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BIENVENIDO A BORDO
Richard Bolitho deslizó unas monedas en la mano del hombre que había cargado con su arcón hasta el muelle, estremecido de frío por la humedad que impregnaba el ambiente. Era ya media mañana y, sin embargo, gran parte de la tierra y de las desangeladas casas de Plymouth continuaban sumidas en una espesa bruma. No corría la más leve brisa, por lo que la niebla hacía que todo pareciera lúgubre y misterioso.
Bolitho se acomodó las hombreras y escrutó las revueltas aguas del Hamoaze. [1] Al hacerlo, notó el desacostumbrado tacto de su uniforme de teniente, que, como todo lo demás que contenía su arcón, era nuevo: las solapas blancas del gabán, el sombrero de tres picos perfectamente ajustado sobre su negro cabello. Hasta los calzones y los zapatos procedían del mismo comercio de Falmouth, el condado en que él había nacido, justo al otro lado del río, todo trabajado por las manos de un sastre cuya familia se dedicaba a confeccionar la ropa destinada a los oficiales de la marina desde mucho tiempo antes de lo que nadie pudiera recordar.
Aquél debía de ser el momento en que más orgulloso se había sentido de toda su vida. Tenía ante sí todo aquello por lo que había luchado, todo lo que siempre había anhelado. Había conseguido dar aquel primer y aparentemente inalcanzable paso: de la litera de los guardiamarinas a la cámara de los oficiales; había logrado convertirse en un oficial del rey.
Se ajustó con firmeza el sombrero sobre la frente, como para acabar de convencerse de que era cierto. En efecto, aquél era el momento más glorioso de su vida.
— ¿Se incorpora a la dotación de la Destiny, señor?
Bolitho vio que el hombre que había transportado su arcón estaba todavía tras él. Bajo aquella luz sombría, con sus harapos, tenía un aspecto miserable, pero no cabía duda de lo que alguna vez había sido: un marino.
—Sí, está fondeada por aquí —dijo Bolitho.
El hombre siguió su mirada perdida en la distancia hacia el agua.
—Es una espléndida fragata, señor. Nada vieja; sólo tiene tres años. —Reafirmó sus palabras asintiendo tristemente con un movimiento de cabeza—. Llevan meses armándola. Hay quien dice que para una larga travesía.
Bolitho pensó en aquel hombre y en los centenares que, como él, deambulaban por las costas y los enclaves portuarios en busca de trabajo, ansiosos por volver al mar, que tantas veces habían execrado y maldecido mientras le daban lo mejor de sí mismos.
Pero ahora, en febrero de 1774, y a todos los efectos, Inglaterra llevaba ya años de paz. Desde luego, continuaban estallando conflictos bélicos en el mundo, pero siempre en nombre del comercio o de la propia defensa. Sólo los viejos enemigos continuaban siendo los mismos, y se contentaban con esperar el momento propicio, con buscar sin descanso los puntos débiles de los que algún día poder sacar partido.
Los barcos y los hombres, que hasta no hacía demasiado tiempo valían su peso en oro, ahora se veían devaluados. Los navíos, condenados a pudrirse; los marinos, como aquella figura harapienta que había perdido todos los dedos de una mano y mostraba una profunda cicatriz que le atravesaba la cara, abandonados a su destino, sin medios para sobrevivir.
— ¿Dónde sirvió usted? —preguntó Bolitho.
Casi milagrosamente, aquel hombre pareció crecer, como si su pecho se expandiera, e irguió su encorvada espalda mientras respondía:
—En el Torbay, señor. Con el comandante Keppel. —Con la misma rapidez con la que había adquirido un orgulloso porte, volvió a encogerse para decir—: ¿Hay alguna posibilidad de encontrar un puesto en su barco, señor?
Bolitho negó con la cabeza.
—Soy nuevo. Todavía no sé exactamente en qué condiciones se encuentra la Destiny.
—Bueno, le llamaré un bote, señor —suspiró el hombre.
Se llevó la mano sana a la boca y emitió un penetrante silbido. Enseguida obtuvo la respuesta del chapoteo de unos remos procedente de la niebla, y un barquero se fue acercando lentamente con su bote hacia el muelle.
— ¡A la Destiny, por favor! —le gritó Bolitho.
Entonces se giró para darle unas monedas más a su desharrapado compañero, pero éste había desaparecido entre la niebla. Como un fantasma. Quizá había ido a reunirse con todos los demás.
Bolitho trepó al interior del bote y se envolvió en su nueva capa, sujetando la espada entre las piernas. El tiempo de espera había concluido. Ya no se trataba de pasado mañana, de mañana mismo. Había llegado el momento.
El bote cabeceaba hundiéndose en la mar picada al navegar contracorriente, mientras el barquero observaba a Bolitho sin demasiado entusiasmo. Otro joven emprendedor dispuesto a convertir la vida de algún pobre desgraciado en un infierno, pensaba. Se preguntó si aquel joven oficial de graves facciones y con el negro cabello recogido en la nuca sería tan novato como para no saber siquiera cuál era la justa remuneración para un barquero. Pero éste, además, tenía un ligero acento del oeste del país, y aunque fuera un extranjero, venido de más allá de la frontera de Cornualles, no se dejaría engañar.
Bolitho repasó mentalmente todo lo que había averiguado acerca de su nuevo barco. Construido hacía sólo tres años, había dicho aquel hombre harapiento. Y él debía saberlo. Probablemente, el excepcional esmero con que se estaba armando y dotando de tripulación una fragata, en los tiempos que corrían, era el principal tema de conversación de todo Plymouth.
