4

ORO ESPAÑOL

 

El teniente Charles Palliser cerró las dos puertas exteriores del camarote del comandante Dumaresq y dijo:

—Todos presentes, señor.

Cada cual en su papel, pero todos expectantes, los tenientes y los suboficiales más veteranos de la Destiny estaban sentados con la vista fija en Dumaresq. Era última hora de la tarde; habían pasado dos días desde que abandonaran el puerto de Madeira. El barco surcaba imperturbable las aguas del Atlántico, empujado por un suave viento del nordeste que recibía por la amura de estribor; a bordo se respiraba esa peculiar atmósfera de indolencia a la que lleva la rutina.

Dumaresq levantó la vista hacia la lumbrera, pues una sombra había pasado sobre ella oscureciendo la estancia. Lo más probable es que hubiera sido el segundo del piloto que estuviera de guardia.

—Cierre ésa también —ordenó.

Bolitho miró a sus compañeros, preguntándose si, como le sucedía a él, también experimentaban una curiosidad que crecía por momentos.

Aquella reunión había sido inevitable desde el primer momento, pero Dumaresq no había escatimado quebraderos de cabeza para estar seguro de que cuando se celebrara su barco estuviera real y totalmente apartado de la costa.

Dumaresq esperó a que Palliser tomara asiento. Luego les observó con detenimiento, uno a uno. Desde el oficial de infantería de marina hasta el médico, pasando por el piloto y el contador, para finalizar con sus tres tenientes.

—Todos ustedes están al tanto de la muerte de mi secretario —empezó diciendo—. Un hombre en quien se podía confiar, aunque dado a ciertas excentricidades. Va a ser muy difícil sustituirle. Sin embargo, su asesinato a manos de desconocidos significa mucho más que la mera pérdida de un compañero. Las órdenes que personalmente recibí debían permanecer selladas bajo el más riguroso secreto, pero creo que ha llegado el momento de desvelar, por lo menos en parte, cuál es la misión que muy pronto tendremos que afrontar. En el momento en que dos personas saben algo, esa información ha dejado de ser un secreto. Uno de los mayores enemigos contra los que se debe combatir en un barco pequeño es la propagación de un rumor y las fantasías que éste puede generar en mentes ociosas.

Bolitho se encogió de miedo cuando los grandes y penetrantes ojos del comandante se detuvieron un instante en su persona antes de desviarse hacia otro lugar del camarote.

Dumaresq siguió hablando:

—Hace treinta años, antes de que la mayor parte de la tripulación de este barco hubiera venido al mundo, un jefe de escuadra llamado Anson [4] emprendió una expedición hacia el sur, dobló el cabo de Hornos y se adentró en los mares del sur. Su objetivo era hostigar las colonias españolas, pues, como ya deben saber, en aquellos años nos encontrábamos en guerra con los «caballeros». —Hizo un gesto de desaprobación con la cabeza—. Una vez más, estábamos en guerra con ellos.

Bolitho pensó en el donairoso español de la casa que había visitado en la zona portuaria de Funchal, el sigilo con que se había llevado la entrevista, el cartapacio desaparecido por el que un hombre había perdido la vida.

—Hay algo de lo que no me cabe duda —prosiguió Dumaresq—, el comodoro Anson podía ser muy valeroso, pero su idea de cómo conservar a sus hombres en buena forma y con vida dejaba mucho que desear. —Miró al orondo doctor y se permitió relajar la expresión de su rostro antes de apostillar—: Al contrario que nosotros, probablemente él no contaba con un equipo médico apropiado que pudiera aconsejarle correctamente.

La estancia se llenó de risas contenidas, y Bolitho adivinó que el comandante había hecho aquel comentario con la intención de que todos se sintieran más cómodos. Tras una pausa, Dumaresq siguió hablando:

—Como quiera que fuese, lo cierto es que en tres años Anson había perdido toda la escuadra, con la única excepción de su propio navío, el Centurión; todo lo que consiguió con sus incursiones fue dejar enterrados en el mar a mil trescientos de sus hombres. La mayor parte de ellos habían muerto por enfermedad, escorbuto y por tomar alimentos en malas condiciones. Lo más probable, aun en el caso de que Anson hubiera vuelto a casa sin mayor novedad, es que hubiera tenido que enfrentarse a un consejo de guerra o algo peor.

Rhodes se inclinó hacia él en su silla y susurró, mientras brillaban sus ojos:

—Me lo imaginaba, Dick.

La mirada que le lanzó Dumaresq silenció lo que fuera a explicarle a continuación.

El comandante se sacudió una invisible mota de polvo de su chaleco rojo y dijo:

—En su viaje de vuelta, Anson se topó con un galeón español que transportaba en sus bodegas un tesoro en lingotes de oro valorado en más de un millón de guineas.

