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DEJAR ATRÁS EL PASADO
Bolitho subió a bordo de la Destiny por un costado y se quitó el sombrero camino del alcázar de popa. La niebla y las oscuras nubes habían desaparecido, y las casas de Plymouth, más allá del Hamoaze, parecían acicalarse bajo la deslumbrante luz del sol.
Se sentía entumecido y fatigado tras haber caminado sin descanso de pueblo en pueblo, sucio de haber dormido en establos o en posadas no mucho mejores. Ver cómo el oficial de policía de a bordo pasaba revista a sus seis nuevos reclutas para conducirlos luego hacia proa, no contribuía precisamente a levantarle el ánimo. El sexto voluntario se había presentado al pelotón de reclutamiento menos de una hora antes de que llegaran al bote. Se trataba de un hombre de unos treinta años de edad cuya pulcritud hacía que su imagen fuera la antítesis de un marino; dijo ser el ayudante de un boticario, y que necesitaba adquirir experiencia realizando un largo viaje para así mejorar su posición en la vida.
Su historia era tan inverosímil como la de los dos trabajadores de la granja, pero Bolitho estaba demasiado cansado como para preocuparse por eso.
— ¡Ali, veo que ya está de vuelta, señor Bolitho!
El primer teniente estaba en pie junto a la batayola del alcázar, su alta figura enmarcada por un cielo deslavazado. Tenía los brazos cruzados, y era evidente que había estado observando a los recién llegados desde el mismo instante en que la guardia había avistado el bote.
—Vamos dentro, si le parece —dijo con su carrasposa voz.
Bolitho trepó a la pasarela de babor y echó a andar hacia el alcázar. El que había sido su compañero durante tres días, el ayudante de artillero Little, estaba ya en marcha, bajando por una escala para ir —de eso no cabía duda— a tomar un trago con sus compañeros. Inmerso de nuevo en su propio mundo bajo las cubiertas, para él Bolitho volvía a ser un desconocido, muy poco distinto a la persona que había subido a bordo por primera vez.
Se plantó frente al primer teniente y saludó llevándose la mano al sombrero. Palliser tenía un aspecto sosegado y extremadamente pulcro, lo que hizo que Bolitho se sintiera aún más como un pordiosero.
—Seis hombres, señor—dijo Bolitho—. El grandote era luchador profesional, y puede resultar una buena adquisición. El último trabajaba para un boticario en Plymouth.
Sus palabras parecían caer como una losa sobre él. Palliser no se había movido, y en el alcázar reinaba un silencio sepulcral.
—Es lo mejor que he podido conseguir, señor —concluyó Bolitho.
—Bien —dijo Palliser mientras consultaba su reloj de bolsillo—. ¡Ah!, otra cosa: el comandante llegó a bordo durante su ausencia. Dijo que quería verle en cuanto volviese.
Bolitho le miró fijamente. El había estado esperando una auténtica lluvia de improperios. Seis hombres en lugar de veinte, y uno de ellos jamás llegaría a convertirse en un marino.
Palliser cerró con un chasquido la tapa de su reloj y miró a Bolitho sin interés.
— ¿Acaso la larga estancia en tierra firme le ha vuelto duro de oídos? El comandante desea verle. Y eso no significa ahora; ¡en este navío eso significa que desea verle en el mismo instante en que la idea se le pasa por la cabeza!
Bolitho miró tristemente sus zapatos y medias llenos de lodo.
—Yo... lo siento, señor. Creí que había dicho...
Palliser estaba ya prestando atención a otra cosa, observando atentamente a algunos hombres que trabajaban en el castillo de proa.
—Le dije que consiguiera veinte hombres. Si le hubiera ordenado que trajera seis, ¿cuántos habría encontrado? ¿Dos? ¿Ninguno en absoluto? —Para gran sorpresa de Bolitho, sonrió—. Seis serán suficientes. Ahora preséntese al comandante. Hoy hay pastel de cerdo, así que le aconsejo que se dé prisa con sus asuntos si quiere que le quede algo. —Giró en redondo mientras gritaba—: ¡Señor Slade! ¿Qué hacen esos holgazanes, maldita sea?
Bolitho bajó corriendo, todavía aturdido, la escala de cubierta y se abrió camino a través de popa. Mientras caminaba entre cubiertas, se sintió observado por rostros que surgían de las sombras, y oyó voces susurrantes que se silenciaban a su paso. «El nuevo teniente. Va a ver al comandante. ¿Qué aspecto tiene? ¿Demasiado blando o demasiado duro?»
Un marinero se colocó a su lado con su mosquete, tambaleándose ligeramente cada vez que el barco pegaba un tirón del ancla. Los ojos le brillaban bajo la luz del farol en la parte delantera de cubierta, que no dejaba de parpadear, día y noche, cuando el comandante se encontraba en sus aposentos.
Bolitho intentó enderezarse la corbata y domeñar el rebelde cabello que le caía sobre la frente.
El marinero le concedió exactamente cinco segundos y luego golpeó resueltamente la cubierta con el mosquete:
— ¡El tercer teniente, señor!
La puerta se abrió y un hombre al que le quedaba poco pelo y ataviado con un gabán negro, probablemente el secretario del comandante, hizo pasar a Bolitho con un gesto cargado de impaciencia. Parecía un maestro de escuela regañando a un alumno díscolo.
Bolitho sujetó con más firmeza el sombrero que llevaba bajo el brazo y entró en el camarote. Comparado con el resto del barco, era espacioso: tenía una segunda puerta que separaba la parte más austera de la zona de comedor y de lo que Bolitho imaginó que serían los aposentos donde el comandante dormía.
