6

UNA CUESTIÓN DE DISCIPLINA

Con todo el velamen desplegado excepto las gavias y el contrafoque, la Destiny se deslizaba lentamente surcando las azules aguas de la rada exterior de Río. El calor era opresivo, y la ligera brisa apenas si llegaba a rizar el agua bajo la proa del barco; pero Bolitho notaba la expectante excitación a su alrededor a medida que se iban acercando al fondeadero.

Incluso los marinos con más experiencia a bordo reconocían la impresionante majestuosidad del lugar donde se disponían a recalar. Lo habían visto materializarse, cada vez más imponente, entre la bruma de la mañana, y ahora se extendía ante ellos, refulgente bajo los rayos del sol, como queriendo envolverlos. Bolitho no había visto nunca nada igual a la gran montaña que cerraba la bahía de Río, elevándose como un gigante que hacía que todo lo que la rodeaba pareciera diminuto. Y más allá, entremezcladas con manchas de bosque verde y exuberante, había otras cadenas montañosas, escarpadas y angulosas, como olas que se hubieran convertido en piedra. Playas de arena blanca, collares de espuma en las rompientes, y en la especie de nido que se formaba entre las colinas y el océano, la ciudad. Casas encaladas, campanarios bajos y palmeras inclinadas, no podía ser más distinto del canal de la Mancha.

Por el lado de babor, Bolitho vio la primera batería amurallada, con la bandera portuguesa ondeando a intervalos sobre ella, bajo la implacable luz del sol. Río estaba bien defendida; contaba con suficientes baterías de artillería como para desalentar al atacante más intrépido.

Dumaresq inspeccionaba con el catalejo la ciudad y los barcos anclados.

—Arribar una cuarta —ordenó.

— ¡Oesnoroeste, señor!

Palliser miró a su comandante.

—Se acerca el barco de vigilancia del puerto, señor —dijo.

Dumaresq sonrió brevemente.

—Sin duda se preguntarán qué demonios estamos haciendo nosotros aquí.

Bolitho tiró de su camisa para despegársela de la piel. Vigilaba a los marineros, que podían ir medio desnudos mientras los oficiales se sofocaban de calor enfundados en las pesadas casacas de su uniforme de protocolo.

El señor Vallance, el artillero, estaba ya pasando revista a su selecta dotación para asegurarse de que nada fallaría al disparar la salva de saludo a la bandera.

Bolitho se preguntó cuántas miradas ocultas estarían observando la llegada de la fragata inglesa mientras ésta se aproximaba al puerto. Un buque de guerra, ¿qué andaría buscando? ¿Tendría intenciones pacíficas? ¿O sería portadora de noticias como una nueva ruptura de algún tratado en Europa?

— ¡Empiecen con la salva de saludo!

Un cañón tras otro fueron estallando en su saludo de arribada; el aire caliente empujaba las espesas humaredas hacia el agua, que hacían que la tierra desapareciera de la vista momentáneamente.

El barco de vigilancia portugués había girado sobre su eslora propulsado por largos remos, que le conferían el aspecto de un escarabajo de agua.

—El insecto nos guía a su guarida —comentó alguien.

El último cañón retrocedió al disparar y los marineros se abalanzaron sobre las cuadernales para humedecer el humeante rebufo de los cañones y amarrar todas las armas como último gesto demostrativo de que sus intenciones eran pacíficas.

Un hombre hizo ondear una bandera desde el barco de vigilancia, y mientras los largos remos se elevaban chorreando agua y permanecían inmóviles, Dumaresq comentó secamente:

—No se acerque demasiado, señor Palliser. ¡Ellos no están corriendo el menor riesgo con nosotros!

Palliser se llevó la bocina a la boca:

— ¡Atención en las brazas de sotavento! ¡Virar en redondo!

Como piezas de un complicado mecanismo, marineros y suboficiales corrieron a sus puestos.

— ¡Escotines de gavia! —la voz de Palliser levantaba bandadas de aves marinas del agua, en la que acababan de posarse tras el estruendo de la salva de saludo—. ¡Aferrar la gavia!

—Eso es, señor Palliser —dijo Dumaresq—. Eche el ancla.

— ¡Timón! ¡Orzar todo!

La Destiny se aproó al viento lentamente, deteniéndose poco a poco al responder a la acción del timón.

— ¡Echar el ancla!

Por la parte de proa se oyó caer ruidosamente al agua la gran ancla, mientras los marineros colgados de las vergas de las gavias aferraban diestramente las velas, como si cada uno de los palos estuviera controlado por una mano invisible.

— ¡Abajo la dotación de la yola! ¡Abajo el bote de popa!

Los marineros corrían arriba y abajo con los pies desnudos por las recalentadas cubiertas, mientras la Destiny soportaba el tirón de la cadena del ancla y se balanceaba, sometida al empuje del océano.

Dumaresq se llevó las manos a la espalda.

—Llaga señales al barco de vigilancia para que se abarloe, por favor. Tendré que ir a tierra y presentar mis respetos al virrey. Es mejor acabar con estas enojosas cuestiones lo antes posible.

Saludó con una inclinación de cabeza a Gulliver y a sus segundos en el timón.

—Bien hecho —les dijo.

Gulliver escrutó el rostro del comandante como si esperara que aquello fuera una trampa. Al no detectar nada sospechoso, replicó aliviado:

—Mi primera visita aquí como piloto, señor.

Se miraron a los ojos. Y el cruce de miradas no hubiera podido ser peor ni aun en el caso de que se hubiera tratado de la última vez para ambos.

