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ALGO MUY CERCANO

 

Desplegadas únicamente las gavias, el trinquete y el contrafoque, la Destiny se dirigía lentamente hacia la verde y corcovada isla. La brisa era tan suave que el navío parecía avanzar a paso de tortuga, una sensación que iba en aumento a medida que se aproximaba a la sucinta línea de costa.

El vigía la había avistado desde el palo mayor el día antes, justo cuando caía el crepúsculo; durante las guardias nocturnas, hasta que empezó a amanecer, no había cesado el rumor de las especulaciones, recorriendo desde el cuarto de oficiales hasta la cubierta de rancho.

Ahora, bajo la inclemente luz solar de la mañana, se la podía ver a proa tremolando, envuelta en una calima baja, como si se tratara de un espejismo que fuera a desvanecerse de un momento a otro.

Era más alta hacia el centro, donde frondosos grupos de palmeras y otra vegetación se arracimaban unos junto a otros, dejando la ladera y las minúsculas playas en forma de media luna totalmente desprovistas de abrigo.

— ¡Profundidad seis!

La sorda cantinela del sondador colgado de las cadenas sobre la borda le recordó a Bolitho la poca profundidad de los bancos de arena que tenían ya muy cerca, la traza de un arrecife situado a estribor. Algunas aves marinas moteaban el agua, mientras otras planeaban vigilantes alrededor de los masteleros de los juanetes.

Bolitho oyó a Dumaresq hablar con Palliser y con el piloto. La isla estaba señalada en la carta de navegación, pero aparentemente no pertenecía a nadie. Lo que se sabía de ella era muy poco, y probablemente Dumaresq lamentaba ahora su atolondrada decisión de acercarme a tierra en busca de agua.

Pero la embarcación ya sólo le quedaban los últimos toneles de agua dulce, y su contenido era tan infame que Bulkley y el contador del navío se habían aliado para hacer al capitán la enésima petición de que buscara un nuevo abastecimiento. Lo suficiente, al menos, para llegar a su destino.

— ¡Siete brazas en la línea!

Gulliver intentó adoptar una postura más relajada al deslizarse la quilla por aguas más profundas. Con todo, la embarcación se encontraba a dos cables de distancia de la playa más cercana. Si el viento empezaba a soplar con más fuerza o cambiaba de dirección, la Destiny podía verse en apuros, al no contar en absoluto con la profundidad suficiente como para barloventear alejándose de la costa y salir del arrecife.

Todos los hombres, excepto el cocinero y los enfermos al cuidado de Bulkley, se encontraban en cubierta o colgados de los obenques y los flechastes, extrañamente silenciosos, mirando fijamente hacia la pequeña isla. Era sólo una más entre los centenares de islas que salpicaban el Caribe, pero la mera idea de que pudiera proporcionarles agua dulce y potable la hacía parecer especial y de un valor inapreciable.

— ¡Cinco brazas!

Dumaresq le hizo una mueca a Palliser:

—Todos preparados, listos para anclar.

Con las velas apenas portando bajo el intenso calor, la fragata viró lentamente en el agua azul hasta que en cubierta fue cantada la orden de fondear. El ancla cayó ruidosamente al agua, formando grandes círculos que se iban alejando de proa y removiendo la pálida arena del fondo.

Una vez anclada, el calor pareció invadir la embarcación con mayor intensidad aún, y cuando Bolitho se dirigía hacia el alcázar vio a Egmont y a su esposa en popa, junto al pasamano de la borda, bajo la protección de una toldilla de lona que George Durham, el maestro velero, había improvisado para ellos.

Dumaresq estaba estudiando la isla lenta y metódicamente con el gran catalejo del guardiamarina de señales.

—No se ve humo ni indicios de vida —comentó—. Tampoco veo huellas en la playa, así que no hay embarcaciones en este lado. —Le pasó el catalejo a Palliser—. Esa elevación parece prometedora, ¿no?

—Puede que allí haya agua más que suficiente, señor —dijo Gulliver prudentemente.

Dumaresq le hizo caso omiso; prefirió girarse hacia sus dos pasajeros:

—Quizá puedan estirar las piernas en tierra firme antes de que levemos anclas —dijo riendo entre dientes.