Bolitho recordó vagamente haber leído algo sobre el caso. Anson se había apoderado del navío tras una rapidísima batalla; incluso había interrumpido su ataque para que los españoles pudieran sofocar un incendio que de lo contrario se habría propagado al aparejo. Hasta ese punto había llegado su desesperación y su deseo de hacerse con el galeón Nuestra Señora de Covadonga intacto. Los tribunales de presas marítimas y las autoridades del almirantazgo habían considerado que aquellas capturas eran con diferencia mucho más valiosas que las vidas que se habían sacrificado para obtenerlas.

Dumaresq perdió por un instante la serenidad que había mostrado hasta entonces e irguió la cabeza sacudido por la tensión. Bolitho oyó la voz del vigía informando de la presencia de un velero a lo lejos en dirección norte. Lo habían avistado ya dos veces a lo largo del día, pero parecía poco probable que no fuese más que otro barco siguiendo la misma solitaria derrota.

El comandante se encogió de hombros.

—Ya veremos. —Sin más comentarios al respecto, siguió con su relato—: No se supo hasta hace muy poco tiempo que había otro galeón navegando hacia España. Se trataba del Asturias, un navío mayor que el capturado por Anson, y en consecuencia, aún más cargado de riquezas. —Lanzó una mirada al médico—. ¿Veo que ha oído usted hablar de él, quizá?

Bulkley se apoyó en el respaldo de su asiento y entrelazó las manos sobre su prominente abdomen.

—Así es, señor. Fue atacado por un buque de corso inglés comandado por un joven capitán de Dorset llamado Piers Garrick. Su patente de corso le libró en numerosas ocasiones de morir en la horca como un vulgar pirata; sin embargo hoy en día es sir Piers Garrick, un hombre muy respetado, tras haber ostentado diversos cargos gubernamentales en el Caribe.

Dumaresq sonrió con aspereza.

—Cierto, ¡pero le sugiero que mantenga todas sus demás sospechas y especulaciones relacionadas con este asunto dentro de los límites de la cámara de oficiales! El Asturias nunca fue hallado, y el buque de corso salió tan maltrecho de la confrontación que tuvo que ser abandonado.

Miró a su alrededor, irritado al oír al centinela anunciándole a través de la puerta:

— ¡El guardiamarina de servicio, señor!

Bolitho imaginaba perfectamente la incertidumbre reinante en el alcázar de popa. ¿Debían interrumpir la reunión que se estaba celebrando justo debajo de ellos y correr el riesgo de provocar la indignación de Dumaresq? O, por el contrario, ¿debían limitarse a registrar la presencia de aquel extraño velero en el cuaderno de bitácora y confiar en que no pasara nada?

—Entre —dijo Dumaresq. Apenas parecía haber alzado la voz, y sin embargo se le oyó con claridad en la cámara exterior.

Era el guardiamarina Cowdroy, un joven de dieciséis años al que Dumaresq había castigado ya en una ocasión por mostrarse excesiva e innecesariamente severo con los miembros de su guardia.

—El señor Slade le presenta sus respetos, señor —dijo—, y le informa de que ese velero ha sido avistado de nuevo hacia el norte. —Tragó saliva y pareció encogerse bajo la fija mirada del comandante.

—Ya veo —dijo finalmente Dumaresq—. No tomaremos ninguna medida por el momento. —En cuanto se cerró la puerta, agregó—: Aunque me temo que ese intruso no está tras nuestra popa por pura coincidencia.

Sonó una campana en el castillo de proa; luego Dumaresq dijo:

—Recientemente se ha encontrado cierta información jurada según la cual la mayor parte del tesoro permanece intacta. Un millón y medio en oro.

Todos se le quedaron mirando como si acabara de pronunciar una tremenda obscenidad.

Entonces Rhodes exclamó:

— ¿Y nosotros debemos descubrirlo, señor?

Dumaresq le sonrió.

—Hace usted que parezca algo muy sencillo, señor Rhodes; quizá lo encontremos, en efecto. Pero un tesoro de esa magnitud es capaz de despertar, y ya lo ha hecho, muchos intereses. Los españoles querrán que les sea restituido como su legítima propiedad. Un tribunal de presas marítimas alegará que, puesto que el barco había sido ya capturado por el buque de corso de Garrick antes de arreglárselas para escapar y ocultarse, el oro pertenece a Su Majestad Británica. —Bajó el tono de voz antes de añadir—: Y hay también quien estaría dispuesto a apoderarse de él por otras razones que a nosotros sólo nos perjudicarían. Bien, caballeros, ahora ya lo saben. Nuestra misión de cara al exterior es acabar de resolver ciertos asuntos del rey. Pero tengan en cuenta que si la menor noticia relativa a la existencia de ese tesoro se difunde fuera de esta habitación, no cejaré hasta descubrir quién ha sido el responsable.

Palliser se puso en pie y, como siempre, tuvo que agachar incómodamente la cabeza entre los baos que sustentaban la cubierta. Los demás también se levantaron.