Bolitho estaba ocupado con sus hombres y casi no tuvo tiempo de observar a los oficiales portugueses que subían a bordo. Su aspecto era impecable, enfundados en sus imponentes uniformes, y no daban muestra alguna de sentirse abrumados por la abrasadora temperatura. La ciudad estaba casi oculta por la bruma y la calima, lo que le confería un encanto aún mayor. Edificios de colores pálidos y embarcaciones con velas de brillantes colores y aparejos no muy distintos de los que Bolitho había visto emplear a los comerciantes árabes frente a las costas africanas.

—No se preocupe por la guardia, señor Bolitho. —La recia voz de Palliser le cogió por sorpresa—. En lugar de eso, únase a la escolta de infantes de marina para acompañar al comandante a tierra.

Bolitho se dirigió a popa pasando aliviado bajo el alcázar. Comparado con la temperatura que había que soportar en la cubierta superior, aquel lugar casi parecía fresco.

En la penumbra casi chocó con el médico, que subía de la cubierta principal. Parecía extrañamente agitado cuando le dijo:

—Tengo que ver al comandante. Me temo que el capitán del bergantín está agonizando.

Bolitho cruzó la camareta de oficiales y entró en su diminuto camarote con intención de recoger la espada y su mejor sombrero para bajar a tierra.

Era muy poco lo que habían averiguado acerca del capitán del Heloise, excepto que su ciudad natal era Dorset y que se llamaba Jacob Triscott. Como Bulkley había apuntado desde el primer momento, nadie se sentía muy motivado para conservar la vida cuando lo único que le esperaba era la soga de la horca. Bolitho se dio cuenta de que las novedades le afectaban más profundamente de lo que él había supuesto. Matar a un hombre en defensa propia y como parte del cumplimiento del deber era algo que entraba dentro de lo previsible. Pero ahora el hombre que había intentado ensartarle con su espada se estaba muriendo, y aquella forma de retardar su fin le parecía injusta e indigna.

Rhodes irrumpió tras él en la cámara de oficiales, diciendo:

—Estoy muerto de sed, completamente seco. Todos esos visitantes a bordo acabarán conmigo de un momento a otro.

En cuanto Bolitho salió de su camarote, Rhodes exclamó:

— ¿Qué sucede?

—El capitán del bergantín se está muriendo.

—Lo sé. —Se encogió de hombros—. Era su vida o la de él. No hay otra forma de verlo. —Y añadió—. Olvídelo. Nuestro amo y señor es el único que con razón se sentirá enojado. Él contaba con obtener información de ese pobre diablo antes de que expirara. Fuera como fuera.

Siguió a Bolitho a través de la puerta y ambos se quedaron con la vista perdida hacia la deslumbrante luz que les llegaba desde el combés, esperándoles.

— ¿Ha habido suerte con el reloj del joven Jury? —preguntó Rhodes.

Bolitho sonrió ceñudo.

—El comandante me dijo que me encargara yo del asunto.

—Él podría.

—Espero que a estas alturas se haya olvidado del tema, pero yo tengo que hacer algo. Jury ya ha tenido bastantes problemas.

Johns, el timonel personal del comandante, pasó ante ellos ataviado con su mejor casaca azul de botones dorados. Al ver a Bolitho, dijo:

—La yola está ya en el agua, señor. Lo mejor sería que también usted estuviera presente.

Rhodes le dio una palmada en el hombro a Bolitho.

— ¡Nuestro dueño y señor no se mostrará nada amable si se le hace esperar!

Mientras Bolitho empezaba a caminar tras el timonel, Rhodes dijo con calma:

—Bueno, Dick, si quiere que yo haga algo con respecto a ese maldito reloj mientras usted está en tierra...

Bolitho negó con la cabeza...

—Se lo agradezco, pero no. Lo más probable es que el ratero pertenezca a mi división. Registrar a todos los hombres y poner sus pertenencias patas arriba a la vista de todos en cubierta destruiría toda la confianza y lealtad que haya podido alimentar en ellos hasta ahora. Ya pensaré en algo.

—Sólo deseo que Jury no haya extraviado ese reloj por despiste; una cosa es una pérdida y otra muy distinta un robo.

Ambos se mantuvieron silenciosos mientras se dirigían hacia la pasarela de estribor, donde la dotación extranjera había formado para presentar sus respetos al comandante.

Pero Dumaresq no estaba pendiente de ellos; en pie, con sus poderosas piernas separadas y la cabeza estirada hacia adelante, le gritaba al médico:

— ¡No, señor mío, no debe morir! ¡O por lo menos no antes de que yo haya obtenido la información que necesito!

Bulkley abría los brazos impotente y replicaba:

—Pues ese hombre se nos muere, señor. Yo ya no puedo hacer nada más.

Dumaresq miró la yola y el cercano bote de popa cargado ya con la escolta formada por los infantes de marina de Colpoys. Le estaban esperando en la residencia del virrey, y si se retrasaba podía provocar cierto malestar que prefería evitar en la medida de lo posible, por si llegaba a necesitar la colaboración de los portugueses.

Se dirigió a Palliser:

—Maldita sea. Encárguese usted de eso. Dígale a ese canalla de Triscott que si me revela los detalles de su misión y cuál era en principio su destino, yo por mi parte enviaré una carta a su parroquia en Dorset. Me aseguraré de que sea recordado como un hombre honesto. Insista hasta dejar grabado en su mente lo importante que eso es para su familia y amigos, lo que significará para ellos. —Se quedó mirando la escéptica expresión del rostro de Palliser—. ¡Por todos los demonios! Dios mío, señor Palliser, piense en algo, ¿quiere?

— ¿Y si me escupe a la cara? —preguntó Palliser acobardado.

— ¡Le colgaré con mis propias manos; aquí mismo, ahora! ¡Y veremos qué tal le sienta eso a su familia!

Bulkley dio un paso hacia ellos.

—Cálmese, señor; ese hombre se está muriendo. Ya no puede hacer daño a nadie.