Se había dirigido a ambos, pero Bolitho supo de alguna manera que sus palabras estaban destinadas a la mujer.

Pensó en aquel momento único en que ella había subido a cubierta para verle. Había sido irreal pero precioso. Peligroso, y precisamente por eso mucho más excitante.

Casi no habían hablado. Durante todo el día siguiente Bolitho había estado pensando en ello, reviviéndolo, atesorando cada instante, temeroso de olvidar el menor detalle.

La había abrazado mientras el barco surcaba el mar con la primera y brumosa luz del amanecer, sintiendo cómo a ella le latía el corazón junto al suyo, deseando tocarla pero con miedo a malograr el momento si se mostraba excesivamente osado. Ella se había liberado de su abrazo y le había besado levemente en la boca antes de desvanecerse entre las últimas sombras de la noche dejándole solo.

Y ahora, el simple hecho de oír la inopinada familiaridad de Dumaresq hacia ella, su mención de que podría estirar las piernas, era como una espina, le hacía sentir un aguijonazo de celos que nunca antes había padecido.

Dumaresq interrumpió el hilo de sus pensamientos.

—Desembarcará usted con un grupo expedicionario, señor Bolitho. Averigüe si existe algún arroyo, charca o manantial que nos pueda servir. Estaré esperando su señal.

Se fue hacia popa y Bolitho le oyó hablando de nuevo con Egmont y Aurora.

Bolitho vaciló lleno de aprensión. Vio a Jury observándole, y por un instante imaginó que había vuelto a pronunciar el nombre de ella en voz alta.

—Muévase —le espetó Palliser bruscamente—. Si no hay agua, cuanto antes lo sepamos mejor.

Colpoys haraganeaba lánguidamente junto al de mesana:

—Enviaré a algunos de mis chicos en la partida, si lo desea.

— ¡Por todos los diablos! —exclamó Palliser—. ¡No esperamos ninguna batalla campal!

El escampavía fue izado fuera de borda y bajado al costado. Stockdale, ahora ascendido a capitán de artillería, estaba ya formando el destacamento que bajaría a tierra, mientras el timonel supervisaba cómo se cargaban los aparejos adicionales que podrían necesitar para los toneles de agua.

Bolitho esperó hasta que el bote tuvo toda su tripulación a bordo antes de informar a Palliser. Vio cómo la mujer le estaba observando, vio cómo posaba la mano en la gargantilla, recordando quizá, o haciéndole recordar a él, que había sido su mano la que en algún momento había reposado en aquel cuello.

—Coja una pistola —dijo Palliser—. Dispare si encuentra algo. —La intensa y deslumbrante luz le hizo entornar los ojos—. ¡En cuanto los toneles estén llenos seguro que encontrarán alguna otra excusa para protestar!

El escampavía se separó del costado y Bolitho sintió cómo el sol quemaba en el cuello al apartarse de la protectora sombra de la Destiny.

— ¡Avance todo!

Bolitho dejó caer el brazo por encima de la borda, formando una estela y sintiendo el sensual contacto del agua fría; e imaginó que ella estaba junto a él, nadando y corriendo después cogidos de la mano por la playa de arena blanca para experimentar el milagroso descubrimiento mutuo por primera vez.

Al mirar por encima de la regala vio el fondo con bastante claridad, jaspeado de piedras blancas o conchas y de aislados montículos de coral, engañosamente inofensivos bajo el trémulo reflejo de la luz.

—Parece como si nadie hubiera estado nunca aquí, Jim —le dijo Stockdale al timonel.

El hombre soltó la caña del timón y asintió; su movimiento de cabeza hizo caer gotas de sudor acumuladas bajo su gorra de marinero.

— ¡Parad de bogar! ¡Remero proel, meta remo!

Bolitho observó la sombra del escampavía elevándose sobre ellos cuando el remero saltó por un lado para guiar la roda hasta la arena, mientras los demás jalaban las palas de sus remos al interior de la embarcación y se inclinaban sobre los toletes jadeando como ancianos.