Las oblicuas y escuetas ventanas que salpicaban de punta a punta la parte trasera del camarote resplandecían ahora bajo la luz del sol, lo que daba a la estancia una atmósfera cálida y acogedora, mientras que los travesaños de madera sobre sus cabezas y el resto del mobiliario se ondulaban alegremente con los reflejos del mar.
El comandante Henry Veré Dumaresq, apoyado en el batiente de la ventana, aparentemente absorto en la observación del agua, se giró con sorprendente presteza en cuanto Bolitho entró en la zona que hacía las veces de comedor.
Bolitho hizo un esfuerzo para aparentar que se sentía cómodo y tranquilo, pero le resultó imposible. Nunca antes en su vida había visto a alguien como el comandante. Su cuerpo era grande y rechoncho, y la cabeza se apoyaba directamente sobre los hombros, como si careciera por completo de cuello. Como el resto de su constitución física, todo en aquel hombre resultaba poderoso, y daba la sensación de poseer una fuerza colosal. Little le había dicho que Dumaresq tenía sólo veintiocho años, pero parecía conservarse eternamente joven, como si nunca hubiera cambiado y nunca fuera a hacerlo.
Fue al encuentro de Bolitho, posando cada pie en el suelo con vigorosa precisión. Bolitho se fijó en sus piernas, que llamaban aún más la atención debido a las lujosas medias blancas que llevaba puestas. Tenía las pantorrillas tan gruesas como muslos.
—Parece usted un poco maltrecho, señor Bolitho.
Dumaresq tenía una voz profunda y gutural, capaz de elevarse sin dificultad por encima del fragor de una galerna, aunque Bolitho sospechaba que también era capaz de transmitir simpatía.
—A la orden señor —dijo desmañadamente—, yo... quiero decir... he estado en tierra con un pelotón de reclutamiento.
Dumaresq señaló una silla.
—Siéntese. —Y añadió elevando la voz muy ligeramente—: ¡Un poco de clarete!
Obtuvo el efecto deseado, y casi de inmediato su sirviente estaba escanciando vino afanosamente en dos copas bellamente talladas. Luego se retiró con la misma discreción con que había llegado.
Dumaresq se sentó frente a Bolitho, a menos de un metro de distancia. Cualquiera se hubiera sentido acobardado ante su imponente presencia. Bolitho recordó a su último comandante. En el enorme setenta y cuatro,[3] siempre había sido una figura distante, ajeno a lo que sucedía tanto en la cámara de oficiales como en la santabárbara. Sólo en los momentos de conflicto o en los de protocolo había hecho notar su presencia, y aun entonces de forma fría y distante.
—Mi padre tuvo el honor de servir con el suyo hace algunos años —dijo Dumaresq—. ¿Cómo está?
Bolitho pensó en su madre y su hermana en la casa de Falmouth. Esperando la vuelta al hogar del capitán James Bolitho. Su madre contaba los días, quizá temerosa de encontrarle muy cambiado.
Había perdido un brazo en la India, y cuando su navío arribó a puerto le comunicaron que debía pasar a la reserva indefinidamente.
—Conserva su graduación, señor —dijo Bolitho—, pero está en casa; perdió un brazo y no puede continuar al servicio del rey. No sé lo que va a ser de él.
Dejó de hablar al darse cuenta con alarma de que había expresado sus pensamientos en voz alta. Pero Dumaresq hizo un gesto vago señalando la copa.
—Beba, señor Bolitho, y hable cuanto quiera. No se preocupe por lo que yo pueda opinar; es más importante que le conozca bien a usted. —La situación parecía divertirle—. A todos nos llega el momento. ¡En realidad, nosotros debemos considerarnos afortunados de tenerla! —Su portentosa cabeza giró sobre los hombros para contemplar el camarote. Se refería a la fragata, su fragata, y hablaba de ella como si fuera lo que más amaba en el mundo.
—Es un barco magnífico, señor —dijo Bolitho—. Me siento honrado de pertenecer a su dotación.
—Sí.
Dumaresq se inclinó hacia adelante para volver a llenar las copas. Una vez más se movió con una naturalidad felina. Utilizaba su fuerza, igual que la potencia de su voz, dosificándola con precisión.
—Me he enterado de su reciente pérdida —dijo; y alzó una mano para añadir—: No, no por nadie a bordo de este barco. Tengo mis propias fuentes de información, y me gusta conocer a mis oficiales tan bien como mi misión. Pronto zarparemos para emprender un viaje que puede resultar muy provechoso, aunque también cabe la posibilidad de que sea por completo inútil. En cualquier caso, no será fácil. Debemos dejar atrás los recuerdos; no olvidarlos, pero sí dejarlos para otra ocasión. Este es un barco pequeño, y todos y cada uno de sus hombres tienen un cometido que cumplir.
»Ha servido usted bajo las órdenes de eminentes comandantes, y es evidente que ha sacado de ello el máximo provecho. Pero en una fragata hay muy pocos pasajeros, y un teniente no es precisamente uno de ellos. Cometerá errores que yo sabré disculparle, pero haga un mal uso de su autoridad y me mostraré implacable. Debe evitar los favoritismos, porque quienes se beneficien de ellos acabarán por utilizarle en cuanto se descuide.
»Exige más esfuerzo ser teniente que simplemente madurar como persona. La gente acudirá a usted cuando se vea en apuros, y usted deberá actuar como crea mejor. En el momento en que abandonó la litera dé guardiamarina se cerró una etapa para usted. En un barco pequeño no queda espacio para las desavenencias. Tiene usted que convertirse en una parte del barco, ¿comprende?
