12

SECRETOS

Los días inmediatos a la vuelta a la vida de Bolitho fueron como retazos de un sueño. Desde que tenía doce años de edad, desde la primera vez que se había hecho a la mar como guardiamarina, había estado siempre habituado a las constantes demandas que exigía un barco. De día o de noche, a cualquier hora y en todo tipo de condiciones, él había estado dispuesto para correr con los demás a cumplir las órdenes recibidas, cualesquiera que éstas fuesen, y nunca se había hecho ilusiones respecto a las consecuencias que tenía el no acatarlas.

Pero mientras la Destiny navegaba lentamente hacia el norte surcando las aguas del Caribe, tuvo que aceptar la inactividad forzosa, permanecer quieto y limitarse a escuchar los familiares sonidos procedentes del exterior del camarote o de la cubierta por encima de su cabeza.

Su idílico sueño se hacía más que llevadero gracias a la presencia de Aurora. Ella parecía capaz incluso de mantener a raya el terrible e inmisericorde dolor que le acometía de repente por el simple hecho de notarlo a pesar de sus lamentables intentos de escondérselo.

Le cogía de la mano o le enjugaba la frente con un paño húmedo. En ocasiones, cuando el dolor le taladraba el cerebro como un hierro de marcar, ella le abrazaba y le apretaba el rostro contra su pecho, murmurándole a su cuerpo palabras secretas, como para aliviar el tormento.

Él no dejaba de observarla siempre que ella se encontrara en una posición en la que pudiera verla. Mientras le quedaban fuerzas, le describía el significado de los sonidos de a bordo, le decía los nombres de los marineros a los que reconocía y le explicaba cómo trabajaban juntos para hacer del barco una cosa viva.

Le habló de su hogar en Falmouth, de su hermano y hermanas y de la larga ascendencia del linaje de los Bolitho, que formaba parte del mar.

Ella tenía siempre mucho cuidado de no excitarle con demasiadas preguntas, pero le permitía hablar todo el tiempo que él quería, mientras se lo permitían las fuerzas. Le daba de comer, pero lo hacía de tal forma que él no se sentía humillado o como un niño indefenso.

Sólo cuando salió a colación el tema de afeitarse ella fue incapaz de mantener inalterado el semblante.

—Pero, mi querido Richard, ¡no me parece que necesite afeitarse!

Él se ruborizó; sabía que ella tenía razón, pues por lo general le bastaba con afeitarse una vez por semana.

—Yo lo haré —dijo ella de todos modos.

Utilizó la navaja con sumo cuidado, fijándose en cada pasada y mirando de vez en cuando a través de las ventanas de popa para comprobar que el barco estaba en una posición estable.

Bolitho intentó relajarse, contento de que ella imaginara que la causa de su tirantez era el temor a que le cortara con la navaja de afeitar. En realidad se trataba de que era más que consciente de lo cerca que la tenía, de la presión de sus pechos cuando se inclinaba sobre él, del excitante contacto de aquellas manos en su rostro y su garganta.

—Ya está. —Dio un paso atrás y se quedó estudiándole con aire de aprobación—. Ahora tiene un aspecto muy... —calló un instante mientras buscaba la palabra adecuada—. Distinguido.

— ¿Puedo verme, por favor? —preguntó Bolitho. Notó su indecisión e insistió—: Por favor.

Ella cogió un espejo de la cómoda y dijo:

—Usted es fuerte. Lo soportará.

Bolitho miró fijamente el rostro del espejo. Era el de un extraño. El médico le había trasquilado el cabello por completo en la sien derecha, y toda la frente, desde la ceja hasta donde volvía a tener pelo, era un enorme cardenal de color negro y púrpura: Bulkley se había mostrado satisfecho al quitarle los vendajes, pero a los ojos de Bolitho la longitud y profundidad de la cicatriz, cuyo aspecto era aún más horrible debido a los negros puntos de sutura entrelazados que le había puesto el médico, aquello era repelente.

—Debe resultarle repugnante —le dijo a ella en voz baja.

Ella apartó el espejo y replicó:

—Me siento orgullosa de usted. Nada podría malograr lo que siento por usted en el fondo de mi corazón. He estado junto a usted desde el primer momento en que le trajeron aquí. Le he estado observando, así que conozco su cuerpo tan bien como el mío. —Le miró a los ojos con arrogancia—. Esa cicatriz permanecerá, ¡pero significará un honor, no una vergüenza!