—Vuelvan a su lado y hagan lo que les he dicho. Es una orden. —Se giró hacia Palliser—: Y dígale al señor Timbrell que prepare un cabo en la verga de mayor. ¡Pienso tener a ese gusano colgado ahí arriba, moribundo o no, si se niega a colaborar!

Palliser le siguió hasta el portalón de entrada.

—Tendrá una declaración firmada, señor. —Afirmó moviendo lentamente la cabeza—. Obtendré su testimonio por escrito y firmado.

Dumaresq sonrió con rigidez.

—Buen chico. Ocúpese de ello. —Entonces vio a Bolitho y le espetó—: Suba de una vez a la yola. Vamos a ver a ese virrey, ¿de acuerdo?

Una vez se hubieron separado del flanco, Dumaresq se giró para observar su navío, entrecerrando los ojos ante el brillante reflejo de la luz del sol.

—Bulkley es un buen médico, pero a veces parece una vieja desvalida. Cualquiera diría que estamos aquí para cuidar de nuestra salud, y no en busca de una fortuna escondida.

Bolitho intentó relajarse, pero las nalgas le quemaban sobre la bancada del bote recalentada por el sol, aunque intentó sentarse con tanta prestancia como su comandante.

La ligera confianza que se había establecido entre ellos le animó a preguntar:

— ¿Existirá realmente un tesoro, señor? —Tuvo buen cuidado de hablar en un tono de voz lo suficientemente bajo como para que el remero popel no le oyera.

Dumaresq tensó los dedos sobre la empuñadura de su espada y miró fijamente a tierra.

—Existe, y está en un lugar que yo conozco. En qué forma se encuentra ahora está por ver, pero ésa es precisamente la razón por lo que hicimos escala en Madeira y visité la casa de un viejo amigo. Pero está sucediendo algo de enormes proporciones. Y no es otra la causa de que asesinaran a mi secretario. Por ello el Heloise tomó parte en el peligroso juego de intentar seguirnos. Y ahora resulta que el pobre Bulkley me pide que lea una oración por un canalla que quizá posea información de vital importancia, que podría proporcionarnos una pista definitiva. Un hombre que casi mató a mi joven y «sentimental» tercer teniente. —Se giró para mirar a Bolitho con curiosidad—. ¿Sigue sin pistas en el asunto del reloj de Jury?

Bolitho tragó saliva. Después de todo, el comandante no se había olvidado del tema.

—Me ocuparé de ello tan pronto como me sea posible, señor.

—Hmmm. No lo convierta en un trabajo demasiado penoso para usted. Es uno de mis oficiales. Si se ha cometido un delito, el culpable debe ser castigado. Y con severidad. Esos pobres muchachos apenas si tienen unas pocas monedas entre todos. No estoy dispuesto a ver cómo un vulgar ratero se aprovecha de ellos, ¡aunque Dios sabe que muchos de ellos empezaron a vivir siendo ladronzuelos! —Dumaresq no alzó la voz, ni siquiera miró a su timonel, pero dijo—: Vea lo que puede hacer, Johns.

Eso fue todo lo que dijo, pero Bolitho notó que existía un poderoso vínculo de unión entre el comandante y su timonel.

Dumaresq dirigió la mirada hacia las escaleras del desembarcadero. Había más uniformes y algún que otro caballo. También un carruaje, probablemente destinado a transportar a los visitantes hasta la residencia del virrey.

Dumaresq dijo con el ceño fruncido:

—Puede acompañarme. Será una buena experiencia para usted. —Se rió entre dientes—. El Asturias, el galeón encargado de transportar el tesoro, rompió su contrato hace ahora treinta años, y más tarde corrió el rumor de que había entrado en el puerto de Río. También se insinuó que las autoridades portuguesas tuvieron algo que ver en lo que sucedió con el oro. —Apareció en su rostro una amplia sonrisa—. Así que es muy probable que algunas de las personas presentes en este muelle se sientan ahora mismo más preocupadas que yo.

El remero proel levantó el bichero, mientras la yola, con los remos alzados, se acercaba a las escaleras del desembarcadero sin apenas una vibración.

La sonrisa de Dumaresq había desaparecido.

—Bueno, vamos allá y acabemos con esto de una vez. Quiero estar de vuelta lo antes posible y ver los progresos de Palliser con sus técnicas de persuasión.

En lo alto de las escaleras, una dotación de los infantes de marina de Colpoys puestos en fila adoptaron la posición de firmes. Frente a ellos, ataviados con túnicas blancas adornadas con brillantes arneses de gala de color amarillo, estaba la guardia de soldados portugueses.

Dumaresq estrechó la mano con una inclinación de cabeza a varios de los dignatarios que le esperaban mientras se intercambiaban y traducían formalmente los saludos de bienvenida. Una multitud de mirones curioseaba lo más cerca posible; Bolitho descubrió con sorpresa un gran número de rostros de color entre la muchedumbre. Esclavos o sirvientes de las grandes haciendas y plantaciones. Habían sido llevados por millares a aquel lugar en el que, si eran afortunados, serían comprados por un amo bondadoso. Si no tenían esa suerte, no permanecerían demasiado tiempo con vida.

Dumaresq trepó al carruaje acompañado de tres portugueses mientras los demás montaban a sus caballos.

Colpoys envainó su espada, levantó la vista hacia la residencia del virrey, situada en la pendiente de una colina exuberante de vegetación, y se lamentó:

— ¡Vamos a tener que marchar, maldita sea! ¡Yo soy un marino, no un maldito soldado de infantería!

Para cuando llegaron al imponente y bello edificio, Bolitho estaba empapado de sudor. Mientras que los infantes de marina fueron conducidos por un sirviente hasta la parte trasera de la casa, un mayordomo acompañó a Bolitho y Colpoys hasta una estancia de techo alto, uno de cuyos lados se abría al mar, sobre un jardín de flores de brillantes colores y umbrosas palmeras.