Bolitho se dio cuenta de que estaba sentado en el borde de la silla. Estaba completamente absorto escuchando lo que decía aquel hombre peculiar, que había captado su atención como una araña atrapa a su presa. Sus ojos, muy separados entre sí, acuciantes, eran tan convincentes como sus palabras.
—Sí, señor, así lo haré —asintió Bolitho.
Dumaresq levantó la vista cuando oyó el sonido de dos campanas repicando desde proa.
—Vaya a comer. Estoy seguro de que está hambriento. Los astutos planes del señor Palliser para reclutar más hombres por lo menos suelen abrir el apetito, ya que no sirven para mucho más. —Mientras Bolitho se ponía en pie Dumaresq añadió sin elevar la voz—: Este viaje va a ser importante para muchas personas. La mayor parte de nuestros guardiamarinas proceden de familias influyentes, ansiosas ante la oportunidad de que sus vástagos alcancen alguna distinción, ahora que la mayor parte de la flota está pudriéndose o ha sido desarmada para el servicio regular. Contamos con excelentes contramaestres profesionales, y tenemos una buena parte de la dotación sólidamente vertebrada con marineros de primera. El resto aprenderá. Una última cosa, señor Bolitho, y confío en no tener que repetirla. En la Destiny la lealtad es primordial. A mí, a este barco y a Su Majestad Británica, ¡por ese orden!
Bolitho se encontró del otro lado de la puerta, todavía aturdido por la breve entrevista.
Poad estaba al acecho no muy lejos, gesticulando agitadamente.
— ¿Todo arreglado, señor? Me he ocupado de que almacenaran sus cosas en lugar seguro, tal como me ordenó. —Abrió la marcha hacia la camareta de oficiales sin dejar de hablar—: También me las he arreglado para guardarle la comida hasta que usted llegara, señor.
Bolitho entró en la camareta de oficiales; al contrario que la última vez que había estado allí, ahora la estancia parecía abarrotada, y el ruidoso rumor de la charla llenaba el ambiente.
Palliser se puso en pie y dijo bruscamente:
— ¡Nuestro nuevo colega, caballeros!
Rhodes le miraba sonriente; Bolitho se alegró de ver un rostro afable.
Fue estrechando la mano a todos ellos mientras murmuraba un saludo, rogando interiormente que fuera el adecuado. El piloto, Julius Gulliver, coincidía exactamente con la descripción que Rhodes le había hecho de él: nervioso, casi furtivo. John Colpoys, el teniente que estaba al mando del contingente de infantería de marina del barco, le dejó la mano enrojecida con su apretón, al tiempo que le decía arrastrando las palabras:
—Encantado, mi querido amigo.
El médico era orondo y jovial; su aspecto hacía pensar en una especie de búho desalmado, y toda su persona despedía un delicioso aroma a tabaco y brandy. Estaba también Samuel Codd, el contador, al que Bolitho le pareció insólitamente afable para lo que era habitual entre los de su oficio, aunque desde luego no era el modelo ideal para realizar un retrato: tenía los dientes superiores muy grandes y prominentes, mientras que el mentón era diminuto y huidizo, lo que daba la sensación de que una mitad de su rostro estuviera devorando ávidamente a la otra.
—Espero que sepa jugar a cartas —dijo Colpoys.
—Déle un respiro —intervino Rhodes con una sonrisa, y dirigiéndose a Bolitho añadió—: Le quitaría hasta la camisa si usted le diese la oportunidad.
Bolitho se sentó a la mesa junto al médico de a bordo. Éste se encajó en la nariz unas gafas con montura de oro que parecieron perderse por completo entre las coloradas mejillas.
—Pastel de cerdo —dijo—, señal inequívoca de que pronto zarparemos. Pero en cuanto hayamos levado anclas, si se me permite el comentario, seguro que volvemos a la carne que Samuel tiene en reserva —prosiguió tras lanzar una mirada al contador—, la mayor parte de la cual salió del matadero hará unos veinte años.
La atmósfera se hizo embriagadora con el tintineo de los vasos, el vapor y el aroma de la comida.
Bolitho miró la mesa de punta a punta. Así que ésa era la forma de comportarse de los oficiales cuando se hallaban en sus dependencias, lejos de la vista de sus subordinados.
— ¿ Qué impresión le ha causado ? —le susurró Rhodes.
— ¿El comandante? —Bolitho reflexionó al respecto, intentando poner sus pensamientos en orden—. Me impresionó. Es tan, tan...
— ¿Feo? —apuntó Rhodes mientras hacía señas a Poad para que le alcanzara la jarra de vino.
Diferente —respondió Bolitho sonriendo—. Un poco sobrecogedor.
La voz de Palliser interrumpió su conversación: —Cuando acabe de comer inspeccionará todo el barco, Richard. De quilla a perilla, desde el castillo de proa hasta el coronamiento de popa. Si hay algo que no entienda bien, pregúntemelo. Procure conocer a la mayor cantidad posible de los jóvenes suboficiales y memorice los que pertenecen a su división. —Le hizo un guiño al oficial de infantería de marina, aunque no con la suficiente rapidez como para que a Bolitho le pasara desapercibido—. Estoy seguro de que querrá comprobar que sus hombres están a la altura de los que tan hábilmente eligió para traernos hoy.
Bolitho bajó la vista mientras le ponían un plato delante. En realidad casi no pudo ver el plato propiamente dicho, pues la montaña de comida lo cubría casi por completo.
Palliser le había llamado por su nombre de pila, incluso había hecho un chiste intrascendente acerca de los voluntarios. Así que éstos eran los hombres reales que se escondían tras las inflexibles actitudes y el escalafón de mando que tan rígidamente se respetaba en el combés.