Más adelante se apartó de su lado, requerida por Dumaresq.

El sirviente del camarote, Macmillan, informó a Bolitho de que la Destiny esperaba avistar San Cristóbal el día siguiente, por lo que al parecer lo más probable era que el comandante estuviera acabando de poner en claro la declaración de Egmont y asegurándose de que la mantendría.

La búsqueda del oro perdido, cualquiera que fuese la forma en que éste se hubiese transformado desde que Garrick se había incautado de él, no era un asunto importante para Bolitho. Había tenido mucho tiempo para pensar en su propio futuro mientras el dolor perlaba su frente de sudor e iba recuperando la fuerza en los brazos. Quizá demasiado tiempo.

La idea de que ella bajara a tierra para unirse de nuevo a su esposo en cualquier nueva empresa que él decidiera, la posibilidad de no volver a verla, le resultaba insoportable.

La marcha de su recuperación había estado jalonada de visitas. Rhodes, radiante de alegría por volver a verle, se mostró más desenfadado que nunca diciendo:

—Tiene un aspecto verdaderamente terrorífico, Richard. ¡Esto hará saltar a las chicas cuando lleguemos a puerto! —Pero tuvo buen cuidado de no mencionar a Aurora.

También Palliser le visitó, ofreciéndole lo más parecido a una disculpa que él era capaz de expresar:

—Si hubiera enviado un piquete de infantes de marina, como sugirió Colpoys, nada de esto hubiera sucedido. —Se encogió de hombros y miró a su alrededor por todo el camarote, hacia el vestido de mujer colgado cerca de las ventanas tras haber sido lavado por la doncella—. Aunque al parecer tiene también sus aspectos positivos.

Bulkley y el secretario de Dumaresq supervisaron su primera salida para dar un corto paseo fuera del camarote. Bolitho sintió la solidez del barco bajo sus pies desnudos, pero era consciente de su debilidad, del vértigo que nunca parecía desaparecer del todo, por mucho que intentara disimularlo.

Maldijo a Spillane y sus conocimientos de medicina cuando éste preguntó:

—Puede haber una fractura grave, ¿no cree?

Bulkley replicó malhumorado:

—Tonterías. Con todo, han pasado muy pocos días; es pronto para decirlo.

Bolitho había esperado morir, pero ahora que aparentemente su recuperación se había afianzado, no parecía tener ante él más que un camino posible. Ser enviado a casa en el primer barco disponible, eliminando el escalafón de miembros de la Armada en activo y no mantener siquiera media paga como oficial retirado para así tener alguna esperanza de encontrar un nuevo empleo.

Hubiera deseado darle las gracias a Stockdale, pero ni siquiera su influencia había sido suficiente para que el centinela que había en la puerta le permitiera pasar.

Todos los guardiamarinas, con la única y significativa excepción de Cowdroy, le habían visitado, y todos se habían quedado mirando la terrible cicatriz con una mezcla de respeto y conmiseración. Jury se había mostrado incapaz de disimular su admiración y había exclamado:

— ¡Y pensar que yo lloré como un niño por un rasguño!

Era última hora de la tarde cuando volvió al camarote, y él notó enseguida el cambio que se había producido en ella, la apatía con que le arregló la almohada y comprobó que la jarra de agua estaba llena.

—Tengo que irme mañana, Richard —dijo mansamente—. Mi esposo ha firmado los documentos. Todo ha terminado. Su comandante ha jurado que nos dejará marchar libremente una vez haya visto al gobernador de San Cristóbal. Después, no sé.

Bolitho asió con fuerza su mano e intentó no pensar en aquella otra promesa que Dumaresq le había hecho al capitán del Heloise antes de que muriera. Había sido la espada de Bolitho la que le había matado.

—Puede que también yo tenga que dejar el barco —dijo.

Ella pareció olvidar sus propios problemas y se inclinó sobre él angustiada.

— ¿Qué significa eso? ¿Quién ha dicho que debe usted marcharse?

Él se incorporó con cuidado y le tocó el cabello. Era como la seda. Cálida, preciosa seda.

—Ahora ya no importa, Aurora.

Ella trazó un dibujo en su hombro con el dedo.