Más sirvientes de paso silencioso, que evitaban con meticulosidad mirar de frente a los dos oficiales, les llevaron sillas y vino, y un gran abanico empezó a mecerse sobre sus cabezas.

Colpoys estiró las piernas y saboreó satisfecho un sorbo de vino.

— ¡Dulce y apacible como estar oyendo un himno en el recogimiento de una capilla!

Bolitho sonrió. Los oficiales portugueses, los militares y los comerciantes vivían bien allí. Quizá necesitaran algo que les ayudara a soportar el calor y les protegiera del riesgo de enfermar de fiebres y encontrar la muerte, que podía presentarse de cien maneras diferentes. Pero se decía que el valor de su próspero y creciente imperio era tal que resultaba incalculable. Plata, piedras preciosas, exóticos metales y grandes extensiones de prósperas plantaciones; no importaba que necesitaran una legión de esclavos para satisfacer las exigencias de la lejana Lisboa.

Colpoys dejó su vaso y se puso en pie. Al parecer, en el tiempo que él había necesitado para llegar andando desde el muelle hasta la residencia, Dumaresq había resuelto sus asuntos.

Por la expresión de su cara cuando apareció en el umbral de una puerta en forma de arco, Bolitho supuso que estaba muy lejos de sentirse satisfecho.

—Tenemos que volver al barco —dijo Dumaresq.

Esta vez, la despedida protocolaria se dio por finalizada en la residencia. Bolitho se enteró de que el virrey no se encontraba en Río, pero que volvería a la ciudad en cuanto se le avisase de la visita de la Destiny.

Dumaresq se lo explicó todo mientras salía a la luz del sol y saludaba, llevándose la mano al sombrero, a los guardias que se despedían de él.

Lanzó un gruñido con su resonante voz.

—Eso significa que «insiste» en que yo espere hasta que vuelva. No nací ayer, Bolitho. Estas gentes son nuestros más antiguos aliados, pero algunos de ellos tienen menos categoría que un pirata de poca monta. ¡Muy bien, virrey o no, en cuanto el Heloise se una a nosotros y yo esté preparado, zarparemos sin esperar más!

Dirigiéndose a Colpoys dijo:

—Que sus hombres marchen de vuelta. —Cuando el grupo de casacas rojas empezó a moverse formando una nube de polvo, Dumaresq subió de un salto al carruaje—. Usted venga conmigo. Cuando lleguemos al muelle quiero que lleve un mensaje en mi nombre. —Extrajo un sobre pequeño de su casaca—. Ya lo tenía preparado. Desde el principio esperaba lo peor. El cochero le llevará hasta allí, y no me cabe duda de que la noticia de su visita será conocida en toda la ciudad antes de que pase una hora. —Sonrió siniestramente—. Pero el virrey no es el único que puede alardear de astucia.

En el momento en que sobrepasaban ruidosamente a Colpoys y sus sudorosos infantes de marina, Dumaresq dijo:

—Lleve a un hombre con usted. —Miró el rostro expectante de Bolitho—. Una especie de guardaespaldas, si quiere llamarlo así. Me he fijado en ese luchador profesional en el bote de popa. Stockdale, creo que se llama. Llévele a él.

Bolitho estaba atónito. ¿Cómo podía Dumaresq estar pendiente de tantas cosas al mismo tiempo? Allí fuera un hombre estaba al borde de la muerte, y la propia vida de Palliser no iba a ser muy valiosa si fracasaba en su intento de obtener información. Había alguien en Río que debía de tener alguna relación con el oro desaparecido, pero no se trataba de la misma persona a la que él iba a llevar la carta de Dumaresq. Había también un barco, su tripulación y el navío apresado, el Heloise, y les quedaban miles de millas por delante antes de saber si tendrían éxito en su misión o bien fracasarían. Para ser un hombre de veintiocho años ascendido a comandante, sin duda Dumaresq cargaba con una pesada carga de responsabilidades. Todo eso hacía que el reloj desaparecido de Jury pareciera una cuestión casi trivial.

Una mestiza de gran estatura y cabello negro que llevaba un cesto de fruta en la cabeza se detuvo para ver pasar el carruaje. Sus hombros desnudos tenían el color de la miel, y cuando vio que ellos la miraban, les obsequió con una descarada sonrisa.

—Una chica preciosa —comentó Dumaresq—. Un par de soberbias amarraderas que todavía no conozco. ¡Quizá más tarde valga la pena correr el riesgo de tener que pasar por el ingrato trámite de pagar con tal de poder saborearla!

Bolitho no supo qué decir. Estaba acostumbrado a oír los comentarios groseros de los marineros, pero en boca de Dumaresq parecía demasiado vulgar y desagradable.

—Vaya lo más rápido que pueda. Mañana quiero embarcar un suministro de agua dulce, y antes hay que hacer un montón de cosas. —Dicho esto, se abalanzó escaleras abajo y desapareció en la yola.

Poco después, con Stockdale sentado frente a él y ocupando la mitad del carruaje, Bolitho le indicó al cochero la dirección escrita en el sobre.

Dumaresq había pensado en todo. Tanto Bolitho como cualquier otro forastero hubieran sido detenidos e interrogados acerca de su presencia allí. Pero el emblema del virrey estampado en ambas puertas del carruaje les abría el acceso a cualquier parte.

La casa en la que finalmente se detuvo el carruaje era un edificio bajo rodeado por un ancho muro. Bolitho supuso que se trataba de una de las casas más antiguas de Río, lujosa, y con un amplio jardín y una cuidada avenida de entrada.

Bolitho fue recibido por un sirviente negro que no mostró el menor signo de sorpresa y que le condujo hasta un vestíbulo circular adornado con jarrones de mármol llenos de flores como las que había visto en el jardín y diversas estatuas que se erguían en huecos separados como cordiales centinelas de bienvenida.