Con veintiocho cañones, rápida y maniobrable, la mayoría de los oficiales jóvenes soñaban con una fragata como la Destiny. En tiempos de guerra, libre de la servidumbre de pertenecer a una flota, más veloz que un navío de línea y mejor armada que cualquier otra embarcación más pequeña, una fragata constituía una fuerza muy considerable. Además, ofrecía mejores oportunidades de conseguir ascender, y si uno era lo suficientemente afortunado como para llegar a la máxima graduación y estar en el puesto de mando, una fragata proporcionaba también mayores posibilidades de entrar en acción y obtener mayores recompensas monetarias.
Bolitho pensó en el último navío en el que había estado, el Gorgon, equipado con setenta y cuatro cañones. Enorme, de movimientos lentos y pesados, con más dotación que personas viven en muchas localidades pequeñas, con kilómetros de cordaje, metros y metros de velamen y todas las vergas necesarias para sujetar las velas. Era, también, una especie de buque es cuela, en el que los jóvenes guardiamarinas aprendían cómo manejar y soportar su pesado cargo... y nadie se lo enseñaba, precisamente, con suavidad y buenas maneras.
Bolitho alzó la vista cuando oyó decir al barquero:
—Deberíamos avistarla de un momento a otro, señor.
Bolitho miró escrutadoramente hacia adelante, agradeciendo aquella súbita interrupción en el curso de sus pensamientos. Como le había dicho su madre cuando la dejó en la gran casa gris de Falmouth: «No pienses en ello Dick. No puedes hacer nada para que él vuelva con nosotros. Así que ahora, cuida de ti mismo. En el mar no se puede ser blando.»
La niebla se quebró en una línea oscura y bien delimitada cuando el navío anclado surgió ante su vista. El bote se fue acercando a la amura por estribor y sobrepasó el largo y ahusado botalón de foque. Al igual que el uniforme recién estrenado de Bolitho llamaba la atención en el húmedo muelle, la Destiny parecía resplandecer entre las turbulentas tinieblas. Desde su ligero casco negro y bruñido, hasta sus tres palos, aquella nave parecía inmejorable. Todos los obenques y la jarcia firme habían sido embreados recientemente, las vergas igualadas y cada una de las velas diestramente aferrada, de modo que ajustara perfectamente con la que tenía más próxima.
Bolitho levantó la vista hacia el mascarón de proa que despuntaba como dándole la bienvenida. Era el más bello que hubiera visto nunca. Representaba una mujer joven con los pechos desnudos y el brazo extendido, señalando nuevos horizontes. Sostenía en su mano la victoriosa corona de laureles. El color de esos laureles y el azul intenso de su firme mirada eran lo único que rompía su nívea pureza.
—Dicen que el escultor que talló ese mascarón utilizó a su prometida como modelo, señor —dijo el barquero mientras remaba, mostrando los dientes en una sonrisa que se parecía más a una mueca obscena—. ¡Imagino que tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para mantenerse a cierta distancia de ella y poder concentrarse en su trabajo!
Desde el bote que se deslizaba por delante de ella Bolitho observó la fragata, la escasa actividad en la pasarela más cercana y arriba, en cubierta.
Se trataba de una nave verdaderamente magnífica. Era un hombre afortunado.
— ¡Ah del bote!
El barquero respondió a voz en grito:
— ¡A la orden, a la orden!
Bolitho apreció cierto movimiento en el portalón de entrada de babor, aunque no el suficiente como para pensar que su llegada despertara demasiada agitación. La respuesta del barquero al alto de los centinelas no había dejado lugar a dudas. Un nuevo oficial se incorporaba a la dotación, pero no con el suficiente rango como para preocuparse por él, y mucho menos para molestar al comandante.
Bolitho se puso en pie cuando dos marineros saltaron al interior del bote para cargar con su arcón y ayudarle a subir a bordo rápidamente. Bolitho les lanzó una mirada casi imperceptible. Aún no había cumplido los dieciocho años, pero llevaba en el mar desde los doce y había aprendido a valorar al primer golpe de vista la destreza de un marino.
Tenían aspecto de ser duros y robustos, pero el casco de un barco podía esconder muchos secretos. A menudo se encontraba a bordo la peor chusma de las cárceles y los tribunales de justicia, a los que se les había conmutado la deportación o la horca por prestar servicio al rey en el mar.
Los marineros se mantuvieron a un lado en el cabeceante bote mientras Bolitho le entregaba al barquero unas monedas.
El se las metió en el jubón con una mueca diciendo:
—Gracias, señor. ¡Buena suerte!
Bolitho saltó a la plataforma de entrada de la fragata y subió a bordo por el portalón de babor. Se sintió aturdido por la novedad a pesar de que ya se la esperaba. Después de haber estado en un navío de línea, la Destiny le pareció atestada hasta el punto que pensó encontrarse ante un auténtico caos. Desde los veinte cañones de doce libras de calibre de la cubierta de baterías hasta las otras armas más pequeñas situadas más cerca de popa, cada milímetro del espacio disponible parecía tener una función y un uso. Observó las líneas del buque, delicadas y diseñadas con habilidad, las drizas y tirantes, los botes a diferentes niveles y los cabulleros al pie de cada mástil. Junto a cada elemento del barco y a su alrededor, había hombres a los que muy pronto conocería por su nombre.