— ¿Cómo puede decir eso? Naturalmente que importa. El mar es su mundo, su vida. Ha visto y hecho muchas cosas, pero tiene aún toda la vida por delante.

Bolitho se estremeció al sentir cómo su cabello le rozaba la piel.

—Voy a abandonar la Armada —dijo firmemente—. He tomado una decisión.

— ¿Después de todo lo que me ha explicado de su tradición familiar? ¿Va a tirarlo todo por la borda?

—Por usted sí, lo haré.

Negó con la cabeza, su larga melena negra cayendo sobre él mientras protestaba:

— ¡No debe decir eso!

—Mi hermano es el preferido de mi padre, siempre lo ha sido. —Era extraño, pero en los momentos más difíciles era capaz de reconocerlo sin amargura, sin sentirse compungido por ello aun sabiendo que era cierto—. Él puede mantener la tradición. Pero lo que yo quiero es a usted; a usted es a quien amo.

Pronunció estas palabras con tanta intensidad que ella no pudo ocultar su emoción.

Bolitho vio cómo se llevaba la mano al pecho y el pulso acelerado en el cuello que delataban la mentira de su aparente serenidad.

— ¡Es una locura! Yo lo sé todo de usted, pero usted no sabe nada de mí. ¿Qué clase de vida tendría, viéndome envejecer y anhelando estar en un barco, añorando todas las oportunidades que un día desperdició? —Le puso la mano en la frente—. Es como una fiebre, Richard. ¡Luche contra ella o nos destruirá a los dos!

Bolitho apartó la cara; le escocían los ojos cuando dijo:

— ¡Yo podría hacerla feliz, Aurora! Ella le acarició el brazo, intentando apaciguar su desesperación.

—Jamás lo he dudado. Pero hay más cosas en la vida, créame. —Se movió hacia atrás, acompasadamente con el suave balanceo del barco—. Ya se lo dije en una ocasión, podría amarle. Durante estos últimos días con sus noches le he estado observando, le he tocado. Mis pensamientos eran perversos, mi deseo mayor de lo que me atrevería a admitir. —Agitó la cabeza—. Por favor, no me mire de esa forma. Después de todo, quizá el viaje fue demasiado largo y mañana sea demasiado tarde. En estos momentos ya no sé nada con seguridad.

Se giró, su rostro oculto en la sombra, su silueta enmarcada por las ventanas manchadas de sal.

—Nunca le olvidaré, Richard, y probablemente me maldeciré por haber rechazado lo que me ofrece. Pero le estoy pidiendo ayuda. No puedo hacerlo sola.

Macmillan apareció con la cena y dijo:

—Disculpe, señora, pero el comandante y sus oficiales le presentan sus respetos y desean saber si cenará con ellos esta noche. Será la última cena juntos, por así decirlo.

Macmillan era realmente demasiado viejo para su trabajo, y servía a su comandante con las maneras con que lo habría hecho un criado que llevara muchos años en la misma y respetable familia. No se dio cuenta en absoluto de la tensión que había en su ronca voz cuando ella respondió:

—Será un honor.

Tampoco vio la desesperación pintada en el rostro del teniente mientras la observaba salir hacia la parte exterior del camarote, donde su doncella pasaba la mayor parte del día.

Ella se detuvo para decir:

—El teniente ya se siente más fuerte. Se las arreglará para tomar su cena. —Se giró para desaparecer definitivamente y sus palabras sonaron apagadas—. Él solo.

Apoyando el codo en la mano de Bulkley, Bolitho se aventuró a subir hasta el alcázar y abarcó con la mirada toda la eslora del barco sin apartar los ojos de tierra.

Hacía mucho calor, y el abrasador sol de mediodía le hizo darse cuenta de lo débil que estaba todavía. Mientras observaba a algunos marineros con el torso descubierto atareados en el combés, y a otros que estaban a horcajadas en las vergas acortando vela para la maniobra final de aproximación, se sintió perdido, aislado de todo como nunca antes se había sentido.

Bulkley dijo:

—Ya he estado antes en San Cristóbal. —Señaló el promontorio más cercano con su turbulenta línea de espuma blanca—. Punta Bluff. Más allá está Basseterre y el fondeadero principal. Habrá muchos barcos del rey, estoy seguro. Y algún almirante ansioso por decirle a nuestro comandante lo que debe hacer.