Bolitho vaciló en el centro del vestíbulo, sin saber muy bien qué hacer. Ante él pasó otro sirviente con la vista fija a la lejanía, en algún objeto indeterminado, ignorando por completo la carta que Bolitho sostenía en las manos.

— ¡Yo me encargaré de que se muevan, señor! —atronó Stockdale.

Se abrió una puerta silenciosamente y Bolitho vio a un hombre poco corpulento con pantalones blancos y una camisa con muchas chorreras observándole.

— ¿Pertenece usted a la dotación del barco? —le preguntó.

Bolitho le miró fijamente. Era inglés.

—Ejem... sí, señor. Soy el teniente Richard Bolitho de la fragata de Su Majestad Británica...

El hombre fue a su encuentro con la mano extendida.

—Sé cómo se llama el barco, teniente. A estas alturas ya todo Río lo sabe.

Le condujo hasta una habitación con las paredes cubiertas de libros y le ofreció asiento. Cuando un sirviente que pasaba completamente desapercibido cerró la puerta, Bolitho vio la imponente figura de Stockdale en pie, en el mismo sitio en que lo había dejado. Listo para protegerle, dispuesto, sospechó él, a no dejar piedra sobre piedra en la casa si era necesario.

—Me llamo Jonathan Egmont. —Sonrió amablemente—. Ese nombre no significará nada para usted. Es usted muy joven para tener ya esa graduación.

Bolitho apoyó las manos en los brazos de la butaca. Era pesada y estaba bien tallada. Al igual que la casa, hacía mucho tiempo que estaba allí.

Se abrió otra puerta y un nuevo sirviente esperó hasta que aquel hombre llamado Egmont se percatara de su presencia.

— ¿Un poco de vino, teniente?

Bolitho tenía la boca completamente seca.

—Le agradecería un vaso, señor.

—Póngase cómodo entonces, mientras yo leo lo que su comandante tiene que comunicarme.

Bolitho observó la estancia mientras Egmont se acercaba a un escritorio y rasgaba el sobre de la carta escrita por Dumaresq con un estilete de oro. Las estanterías estaban llenas de incontables libros; el suelo estaba cubierto por lujosas alfombras. No era fácil apreciar los detalles, pues todavía estaba un poco deslumbrado por la luz del sol, y en cualquier caso las ventanas permanecían entornadas hasta el punto de mantener la estancia en una penumbra tal que resultaba difícil incluso ver con claridad al anfitrión. Un rostro que denota inteligencia, pensó. Era un hombre de unos sesenta años, aunque había oído decir que ese tipo de clima podía acelerar el envejecimiento. Era difícil intentar adivinar qué estaba haciendo allí, o cómo Dumaresq le había conocido.

Egmont dejó cuidadosamente la carta sobre el escritorio y miró a Bolitho desde el otro extremo de la habitación.

— ¿No le ha explicado nada de esto su comandante? —Vio la expresión que se dibujó en el rostro de Bolitho y negó con la cabeza—. No, por supuesto que no; ha sido una torpeza por mi parte preguntarlo.

—Quería que le trajera la carta lo antes posible —dijo Bolitho—. Es todo lo que sé.

—Ya veo. —Por un instante pareció inseguro, incluso receloso. Luego dijo—: Haré lo que pueda. Me llevará algún tiempo, desde luego, pero teniendo en cuenta que el virrey no se encuentra en su residencia, no me cabe duda de que su comandante deseará quedarse y esperar un poco.

Bolitho abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla cuando los batientes de una puerta se abrieron hacia dentro dejando paso a una mujer que transportaba una bandeja.

Se puso en pie, terriblemente consciente de lo arrugada que estaba su camisa, de que llevaba el pelo pegado a la frente debido al sudor que le había empapado todo el cuerpo durante el viaje. Junto a la que estaba seguro de que se trataba de la criatura más hermosa que hubiera visto nunca, se sintió como un vagabundo.

Iba vestida completamente de blanco, y llevaba el vestido ceñido a la cintura con un estrecho cinturón dorado. Tenía el pelo negro azabache, como él, y aunque recogido con un lazo en la nuca, lo llevaba peinado de tal forma que le caía sobre los hombros, cuya piel parecía de seda.

Ella le miró de pies a cabeza, con la cabeza ligeramente ladeada.

Egmont también se había puesto en pie, y dijo con frialdad.

—Le presento a mi esposa, teniente.

Bolitho hizo una inclinación de cabeza.

—Es un honor, señora.

No sabía qué más decir. Ella le hacía sentir torpe e incapaz de pronunciar palabra; y todo eso sin haber hablado todavía con él. Dejó la bandeja sobre la mesa y extendió la mano hacia él.

—Es usted bienvenido en esta casa, teniente. Puede besarme la mano.

Bolitho la tomó entre las suyas, sintiendo su suavidad, su perfume, que hacía que le diera vueltas la cabeza.

Llevaba los hombros desnudos, y a pesar de la penumbra que reinaba en la estancia vio que sus ojos eran de color violeta. Era más que bella. Incluso su voz, cuando le había ofrecido la mano, resultaba excitante. ¿Cómo podía ser su esposa? Debía de ser mucho más joven que él. Era española o portuguesa, inglesa no, desde luego. A Bolitho le hubiera parecido lógico incluso que procediera directamente de la luna.

—Richard Bolitho, señora —balbució.

Ella dio un paso atrás y se llevó los dedos a la boca. Luego se echó a reír.

— ¡Bo—li—tho! Creo que me resultará más fácil llamarle teniente. —Arrastró por el suelo su vestido con un gracioso balanceo y dirigiendo la mirada a su esposo añadió—: Aunque más adelante supongo que podré llamarle Richard.