Un teniente se abrió paso entre un grupo que había a un lado y preguntó:
— ¿El señor Bolitho?
—A sus órdenes, señor —respondió Bolitho quitándose el sombrero—. Dispuesto para incorporarme a bordo.
El teniente asintió secamente.
—Sígame. Haré que lleven sus cosas a popa. —Le dijo algo a un marinero y luego gritó—: ¡Señor Timbren! Ponga más hombres en la cofa del trinquete. ¡La última vez que la inspeccioné reinaba allí la más absoluta confusión!
Bolitho se acordó justo a tiempo de inclinar la cabeza cuando pasaron a popa por debajo del alcázar. Una vez más, el barco le pareció atestado. Más cañones, firmemente amarrados tras cada una de las portas cerradas, los aromas de la brea y la cabuyería, de la pintura fresca y de toda la humanidad allí apiñada, eran los olores de un barco lleno de vida.
Intentó formarse un juicio acerca del teniente que le conducía por popa hacia la cámara de oficiales. Era delgado y tenía la cara redonda, en cuyas facciones se reflejaba ese característico aire de seriedad y preocupación que siente un hombre cuando se le confía por entero la responsabilidad del barco.
—Ya hemos llegado.
El teniente abrió una puerta y Bolitho entró en su nuevo hogar. A pesar de sus cañones laterales de oscura boca y doce libras de calibre —que le recordaban a uno, en el improbable caso de que lo hubiera olvidado, que no existía ningún rincón seguro en un barco de guerra cuando el hierro fundido comienza a volar—, el lugar le pareció sorprendentemente confortable. Contaba con una larga mesa y sillas de altos respaldos en lugar de los duros bancos que les tocaba soportar a los de menor grado, como los guardiamarinas. Había anaqueles para vasos, otros para sostener espadas y pistolas, y la cubierta estaba protegida por una lona pintada.
El teniente se giró y estudió a Bolitho atentamente.
—Me llamo Stephen Rhodes y soy el segundo teniente. —Sonrió al pronunciar estas palabras, lo que le hizo parecer más joven de lo que Bolitho había pensado—. Puesto que éste es el primer navío en que se embarca con el cargo de teniente, intentaré ponerle las cosas lo más fácil que me sea posible. Llámeme Stephen, si así lo desea, pero sólo en privado; delante de los marineros debe llamarme señor. —Rhodes echó la cabeza hacia atrás y gritó—: ¡Poad!
Ataviado con una chaqueta azul y con aire atribulado, apareció por una de las puertas un escuálido hombrecillo.
—Traiga un poco de vino, Poad. Éste es nuestro nuevo tercer teniente.
Poad hizo una especie de reverencia:
—Será un placer, señor, estoy seguro.
Mientras desaparecía apresuradamente, Rhodes señaló:
—Un buen sirviente, pero muy largo de uñas, así que evite dejar nada valioso demasiado a la vista. —Volvió a ponerse solemne antes de continuar—: El primer teniente está en Plymouth haciendo algo. Se llama Charles Palliser, y puede parecer un poco duro y estirado en el primer momento. Ha estado en la Destiny con el comandante desde la primera misión del navío. —Cambió súbitamente de tono para decir—: Fue muy afortunado al conseguir este puesto —parecía que estuviera acusándole—; es usted muy joven. Yo tengo veintitrés años y no conseguí que me nombraran segundo teniente hasta que mi predecesor encontró la muerte.
— ¿Le mataron?
—Oh, no, no vaya a pensar que fue nada heroico —dijo Rhodes con una mueca—. Se cayó de un caballo y se rompió el cuello. Era un buen tipo en muchos aspectos, pero así es la vida.
Bolitho observó al sirviente de la cámara de oficiales mientras colocaba las copas y una botella al alcance de Rhodes. Luego dijo:
—Yo fui el primer sorprendido de obtener este ascenso.
Rhodes le miró inquisitivamente:
—No parece muy entusiasmado. ¿Es que no está seguro de querer unirse a nosotros? ¡Por Dios, hay cientos de hombres que jamás dejarían escapar una oportunidad como ésta!
Bolitho apartó la mirada. Un mal principio.
—No, no se trata de eso. Pero a mi mejor amigo lo mataron hace sólo un mes. —Aquello había sucedido en mar abierto—. Aún no me he hecho a la idea.
La mirada de Rhodes pareció dulcificarse mientras le alargaba una copa.
—Bébase esto, Richard. No le había interpretado bien. A veces me pregunto por qué nos dedicamos a este trabajo, mientras los demás viven mucho más fácil y cómodamente en tierra firme.
Bolitho le sonrió. Con la única excepción de las que le había dedicado a su madre, no había sido precisamente pródigo en sonrisas durante los últimos tiempos.
— ¿Cuáles son nuestras órdenes... ejem... Stephen?