Y entonces todo lo invadió una absoluta quietud. Sólo a lo lejos el murmullo de las olas rompiendo suavemente contra la barrera coralina o el ocasional gorgoteo del agua alrededor del escampavía varado. Ni un solo pájaro alzó el vuelo desde el montículo atestado de palmeras, ni siquiera un insecto.

Bolitho saltó por encima de la regala y caminó por el agua hasta la playa. Llevaba sólo una camisa abierta y los calzones, pero sentía el cuerpo como si fuera vestido con gruesas pieles. La idea de arrancarse a jirones sus arrugadas ropas y zambullirse desnudo en el mar se mezcló con su reciente fantasía, y se preguntó si ella estaría observando desde el barco, con la ayuda de un catalejo, para verle.

Bolitho se dio cuenta sobresaltado de que los demás estaban esperando. Le dijo al timonel:

—Quédese en el bote. La dotación también. Puede que tengan que hacer varios viajes aún. —Dirigiéndose a Stockdale añadió—: Nos llevaremos a los demás ladera arriba. Es el camino más corto y probablemente el menos caluroso.

Recorrió con la mirada el pequeño grupo de desembarco. Dos de ellos pertenecían a la tripulación originaria del Heloise que ahora habían prestado juramento y pertenecían a la armada de Su Majestad. Parecían todavía aturdidos ante su brusco cambio de circunstancias, pero eran lo bastante buenos marinos como para evitar que el contramaestre les mostrara su lado más desagradable.

Aparte de Stockdale, no había nadie de su división en el grupo; imaginó que nadie se había sentido muy entusiasmado a la hora de presentarse voluntario para emprender una caminata por una isla desierta. Más adelante, si llegaban a descubrir agua, todo sería muy distinto.

— ¡Síganme! —gritó Stockdale.

Bolitho empezó a subir por la ladera, los pies hundiéndose en la arena, la pistola de su cinturón quemándole en la piel como si fuera un hierro al rojo. Era extraño caminar por allí, pensó. Un lugar diminuto y desconocido. Quizá hubiera huesos humanos cerca. Marineros que hubieran naufragado, o bien hombres abandonados a la deriva por piratas, destinados a una muerte horrible y sin ninguna posibilidad de ser rescatados.

¡Qué sugerentes resultaban las palmeras! Se movían suavemente bajo la brisa, y a medida que se iban acercando podía oír incluso el rumor de sus hojas. En una sola ocasión se detuvo para mirar atrás, hacia el barco. Parecía estar muy lejos, perfectamente equilibrado sobre su propio reflejo en el agua. Pero visto en la distancia perdía sus estilizadas líneas; sus mástiles y sus velas aferradas a medias parecían tremolar e inclinarse en la bruma, como si todo el barco se estuviera disolviendo.

El pequeño grupo de marineros entró agradecido en una mancha de sombra, sus pantalones hechos harapos enganchándose en grandes plantas cuyos extremos acababan en púas parecidas a dientes. Había también diferentes olores; olía a maleza podrida, pero les llegaba además el aroma de flores de vividos colores.

Bolitho levantó la vista hacia el cielo y vio un pájaro fragata volando en círculos a gran altura, sus puntiagudas alas como cimitarras inmóviles, como si fuera un fantasma flotando en la corriente de aire caliente. Así que no estaban completamente solos.

Un hombre gritó excitado:

— ¡Mire allí, señor! ¡Agua!

Apretaron el paso, toda la fatiga momentáneamente olvidada.

Bolitho miró hacia la charca con escepticismo. El agua ondeaba ligeramente, por lo que supuso que cerca de allí debía de haber alguna especie de manantial subterráneo. Vio las palmeras que la rodeaban reflejadas en la superficie, y la imagen de sus hombres mirando hacia el agua.

—La probaré primero —dijo Bolitho.

Trepó por el banco de arena y hundió la mano en el agua. Fue una falsa impresión, pero le pareció tan fresca como la de un arroyo de montaña. Resistiéndose a creer que fuera buena, levantó la mano ahuecada hasta los labios y tras un momento de vacilación, tragó.

—Es potable —dijo en voz baja.

Bolitho observó a sus hombres tirándose al suelo, boca abajo, y echándose agua en la cara y sobre los hombros, bebiendo a grandes sorbos, llenos de ansiedad y excitación.