Dumaresq les dio la espalda y se quedó mirando la brillante masa de agua que se extendía desde popa hasta el horizonte.

—Primero vamos a Río de Janeiro. Entonces sabré algo más.

Bolitho contuvo la respiración. ¡América del Sur!, y Río estaba nada menos que a 5.000 millas de su hogar en Falmouth. Nunca antes había navegado hasta tan lejos. Cuando estaban saliendo, Dumaresq dijo:

—Señores Palliser y Gulliver, ustedes quédense, por favor.

—Señor Bolitho —llamó Palliser—, ocupe mi puesto hasta que le releve.

Abandonaron el camarote, cada cual sumido en sus propios pensamientos. La lejanía de su destino significaría poco para la mayoría de los marineros. Allí estaba el mar, invariablemente, sin importar el punto concreto del globo en que se encontraran; el barco y él mismo formaban parte del paisaje. A todas horas había que orientar las velas y reajustarlas, tanto de noche como de día; la vida de un marinero era igualmente dura tanto si acababan recalando en Inglaterra como si se dirigían al Ártico. Pero si en el barco se difundía el rumor de la posible existencia de un tesoro, todo sería muy distinto.

Cuando trepó al alcázar, Bolitho vio a los hombres que estaban formando para la primera guardia observándole con curiosidad, aunque volvían la cara cuando él les miraba directamente a los ojos, como si ya lo supieran todo.

El señor Slade saludó tocándose el sombrero.

—La guardia está formada en popa, señor.

Era uno de los segundos del piloto, un hombre duro e impopular entre gran parte de la tripulación, especialmente entre aquellos que no estaban a la altura de sus sobrecogedores criterios acerca del arte marinero.

Bolitho esperó a que los timoneles fueran relevados, la ritual entrega del timón de un cuerpo de guardia al siguiente. Un vistazo a la arboladura, al conjunto de vergas y velas, verificar la aguja magnética e inspeccionar las notas escritas con tiza en la pizarra por el guardiamarina de servicio.

Gulliver apareció en cubierta dando palmadas, como hacía siempre que estaba preocupado.

— ¿Algún problema, señor? —preguntó Slade.

Gulliver le miró receloso. Era muy poco el tiempo que había pasado desde que él mismo ocupara el puesto de Slade como para creer que ningún comentario pudiera ser casual e inocente.

¿Quizá buscaba obtener ciertos privilegios? ¿O era una manera de insinuarle que no estaba a la altura y la camareta de oficiales de popa eran aguas demasiado profundas para él?

—En cuanto varíe el barómetro cambiaremos de rumbo —le espetó. Luego examinó la oscilante aguja magnética—. Sudoeste cuarta al oeste. El comandante quiere ver desplegados los juanetes, aunque con esos vientos ligeros dudo que consigamos arrancarle un solo nudo más al barco.

Slade miró de soslayo hacia el puesto de observación del vigía.

—Así que ese extraño velero significa algo —dijo.

Se oyó la voz de Palliser precediéndole mientras subía por la escala de cubierta:

—Significa, señor Slade, que si ese velero continúa ahí mañana por la mañana ya no cabrá ninguna duda de que nos está siguiendo.

Bolitho vio la preocupación dibujada en los ojos de Gulliver e imaginó lo que Dumaresq debía de haberles dicho a él y a Palliser.

—Seguramente no podemos hacer nada al respecto, ¿no es así, señor? No estamos en guerra.

Palliser le miró serenamente.

—Hay bastantes cosas que podemos hacer. —Hizo una señal con la cabeza para dar más énfasis a lo que decía—: Así que estén preparados.

Cuando Bolitho se retiraba, dejando el alcázar a su cargo, Palliser gritó a sus espaldas:

—Y tendré que poner al día a esos rezagados suyos cuando todos los marineros estén ocupados aumentando vela.

—Será un honor para mí, señor —dijo Bolitho saludando.

Rhodes le esperaba en la cubierta de baterías.

—Bien dicho, Dick. Te respetará si le plantas cara.

Mientras caminaban juntos en dirección a popa, hacia la cámara de oficiales, Rhodes dijo:

—Nuestro dueño y señor va a capturar ese otro barco, ya lo debes de saber, ¿no, Dick?

Bolitho lanzó su sombrero sobre uno de los cañones y se sentó a la mesa de la cámara de oficiales.

—Supongo que sí —dijo; y retrocedió mentalmente hasta las calas y los acantilados de Cornualles—. Verás, Stephen, el año pasado yo estaba realizando un servicio temporal a bordo de un guardacostas.

Rhodes estuvo a punto de hacer una broma al respecto, pero vio cómo el dolor afloraba súbitamente a los ojos de Bolitho.