Egmont dijo:

—Escribiré una carta que se llevará usted, teniente. —Parecía mirar al vacío, más allá incluso de su esposa. Como si ella no estuviese allí—. Haré lo que pueda —concluyó.

Ella se giró de nuevo hacia Bolitho.

—Por favor, venga a visitarnos mientras esté en Río. Considere ésta su casa. —Hizo una ligera y pausada reverencia sin dejar de mirarle fijamente a la cara, hasta que por fin añadió dulcemente—: Ha sido un verdadero placer conocerle.

Cuando hubo salido de la habitación, Bolitho se sentó en la butaca como si no le sostuvieran las piernas.

—Lo tendré listo en un momento —dijo Egmont—. Disfrute del vino mientras yo escribo unas líneas.

Cuando hubo acabado, y mientras sellaba el sobre con lacre de color escarlata, Egmont comentó displicente:

—La memoria es algo muy poderoso. Llevo aquí muchos años, y en todo ese tiempo raras veces me he movido, excepto cuando así lo exigían mis negocios. Y entonces, un buen día, aparece un barco del rey comandado por el hijo de un hombre que me fue muy querido; y ese día, de repente, todo cambia. —Hizo una brusca pausa antes de seguir hablando—: Pero seguramente tiene usted prisa por volver a sus obligaciones. —Le tendió la carta—. Buenos días.

Stockdale le miró con curiosidad cuando salió de la estancia tapizada de libros.

— ¿Todo listo, señor?

Bolitho se detuvo al ver abrirse otra puerta, y apareció ella; su largo vestido le confería, casi a la perfección, la apariencia de una más de las estatuas, perfilada contra la oscuridad de la estancia que tenía detrás. No habló, ni siquiera esbozó una sonrisa, pero se le quedó mirando de forma tan explícita que le hizo pensar a Bolitho que ella estaba ya comprometiéndose a algo. Entonces movió la mano y la posó por un momento en el pecho; Bolitho sintió su corazón latir con tanta fuerza como si quisiera escapar del pecho y unirse al de ella.

Cuando la puerta se cerró él casi creyó que todo había sido producto de su imaginación o que el vino que había tomado era demasiado fuerte.

Miró a Stockdale, y por la expresión que vio en su magullado rostro supo que aquello había sucedido realmente.

—Será mejor que volvamos al barco, Stockdale. Stockdale le siguió hacia el exterior inundado por la luz del sol. Justo en el momento oportuno, pensó.

Ya había anochecido cuando el bote salía a toda prisa de las escaleras del desembarcadero hacia la plataforma de embarque de la fragata. Bolitho trepó a ella y cruzó el portalón sin dejar de pensar en la hermosa mujer del vestido blanco.

Rhodes estaba esperando con la dotación de a bordo y le susurró rápidamente:

—El primer teniente le está buscando, Dick.

— ¡Señor Bolitho, preséntese en popa! —El perentorio tono de voz de Palliser silenció a Rhodes antes de que pudiera decir una sola palabra más.

Bolitho subió al alcázar y saludó llevándose la mano al sombrero.

— ¿Señor?

— ¡Le estaba esperando! —le espetó Palliser. —Sí, señor. Pero el comandante me encargó una misión.

— ¡Una misión que requería mucho tiempo, al parecer!

Bolitho hizo un esfuerzo para reprimir la indignación que le invadía. No importaba lo que hiciese o intentase hacer; Palliser nunca se mostraba satisfecho. Dijo con toda la calma de que fue capaz:

—Bueno, señor, ahora ya estoy aquí.

Palliser le miró con suspicacia, como si buscara algún indicio de insolencia. Luego dijo:

—Durante su ausencia, el oficial de la policía militar registró, siguiendo mis órdenes, las pertenencias de unos cuantos hombres. —Hizo una pausa para ver la reacción de Bolitho—. ¡No sé qué tipo de disciplina pretende usted inculcar a los miembros de su división, pero permítame decirle que se necesita algo más que intentar comprarlos con licores y vino para mantener su autoridad! El reloj del señor Jury apareció entre las pertenencias de uno de sus gavieros, Murray; ¿qué tiene usted que decir al respecto?

Bolitho se lo quedó mirando sin dar crédito a lo que acababa de oír. Murray le había salvado la vida a Jury. De no haber sido por su rápida forma de actuar aquella noche en la cubierta del Heloise, el guardiamarina no seguiría con vida. Y si Jury no hubiera lanzado a Bolitho su espada cuando éste perdió su sable, también él sería un cadáver. El vínculo creado por aquel dramático episodio unía muy especialmente a los tres hombres, aunque ninguno de ellos hubiera hablado del tema. Bolitho protestó:

—Murray es un buen marino, señor. Me resulta imposible imaginarle como un ladrón.

—De eso no me cabe duda. Pero tiene usted mucho que aprender todavía, señor Bolitho. Los hombres como Murray no robarían ni en sueños a uno de sus compañeros, pero un oficial, aunque sea un modesto guardiamarina, es caza mayor y perfectamente legítima para ellos. —Estaba haciendo evidentes esfuerzos para controlar su tono de voz—. Y eso no es lo peor del caso. ¡El señor Jury ha tenido la impertinencia, la monstruosa osadía, de decirme que él mismo le había regalado el reloj a Murray! ¿Puede usted, incluso usted, creerlo, señor Bolitho?

—Puedo creer que hiciera algo así para proteger a Murray. No ha actuado correctamente, pero lo comprendo muy bien.

—Ya me lo imaginaba. —Se inclinó hacia adelante—. Me encargaré de que el señor Jury desembarque y sea enviado de vuelta a Inglaterra en cuanto nos pongamos en contacto con la autoridad competente, ¿qué le parece eso?