—En realidad no lo sabe nadie excepto el comandante, nuestro dueño y señor. Todo lo que sé es que se tratará de una larga travesía hacia el sur. Al Caribe, o quizá más lejos aún. —Se estremeció y le echó una mirada a la cañonera más cercana—. ¡Dios mío, de veras me alegrará enterarme de una vez cuando zarpemos y se acaben los secretos. Ahora lo único que sabes es que estás calado de humedad hasta los huesos! —Tomó un rápido sorbo de su copa y siguió hablando—: En general tenemos una buena dotación, aunque para darle un poco de sabor a la travesía no falten los inevitables pájaros que deberían estar colgando de la horca. El piloto, el señor Gulliver, acaba de ser ascendido del puesto de segundo, pero es un buen navegante aunque resulte un poco tosco en el trato con sus superiores. Esta noche tendremos la dotación completa de guardiamarinas, dos de los cuales tienen doce y trece años respectivamente. Pero no sea demasiado tolerante con ellos, Richard, sólo porque usted aún era uno de ellos cuando hizo su última media guardia —agregó con una sonrisa burlona—. ¡Si peca de negligencia, será su cabeza la que caiga, no la de ellos!
Rhodes tiró de la cadena de su reloj de bolsillo y dijo:
—El primer teniente está al caer. Será mejor que vaya a la caza de marineros. Le gusta ver mucho movimiento y ser recibido a bordo con un gran despliegue. —Señaló la puerta de un pequeño camarote—: Ése es el suyo, Richard. Hágale saber a Poad cualquier cosa que necesite y él se encargará de pasarles la pelota a los demás sirvientes. —Entonces, impulsivamente, le extendió la mano—. Me alegro de tenerle entre nosotros —dijo—. Bienvenido a bordo.
Bolitho se sentó en la cámara de oficiales vacía mientras oía el entrechocar de los motones y cabos, el incesante ruido de pasos por encima de su cabeza. Roncas voces, de vez en cuando el pito de un contramaestre cuando se izaba algún nuevo aparejo desde un bote, aparejo que sería comprobado y almacenado en el lugar específico que tuviera asignado dentro del casco del navío.
Bolitho conocería muy pronto sus rostros, su resistencia y sus debilidades. Y en aquella cámara de oficiales débilmente iluminada sería donde compartiría ilusiones y vida cotidiana con sus compañeros. Los otros dos tenientes, el oficial de infantería de marina, el recién ascendido piloto, el médico de a bordo y el contador. Unos pocos hombres, lo más selecto de una tripulación que contaba con doscientas almas.
Le hubiese gustado preguntarle al segundo teniente acerca de su «amo y señor», como él lo había descrito. Bolitho era muy joven para su graduación, pero no tanto como para no saber que aquello habría sido un error. Desde el punto de vista de Rhodes, hubiera sido una locura compartir confidencias con él, que acababa de llegar a bordo y al que prácticamente no conocía, o darle su opinión personal del comandante de la Destiny.
Bolitho abrió la puerta de su diminuto camarote. Tenía aproximadamente la misma longitud que la balanceante hamaca y espacio suficiente para sentarse. Un lugar en el que gozar de cierta intimidad, o, por lo menos, de lo más parecido a ésta de que uno podía gozar entre la febril actividad de un pequeño barco de guerra. Después de su litera de guardiamarina en el sollado, aquello era un palacio.
Había ascendido con extraordinaria rapidez, tal y como había observado Rhodes. Con todo, si aquel teniente al que él no había llegado a conocer no hubiera muerto al caer de su caballo, tampoco habría quedado vacante el puesto de tercer teniente.
Bolitho abrió el cerrojo de la mitad superior de su arcón y colgó un espejo de una de las sólidas cuadernas de madera junto a la hamaca. Se miró en él y detectó ligeras arrugas provocadas por el cansancio alrededor de la boca, y los ojos grises. Su rostro era enjuto y afilado, y reflejaba una tenacidad poco acorde con su juventud, un tipo de fortaleza que sólo la alimentación de a bordo y el trabajo duro podían haber causado.
Poad le estaba observando.
—Si lo desea, puedo pagar a un barquero para que vaya a la ciudad y le compre provisiones extra, señor —dijo.
Bolitho sonrió. Poad era una especie de feriante en un típico mercadillo de Cornualles.
—Ya me traen provisiones directamente a bordo, gracias —respondió; pero al notar su decepción se apresuró a añadir—: No obstante, si quisiera usted asegurarse de que son estibadas y almacenadas adecuadamente se lo agradecería.
Poad asintió y se escabulló rápidamente fuera del camarote. Ya había jugado su carta. Bolitho había reaccionado como él quería. Habría tiempo de sobra a lo largo del viaje para recibir, de uno u otro modo, su recompensa por cuidar de las provisiones personales del nuevo teniente.
De golpe se abrió con estrépito una puerta y un teniente de considerable estatura irrumpió a grandes zancadas en la camareta de oficiales, llamando a Poad a gritos al mismo tiempo que lanzaba su sombrero sobre uno de los cañones.
Estudió a Bolitho detenidamente; su mirada le recorrió de pies a cabeza sin perder detalle, desde la punta de los pelos hasta las hebillas de sus zapatos nuevos.
—Yo soy Palliser, el primer teniente —dijo.
Su forma de hablar era seca y resuelta. Apartó la mirada cuando Poad cruzó el umbral apresuradamente con una jarra de vino en la mano.
Bolitho observó al primer teniente con curiosidad. Era realmente muy alto, hasta el punto que se tenía que encorvar para no golpearse contra los baos que sostenían la cubierta. Debía de estar cerca de cumplir los treinta años, pero tenía la experiencia de un hombre de mucha más edad. Él y Bolitho vestían el mismo uniforme, pero entre uno y el otro era como si los separara un abismo.