Stockdale se humedeció la boca con satisfacción.

—Buen material —dijo.

Bolitho sonrió. Josh Little la hubiera llamado «un trago».

—Descansaremos un rato. Luego haremos señales al barco.

Los marineros se deshicieron de sus alfanjes y los clavaron en la arena antes de ponerse en cuclillas, apoyados en las palmas de las manos o inclinándose sobre la reluciente agua, como si quisieran asegurarse de que continuaba estando allí.

Bolitho se apartó de ellos, y mientras revisaba su pistola para asegurarse de que no tenía arena ni se había humedecido, volvió a pensar en aquél momento en que ella se había reunido con él en el alcázar de la Destiny.

«No puede acabar; no puedo permitir que esto muera.»

— ¿Algo va mal, señor? —Stockdale avanzaba por el declive.

Bolitho se dio cuenta de que debía de haber fruncido el ceño, concentrado en sus pensamientos.

—Todo bien.

Era extraordinario cómo Stockdale siempre parecía saber, siempre parecía estar preparado por si le necesitaba. Pero había algo muy real, casi palpable, entre ambos. A Bolitho le resultaba fácil hablar con el corpulento y rudo luchador, y lo mismo le sucedía a él, sin que existiera el menor atisbo de servilismo o de que su intención fuera ganarse sus favores.

—Haga ya la señal —le dijo Bolitho. Observó cómo la pistola casi desaparecía en el enorme puño de Stockdale—. Yo tengo algo en qué pensar.

Stockdale se lo quedó mirando impasible.

—Es usted muy joven, y si me permite decirlo, señor, creo que debería mantenerse joven tanto tiempo como pueda.

Bolitho le miró de frente. Uno nunca sabía lo que Stockdale quería decir con sus breves y lacónicas sentencias. ¿Habría querido indicarle que se mantuviera alejado de una mujer que era diez años mayor que él? Bolitho se negó a pensar en eso. Su vida juntos sólo era posible ahora, cuando podían alcanzarla. Ya tendrían tiempo de pensar en diferencias más adelante.

—Márchese —le dijo—. Ojalá fuera tan sencillo.

Stockdale se encogió de hombros y echó a andar ladera abajo hacia la playa, con sus anchos hombros en una postura que le hizo estar seguro a Bolitho de que aquel hombre no pensaba dejar que las cosas quedaran así.

Con un gran suspiro, Bolitho volvió hacia la charca para alertar a sus hombres de que Stockdale iba a disparar para dar la señal. Los marinos, habituados a estar encerrados en un barco de guerra, solían ponerse nerviosos con los disparos y ese tipo de cosas cuando se encontraban en tierra firme.

Uno de los marineros había estado en el suelo con la mitad de la cara hundida en el agua, y cuando Bolitho se acercó se puso en pie, chorreando agua y sonriendo de placer.

—Todos preparados... —dijo Bolitho. Dejó de hablar de repente cuando alguien lanzó un escalofriante grito y el marinero que le había estado sonriendo cayó al agua como un saco.

En un instante el lugar se convirtió en un auténtico pandemónium; los marineros, presa del pánico, manoteaban por la arena en busca de sus armas; algunos se limitaban a mirar con horror el cadáver flotando, el agua tiñéndose de rojo progresivamente a su alrededor con la sangre que manaba de la herida mortal producida por la lanza que llevaba clavada entre los hombros.

Bolitho giró en redondo, viendo cómo la luz del sol se ensombrecía parcialmente con las siluetas de hombres corriendo y brincando; vio el brillo de las armas y oyó el terrorífico chillido formado por la combinación de gritos y voces, que le puso los pelos de punta.

— ¡Alerta! ¡A las armas!

Buscó a tientas su sable y dio un respingo al ver cómo otro hombre rodaba ladera abajo, pataleando y escupiendo sangre mientras intentaba arrancarse una flecha del vientre.

— ¡Oh, Dios mío!

Bolitho se puso la mano sobre los ojos para protegerse de los reflejos del sol. Sus atacantes estaban tras ellos y se iban acercando a los marineros en fuga, con aquellos estremecedores gritos que hacían imposible pensar o actuar.