— ¡Creo que está usted actuando injustamente! —replicó Bolitho con vehemencia.

Sentía que la indignación le dominaba. Palliser había intentado provocarle desde el principio, pero esta vez se había pasado de la raya. Le espetó:

—Si lo que pretende es utilizar al señor Jury para desacreditarme, lo está consiguiendo. ¡Pero el mero hecho de pensar en hacer una cosa así, sabiendo que no tiene familia y que se ha entregado en cuerpo y alma a la marina de guerra, de la que depende toda su vida, es detestable! ¡Si yo estuviera en su lugar, «señor», se me caería la cara de vergüenza!

Palliser le miró como si le hubiera abofeteado.

— ¿Cómo se atreve ?

De entre las sombras salió la figura de un hombrecillo. Era Macmillan, el sirviente del comandante.

—Les ruego me disculpen, caballeros —dijo—, pero el comandante quiere que ambos se presenten en su camarote de inmediato.

Retrocedió encogiéndose, como si temiera que le dejaran sin sentido de un puñetazo.

Dumaresq estaba en pie en el centro de la parte del camarote que utilizaba durante el día; con las piernas separadas y los brazos en jarras, observaba a sus dos tenientes.

— ¡No estoy dispuesto a permitir que estén discutiendo en el alcázar como dos patanes! ¿Qué demonios les pasa? ¿Es que se han vuelto locos?

Palliser parecía conmocionado, y hasta palideció mientras balbuceaba:

—Si ha oído usted lo que decía el teniente Bolitho, señor.

— ¿Oír? ¿Que si lo he oído? —Dumaresq levantó el puño hacia la lumbrera—. ¡Yo creo que todo el barco ha oído más que suficiente!

Entonces se dirigió a Bolitho:

— ¿Cómo se atreve a insubordinarse ante el primer teniente? Acatará sus órdenes sin replicar. La disciplina es primordial si no queremos sumirnos en la confusión. Espero, mejor dicho, exijo, que el barco esté listo para cumplir mis órdenes en cualquier momento. ¡Enzarzarse en una discusión por un problema insignificante sin preocuparse además de que todo el mundo pueda oírlo es una locura que no pienso tolerar! —Estudió el rostro de Bolitho y añadió, algo más calmado—: Que no vuelva a suceder.

Palliser intentó insistir:

—Verá, señor, yo le estaba diciendo que... —Pero enmudeció cuando la aplastante mirada del comandante, los ojos encendidos como antorchas, cayó sobre él.

—Es usted mi primer teniente, y estoy dispuesto a refrendar sus decisiones mientras esté bajo mi mando. Pero no permitiré que descargue su mal humor sobre los más jóvenes ni que se vengue por los contratiempos que pueda sufrir arremetiendo contra ellos. Es un oficial con experiencia y bien preparado, mientras que el señor Bolitho se encuentra por primera vez en la cámara de oficiales. En cuanto al señor Jury, lo único que sabe de la vida en el mar es lo que ha aprendido desde que zarpamos de Plymouth; ¿le parece una apreciación justa?

Palliser tragó saliva, con la cabeza encogida bajo los travesaños, como si estuviera rezando.

—Sí, señor.

—Bien. Al menos estamos de acuerdo en algo.

Dumaresq se acercó hasta las ventanas de popa y se quedó mirando cómo la luz se reflejaba en el agua.

—Señor Palliser, quiero que siga investigando el asunto del robo. No deseo que un marino de la valía de Murray sea castigado si en realidad es inocente. Por otra parte, tampoco quiero que se libre de su merecido si resulta culpable. Todo el mundo a bordo sabe lo que ha sucedido. Si no es castigado por culpa de nuestra incompetencia para descubrir la verdad, entonces no habrá forma de controlar a los verdaderos elementos perturbadores y a marineros de esos que se las saben todas sobre sus derechos. —Extendió la mano hacia Bolitho diciendo—: Supongo que tiene usted una carta para mí. —Mientras cogía la carta añadió lentamente—: Hable con el señor Jury. A usted le corresponde tratarlo justamente pero con severidad. Será una prueba tan dura para usted como para él. —Hizo una inclinación de cabeza—. Puede irse.

Cuando cerraba la puerta tras él, Bolitho oyó que Dumaresq decía:

—Ha obtenido una buena declaración de Triscott. Nos compensará del tiempo perdido.

Palliser musitó algo y Dumaresq replicó:

—Una pieza más y tendremos el rompecabezas resuelto antes de lo que yo pensaba.

Bolitho se alejó, consciente de la mirada del centinela que le observaba mientras él se perdía entre las sombras. Entró en la cámara de oficiales y se sentó con cuidado, como quien acaba de ser derribado por un caballo.

— ¿Quiere beber algo, señor? —le ofreció Poad.

Bolitho asintió, aunque apenas si le había oído. Vio a Bulkley sentado frente a una de las grandes cuadernas del barco y preguntó:

— ¿Ha muerto el capitán del Heloise!

Bulkley levantó la vista hastiado y esperó a que sus ojos se adaptaran a la luz del interior antes de responder:

—En efecto. Pasó a mejor vida minutos después de firmar su confesión. —El médico no articulaba bien las palabras al hablar—. Espero que sirviera de algo.

Colpoys salió de su camarote y apoyó una pierna enfundada en una elegante media blanca en un escabel.

—Este sitio me está poniendo enfermo. Siempre aquí anclados. Sin nada que hacer... —Miró de hito en hito a Bulkley y Bolitho y dijo irónicamente—: Vaya, parece que no he hecho el comentario más adecuado; ¡veo que aquí reina la alegría!

Bulkley suspiró.