— ¿Así que usted es Bolitho? —Aquellos ojos volvieron a posarse en él, mirándole por encima del borde de la copa—. Sus informes son buenos, aunque los informes no son más que palabras. Por eso quiero aclararle, señor Bolitho, que esto es una fragata, no un navío de tercera categoría con exceso de tripulación. Necesito que todos y cada uno de los oficiales y hombres a bordo trabajen hasta que este barco, mi barco, esté listo para levar anclas. Así pues —prosiguió tras otro impetuoso sorbo—, debe presentarse en cubierta ahora mismo, si me hace el favor. Eche un bote al agua y vuelva a tierra. Tiene que tantear el terreno por estos alrededores, ¿qué le parece? —insinuó con una fugaz sonrisa—. Dirigirá un pelotón de reclutamiento hacia la costa oeste e inspeccionarán aquellos poblados. Contará con la ayuda de Little, un ayudante de artillero que sabe muy bien cómo hacer estas cosas. Hay unos cuantos carteles que pueden ir dejando en las posadas a su paso. Necesitamos unos veinte hombres, buenos marineros, no basura. Tenemos ya la dotación completa, pero en una travesía larga, la cosa cambia a medida que uno se acerca al final del viaje. No le quepa duda de que perderemos a unos cuantos. En cualquier caso, el comandante quiere que ese destacamento reclute más hombres.
Tras el largo y traqueteante viaje en coche desde Falmouth, Bolitho tenía en mente desempacar sus enseres, conocer a sus compañeros y sentarse a comer.
Para que las cosas quedaran bien claras, Palliser dijo bruscamente:
—Hoy es martes; debe estar de vuelta el viernes. No pierda a ninguno de los hombres de su destacamento, ¡y no permita que le den gato por liebre!
Salió como una exhalación de la cámara de oficiales llamando a gritos a alguna otra persona.
En el umbral de la puerta abierta apareció Rhodes con una sonrisa entre compasiva y amable.
—Mala suerte, Richard. Pero sus modales son más rudos que sus intenciones. Ha elegido a un buen grupo para que vaya con usted a tierra. He conocido algunos primeros tenientes que le hubieran dado a un joven inexperto un puñado de lunáticos y criminales sólo para darse el gusto de ponerle como un trapo a su vuelta —dijo guiñándole un ojo—. Palliser está decidido a ser comandante de su propia nave en poco tiempo. Siga mi ejemplo y no lo olvide en ningún momento; eso ayuda bastante.
Bolitho sonrió.
—En ese caso, será mejor que me presente de inmediato —dijo, y tras un momento de vacilación agregó—: Y gracias por darme la bienvenida a bordo.
Rhodes se dejó caer pesadamente en una silla y pensó en la comida de mediodía. Oyó el chapoteo de unos remos al costado y el grito del patrón del bote. Lo que hasta ahora había visto de Bolitho le gustaba. Era muy joven, desde luego, pero poseía entre sus cualidades la inquietud propia de una persona que sabe arreglárselas cuando está en un aprieto y capaz de mantener la serenidad en medio de una bramante tempestad.
Era extraño cómo uno no tenía en cuenta las preocupaciones y los problemas de sus superiores mientras era guardiamarina. Un teniente, fuera joven o no, se convertía en una especie de ser superior. Alguien que te censuraba y no perdía ocasión de encontrar defectos en los jóvenes principiantes. Ahora lo comprendía mejor. Incluso Palliser temía al comandante. Y lo más probable era que el propio comandante, su amo y señor, sintiera terror ante la posibilidad de molestar a su almirante, o quizá a alguien de grado aún superior.
Rhodes sonrió. En cualquier caso, ahora podía gozar de unos pocos y preciosos minutos de paz y tranquilidad.
Little, el ayudante de artillero, retrocedió, sus enormes manos a la altura de las caderas, y observó cómo uno de sus hombres clavaba otro cartel de reclutamiento.
Bolitho sacó su reloj de bolsillo y miró a través de la plaza cubierta de césped de la población justo cuando el reloj de la iglesia daba las doce campanadas de mediodía.
— ¿Podríamos tomar un trago ahora, señor? —preguntó Little con su bronca voz.
Bolitho suspiró. Un día más, tras otra noche de insomnio en una diminuta pensión no demasiado limpia, preocupado ante la posibilidad de que su pequeño grupo de reclutamiento desertara, a pesar de lo que había dicho Rhodes acerca de su selección. Pero Little se había asegurado de que por lo menos en aquel aspecto todo fuera bien. En realidad, su complexión estaba totalmente reñida con su nombre: achaparrado, entrado en carnes por no decir gordo, tanto que el vientre le caía pesadamente como un costal, formando una espectacular curva sobre el cinturón en forma de alfanje. Cómo conseguía llenarlo con las raciones que daba el contador del barco, constituía un misterio prodigioso. Pero era un buen marino, bregado y con experiencia, y no estaba dispuesto a tolerar ninguna tontería.
—Una parada más, Little —dijo Bolitho—, y después les pagaré a todos una ronda.
Estas palabras les animaron de inmediato. Seis marineros, un cabo de infantería de marina y dos críos con sus tambores que parecían soldaditos de plomo recién sacados de la caja. A ninguno de ellos le preocupaban los tristes resultados de su caminata de pueblo en pueblo. Normalmente, la aparición de Bolitho y su grupo despertaba escaso interés, excepto entre los niños y algunos perros asilvestrados que les mordían los talones. Las viejas costumbres tardan en desaparecer cuando se está tan cerca del mar. Eran demasiados los que recordaban todavía el pavor que todos habían sentido ante la aparición de las terribles rondas de enganche, capaces de arrancar a un hombre del seno de su familia para embarcarlo en un navío del rey, en el que sufriría las crueles vicisitudes de una guerra cuyas causas muy pocos comprendían todavía ahora. Y muchos de aquellos hombres jamás volvieron a sus casas.