Bolitho vio que se trataba de hombres negros, los ojos y las bocas muy abiertos para expresar su triunfo mientras derribaban a otro marinero y convertían su rostro en una masa sangrienta aplastándolo contra un trozo de coral.

Bolitho se lanzó al ataque, vagamente consciente de que otras siluetas pasaban corriendo por su lado, separándole de los marineros que le quedaban. Oyó cómo alguien gritaba y suplicaba, y luego el nauseabundo sonido de un cráneo abriéndose por la mitad como si fuera un coco.

Se encontró a sí mismo de espaldas contra un tronco y lanzando mandobles alocadamente, malgastando sus fuerzas y ofreciendo un blanco perfecto para alguna de aquellas mortíferas lanzas.

Bolitho vio a tres de sus hombres, uno de los cuales había sido herido en la pierna, juntos y rodeados de vociferantes figuras que se disponían a atacarles.

Se apartó del tronco del árbol echándose hacia adelante, clavó su sable en un hombro negro y saltó por encima de la pisoteada arena para reunirse con los acosados marinos. Uno de ellos gritó:

— ¡Es inútil! ¡No podemos con todos!

Bolitho sintió que el sable se le escapaba de las manos al recibir un golpe y se dio cuenta de que no se había atado el acollador a la muñeca. Buscó desesperadamente otra arma mientras veía cómo sus hombres conseguían abrirse paso y huían corriendo hacia la playa; el que estaba herido sólo consiguió dar unos cuantos pasos cojeando antes de que lo atraparan y mataran al instante.

Bolitho tuvo la aterradora visión de una dentadura muy blanca bajo dos ojos que le miraban fijamente, y vio al salvaje arremeter contra él blandiendo un alfanje que debía de haber perdido uno de los suyos.

Bolitho se agachó al tiempo que intentaba saltar hacia un lado. Entonces llegó el impacto, demasiado fuerte como para sentir dolor, demasiado potente como para ser cuantificado.

Supo que estaba cayendo y sintió que la frente le ardía mientras oía, viniendo de otro mundo, su propia voz quebrada por la agonía.

Luego, misericordiosamente, no hubo nada más.

Cuando finalmente recobró el conocimiento, éste llegó acompañado de un dolor y un sufrimiento casi insoportables.

Bolitho intentó obligarse a abrir los ojos, como si con ello fuera a desaparecer el tormento, pero la magnitud del sufrimiento era tan grande que notó cómo contraía todo su cuerpo para poder resistirlo.

Oyó voces susurrando por encima de su cabeza, pero era muy poco lo que podía ver a través de sus ojos semicerrados. Sólo unas vagas y borrosas figuras y las sombras más oscuras de travesaños directamente sobre su cabeza.

Era como si le hubieran estrujado la cabeza lenta y deliberadamente entre dos hierros calientes, torturando su asustada mente como si calcularan su sufrimiento y deslumbrándole con brillantes fogonazos.

Alguien le aplicaba paños fríos en la cara y el cuello, y después por todo el cuerpo. Estaba desnudo; no le habían atado, pero notaba cómo varias manos le sujetaban por las muñecas y los tobillos por si intentaba forcejear.

Un nuevo y repentino pensamiento le hizo gritar aterrorizado. Estaba gravemente herido en algún otro lugar que no era la cabeza y se estaban preparando para la operación. Él lo había visto hacer. Él cuchillo reluciente bajo la débil luz de los fanales, el corte y el giro rápido de la hoja afilada... y luego la sierra.

—Tranquilo, hijo.

Era Bulkley, y el hecho de que él estuviera allí le ayudó de alguna manera a serenarse. En su imaginación, Bolitho era capaz de identificar al médico por su olor: brandy y tabaco.

Intentó hablar, pero su voz no era más que un bronco susurro.

— ¿Qué ha pasado?

Bulkley miró por encima del hombro; su cara de búho con los pequeños anteojos como suspendidos en el aire le conferían un cómico aspecto de personaje de vodevil.

—Ahorre fuerzas. Respire despacio. —Bulkley asintió—. Eso es, así.