Levantó la mirada y volvió a observar la mesa. Cabía la posibilidad, pensó, de que llegara a sentirse dichoso entre aquellas personas.
—He oído decir que zarparemos con la marea del lunes —declaró Rhodes entre bocado y bocado—. Ayer estuvo a bordo un conocido que trabaja en la oficina del almirante en el puerto. Y él no suele equivocarse.
Bolitho intentó recordar las palabras del comandante. Lealtad. Había que dejar de lado todo lo demás, por lo menos hasta el momento oportuno, cuando no pudiera producir ningún daño. Dumaresq casi había repetido, como un eco, las últimas palabras que le había dicho su madre. El mar no era el lugar idóneo para los apocados.
Por encima de sus cabezas retumbaba el incesante ruido de pasos, y Bolitho adivinó, al oír la agitación y las órdenes cantadas en cubierta, que se estaban izando a bordo, balanceándose, más provisiones cargadas en pesadas redes.
De nuevo lejos de tierra firme, lejos del dolor, del sentimiento de pérdida. Sí, le haría bien partir.
Tal y como había vaticinado el teniente Rhodes, la fragata de Su Majestad Británica Destiny, armada con veintiocho cañones, estuvo lista para levar anclas el siguiente lunes por la mañana. Durante los días previos el tiempo se le había pasado con tanta rapidez que Bolitho llegó a pensar que la vida en el mar sería más tranquila que en el puerto. Palliser le había tenido trabajando un turno de guardia tras otro, casi sin descanso. El primer teniente no se dejaba engañar por las apariencias, y consideró importante preguntarle a Bolitho acerca de su trabajo diario, tomando buena nota de sus opiniones y sugerencias en lo concerniente a la conveniencia de sustituir algunos de los hombres en las guardias y en los grupos de combate. Si bien era cierto que hacía falta poco para que sacara a relucir su sarcasmo, había que reconocer que Palliser era igualmente rápido de reflejar a la hora de utilizar provechosamente las ideas de sus subordinados.
Bolitho pensaba a menudo en las palabras de Rhodes acerca del primer teniente: «Está decidido a ser comandante de su propia nave.» No cabía duda de que daría lo mejor de sí mismo en beneficio del buque y de su comandante, y de que iba a ser doblemente eficaz para aniquilar de un golpe cualquier atisbo de incompetencia que se le pusiera por delante.
Bolitho, por su parte, había hecho un gran esfuerzo para conocer a los hombres con los que debería tratar directamente. Al contrario que en los grandes navíos de línea, en una fragata la supervivencia dependía más de la agilidad de la nave que del grosor de sus maderos. Además, la dotación estaba distribuida en divisiones que podían trabajar independientemente, con lo que se obtenían los mejores resultados y el máximo rendimiento del barco.
El palo trinquete, con toda la extensión de su velamen, la vela de trinquete, las gavias, los juanetes y los sobrejuanetes, con las gavias adicionales, el contrafoque y el petifoque, permitían virar muy deprisa, acuartelándolos si era necesario, o bien orzar bruscamente tras la vulnerable popa del enemigo. En el otro extremo del barco, los timoneles y el piloto utilizarían cada palo, cada fragmento de vela, para colocar el navío en el rumbo necesario con la menor cantidad de maniobras posible.
Bolitho estaba al mando del palo mayor, el más alto del barco, cuyo valor estaba en consonancia con el de los hombres que pronto tendrían que trepar por su jarcia cuando se lo ordenaran, sin importar cómo se sintieran o las arremetidas que la meteorología pudiera lanzar contra ellos.
Los ágiles gavieros eran la flor y nata de la tripulación, mientras que en cubierta, trabajando con brazas y drizas y haciendo girar el cabestrante, estaban los marineros menos experimentados, los recién enrolados o los viejos marinos de los que ya no cabía esperar que domeñaran una vela endurecida por la sal del mar a más de treinta metros de altura por encima del casco del navío.
A Rhodes le correspondía el palo trinquete, mientras que un segundo del piloto se encargaba del palo mesana, supuestamente el menos complicado de cualquier navío por lo sencillo de su plan de velamen y porque lo que allí se necesita esencialmente es fuerza bruta. El vigía de popa, los infantes de marina y un puñado de marineros eran más que suficientes para ocuparse de la de mesana.
Bolitho insistió en conocer al contramaestre, un hombre de aspecto colosal llamado Timbrell. Alto, curtido por las inclemencias del tiempo y con tantas cicatrices como un viejo guerrero, era el rey entre los marinos del barco. Una vez en alta mar, Timbrell trabajaría bajo las órdenes del primer teniente para subsanar los daños causados por los temporales, reparar mástiles y jarcias, mantener en buen estado la pintura, asegurarse de que no entraba agua por ninguna costura y supervisar, en general, el trabajo de los profesionales que se encargaban de realizar esas tareas: el carpintero y sus operarios, el tonelero y el maestro velero, el cordelero y todos los demás trabajadores de oficio.
Hombre de mar de pies a cabeza, se mostraba dispuesto a convertirse en buen amigo de un nuevo oficial, pero podía ser el peor de los enemigos si se le provocaba.
La mañana de aquel lunes en particular había empezado muy temprano, antes de que despuntara el día. La inauguró el cocinero preparando apresuradamente algo de comer, como si también él fuese consciente de que había que zarpar.
Todas las listas fueron comprobadas de nuevo, los nombres relacionados con sus correspondientes voces, los rostros destinados a las tareas que se les había asignado. A cualquier persona de tierra adentro, aquello le hubiera parecido un absoluto caos: cabos serpenteantes por las cubiertas, hombres trabajando en lo alto de la arboladura, a horcajadas en las grandes vergas, desaferrando las velas, rígidas a causa de la imprevista helada que había caído durante la noche.