Por el momento, Bolitho había conseguido cuatro voluntarios. Cuatro, y Palliser esperaba veinte. Los había enviado escoltados al bote antes de que se les ocurriera cambiar de opinión. Dos de ellos eran marinos, pero los otros eran trabajadores de una granja que habían perdido sus empleos «injustamente», habían dicho ambos. Bolitho sospechaba que en realidad tenían otras razones, razones de peso, para enrolarse voluntariamente, pero no era el momento de hacer preguntas.
Iniciaron lentamente la marcha a través del césped desierto; la hierba embarrada salpicaba de lodo los zapatos y las medias nuevas de Bolitho.
Little había avivado el paso, y Bolitho se preguntó si habría hecho bien ofreciéndoles un trago.
Interiormente lo tomó con indiferencia. Hasta entonces nada había ido a derechas. Aquella situación difícilmente podía empeorar.
— ¡Allí hay algunos hombres, señor! —siseó Little. Se frotó las manos y le dijo al cabo—: Bueno, Dipper, es el momento de que tus chicos empiecen a tocar una canción, ¿vale?
Los dos marineritos esperaron a que su cabo les diera la orden; entonces, mientras uno de ellos iniciaba un enérgico redoble en su tambor, el otro sacó un pífano de la correa que llevaba en bandolera y atacó una especie de danza.
El cabo se llamaba Dyer, por lo que Bolitho le preguntó a Little:
— ¿Por qué le llama usted Dipper? [2]
Little sonrió burlón, mostrando un buen surtido de dientes rotos, inconfundible señal de que era un peleador nato.
— ¡Caramba, señor, pues porque antes era carterista, hasta que se le hizo la luz y decidió unirse a los buenos!
El pequeño grupo que había frente a la posada se esfumó en cuanto vio acercarse a los marinos.
Sólo quedaron dos personas, la pareja más extravagante que uno pudiera imaginar.
Uno de ellos era menudo e inquieto, y su aguda voz se elevaba con facilidad por encima del sonido del pífano y el tambor. El otro era grande y fuerte, iba desnudo de cintura para arriba, y sus brazos y puños colgaban a los lados como si fueran armas esperando el momento de ser utilizadas.
El hombre pequeño, un charlatán que se había enfurecido al principio al ver que su audiencia desaparecía de repente, vio a los marinos y les hizo señas para que se acercaran, lleno de excitación.
— ¡Bueno, bueno, bueno, mira qué tenemos aquí! Los hijos del mar, nuestros queridos marinos británicos. —Se quitó el sombrero ante Bolitho—. ¡Y con un auténtico caballero al mando, de eso no cabe duda!
—Que los hombres rompan filas, Little —dijo Bolitho con hastío—. Le diré al posadero que traiga cerveza y queso.
El charlatán estaba voceando:
— ¿Cuál de estos valientes muchachotes será el que se atreva a combatir contra mi luchador? —decía mientras sus penetrantes ojos les escrutaban—. ¡Una guinea para el hombre capaz de aguantar dos minutos luchando con él! —La moneda refulgió un instante entre sus dedos—. No es necesario ganar, mis valerosos chicos; ¡basta con luchar y mantener el tipo durante dos minutos!
Había conseguido que todos le prestaran atención, y Bolitho oyó cómo el cabo le murmuraba a Little:
— ¿Qué le parece, Josh? ¡Toda una jodida guinea!
Bolitho se detuvo en la puerta de la posada y observó por primera vez al luchador profesional. Parecía tener la fuerza de diez hombres, y sin embargo, había algo patético en su aspecto que le hacía parecer desesperado. No se estaba fijando en ninguno de los marineros, sino que mantenía la mirada perdida en el vacío. Tenía el tabique nasal roto, y su rostro reflejaba el castigo sufrido en múltiples peleas. Combates librados en ferias rurales, para la pequeña burguesía de las granjas, para cualquiera que estuviera dispuesto a apostar para ver a dos hombres luchando hasta que uno de ellos alcanzase su sangrienta victoria. Bolitho no sabía con seguridad a quién despreciaba más, si al tipo que vivía a costa del luchador o al que hacía sus apuestas basadas en el sufrimiento de aquel hombre.
— ¡Estaré dentro, Little! —gritó secamente.
De repente, la idea de tomar un vaso de cerveza o de sidra le atrajo como si un trasgo juguetón le estuviera haciendo señas.
Little estaba ya pensando en otras cosas.
—A la orden, señor —dijo.
Era una posada pequeña y acogedora, y el mesonero, cuya cabeza casi rozaba el techo, se apresuró a recibir a Bolitho. En el hogar brillaba un chispeante fuego, y la estancia estaba invadida por los aromas del pan recién horneado y el jamón ahumado.
—Siéntese aquí, teniente. Me ocuparé de sus hombres enseguida. —Notó la expresión de desaliento de Bolitho y comentó—: Con su permiso, señor, pero está perdiendo el tiempo por estos alrededores. La guerra se llevó de aquí a demasiados hombres tras el redoble de tambor, y los pocos que volvieron se marcharon a ciudades grandes como Truro o Exeter en busca de trabajo. Yo mismo, ahora —prosiguió meneando la cabeza con resignación—, quizá habría firmado si fuera veinte años más joven. Además... —y dejó la frase en el aire con una sonrisa bonachona.