Junto a ellos pasaron algunos infantes de marina jadeantes, embutidos en sus casacas rojas y cargando con su pesado equipo.

Bolitho se agarró a las redes y observó la tierra. Era una isla pequeña, pero constituía un importante eslabón en la cadena de mando británica. En otros momentos se hubiera sentido emocionado de visitarla por primera vez. Pero ahora, mientras miraba las inclinadas palmeras, el atisbo ocasional de algún bote nativo, sólo era capaz de ver lo que representaba. Allí se separarían. Cualquiera que fuera su propio destino, allí era donde todo acabaría entre ellos dos. Sabía, por la forma en que Rhodes y los demás evitaban el tema, que ellos probablemente pensaban que debía sentirse afortunado. Sobrevivir a un ataque tan brutal y luego ser atendido por una mujer tan bella hubiera sido más que suficiente para cualquier hombre. Pero no era así en su caso.

Dumaresq subió a cubierta y miró brevemente la aguja magnética y la orientación de las velas.

Gulliver saludó y dijo:

—Nornordeste, señor. Así derecho.

—Bien. Prepare una salva de saludo, señor Palliser. Tenemos que estar en Fort Londonderry en una hora.

Vio a Bolitho y le saludó con la mano.

—Quédese aquí si lo desea. —Cruzó la cubierta para reunirse con él, buscando con la mirada los ojos de Bolitho, apagados por el dolor, su horrible cicatriz al descubierto, a la vista de todos. Le dijo—: Conservará la vida. Debería sentirse afortunado. —Llamó al guardiamarina de guardia—. Suba a la arboladura, señor Lovelace, y eche un vistazo a la flota del fondeadero. Cuente los barcos e infórmeme en cuanto considere que ha visto suficiente. —Se quedó observando cómo el joven trepaba por los flechastes y añadió—: Como el resto de nuestros jóvenes caballeros, ha madurado en este viaje. —Miró a Bolitho—. Y eso se aplica a usted más que a ningún otro.

Bolitho dijo:

—Me siento como si tuviera cien años, señor.

—No esperaba menos. —Dumaresq rió entre dientes—. Cuando esté al mando de su propio barco, recordará los peligros, espero, pero me pregunto si sentirá tanta compasión como yo por sus tenientes jóvenes.

El comandante se giró hacia popa, y Bolitho vio cómo sus ojos se iluminaron de interés. Sin mirar para comprobarlo supo que ella había subido a cubierta para ver la isla. ¿Cómo la vería ella? ¿Cómo un refugio temporal o como una prisión?

Egmont no parecía cambiado tras su penosa experiencia. Caminó hasta el costado y comentó:

—Este lugar ha cambiado muy poco.

Dumaresq conservó el tono flemático de su voz:

— ¿Está seguro de que encontraremos a Garrick aquí?

—Completamente seguro. —Vio a Bolitho y le saludó secamente con una ligera inclinación de cabeza—: Veo que está recuperado, teniente.

Bolitho esbozó una sonrisa forzada.

—Sí, señor, gracias. Duele, pero estoy entero.

Ella se unió a su esposo y dijo imperturbable:

—Los dos le estamos agradecidos, teniente. Usted nos salvó la vida. Nunca podremos agradecérselo bastante.

Dumaresq los observaba de hito en hito, como un cazador.

—Es nuestro cometido —dijo—. Pero algunas obligaciones son más provechosas que otras. —Se apartó de ellos mientras añadía—: Lo único que pido es ver a Garrick, maldito sea. Han muerto demasiadas personas por culpa de su codicia, su ambición ha dejado demasiadas viudas.

Palliser hizo bocina con las manos:

—Aferrar la trinquete.

La serenidad de Dumaresq se desvaneció mientras decía bruscamente:

—Maldita sea, señor Palliser, ¿qué demonios está haciendo Lovelace ahí arriba?

Palliser levantó la vista hacia las crucetas del palo mayor, donde el guardiamarina Lovelace estaba sentado en precario equilibrio, como un mono en una rama.

Egmont se olvidó de Bolitho y de su esposa y dedicó toda su atención al cambio de humor del comandante.

— ¿Qué le preocupa?

Dumaresq retorció sus fuertes dedos en los faldones de la casaca.

