró a Bolitho secamente e hizo una ligera inclinación de cabeza.

Bolitho se preguntó si el hecho de que Palliser pareciera estar cerca siempre que él se encontraba en compañía del comandante era puramente casual.

—Muy bien, señor Palliser, aunque no creeré en la existencia de esas gabarras cargadas de agua dulce mientras no las vea con mis propios ojos. —Luego se dirigió a Bolitho—: Vaya a adecentarse un poco y después baje a tierra. Según creo, el señor Egmont tiene una carta para mí. —Sonrió irónicamente—. Ya sé que Río es una ciudad con muchas distracciones, pero procure no entretenerse demasiado.

Bolitho sintió cómo el calor le subía a la cara.

—A la orden, señor. Volveré directamente.

Salió apresuradamente del camarote y oyó cómo Dumaresq decía a sus espaldas:

— ¡Diablillo! —Pero no había malicia en su voz.

Veinte minutos más tarde Bolitho se dirigía a tierra a bordo de la yola. Se percató de que Stockdale ocupaba el puesto de timonel, pero no le preguntó nada al respecto. Stockdale parecía hacer amigos con gran facilidad, aunque quizá su aspecto temible tuviera algo que ver con su aparente libertad de movimientos.

Stockdale gritó con su ronca voz:

— ¡Paren de bogar!

Los remos se izaron chorreando agua, apoyados en las escalameras, y Bolitho notó que la yola disminuía su velocidad para no acabar topando con otra embarcación. Se trataba de un sólido bergantín, ya muy gastado, con las velas remendadas y una buena cantidad de «cicatrices» en el casco que daban fe de sus enfrentamientos con el mar y el clima.

Había desplegado ya las gavias, y unos cuantos hombres estaban deslizándose por las burdas hasta cubierta para largar la mayor de trinquete antes de que la nave se apartara de las otras embarcaciones ancladas a su lado.

Surcó las aguas del puerto pasando entre la yola de la Destiny y algunos pesqueros que llegaban al fondeadero; sus sombras se proyectaban sobre los remeros que se limitaban a observar, reposando sobre sus remos a la espera de seguir bogando.

Bolitho leyó las letras del nombre de la otra embarcación pintadas a todo lo ancho de la bovedilla: Rosario. Una de las cientos de embarcaciones que se exponían diariamente a posibles tempestades y otros peligros para comerciar y extenderse siempre más allá de las fronteras hasta las que llegaba el poder de un imperio en expansión.

Stockdale gruñó:

— ¡Todo avante!

Bolitho estaba a punto de desviar la mirada hacia la costa cuando captó un movimiento tras las ventanas de popa, justo encima del nombre, Rosario. Por un momento pensó que se había equivocado. Pero no era así. El mismo cabello negro y el rostro oval. Estaba demasiado lejos como para que él pudiera ver sus ojos de color violeta, pero vio cómo ella le miraba antes de que el bergantín virara y la luz del sol convirtiera aquellas ventanas en un espejo de fuego.

El corazón le latía con fuerza cuando llegó al viejo muro que rodeaba la casa. El mayordomo de Egmont le dijo secamente que su señor había salido, y también su esposa. No sabía a dónde habían ido.

Bolitho volvió al barco e informó a Dumaresq, seguro de que este nuevo contratiempo desataría de nuevo la cólera del comandante.

Palliser estaba con él cuando Bolitho le reveló lo que había descubierto, aunque no mencionó que había visto a la esposa de Egmont a bordo del Rosario.

No era necesario que lo hiciera. Dumaresq repuso:

—El único barco que ha salido del puerto esta mañana ha sido ese bergantín. Él tiene que ir a bordo. Un traidor es siempre un traidor. Bien, pues esta vez no escapará. ¡Juro ante Dios que no lo hará!

Palliser dijo gravemente:

—Así que ésa era la razón de la tardanza, señor. Por eso no llegaba el agua dulce ni había audiencia con el virrey. Nos tenían atrapados. —De repente su voz se llenó de amargura—. ¡No podíamos movernos, y ellos lo sabían!

Sorprendentemente, Dumaresq soltó una risotada. Luego ordenó:

— ¡Macmillan, quiero afeitarme y bañarme! Spillane, prepare sus cosas para escribir unas cuantas órdenes para el señor Palliser. —Se dirigió hacia las ventanas de popa y se apoyó en el antepecho, con su maciza cabeza gacha contra el gobernalle—. Señor Palliser, elija a algunos de los mejores marineros y trasládelos al Heloise. Procure no llamar la atención del bote de vigilancia del puerto armando demasiado alboroto, así que prescinda de llevar infantes de marina. Leve anclas y vaya a la caza y captura de ese maldito bergantín, y no lo pierda.

Bolitho comprendió el cambio que se había operado en la actitud de aquel hombre.

Aquello explicaba por qué Dumaresq había detenido a Slade cuando se disponía a entrar en el protegido fondeadero. Había presentido que podía suceder algo así y se había guardado una carta en la manga, como siempre.

Palliser estaba ya considerando mentalmente la situación.

— ¿Y usted, señor?

Dumaresq observó a su sirviente preparando una jofaina y una hoja de afeitar junto a su asiento preferido.

—Con o sin agua, señor Palliser, zarparé esta misma noche y navegaré detrás de usted.

Palliser le miró dubitativo.

—La batería de la costa podría abrir fuego, señor.

—Quizá a la luz del día. Pero aquí tienen un gran sentido del honor. Hoy lo comprobaré. —Se dio media vuelta despidiéndoles, pero antes de que salieran añadió:

—Lleve con usted al tercer teniente. Necesitaré a Rhodes, aunque todavía no se haya recuperado de la borrachera, para que asuma su puesto aquí.

En cualquier otra ocasión, Bolitho hubiera aceptado la oportunidad con gusto. Pero había visto la expresión que centelleó en la mirada de Palliser y recordó el rostro tras las ventanas del camarote del bergantín. Ahora ella le despreciaría. Igual que en su sueño, todo había acabado.