Poco después, Richard Bolitho estaba sentado en una silla de alto respaldo junto al fuego, dejando que el lodo de sus medias se fuera secando, con la casaca desabotonada para hacerle espacio a la excelente empanada que le había servido la esposa del mesonero. Un perro grande y viejo estaba tendido a sus pies, respirando acompasadamente al calor del fuego y soñando con alguna hazaña de tiempos pasados.
— ¿Te has fijado en él? —le susurró el mesonero a su esposa—. Nada menos que un oficial del rey. ¡Dios mío, pero si todavía es un crío!
Bolitho se desperezó, todavía amodorrado y bostezando. Pero los brazos se le quedaron como paralizados en el aire cuando oyó fuertes gritos cargados de ira entremezclados con grandes risotadas. Se puso en pie de un salto, buscando a tientas su espada y su sombrero e intentando abotonarse la casaca al mismo tiempo.
Fue hasta la puerta casi corriendo, y cuando salió dando traspiés al frío del exterior, vio a los marineros y a los infantes de marina forcejeando entre ellos muertos de risa, mientras el menudo charlatán vociferaba:
— ¡Habéis hecho trampa! ¡Tenéis que haber hecho trampa!
Little lanzó la guinea de oro al aire para volver a cazarla al vuelo hábilmente.
—Yo no he hecho trampa, amigo. Justo y honrado, ¡así es Josh Little!
— ¿Qué está pasando aquí? —interrumpió bruscamente Bolitho.
—Ha derribado al luchador invencible, señor —balbució el cabo Dyer medio sofocado por la risa—. ¡Jamás había visto nada igual!
Bolitho miró fijamente a Little.
— ¡Hablaré más tarde con usted! Ahora forme a los hombres; nos quedan aún varios kilómetros hasta la próxima población.
Giró en redondo y se quedó mirando, atónito, cómo el charlatán se dirigía al luchador. Este se encontraba en pie, en la misma posición que cuando lo viera por primera vez, como si nunca se hubiera movido de allí; que hubiera sido derribado parecía ya poco menos que impensable.
El charlatán cogió una cadena más o menos larga y gritó:
— ¡Esto por tu maldita estupidez! —La cadena golpeó la espalda desnuda del luchador—. ¡Esto por hacer que pierda mi dinero! —Y de nuevo se oyó el ruido de otro latigazo.
Little miró a Bolitho con inquietud.
—Ejem... señor..., voy a devolverle a esa sabandija su dinero; no estoy dispuesto a ver cómo azotan al pobre diablo como si fuera un perro.
Bolitho tragó saliva. El corpulento luchador podría haber matado a su verdugo con un sólo golpe. Quizá hacía tanto tiempo que había tocado fondo que ya no era capaz de sentir nada, ni siquiera dolor.
Aquello era más de lo que Bolitho podía soportar. El hecho de haber empezado con mal pie a bordo de la Destiny, su fracaso a la hora de reclutar el número de voluntarios requerido, todo eso lo había sabido encajar. Pero el denigrante espectáculo que se le ofrecía ahora a la vista fue la gota que colmaba el vaso.
— ¡Eh, usted! ¡Deténgase! —Bolitho avanzó hacia él dando zancadas; sus hombres le observaban entre respetuosos y divertidos—. ¡Suelte esa cadena inmediatamente!
El charlatán pareció acobardarse un instante, pero enseguida recobró su seguridad. No tenía nada que temer de un joven teniente. Y aún menos en una región en la que sus servicios, por los que recibía la correspondiente remuneración, eran requeridos con frecuencia.
— ¡Tengo mis derechos!
—Deje que yo me encargue de ese gusano, señor —gruñó Little—. ¡Yo le daré sus condenados derechos!
La situación se le estaba escapando de las manos. Habían aparecido en escena algunos lugareños, y Bolitho vio mentalmente la imagen de sus hombres enzarzados en una batalla campal con la mitad de la comarca antes de poder llegar hasta el bote.
Le dio la espalda al desafiante charlatán y se encontró frente a frente con el luchador. Visto de cerca parecía aún más grande, pero a pesar de lo llamativas que resultaban su corpulencia y su fuerza bruta, Bolitho se fijó sólo en sus ojos, semiocultos por unos párpados magullados que habían perdido su forma natural tras años de recibir golpes. — ¿Sabe quién soy?
El hombre asintió lentamente, con la mirada fija en los labios de Bolitho, como si leyera en su boca las palabras.
— ¿Se enrolaría como voluntario al servicio del rey? —le preguntó amablemente Bolitho. Vaciló al ver la dolorosa comprensión en sus ojos antes de seguir diciendo —: ¿Se uniría conmigo a la tripulación de la fragata Destiny, en Plymouth?
Entonces, con tanta lentitud como antes, aquel hombre volvió a asentir, y sin dedicar siquiera una mirada al boquiabierto charlatán, recogió su camisa y una pequeña bolsa.
Bolitho se giró hacia el charlatán y le miró con una cólera sólo comparable al sentimiento de satisfacción que le producía el pequeño triunfo que acababa de conseguir. De todas formas, una vez fuera del poblado liberaría de su compromiso al luchador.
— ¡No puede hacer eso! —aulló el charlatán.
Little avanzó hacia él amenazante.