Bolitho rechinó los dientes al sentir que el dolor aumentaba. Era más intenso por encima de su ojo derecho, donde había un vendaje. Tenía el pelo tieso, apelmazado por la sangre. Rememoró vagamente una imagen, los ojos saltones, el alfanje oscilando sobre él. El olvido.

—Mis hombres, ¿están a salvo? —preguntó.

Bolitho sintió el roce de la manga de una casaca contra su brazo desnudo y vio a Dumaresq mirándole desde arriba; su ángulo de visión hizo que la corpulencia del comandante le pareciera aún más grotesca. Su mirada ya no era persuasiva, sino que expresaba una profunda preocupación.

—Toda la dotación del bote está a salvo. Dos hombres de su primer grupo llegaron a tiempo a la embarcación.

Bolitho intentó mover la cabeza, pero alguien se lo impidió con firmeza.

— ¿Y Stockdale? ¿Está...? Dumaresq sonrió.

—Fue él quien le llevó hasta la playa. De no haber sido por él, todos hubieran perecido. Se lo explicaré más tarde. Ahora debe hacer lo posible por descansar. Ha perdido mucha sangre.

Bolitho sintió cómo la oscuridad se abatía sobre él de nuevo. Había visto el rápido intercambio de miradas entre Dumaresq y el médico. La pesadilla no había terminado. Aún cabía la posibilidad de que muriera. Tomar conciencia de ello fue casi más de lo que podía soportar; notó cómo las lágrimas afloraban a sus ojos mientras balbucía:

—No quiero... dejar la... Destiny. No debo... acabar de esta... forma.

—Se recuperará —le aseguró Dumaresq.

Apoyó la mano en el hombro de Bolitho y éste sintió la fuerza de aquel hombre, como si le estuviera transmitiendo parte de ella.

Entonces se apartó de él y Bolitho se percató por primera vez de que se encontraba en el camarote de popa y de que tras las altas ventanas reinaba la más absoluta oscuridad.

Bulkley le observó y dijo:

—Ha estado inconsciente todo el día, Richard. —Agitó la mano señalándole con el dedo y añadió—: Me ha tenido un poco preocupado, sinceramente.

—Entonces, ¿ahora ya no tiene motivos para inquietarse por mi vida? —Intentó moverse de nuevo, pero aquellas manos volvieron a sujetarle firmemente, como animales siempre vigilantes.

Bulkley le ajustó mejor los vendajes.

—Un golpe tan fuerte en la cabeza con abundante pérdida de sangre nunca es algo que se pueda tomar a broma. Yo he hecho ya todo lo posible; el resto dependerá del tiempo y los cuidados necesarios. Fue una lucha contra reloj. De no haber sido por la valentía de Stockdale y su arrojo para rescatarle, ahora estaría usted muerto. —Miró a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que el comandante se había marchado—. Alcanzó a los hombres que quedaban con vida cuando estaban a punto de huir de la playa. Parecía un toro enfurecido, a pesar de lo cual le subió a usted a bordo con la misma delicadeza con que lo hubiera hecho una mujer. —Suspiró antes de concluir—: ¡Debe de haber sido la aguada dulce por la que se ha pagado el precio más alto en toda la historia de la navegación!

Bolitho sintió que le invadía de nuevo una invencible somnolencia que le ayudaría a soportar el agudo dolor que le martilleaba en la cabeza. Bulkley le había administrado alguna droga.

—Usted me lo diría si... —susurró.

Bulkley se estaba enjugando las manos.

—Probablemente. —Miró hacia arriba y añadió—: Está siendo muy bien cuidado. Vamos a levar anclas de un momento a otro, así que ahora intente descansar.

Bolitho intentó poner en claro sus pensamientos. A punto de levar anclas. Allí todo el día. Así pues, debían de haber conseguido el agua a pesar de todo. Habían muerto algunos hombres. Y muchos más después, cuando los infantes de marina de Colpoys se hubieran cobrado la venganza.

Habló muy despacio, consciente de que no podía pronunciar bien las palabras, pero también muy consciente de que tenía que conseguir hacerse entender a toda costa:

—Dígale a Auro..., dígale a la señora Egmont que...