—Pude oírlo casi todo. Triscott hacía su primer y único viaje como capitán. Al parecer sus órdenes eran alcanzarnos en Funchal y averiguar qué nos llevábamos entre manos. —Mientras hablaba derramó una copa de brandy, pero no pareció darse cuenta ni siquiera de que el licor caía sobre sus piernas—. Una vez averiguada nuestra derrota, tenía que poner rumbo al Caribe y entregar el barco a su nuevo dueño, quien había pagado por su construcción. —Rompió a toser y se secó la barbilla con un pañuelo rojo—. Póngase en su lugar; le picó la curiosidad e intentó descubrir a Dumaresq espiándoles tras la mampara. ¿Se dan cuenta? ¡El ratón a la caza del tigre! Bueno, ya ha pagado con creces su osadía.

Colpoys preguntó impaciente:

—Muy bien, pero ¿quién es ese misterioso hombre que se hace construir bergantines?

Bulkley se giró hacia el oficial de marina como si le costara moverse.

—Le creía más inteligente. ¡Sir Piers Garrick, por supuesto! ¡Un antiguo corsario en nombre del rey y un maldito pirata por cuenta propia!

Rhodes entró en la camareta de oficiales diciendo:

—Lo he oído todo. Supongo que hubiéramos debido adivinarlo, ya que nuestro dueño y señor tuvo buen cuidado de mencionar su nombre. Con todos los años que han pasado, él debe de tener ahora más de sesenta. ¿Y cree usted realmente que todavía sabe lo que sucedió con el oro del Asturias?

—El matasanos se ha quedado medio dormido, Stephen —dijo Colpoys con hastío.

Poad, que había estado rondando por allí, anunció:

—Para esta noche hay carne de cerdo fresca, caballeros. Enviada desde la costa con los saludos de un tal señor Egmont. —Esperó el momento apropiado para decir—: El barquero dijo que era en señal de agradecimiento por la visita del señor Bolitho a su casa.

Bolitho se ruborizó mientras todas las miradas se dirigían a él.

Colpoys meneó la cabeza tristemente.

—Dios mío, acabamos de llegar y ya me parece intuir la mano de una mujer en todo esto.

Rhodes lo apartó a un lado mientras Gulliver se unía a Colpoys y el contador en la mesa.

— ¿Ha sido muy duro con usted, Dick?

—Perdí los estribos —Bolitho sonrió con amargura—. Creo que todos perdimos los estribos.

—Bien. Plántele cara. No olvide lo que le dije. —Se aseguró de que nadie podía oírles antes de añadir—: Le he dicho a Jury que le espere en el cuarto de derrota. Allí nadie les molestará en un buen rato. No se arredre. Yo he hecho ciertas averiguaciones por mi cuenta. —Olfateó el aire y comentó—: Ya noto el olor de esa carne de cerdo, Dick. Debe de tener usted influencia.

Bolitho se dirigió hacia el pequeño cuarto de derrota, que se encontraba justo al lado de la escala principal. Vio a Jury en pie junto a la mesa vacía, probablemente convencido de que su carrera estaba ya tan borrada del mapa como los cálculos de Gulliver. Bolitho dijo:

—Me han explicado lo que hizo. El comandante me ha dado su palabra de que se investigará si Murray es o no realmente culpable. Usted no será bajado a tierra cuando encontremos a la escuadra más cercana. Continuará a bordo de la Destiny. —Oyó el rápido suspiro de alivio de Jury y le advirtió—: Así que ahora todo depende de usted.

—Yo... no sé qué decir, señor.

Bolitho se dio cuenta de que su determinación de mostrarse severo se desmoronaba. Él mismo se había encontrado en la situación de Jury, y sabía lo que se sentía al tener qué afrontar el hecho de haber actuado de forma manifiestamente desastrosa. Se obligó a decir:

—Ha cometido usted un grave error. Ha mentido para proteger a un hombre que quizá sea culpable. —Acalló los intentos de protesta de Jury—. No tenía derecho a actuar así en favor de alguien cuando no lo habría hecho por ninguna otra persona. También yo estaba equivocado. Puesto en el dilema de tener que responder si me tomaría tantas molestias en caso de que Murray fuera una de las «manzanas podridas» de nuestra tripulación, o si se hubiera tratado de cualquier otro guardiamarina en lugar de usted, habría tenido que admitir que me sentía predispuesto en su favor. Jury replicó escuetamente:

—Siento los problemas que he causado. Sobre todo en lo que le concierne a usted.

Bolitho le miró de frente por primera vez y vio el dolor reflejado en sus ojos.

—Lo sé. Ambos hemos aprendido una lección de todo esto. —Endureció el tono de voz para decir—: De lo contrario, ninguno de los dos mereceríamos llevar el uniforme del rey. Ahora, por favor, retírese a su litera.

Oyó a Jury alejándose del cuarto de derrota y esperó varios minutos hasta recuperar la serenidad.

Había actuado como debía, aunque lo hubiera hecho un poco tarde. En el futuro, Jury sería más cauteloso y estaría menos dispuesto a depender de otros. Culto al héroe, lo había denominado el comandante.

Bolitho suspiró y emprendió el camino de vuelta a la cámara de oficiales. Rhodes le observó interrogándole con la mirada en cuanto abrió la puerta.

Bolitho se encogió de hombros.

—No ha sido fácil —dijo.

—Nunca lo es. —Rhodes sonrió y arrugó la nariz de nuevo—. Cenaremos un poco tarde debido a la hora en que llegó la carne de cerdo, ¡pero tengo la sensación de que la espera valdrá la pena, y además estimulará nuestro apetito!

Bolitho aceptó una copa de vino de Poad y se sentó en una silla. Era mejor ser como Rhodes, pensó. Vivir al día, sin preocuparse del futuro y de lo que éste pudiera depararte. De esa forma nunca te hacen daño. Pensó en la consternación que reflejaba el rostro de Jury y lo consideró desde otro punto de vista.