—Había un hombre —prosiguió Bolitho—, un respetado terrateniente, que murió intentando huir del país. Más tarde quedó demostrado que había hecho contrabando de armas para apoyar una sublevación en América. Puede que el comandante piense que esto es similar, y durante todo este tiempo el oro ha estado esperando a que alguien lo utilizara debidamente. —Hizo una mueca, sorprendido de lo solemne que se había puesto—. Pero hablemos de Río. Estoy deseando llegar.

Colpoys irrumpió en la cámara de oficiales y se acomodó a sus anchas en una silla.

Dirigiéndose a Rhodes dijo:

—El primer teniente ordena que elija usted a un guardiamarina para ayudar en los trabajos administrativos en el camarote. —Cruzó las piernas y comentó—: ¡Yo desde luego no tenía ni idea de que los jóvenes supieran escribir!

Sus risas se desvanecieron al ver entrar al médico, inusualmente cariacontecido; tras echar un vistazo alrededor para asegurarse de que no les molestarían, dijo:

—El artillero acaba de contarme algo muy interesante. Uno de sus segundos le ha preguntado si sería necesario mover algún cañón de los de doce libras de calibre para hacerle espacio al oro. —Dejó que sus palabras calaran en la conciencia de los otros—. ¿Cuánto tiempo debe de haber pasado? ¿Quince minutos? ¿Diez? ¡Éste debe de haber sido el secreto peor guardado de toda la historia!

Bolitho oyó los chirriantes crujidos habituales de las jarcias y las perchas, los movimientos de la guardia en la cubierta, por encima de sus cabezas.

«Así que estén preparados», había dicho Palliser. Pero aquellas palabras acababan de adoptar un significado completamente distinto.

En la mañana que siguió a las revelaciones de Dumaresq acerca del galeón cargado con un tesoro, aquel extraño velero seguía viéndose a lo lejos desde popa, al acecho.

A Bolitho le correspondía la primera guardia de la mañana, y poco a poco fue sintiendo cómo crecía la tensión a medida que la luz del día se imponía, perfilando más claramente y dotando de personalidad los rostros que le rodeaban.

Entonces se oyó el grito:

— ¡Atención en cubierta! ¡Velero al nordeste!

Dumaresq debía de haber estado preparado para eso, esperándolo. Se presentó en cubierta en cuestión de segundos, y tras una rápida mirada a la aguja magnética y las ondeantes velas comentó:

—El viento está amainando. —Miró a Bolitho—. Éste es un asunto detestable. —Pero recuperó la presencia de ánimo casi al instante—. Ahora tengo que desayunar. Que el señor Slade suba a la arboladura en cuanto se presente de guardia. Es muy hábil para identificar la mayoría de embarcaciones. Dígale que estudie con atención a ese intruso, aunque bien sabe Dios que es lo bastante astuto como para mantenerse a distancia y aun así no perdernos de vista.

Bolitho le observó hasta que hubo desaparecido escaleras abajo y luego contempló la Destiny de punta a punta. Aquélla era la hora de más trajín en el barco: marineros enfrascados en su trabajo fregando la tablazón de las cubiertas con piedra de arenilla, otros abrillantando cañones y comprobando jarcia de labor y jarcia firme bajo la crítica mirada del señor Timbrell. Los infantes de marina realizaban uno de sus numerosos, y al parecer complicados, ejercicios de instrucción con mosquetes y fijación de bayonetas, mientras Colpoys se mantenía a distancia, dejando el trabajo para su sargento.

Beckett, el carpintero, estaba ya dando instrucciones a parte de su equipo para que iniciaran las reparaciones necesarias en la pasarela de babor, que se había deteriorado al desplomarse un aparejo bajo el peso de algunos productos que llegaban a bordo para su almacenaje. La cubierta superior, con su doble fila de cañones de doce libras, parecía una ajetreada avenida y una plaza del mercado al mismo tiempo. Un mercadillo en el que se trabajaba duro y también se chismorreaba, donde se olvidaba un poco la autoridad pero también se procuraba obtener privilegios de ella.

Más tarde, una vez baldeadas las cubiertas, los marineros hacían instrucción a golpe de silbato, con Palliser en su puesto del alcázar observando sus frenéticos esfuerzos por ganar algunos segundos al tiempo que empleaban en rizar o aumentar vela.

Y durante todo el tiempo, mientras vivían la rutina diaria de un buque de guerra, aquel otro velero continuaba al acecho, sin abandonarles ni un instante. Estaba siempre allí, como una diminuta mariposa en el horizonte. Si la Destiny acortaba vela de modo que su avance llegaba a disminuir incluso hasta ser inferior al de un galeón, el intruso se adaptaba a su marcha. Desplegar más velamen suponía oír casi inmediatamente al vigía informando de que el inoportuno barco había actuado en consecuencia.

Dumaresq subió a cubierta a mediodía, justo cuando Gulliver estaba acabando de supervisar el trabajo de los guardiamarinas en sus observaciones y cálculos para determinar la posición del barco a aquella hora.