Bolitho había visto al comandante aparecer en cubierta varias veces. Le había visto hablando con Palliser o discutiendo algún asunto con Gulliver, el piloto. Si estaba preocupado, no lo demostró: anduvo arriba y abajo con sus largas y firmes zancadas cerca del alcázar de popa, como quien está pensando en algo completamente ajeno al barco.
Los oficiales y suboficiales vestían sus descoloridos uniformes de alta mar, por lo que sólo destacaban Bolitho y la mayor parte de los jóvenes guardiamarinas, con sus casacas nuevas y sus relucientes botones.
Bolitho había recibido desde Falmouth dos cartas de su madre, que el correo le había hecho llegar al mismo tiempo. En su pensamiento recreaba la última imagen que conservaba de ella. Frágil y hermosa. La mujer que no había envejecido, como decían algunas personas del lugar. La jovencita escocesa que había cautivado al comandante James Bolitho desde la primera vez que se vieron. Era realmente demasiado frágil como para soportar la carga que suponía llevar adelante la casa y el resto de la hacienda. Con su hermano mayor, Hugh, en el mar, en algún lugar del mundo, de nuevo embarcado en su fragata tras un corto período al mando del guardacostas Avenger, en Falmouth; y esperando todavía la vuelta a casa de su padre, el peso de su responsabilidad parecía doblemente abrumador. Su hermana mayor, Felicity, había abandonado ya el hogar para contraer matrimonio con un oficial del ejército, mientras que la más joven de la familia, Nancy, pensaba, naturalmente, en su propio y quizá no demasiado lejano matrimonio.
Bolitho cruzó hacia la pasarela en la que los marineros estibaban las hamacas recién subidas a bordo. Pobre Nancy, sin duda ella era quien más iba a sentir la fatal pérdida del amigo de Bolitho, sin ninguna distracción, por otra parte, que la ayudara a no pensar en ello.
Notó la presencia de alguien tras él, y al girarse vio al médico de a bordo observando con detenimiento la línea de costa. Había sabido encontrar la ocasión de dedicar un rato a charlar con el rollizo doctor, sin duda un tiempo bien empleado. También aquél era un miembro de la tripulación que resultaba peculiar. Todos los médicos de a bordo, o por lo menos todos los que Bolitho había conocido a lo largo de su experiencia personal, eran de ínfima categoría, en general unos carniceros cuyo sanguinolento trabajo quirúrgico, cuchillo y sierra en mano, era tan temido por los marineros como la peor de las andanadas del enemigo.
Pero Henry Bulkley era un caso singular. Había llevado una vida regalada en Londres, donde tenía un prestigioso consultorio en uno de los barrios altos de la ciudad y una clientela acaudalada, pero también muy exigente.
Bulkley se lo había explicado a Bolitho durante una guardia en la que reinaba el silencio:
—Acabé odiando la tiranía de mis enfermos, el egoísmo de las personas que sólo encuentran satisfacción en sentirse enfermas. Me embarqué para escapar de todo eso. Ahora hago mis «remiendos» en lugar de malgastar el tiempo con esa gente que tiene demasiado dinero como para conocer su propio cuerpo. En lo mío, soy tan experto como puedan serlo el carpintero y el señor Vallance, nuestro artillero, en sus especialidades, y a mi manera trabajo igual que ellos. O como el pobre Codd, el contador, que se consume de inquietud comprobando a cada milla registrada por la corredera si le quedan suficientes reservas de queso, carne salada, bujías o ropa de faena. —Había sonreído con íntima satisfacción antes de proseguir—: Además, gozo del placer de conocer nuevas y lejanas tierras. Llevo tres años navegando con el comandante Dumaresq. Naturalmente, él nunca está enfermo. ¡Jamás se permitiría a sí mismo que eso sucediera!
—Produce una sensación extraña partir de esta manera —dijo Bolitho—. Rumbo a un lugar desconocido, para recalar en un enclave que sólo el comandante y quizá otras dos o tres personas conocen. No estamos en guerra, y sin embargo zarpamos perfectamente preparados para entablar combate.
Vio al corpulento Stockdale en una fila de marineros a los que iban a pasar revista, alrededor del tronco del palo mayor. El médico siguió la dirección de su mirada y comentó:
—He oído algo acerca de lo que sucedió en tierra. Puede contar con una fidelidad inquebrantable por parte de ese hombre. Dios mío, parece fuerte como un roble. En mi opinión, Little tuvo que embaucarlo de alguna manera para ganarle el dinero. —Echó una ojeada al perfil de Bolitho—. A menos que él quisiera venir con usted para escapar de algo, como la mayoría de nosotros, ¿no le parece?
Bolitho sonrió. Bulkley desconocía la mitad de la historia. Stockdale había sido destinado al palo mesana y a los cañones de seis libras de calibre del alcázar de popa cuando el barco entrara en combate. Todo constaba por escrito y rubricado por la inapelable firma de Palliser.
Pero, de alguna manera, Stockdale se las había arreglado para cambiar las cosas. Allí estaba, en la división de Bolitho, y cuando llegara el momento ocuparía su puesto en la batería de cañones de doce libras de estribor, que por supuesto estaba bajo el mando de Bolitho. Un bote a popa del través se acercaba, los remeros bogando con todas sus fuerzas, desde la costa. El resto de los botes habían sido izados a bordo y colocados en sus correspondientes calzos antes del primer canto del gallo.