—Deje de armar ruido, amigo, y muestre un poco más de respeto por un oficial del rey; de lo contrario... —dejó el resto de la frase a la propia imaginación del hombrecillo.
Bolitho se humedeció los labios antes de ordenar:
—Todos a formar. ¡Cabo, tome el mando!
Vio al luchador observando atentamente a los marineros y le llamó.
— ¿Cómo se llama?
—Stockdale, señor. —Pronunció su nombre como arrastrando cada sílaba. Sus cuerdas vocales debían de haber sufrido magulladuras en tantos combates que incluso la voz le salía quebrada.
—Stockdale —repitió Bolitho con una sonrisa—. No le olvidaré. Es usted libre de marcharse cuando quiera. —Y, lanzando una significativa mirada a Little, añadió—: Antes de que lleguemos al bote, por supuesto.
Stockdale miró serenamente al enclenque charlatán, que estaba sentado en un banco, con la cadena todavía colgando de la mano. Luego carraspeó cuidadosamente para aclararse la voz y dijo:
—No, señor. No pienso abandonarle. Ni ahora ni nunca.
Bolitho le vio unirse a los demás. La diáfana sinceridad de aquel hombre le había conmovido extrañamente.
—No tiene de qué preocuparse, señor —le dijo Little en voz baja, y se inclinó hacia él hasta el punto que Bolitho notó el olor a cerveza y queso de su aliento—: En cuanto lleguemos todo el barco sabrá lo que acaba de suceder. Pertenezco a su división, señor, ¡y puede estar seguro de que le romperé la crisma al primer bergante que intente crearle problemas!
Un débil rayo de sol se reflejó juguetón en el reloj de la iglesia, y mientras el pelotón de reclutamiento marchaba estoicamente hacia el siguiente poblado, Bolitho se sintió alegre por lo que acababa de hacer.
Empezó a llover, y oyó a Little decir:
—Ya no nos alejaremos mucho más, Dipper; pronto estaremos de vuelta en el barco tomando un trago.
Bolitho observó los anchos hombros de Stockdale. Un voluntario más. Eso hacía un total de cinco. Agachó la cabeza para protegerse el rostro de la lluvia. Faltaban todavía quince.
En la siguiente población les fue aún peor, sobre todo porque ni siquiera había posada, y el granjero del lugar sólo les permitió pasar la noche en un establo que no utilizaba, y aun a eso se mostró reacio. Aseguró que tenía la casa llena de forasteros, pero que de todas formas. Aquellas tres palabras, de todas formas, resultaban muy, pero que muy elocuentes.
El establo tenía goteras en una docena de lugares, y hedía como una sentina; los marineros, como la mayoría de los de su clase, estaban habituados a un forzoso aseo que venía determinado por los reducidos espacios en que se alojaban dentro de los barcos, y no dejaron de expresar en alta voz su descontento.
Bolitho no podía recriminárselo, y cuando el cabo Dyer se presentó ante él para notificarle que el voluntario Stockdale había desaparecido replicó:
—No me sorprende, cabo, pero no deje de vigilar discretamente al resto del grupo.
Estuvo pensando mucho rato en la huida de Stockdale, preguntándose por qué experimentaba un sentimiento de pérdida tan acusado. Quizá las sencillas palabras de Stockdale le habían emocionado más profundamente de lo que él creía, quizá aquel hombre había simbolizado para él un cambio de suerte, como una especie de talismán.
— ¡Dios todopoderoso! —exclamó Little—. ¡Mire eso!
Stockdale, empapado por la lluvia, entró en la zona iluminada por el farol y depositó un saco a los pies de Bolitho. Todos los hombres se apiñaron a su alrededor mientras del saco iban saliendo tesoros iluminados por el resplandor amarillo. Algunos pollos, pan tierno y vasijas de barro llenas de mantequilla, medio pastel de carne y, lo más importante, dos grandes tinajas de sidra.
Con voz entrecortada por el asombro, Little empezó a impartir órdenes:
—Ustedes dos, empiecen a desplumar los pollos; usted, Thomas, vigile por si se acerca algún visitante inoportuno. —Se plantó frente a Stockdale y sacó la guinea de oro—. Aquí tiene, amigo, cójala. ¡Se la ha ganado, por todos los diablos!
Stockdale apenas le prestó atención. Inclinado sobre el saco resolló:
—No, ese dinero era de él. Guárdelo usted —y dirigiéndose a Bolitho añadió—: Esto es para usted, señor.
Sacó una botella que parecía contener brandy. Tenía SU explicación. El granjero estaba probablemente mezclado de una u otra forma con el contrabando de la zona.
Stockdale observó inquisitivamente el rostro de Bolitho antes de agregar:
—Yo me encargaré de que se sienta cómodo y nunca le falte nada.
Bolitho le vio desenvolverse entre los atareados marineros como si lo hubiera estado haciendo toda su vida.
—Creo ya no tiene nada de qué preocuparse, señor —susurró Little—. En mi opinión, el viejo Stockdale vale por sí solo tanto como quince hombres.
Bolitho bebió un poco de brandy sin hacer caso de la grasa que goteaba de una pata de pollo y se esparcía por el puño de su camisa nueva.
Aquel día había aprendido muchas cosas, y las relativas a su propia persona no eran las menos importantes.
Se le nubló la cabeza hasta quedarse adormecido; no notó que Stockdale le quitaba cuidadosamente la copa de entre los dedos.
Mañana sería otro día.