Bolitho se encontraba lo bastante cerca como para oírle preguntar:

—Y bien, señor Gulliver, ¿va a sernos favorable el tiempo esta noche? —El tono de su voz denotaba nerviosismo, como si le irritara incluso el hecho de que Gulliver estuviera cumpliendo con sus obligaciones llevando a cabo su tarea normal y cotidiana.

El piloto levantó la vista para observar el cielo y el gallardete rojo del calcés.

—El viento ha cambiado contra el sol un punto, señor. Pero sigue teniendo la misma fuerza. No tendremos estrellas esta noche; hay demasiadas nubes mar afuera.

Dumaresq se mordió el labio.

—Bien. Así será, pues. —Se giró bruscamente mientras decía—: Informe al señor Palliser. —Entonces vio a Bolitho y le advirtió—: Usted tiene hoy la guardia al anochecer. Asegúrese de tener todos los faroles que pueda en el mesana. Quiero que más tarde nuestro «amigo» vea nuestras luces. Eso hará que se confíe.

Bolitho fue consciente del cambio de actitud de aquel hombre, de cómo el sentimiento de poder invadía su ser como una especie de oleada, de la incontenible necesidad que sentía de aplastar a aquel impúdico perseguidor.

La curiosidad volvió a enturbiar la mirada de Palliser cuando irrumpió en popa y vio a Dumaresq hablando de nuevo con su teniente más joven e inexperto.

—Ah, señor Palliser, tengo un trabajo para usted.

Dumaresq sonrió, pero Bolitho notó por una especie de tic nervioso en la mandíbula, por la rigidez de la espalda y de sus anchos hombros, que su mente no estaba tan relajada como quería mostrar aquella indolente sonrisa.

Con un gesto majestuoso y cargado de dramatismo, Dumaresq explicó:

—Necesitaré que el bote esté listo para ser arriado cuando oscurezca, incluso antes del crepúsculo si no hay demasiada luz. Ponga a uno de los mejores hombres al mando, por favor, y quiero a unos cuantos marineros más de la cuenta que se encarguen de plantar el palo y desplegar las velas en cuanto hayan largado amarras. —Observó el inescrutable rostro de Palliser y agregó con suavidad—: También quiero que lleven consigo varios de los faroles más potentes. Nosotros apagaremos los nuestros y dejaremos el barco completamente a oscuras tan pronto como el bote se ilumine. En ese momento me propongo virar por avante a toda marcha, acercarme y esperar.

Bolitho se giró para mirar a Palliser. Atacar a otro barco en plena oscuridad no era algo que se pudiera tomar a la ligera.

Dumaresq aún agregó:

— ¡Pienso azotar a cualquier hombre de a bordo que se deje ver demasiado hasta convertirlo en algo tan invisible como una luciérnaga aplastada!

Palliser saludó y dijo:

—Me encargaré de todo, señor. El señor Slade puede ir al mando del bote. Está tan ansioso por ascender que esa misión le vendrá muy bien.

Bolitho se quedó estupefacto al ver a Dumaresq y el primer teniente riendo igual que niños, como si aquella situación se produjera todos los días.

Dumaresq miró hacia el cielo y luego se giró para escrutar el horizonte desde popa. El otro barco sólo era visible desde el puesto del vigía, pero él parecía capaz de alcanzar con la mirada incluso más allá del horizonte. Había recuperado por completo la serenidad.

—Ya tiene una anécdota que explicar a su padre, señor Bolitho —dijo—. Le encantará oírsela contar.

Con sus pesados pasos, cruzó un marinero transportando sobre los hombros un montón de cabos como si fuera un manojo de serpientes muertas. Se trataba de Stockdale. Cuando el comandante se fue abajo, jadeó:

— ¿Vamos a atacar a ese barco, señor?

Bolitho se encogió de hombros.

—Sí, creo... creo que sí.

Stockdale asintió gravemente.

—En ese caso afilaré la hoja de mi espada. —En apariencia, para él todo aquello era perfectamente lógico.

Sumido en sus pensamientos, Bolitho fue hasta la batayola y se quedó observando desde allí arriba a los hombres que ya estaban trabajando para desenganchar el bote y bajarlo de la andana en la que colgaba junto a los otros. ¿Sería Slade realmente consciente de lo que podía ser de él?, se preguntó. Si se levantaba el viento una vez hubieran arriado el bote, Slade podía ser arrastrado hasta alejarse millas y millas del rumbo. En tal caso, dar con él iba a ser más difícil que encontrar una aguja en un pajar.

Jury subió a cubierta y, tras cierta vacilación, se decidió a reunirse con él en la batayola. Bolitho se lo quedó mirando.

—Tenía entendido que le habían enviado a popa para que se encargase del trabajo que llevaba el pobre Lockyer. Jury le miró a los ojos.