El último vínculo con tierra. Las últimas cartas y los últimos partes de Dumaresq para el correo. Al final acabarían en el despacho de alguien del almirantazgo. Se haría llegar una notificación al ministro de Marina, primer lord del almirantazgo, y quizá se hiciera una señal en alguna de las grandes cartas de navegación que había allí. Un barco pequeño que zarpaba con órdenes selladas bajo el más absoluto secreto. No era nada nuevo, sólo los tiempos habían cambiado.
Palliser se dirigió a grandes zancadas hacia la batayola del alcázar, la bocina bajo el brazo, girando vigilante la cabeza a uno y otro lado, como un ave de rapiña en busca de su siguiente víctima.
Bolitho levantó la vista hacia la perilla del palo mayor, pero sólo fue capaz de discernir el largo gallardete rojo que restallaba al viento orientado hacia la aleta. Viento del noroeste. Dumaresq iba a necesitar eso por lo menos para la maniobra de dejar el fondeadero. Nunca resultaba sencillo, ni siquiera cuando se contaba con las condiciones climatológicas ideales; y después de tres meses sin navegar, bastaba con que un marinero distraído o un suboficial cantara una orden equivocada para que una soberbia salida se convirtiese en un desastre en cuestión de segundos.
— ¡Todos los oficiales, hagan el favor de presentarse en popa! —gritó Palliser. El tono de su voz denotaba cierta irritación; sin duda era consciente de la importancia del momento.
Bolitho se reunió con Rhodes y Colpoys en el alcázar, mientras que el piloto y el médico permanecieron ligeramente más al fondo, como si fueran intrusos.
—Zarparemos dentro de media hora —dijo Palliser—. Vayan a sus puestos y controlen a todos sus hombres. Digan a los segundos del contramaestre que se muestren severos con cualquiera que se intente escamotear de su trabajo y anoten los nombres de quienes finjan estar enfermos para asegurarse de que recibirán su castigo. —Miró a Bolitho con curiosidad—. He puesto a ese Stockdale con usted. Todavía no estoy muy seguro de por qué lo he hecho, pero lo cierto es que él parecía convencido de que ése era su puesto. ¡Que me maten si lo entiendo, pero debe usted de tener algún atractivo especial, señor Bolitho!
Todos saludaron llevándose la mano al sombrero y se fueron a sus correspondientes puestos.
Oyeron a sus espaldas la apremiante voz de Palliser, que sonaba hueca a través de la bocina:
— ¡Señor Timbrell! ¡Diez hombres más en el cabestrante! Pero ¿dónde se ha metido ese maldito holgazán?
La bocina giraba de un lado a otro como una ruleta de feria.
— ¡Por todos los diablos, señor Rhodes, quiero esa ancla a pique esta mañana, no la semana que viene!
Los lingetes del cabestrante no dejaban de repicar, como si protestaran al moverse sometidos al esfuerzo de los hombres que empujaban las barras. Habían sido desamarradas y aclaradas las drizas y demás jarcias de labor, y con los oficiales y guardiamarinas colocados de trecho en trecho a lo largo de las cubiertas, como islotes blancos y azules entre una marea de marineros en movimiento, el barco parecía cobrar vida, como si también éste tuviera conciencia del tiempo.
Bolitho lanzó una última mirada a tierra. No hacía sol, y una ligera llovizna había empezado a tamborilear sobre el agua, alcanzando el barco y haciendo que los hombres que estaban esperando para hacerse a la mar se estremecieran y bailotearan con sus pies desnudos para entrar en calor.
Little abroncaba a dos de los nuevos marineros, agitando sus enormes manos como espátulas cada vez que puntualizaba algo. Vio a Bolitho y suspiró.
— ¡Por Dios, señor, son dos auténticos zoquetes!
Bolitho observó a sus dos guardiamarinas y se preguntó cómo conseguiría romper la barrera que se había levantado entre ellos en cuanto él había aparecido en cubierta. Sólo les había hablado, muy brevemente, el día anterior. La Destiny era la primera nave en la que ambos se embarcaban, como lo era también para todos los demás, con la única excepción de dos de los «señoritos». Peter Merrett era tan escuálido que parecía incapaz de encontrar un lugar entre las tensas maromas, de soportar los embates del oleaje contra el barco y la rudeza de los marinos. Tenía doce años de edad y era hijo de un importante abogado de Exeter, quien, por su parte, era hermano de un almirante. Una combinación formidable. Mucho más adelante, si sobrevivía, el pequeño Merrett utilizaría tales influencias en beneficio propio, por supuesto a costa de otras personas. Pero ahora, tembloroso y no poco asustado, era la viva imagen de la desdicha. El otro era Ian Jury, un jovencito de catorce años natural de Weymouth. El padre de Jury había sido un distinguido oficial de marina, pero había perdido la vida en un naufragio cuando Ian era todavía un niño. Un mínimo de decoro hacia los parientes de los oficiales muertos en acto de servicio casi había obligado a la Armada a conceder un puesto a Jury. Por otra parte, eso les evitaba montones de problemas.
Bolitho les saludó con una inclinación de cabeza.
Jury era alto para su edad, un joven de agradables facciones y cabello rubio que a duras penas podía controlar su excitación.
Jury fue el primero en hablar.
— ¿Sabemos cuál es nuestro destino, señor?
Bolitho le examinó con gravedad. Se llevaban menos de cuatro años. En realidad, Jury no se parecía en absoluto a su amigo muerto, pero el cabello se lo recordaba.
Se maldijo a sí mismo por haberse dejado llevar por la melancolía y replicó:
—Lo sabremos muy pronto, en el momento apropiado. —Su voz sonó más severa de lo que él había pretendido, y agregó—. Es un secreto muy bien guardado, por lo que a mí se refiere.