—No estoy preocupado, señor. Sólo interesado.

El guardiamarina Lovelace bajó deslizándose por una traversa y aterrizó en cubierta con un ruido sordo. Tragó saliva, visiblemente encogido bajo las miradas de todos ellos.

Dumaresq le preguntó suavemente:

— ¿Tenemos que esperar, señor Lovelace? ¿O es que se trata de algo tan maravilloso que no podía cantárnoslo desde el palo?

Lovelace balbució:

—Pe... pero, señor, ¿no me pidió que... que contara los barcos? —Hizo un nuevo intento por explicarse—: Sólo hay un buque de guerra, señor, una fragata grande.

Dumaresq dio algunos pasos arriba y abajo mientras ponía en orden sus ideas.

— ¿Uno, dice? —Miró a Palliser—. La escuadra debe de haber sido requerida en otro sitio. Quizá hacia el este, en Antigua, para escoltar al almirante.

Palliser dijo:

—Es posible que haya algún oficial de graduación aquí, señor. Quizá en la fragata. —Mantuvo el rostro inexpresivo. A Dumaresq no le gustaría recibir órdenes de otro comandante.

A Bolitho todo aquello no le importaba. Se acercó más al pasamano del alcázar y vio cómo ella apoyaba la mano en él.

Dumaresq gritó:

— ¿Dónde se ha metido ese maldito chupatintas? ¡Envíen a buscar a Spillane inmediatamente! —Dirigiéndose a Egmont, dijo—: Tengo que discutir algunos pequeños detalles con usted antes de que echemos anclas. Venga conmigo, por favor.

Bolitho se acercó a ella y le tocó ligeramente la mano. La notó tensa, como si compartiera su dolor; le dijo suavemente:

—Amor mío. Esto es un infierno para mí.

Ella no se giró para mirarle, pero dijo:

—Prometió ayudarme. Por favor, será deshonroso para ambos si continúa. —Entonces le miró imperturbable, aunque los ojos le brillaban demasiado cuando afirmó—: Nada habrá valido la pena si se empeña en ser infeliz y destruir su vida por algo que es valioso para los dos.

Palliser gritó:

— ¡Señor Vallance! ¡Preparados para disparar la salva de saludo!

Los hombres corrieron a sus puestos mientras el barco, indiferente a todos ellos, continuaba entrando en la bahía.

Bolitho la cogió de la mano y la condujo hasta la escala de cámara.

—Un montón de humo y polvo llegará directamente aquí. Será mejor que vaya abajo hasta que estemos más cerca de la costa. — ¿Cómo era capaz de hablar tan tranquilamente de temas triviales? Añadió—: Tengo que volver a hablar con usted.

Pero ella había desaparecido ya entre las sombras escalera abajo.

Bolitho volvió sobre sus pasos y vio a Stockdale observando desde la pasarela de estribor. Su cañón no era necesario para la salva de saludo, pero él se mostraba tan interesado como era habitual. Bolitho dijo:

—Parezco sufrir una especie de amnesia cuando se trata de encontrar las palabras adecuadas, Stockdale. ¿Cómo puedo agradecerle lo que hizo por mí? Si le ofrezco una recompensa, sospecho que se sentirá insultado. Pero las palabras no son nada comparadas con lo que siento.

Stockdale sonrió.

—El hecho de tenerle entre nosotros vivo es suficiente. Un día será usted comandante, señor, y entonces seré recompensado. Necesitará un buen timonel. —Asintió mirando a Johns, el timonel personal del comandante, distinguido y reservado, con su casaca de botones dorados y sus calzones a rayas—. Como el viejo Dick. Ahí lo tiene, ¡un hombre acomodado!

Aquella charla parecía divertirle mucho, pero el resto de sus palabras se perdió con el estruendo de los cañones.

Palliser esperó la respuesta del fortín del fondeadero y luego dijo:

—El señor Lovelace tenía razón acerca de la fragata. —Bajó el catalejo y miró gravemente a Bolitho—. Pero se equivocó al no notar que lleva bandera española. ¡Dudo que al comandante le parezca divertido!

 

Bulkley dijo con inquietud:

—Creo que debería descansar. Lleva horas en cubierta. ¿Qué es lo que intenta, suicidarse?