—Le pedí al primer teniente que asignara esa tarea al señor guardiamarina Ingrave en mi lugar. —Perdió en parte su presencia de ánimo bajo la mirada de Bolitho—. Prefiero continuar en su guardia, señor.

Bolitho le dio una palmada en la espalda.

—Usted sabrá lo que hace —le dijo con cierta aspereza. Pero no por ello dejó de sentirse halagado.

Los segundos del contramaestre corrían de escotilla en escotilla, y sus argentinos golpes de silbato resonaban extrañamente mezclados con las enronquecidas voces con que ellos mismos gritaban instrucciones al cuerpo de guardia, que había bajado para supervisar cómo se izaba el bote para poder arriarlo hasta el agua.

Jury se paró a escuchar los estridentes silbatos y dijo:

—Los ruiseñores de Spithead [5] cantan como si les hubieran echado los perros esta noche, señor.

Bolitho disimuló una sonrisa. Jury hablaba como si fuera un viejo marino, un auténtico lobo de mar.

Le miró cara a cara muy serio y le ordenó:

—Será mejor que vaya a ver lo que están haciendo con los fanales. De lo contrario me temo que será a nosotros dos a quienes nos eche los perros el señor Palliser.

Cuando llegó el crepúsculo, que les permitiría realizar todos los preparativos sin que el enemigo lo advirtiera, el vigía informó de que el otro velero seguía a la vista.

Palliser saludó al comandante cuando éste subió a cubierta.

—Todo listo, señor.

—Muy bien. —Los ojos de Dumaresq brillaban reflejando el imponente resplandor de los fanales—. Acorten vela y estén preparados para arriar el bote. —Levantó la vista para observar cómo la gavia de mayor se hinchaba y restallaba furiosamente en su verga—. Después habrá que desplegar cada fragmento de tela que el barco pueda soportar. Si ese hurón que llevamos detrás resulta ser un amigo que sólo busca protegernos en alta mar, esta noche lo sabremos sin lugar a dudas. Si no es así, señor Palliser, será a él a quien se le desvanezca cualquier tipo de duda sobre quiénes somos nosotros, ¡se lo prometo!

Una voz anónima susurró:

— ¡Se acerca el comandante, señor!

Palliser se giró y esperó a que Dumaresq se reuniera con él en la batayola del alcázar.

Como una sombra, Gulliver surgió de las tinieblas y anunció:

—Sur cuarta al sudeste, señor. Bolina franca. Dumaresq soltó un gruñido.

—Tenía usted razón respecto a las nubes, señor Gulliver, pero el viento es más fuerte de lo que esperaba.

Bolitho, Rhodes y los tres guardiamarinas esperaban en el lado de sotavento del alcázar, listos para cumplir cualquier orden que les fuera dada en el momento más inesperado. Más aún, se sentían partícipes del dramatismo y la tensión que envolvían aquellas circunstancias. El comentario de Dumaresq había sonado como si le echara la culpa al piloto de la fuerza que llevaba el viento.

Bolitho levantó la vista y se estremeció. La Destiny, después de dar vueltas y más vueltas hacia barlovento durante lo que pareció una eternidad, había conseguido acercarse tanto como Dumaresq había planeado. Con viento fuerte barriendo la aleta de babor, el barco cabeceaba de través contra una interminable serie de olas cuyas espumosas crestas rompían una y otra vez contra su casco, lo que hacía que se elevaran nubes de agua vaporizada que barría la jarcia de barlovento y a los marineros allí agazapados, como si se tratara de una lluvia tropical.

La Destiny había aferrado velas hasta dejar desplegadas sólo las gavias, el contrafoque y el foque, preparados por si era necesaria una virada rápida.

—Ese otro barco está ahí fuera, en alguna parte, Dick —susurró Rhodes.

Bolitho asintió e intentó no pensar en el bote que se había adentrado en una oscuridad cada vez más profunda, con sus fanales ofreciendo un deslumbrante espectáculo en el agua.

La quietud y el silencio del barco, de todo lo que le rodeaba, le producía una sensación casi fantasmal. Nadie hablaba, y en el engrasado aparejo ya no se oía ni uno solo de los habituales ruidos y golpetazos. Sólo permanecía el sonido del mar lamiendo los costados del barco, el ocasional chapoteo del agua entrando por los imbornales de sotavento cuando la Destiny hundía la proa en una fosa algo más profunda.

Bolitho intentaba olvidar todo lo que estaba sucediendo a su alrededor y concentrarse en lo que él debía hacer. Palliser había seleccionado a los mejores marinos del barco para que formaran parte de un grupo de abordaje por si había que llegar hasta tal extremo. Pero el acrecimiento inesperado del viento, en su opinión, podía haber cambiado los planes de Dumaresq.