Jury le observó con una mirada llena de curiosidad. Bolitho sabía lo que estaba pensando, todo lo que le quería preguntar, lo que quería saber, descubrir en aquel mundo nuevo y exigente para él. También él había pasado por esa situación en su momento.
—Quiero que suba hasta la cofa de mayor, señor Jury, y que allí supervise el trabajo de los marineros. Usted, señor Merrett, se quedará conmigo para llevar mensajes a proa o a popa cuando sea necesario.
Sonrió mientras recorría con la mirada los cabos y obenques entrelazados que se elevaban hasta una imponente altura, la gran verga de mayor y los obenques por encima de ella, tendidos como si fueran arcos ciclópeos.
Los dos guardiamarinas de más edad, Henderson y Cowdroy, estaban en popa, con el de mesana, mientras que la pareja restante ayudaba a Rhodes en el palo trinquete.
Stockdale no andaba muy lejos, y dijo resollando: —Buenos días, pues, señor.
Bolitho sonrió mientras miraba sus maltrechas facciones.
— ¿Seguro que no se arrepiente, Stockdale?
— ¡No! Necesitaba un cambio. Y esto servirá.
—Supongo que podrías tú solo con la braza de mayor —dijo Little sonriendo entre dientes desde el otro lado de un cañón de doce libras.
Había algunos marineros charlando o señalando puntos concretos de la costa, pues la luz había ido aumentando paulatinamente.
Al instante llegó la increpación desde el alcázar.
— ¡Señor Bolitho, ponga orden entre esos marineros! ¡Esto se parece más a una feria de ganado que a un barco de guerra!
— ¡A la orden, a la orden, señor! —replicó Bolitho con una mueca. Y añadió por ayudar a Little—: Tome los nombres de todos los que...
No pudo terminar la frase, pues vieron aparecer por detrás del último compañero el sombrero de tres picos del comandante Dumaresq, cuya voluminosa figura se dirigió después, con aparente indiferencia, hacia un lado del alcázar.
Bolitho dijo en voz baja pero imperiosa a los guardiamarinas:
—Escúchenme bien, ustedes dos. La rapidez es importante, pero no tanto como para dejar de hacer las cosas correctamente. No atosiguen a los hombres innecesariamente; no olviden que la mayor parte de ellos llevan años navegando. Obsérvenlo todo con atención y vayan aprendiendo, y estén siempre preparados para ayudar a cualquiera de los nuevos si ven que se arma un lío.
Ambos asintieron solemnemente, como si acabaran de escuchar palabras llenas de sabiduría.
— ¡Todo listo en proa, señor!
Quien había hablado era Timbrell, el contramaestre. Parecía estar en todas partes simultáneamente. De vez en cuando se detenía un instante para colocar adecuadamente los dedos de un hombre inexperto alrededor de una braza o para apartarlos de un motón, evitando así que perdiera media mano cuando sus compañeros soltaran todo su peso en él. Pero mostraba la misma disposición para descargar con un crujido su vara de bejuco sobre los hombros de cualquiera que, en su opinión, estuviera cometiendo una estupidez. Eso provocaba un grito de dolor, acompañado de burlonas y poco compasivas sonrisas por parte de los otros marineros.
Bolitho oyó decir algo al comandante, y a los pocos segundos fue rápidamente izada la bandera roja hasta el punto más alto, donde, henchida por el viento, parecía una pieza de metal pintado.
— ¡Ancla a pique, señor! —Era Timbrell de nuevo. Estaba inclinado sobre la proa, mirando con atención los remolinos que formaba la corriente bajo el bauprés—. ¡Preparados en el cabestrante!
Bolitho lanzó otra mirada a popa. El puesto de mando. Gulliver con sus timoneles, tres aquella mañana, al enorme timón de doble rueda. Todo comprobado hasta el mínimo detalle. Colpoys con sus infantes de marina en las brazas de mesana, el guardiamarina responsable de las rondas de guardia y el guardiamarina señalero, Henderson, atento todavía a la bandera que ondulaba furiosamente al viento para asegurarse de que las drizas no se habían enredado. Con el barco a punto de zarpar, aquello era más importante que su propia vida.
En el alcázar, Palliser con un segundo del piloto, y, ligeramente apartado de ellos, el comandante, con sus fornidas piernas firmemente asentadas, las manos bajo los faldones de la casaca y la penetrante mirada abarcándolo todo: él era quien estaba al mando. Bolitho vio con sorpresa que Dumaresq llevaba un chaleco escarlata bajo su casaca.
— ¡Largar velas del trinquete!
Los hombres encaramados en proa, animados por una repentina agitación, parecieron despertar a la vida; un marinero poco prudente de cubierta estuvo a punto de ser derribado por las enormes velas que, súbitamente liberadas de sus ataduras, ondeaban y se retorcían violentamente bajo la fuerza del viento.
Palliser miró al comandante. Captó la señal que esperaba en un casi imperceptible movimiento de cabeza. Entonces el primer teniente se llevó la bocina a la boca y cantó:
— ¡Arriba, a la arboladura! ¡soltar gavias!
Los flechastes sobre cada una de las pasarelas se llenaron de marineros que trepaban veloces, con una agilidad propia de simios, hacia las vergas; simultáneamente, otros gavieros igualmente ligeros subían aún más arriba come rayos, listos para realizar su cometido cuando el barco estuviera ya en marcha.
Bolitho sonrió para disimular su inquietud al ver cómo Jury se precipitaba tras los marineros que se dejaban las uñas sin distraerse ni un instante, cada cual enfrascado por completo en su tarea.