Bulkley se inclinó sobre él y le levantó los párpados.

—Dígaselo usted mismo. La ha tenido a su lado desde que lo trajeron a bordo. Ya le dije que estaba siendo muy bien cuidado.

Fue entonces cuando Bolitho la vio en pie junto a él, su negro cabello cayéndole sobre los hombros, brillante y lustroso a la luz del fanal.

Ella le tocó el rostro y rozó suavemente sus labios con los dedos mientras le decía con dulzura:

—Ahora ya puede dormir, mi teniente. Estoy aquí.

Bolitho notó cómo las manos que le sujetaban por las muñecas y los tobillos dejaban de hacer presión y entrevió a los ayudantes del médico perdiéndose en las sombras.

Murmuró débilmente:

—Yo no... no quería que me viera así, Aurora. Ella sonrió, pero fue una sonrisa que expresaba una extraordinaria tristeza.

—Es una persona muy hermosa —dijo ella. Bolitho cerró los ojos, al límite de sus fuerzas. Bulkley se giró para observarles desde la puerta. Se suponía que debía estar habituado a ser testigo del dolor y de la recompensa de la recuperación, pero en realidad no era así, y se sintió emocionado por la escena que tenía delante. Parecía una pintura mitológica, pensó. La bella mujer derramando sus lágrimas sobre el cuerpo caído de su héroe.

No le había mentido a Bolitho. Había estado muy cerca de la muerte; el alfanje no sólo había dejado una profunda cicatriz sobre el ojo, cruzándole toda la frente, sino que había llegado a hacer mella en el hueso. Si Bolitho no hubiera sido tan joven, o si el alfanje hubiera sido utilizado con mayor destreza, habría sido su fin.

—Se ha dormido —dijo ella. Pero no hablaba con Bulkley. Se quitó el chal blanco y cubrió con él muy delicadamente el cuerpo de Bolitho, como si su desnudez, igual que las palabras que había pronunciado ella, fueran algo privado.

En el mundo más real y reglamentado de la Destiny, una voz bramó:

— ¡El ancla está libre, señor!

Bulkley alargó una mano para mantener el equilibrio cuando la cubierta osciló bajo la súbita fuerza del viento y la acción del timón. Se iría a su enfermería y allí echaría unos cuantos tragos. No sentía ningún deseo de observar desde popa cómo la isla se quedaba atrás y acababa perdiéndose en la oscuridad. Les había proporcionado agua dulce, pero se había cobrado vidas a cambio. El grupo que había llegado con Bolitho a la charca había sido víctima de una auténtica matanza de la que sólo se habían salvado Stockdale y otros dos hombres. Colpoys había afirmado en su informe que los salvajes que les habían atacado eran esclavos que posiblemente habían podido escapar mientras se les trasladaba a alguna plantación de aquellas islas.

Al ver acercarse a Bolitho y sus hombres sin duda debían de haber imaginado que iban tras ellos y que si les cazaban serían víctimas de crueles represalias por haber huido. Cuando los botes de la Destiny, alertados por el disparo desde la playa y por el repentino pánico que se había apoderado de la dotación del escampavía, alcanzaron la costa, los esclavos habían corrido hacia ellos. Nadie podía saber si se habían dado cuenta de que la Destiny no era un barco negrero y aun así habían querido obtener algún botín. Colpoys había apuntado con los mosquetones y los cañones giratorios que se habían montado en cada uno de los botes y había arrasado la playa. Cuando el humo se desvaneció, no quedaba nadie vivo que pudiera aclarar aquel punto.

Bulkley se detuvo en lo alto de la escalerilla y se quedó escuchando el ruido de los motones, el sonido sordo de los pies desnudos de los marineros que tiraban de drizas y brazas de forma que el barco tomara el rumbo correcto.

Para un buque de guerra aquello sólo era un episodio más. Algo que simplemente quedaría registrado en el cuaderno de bitácora del barco. Hasta el siguiente desafío, la próxima batalla. Miró hacia popa y vio el fanal de la parte inferior de cubierta oscilando y, bajo éste, al centinela con su casaca roja.

Con todo, decidió, había habido también muchas cosas que valían la pena.