Oyó a Jury moviéndose inquieto cerca de los obenques, y también al guardiamarina de Rhodes, el señor Cowdroy, que llevaba ya dos años en el barco. Era un joven de dieciséis años arrogante y malhumorado que jamás alcanzaría el puesto de teniente. Rhodes había tenido buenas razones para informar negativamente sobre él al comandante en más de una ocasión; la última vez había sido azotado ignominiosamente, echado sobre un cañón de seis libras, por el contramaestre. Pero aquel castigo no parecía haberle hecho cambiar. Completaba el trío el escuálido Merrett, intentando pasar inadvertido, como siempre.

—Ya no tardará, Dick —dijo Rhodes en voz baja. Soltó el sable que colgaba de su cinturón—. Puede que se trate de un negrero, ¿quién sabe?

—No es probable, señor. ¡Si lo fuera, el olor que despiden los buitres esclavistas nos llegaría aquí! —apuntó Yeames, el segundo del piloto que estaba de guardia.

— ¡Silencio! —ordenó Palliser.

Bolitho observó como el mar encrespado se estrellaba contra el costado de barlovento deshaciéndose de espuma blanca. Más allá no había nada, excepto, de vez en cuando, la erizada cresta de alguna ola. Todo estaba más negro que una mazmorra, como había comentado Colpoys. Sus tiradores habían subido ya a la arboladura y estaban en las cofas, intentando conservar sus mosquetes secos y acechantes a la espera de avistar al intruso.

Si el comandante y Gulliver habían hecho bien sus cálculos, el otro barco debería aparecer por la amura de estribor de la Destiny. La fragata aprovecharía su posición con respecto al viento y el otro navío no tendría ninguna oportunidad de escabullirse. Los hombres de la batería de estribor estaban preparados, los capitanes de artillería en sus puestos, listos para aplicarse a fondo en cuanto llegara la orden desde popa.

A un civil sentado junto al fuego del hogar en su confortable casita de Inglaterra, todo aquello le hubiera parecido poco menos que una locura. Pero para el comandante Dumaresq era algo completamente distinto... y de suma importancia. El otro navío, fuera lo que fuera, se estaba entrometiendo en los asuntos del rey. Eso lo convertía para él en una cuestión personal, y no pensaba permitirse el lujo de tomárselo a la ligera.

Bolitho volvió a estremecerse al recordar su primera entrevista con el comandante. «A mí, a este barco y a Su Majestad Británica, ¡por ese orden!»

La Destiny alzó su cimbreante botalón de foque como si fuera una lanza y pareció detenerse un instante, como suspendida al borde de una hondonada, antes de zambullirse en ella con un salto hacia adelante y abajo, estrellando sus amuras contra aquella agua que parecía sólida y derramando nubes de vapor de espuma sobre el castillo de proa.

Por el rabillo del ojo, Bolitho vio caer algo por encima de su cabeza. Un objeto que fue a dar contra la cubierta con una estruendosa explosión.

Rhodes se agachó al notar que una bala pasaba silbando peligrosamente por delante de su rostro y dijo con voz sofocada:

— ¡Un maldito novato ha dejado caer el mosquete!

En la cubierta de baterías se elevaron voces de alarma y ásperas acusaciones; el teniente Colpoys corrió hacia la escala del alcázar precipitadamente, ansioso por tener delante al culpable.

Todo sucedió en una vertiginosa secuencia de acontecimientos. La inesperada explosión accidental mientras la Destiny calaba la proa hacia la siguiente serie de olas encrespadas, la momentánea distracción de los oficiales en su vigilancia.

— ¡Dejen de hacer ruido, maldita sea! —dijo Palliser colérico.

Bolitho se giró y al instante se le heló la sangre en las venas al ver cómo el otro barco, surgido de la oscuridad, avanzaba rápidamente hacia ellos con el viento en popa. No tranquilizadoramente, en la parte de donde soplaba el viento hacia estribor, sino allí mismo, elevándose sobre el lado de babor como un fantasma.

— ¡Timón a barlovento! —La poderosa voz de Dumaresq hizo que algunos de los asustados hombres que corrían de un lado a otro se pararan en seco, como petrificados allí donde estuvieran—. ¡Quiero más hombres en las brazas; listos para maniobrar en el alcázar!

Elevándose y hundiéndose, sus velas restallando en furiosos estampidos que parecían aumentar la confusión remante, la Destiny aproó al viento y, oscilando frenéticamente, empezó a alejarse del barco que se abalanzaba sobre ella. A las dotaciones de los cañones, que hacía sólo unos minutos se dedicaban a cuidar de que sus armas estuvieran listas para un eventual combate, las habían cogido completamente desprevenidas, y aún en aquellos momentos cruzaban la cubierta dando tumbos para ayudar a los hombres del otro lado del barco, donde los cañones de doce libras seguían apuntando a sus respectivas portas.

Nuevos rociones alcanzaron el alcázar, como un segundo mar que surgiera jocoso entre las redes de la batayola para empapar a los hombres que se encontrasen lo bastante cerca. Poco a poco se iba restableciendo el orden; Bolitho vio algunos marineros tensando de nuevo las brazas hasta que casi parecía que llegaran a tocar la cubierta.