A su lado oyó a Merrett decirle con voz ronca:
—Estoy mareado, señor.
Slade, el más veterano de los timoneles, se detuvo para espetarle gruñendo:
— ¡Pues conténgase! ¡Si se le ocurre vomitar aquí, jovencito, le tenderé sobre uno de esos cañones y le propinaré seis buenos azotes para que despabile!
Siguió su camino sin perder más tiempo, gritando órdenes, empujando a algunos hombres a sus puestos apropiados, olvidado ya del insignificante guardiamarina.
— ¡Pero si estoy, de verdad, muy mareado! —gimoteó Merrett.
—Quédese allí —le dijo Bolitho.
Lanzó una mirada hacia la bocina del primer teniente, luego hacia la arboladura, donde sus hombres se movían por las vergas; la enorme y ondeante masa de la gavia empezaba a hincharse formando bolsas de aire en algunos puntos y se sacudía violentamente, como luchando por liberarse del todo.
— ¡Más hombres a las brazas! ¡Listos para maniobrar!
— ¡El ancla está libre, señor!
Como un animal recién puesto en libertad, la Destiny se atravesó al viento, con sus imponentes velas desplegadas en las vergas, restallando y bufando en un verdadero frenesí hasta que, con el trabajo de los hombres que se esforzaban en las brazas para orientar las vergas al viento y una vez todo el timón a la banda, el barco estuvo bajo gobierno.
Bolitho tragó saliva al ver cómo un hombre resbalaba en la verga de mayor, pero uno de sus compañeros le agarró a tiempo de evitar la fatal caída.
Viraban una cuarta y volvían a detenerse, de modo que la tierra parecía deslizarse por delante de proa y de su airoso mascarón en una caprichosa danza.
— ¡Más hombres a la braza de trinquete de barlovento! ¡Tómele el nombre a ése! ¡Señor Slade! Revise el ancla y asegúrese que esté bien trincada, ¡ahora!
La voz de Palliser no dejaba de oírse ni un instante. En cuanto se izó hasta la serviola la chorreante ancla y fue sujetada con la máxima premura para evitar que golpeara el casco del barco, la exigente bocina del primer teniente apremió a algunos hombres a que corrieran a otro sitio:
— ¡Desplieguen los foques y las velas mayores!
Las velas más grandes se extendieron restallando en sus vergas y adquirieron la consistencia del hierro bajo el impulso del viento. Bolitho se detuvo un instante para enderezarse el sombrero y tomar aliento. La tierra firme en la que había estado buscando voluntarios, como un símbolo de la seguridad, se encontraba ahora en el otro costado de la nave; la Destiny, con sus mástiles alineados en la dirección del viento, guiada por el timón, apuntaba ya hacia el estrecho, más allá del cual se extendía, esperándola, el mar abierto, como una infinita llanura gris.
Los hombres lidiaban con los cabos serpenteantes, mientras por encima de sus cabezas chirriaban los motones, la tensión de brazas y drizas desafiando la fuerza de sus músculos enfrentados al viento y a una creciente pirámide de lona. Según todas las apariencias, Dumaresq no se había movido ni un ápice. Estaba observando la tierra que se deslizaba por el través, la barbilla firmemente sujeta por la corbata.
Bolitho se secó la ligera humedad que cubría sus mejillas sin preocuparse de si ésta procedía de su interior o de la atmósfera, pero súbitamente feliz de no haber perdido su propia capacidad de emocionarse. A través del mismo paso por el que se dirigió Drake hacia el estrecho de Oresund para enfrentarse a la Armada Invencible; en el mismo lugar en el que cientos de almirantes habían meditado y reflexionado acerca de su futuro inmediato. ¿Y después?
— ¡El sondeador a la plataforma, señor Slade!
Ahora Bolitho era plenamente consciente de que se encontraba en una fragata. Aquí no era necesaria ninguna maniobra complicada y espectacular. Dumaresq sabía que en tierra muchos ojos estaban observándoles, incluso a aquella temprana hora del día. Navegaría por delante del farallón, lo más cerca de éste que su osadía le permitiera, apenas a una braza de calado entre la quilla y el desastre. Contaba con el viento, contaba con el barco adecuado para atreverse a hacer algo así.
Oyó detrás de él a Merrett vomitando impotente y rogó en su interior por que Palliser no lo advirtiera.
Stockdale recogía una cuerda enrollándola entre la palma de la mano y el codo como si lo hubiera hecho toda la vida. El grueso cabo parecía un hilo de coser en su enorme manaza. Hacía buena pareja con el comandante.
—Libre, soy libre —dijo roncamente Stockdale.
Bolitho se dispuso a responderle, pero se dio cuenta de que el castigado luchador estaba hablando solo.
La ensordecedora cantinela de Palliser cayó sobre él como un latigazo:
— ¡Señor Bolitho! Me dirijo a usted en primer lugar porque necesito los juanetes desplegados en cuanto hayamos pasado el estrecho. ¡Así tendrá tiempo para acabar tranquilamente con sus ensueños y empezar a ocuparse de sus obligaciones, señor!
Bolitho se llevó la mano al sombrero e hizo señas a sus suboficiales para que se acercaran. Palliser podía ser muy agradable en la cámara de oficiales. Pero en cubierta se convertía en un tirano.
Vio a Merrett inclinado sobre un cañón, vomitando en los imbornales.
— ¡Maldita sea, señor Merrett! ¡Limpie toda esa porquería antes de que le destituya! ¡Y contrólese!
Dio media vuelta turbado y confuso. Al parecer, Palliser no era el único que se transformaba en cubierta.