— ¡Estén preparados! —les gritó. Él mismo estaba buscando a tientas su sable, pues acababa de recordar que Rhodes y su guardiamarina habían desaparecido corriendo hacia las amuras—. ¡Vienen directamente contra nosotros!

El sonido de un disparo resonó por encima del fragor del viento y el mar, pero Bolitho no sabía quién había hecho fuego, ni si había sido accidental o no... y tampoco le importaba en aquellos momentos.

Notó la presencia de Jury junto a él.

— ¿Qué vamos a hacer, señor?

Su voz delataba que tenía miedo. Tanto como podía tenerlo él mismo, pensó Bolitho. Merrett estaba literalmente pegado al pasamanos como si nada nunca fuera a ser capaz de separarlo de allí.

Bolitho recurrió a algo parecido a la fuerza física para controlar el pánico que dominaba sus desordenados pensamientos. Él era quien estaba al mando. No había nadie más que él para tomar decisiones o aconsejar qué era lo que debían hacer. En la cubierta superior, todos estaban también ocupados, cada cual intentando asumir su propio cometido. Finalmente consiguió decir:

—No se separen de mí. —Señaló a la silueta de un hombre que corría despavorido—. ¡Usted, prepare para zafarrancho de combate la batería de estribor; que todo esté listo para repeler su abordaje!

Los hombres corrían en todas direcciones dando tumbos, maldiciendo y gritando, pero por encima de aquel batiburrillo, Bolitho oyó la voz de Dumaresq. Este se encontraba en el extremo opuesto de la cubierta, y sin embargo parecía estar hablando desde el interior de la cabeza de Bolitho.

— ¡Al abordaje, señor Bolitho! —Se giró en redondo mientras Palliser enviaba más hombres a reducir vela, en un último intento de retardar el impacto de la colisión—. ¡Que no escape!

Bolitho le miró fijamente un instante; sus ojos parecían de fuego.

— ¡A la orden, señor!

Estaba a punto de empuñar su sable cuando el otro barco chocó contra el costado con un golpe atronador. De no haber sido por la rápida decisión de Dumaresq, aquella nave hubiera embestido con su proa el flanco de la Destiny como un hacha gigantesca.

Los gritos se convirtieron en alaridos cuando una masa de cordaje y perchas rotas se desplomó con gran estruendo sobre los cascos de ambos barcos y en el espacio que había entre ellos. Algunos hombres cayeron derribados cuando el mar impulsó una vez más a los dos barcos uno contra el otro, con un nuevo desmoronamiento de jarcias y motones enmarañados. También algunos hombres habían caído atrapados entre aquel amasijo de cuerda y madera, y Bolitho tuvo que arrastrar a Jury cogiéndole del brazo mientras le gritaba: «¡Sígame!» El empuñaba y daba mandobles con su sable, intentando no mirar hacia el mar, que parecía hervir en el espacio que separaba los dos cascos enlazados de los barcos. Un traspié, y todo habría terminado.

Vio a Little blandiendo un hacha de abordaje y, por supuesto, a Stockdale con el alfanje, que comparado con su colosal constitución, parecía una pequeña daga.

Bolitho rechinó los dientes y saltó hacia los obenques del otro barco, sin dejar de patalear en el vacío, buscando un asidero para los pies. El sable se le había escapado de las manos y ahora se bamboleaba peligrosamente colgando de su cintura, mientras él luchaba jadeante por agarrarse a un sitio seguro. Había otros hombres a sus dos lados, y sintió náuseas cada vez que uno de ellos caía al vacío entre los dos navíos; el grito del hombre cortaba el aire estremecedoramente, y su caída sonaba como el ruido sordo de una puerta gigantesca que hubiera sido cerrada de golpe.

Al aterrizar en la cubierta desconocida para él, oyó otras voces y vio vagamente sombras que corrían entre los restos del aparejo caídos sobre el piso, algunas empuñando espadas; desde popa llegó el seco estallido de un disparo hecho por una pistola.

Buscó a tientas su sable y gritó:

— ¡Suelten las armas, en nombre del rey!

El rugido de las voces y risotadas que respondieron a su irrisoria exigencia fue casi peor que el peligro real al que estaba expuesto. Él había esperado enfrentarse a franceses, o quizá españoles, pero las voces que se mofaban de su sable alzado amenazadoramente tenían un acento tan inglés como el suyo.

Una percha rota cayó a plomo sobre la cubierta, separando momentáneamente a los dos grupos enfrentados y aplastando terriblemente a uno de sus hombres. Con una última sacudida, los dos barcos quedaron separados, y aun cuando el filo de una espada pareció precipitarse hacia él salido de las sombras, Bolitho se dio cuenta de que la Destiny le había abandonado a su propia suerte.