Bolitho observó los edificios arracimados alrededor del fondeadero, los dos fortines situados estratégicamente a cada uno de los lados como achaparrados centinelas.

—Lo siento. Sólo estaba pensando. —Se tocó con cuidado la cicatriz. Quizá estuviera completamente curada, o parcialmente cubierta por el pelo, antes de que volviera a ver a su madre. Ya había tenido bastante con ver llegar a casa a su marido sin un brazo como para tener que enfrentarse ahora a la idea de que su hijo estaba totalmente desfigurado. Añadió dirigiéndose al médico—: También usted ha hecho mucho por mí.

—«¿También?» —Los ojos del médico bizquearon tras sus anteojos—. Creo que ya comprendo.

— ¡Señor Bolitho! —Palliser apareció en lo alto de la escalerilla—. ¿Se encuentra lo bastante fuerte como para bajar a tierra?

— ¡No puedo admitir eso! —protestó Bulkley—. ¡A duras penas puede mantenerse en pie!

Palliser se les quedó mirando con los brazos en jarras. Desde el momento en que habían echado anclas y habían bajado los botes había tenido que enfrentarse a un problema tras otro, sobre todo abajo, en el camarote del comandante. Dumaresq estaba colérico, si había que juzgar su estado de ánimo por el volumen de su voz, y Palliser no tenía más ganas de discutir.

— ¡Deje que lo decida él, maldita sea! —Miró a Bolitho—. A mí me faltarán hombres, pero por alguna razón, el comandante quiere que usted baje a tierra con él. ¿Recuerda nuestra primera entrevista? Necesito que todos y cada uno de mis oficiales y marineros trabajen en mi barco. No importa cómo se sienta, debe seguir. Mientras no se desplome o sea absolutamente incapaz de moverse, continuará siendo uno de mis oficiales, ¿queda claro?

Bolitho asintió, de alguna manera complacido de que Palliser mostrara tan mal genio.

—Estoy dispuesto.

—Bien. Entonces cámbiese de ropa. —Como si acabara de recordarlo añadió—: Tendrá que llevar su sombrero.

Bulkley le observó alejarse a grandes zancadas y estalló irritado:

— ¡Es incapaz de razonar! ¡Por Dios, Richard, si no se siente seguro, pediré que le permitan quedarse a bordo! El joven Stephen puede ocupar su puesto.

Bolitho iba a negar con la cabeza, pero una punzada de dolor le hizo contraer el rostro.

—Se lo agradezco, pero estaré bien. —Caminó hacia la escala mientras añadía—: Sospecho que existe alguna razón especial por la que quiere llevarme con él.

Bulkley asintió:

—Está usted empezando a conocer muy bien a nuestro comandante, Richard. ¡Nunca actúa sin un propósito concreto, nunca regala una sola guinea si no está seguro de que le reportará un beneficio de dos!

—Pero la sola idea de dejar de estar a su mando —suspiró él— es peor que tener que soportar sus insultos. ¡La vida debe de parecer algo muy sórdido después de haber servido con Dumaresq!

Ya casi anochecía cuando Dumaresq decidió desembarcar. Había enviado a Colpoys por delante con una carta de presentación a la casa del gobernador, pero a su vuelta, el oficial de marina le había informado de que en la residencia sólo se encontraba el gobernador suplente.

Dumaresq había comentado cortante:

—Confío en que no ocurra lo mismo que en Río.

Ahora, en la yola del comandante, bajo una brizna de aire fresco que hacía el viaje algo más soportable, Dumaresq se sentó en su postura habitual, con ambas manos sujetando la espada, la mirada fija en la costa.

Bolitho se sentó a su lado, decidido a soportar el dolor y los recurrentes accesos de vértigo pero sudando profusamente a causa de ello. Concentró su atención en los barcos fondeados y en las idas y venidas de los botes de la Destiny, que transportaban a tierra a los enfermos y los heridos y volvían cargados de vituallas para el contador del navío.

Dumaresq dijo de repente:

—Un poco hacia estribor, Johns.

El timonel movió la caña del timón sin inmutarse. Casi sin abrir la boca, por la comisura de los labios, murmuró:

—Ahora podrá verla bien, señor.

Dumaresq le dio un codazo a Bolitho.

—Es un picarón, ¿eh? ¡Conoce mis pensamientos incluso mejor que yo!

Bolitho observó el barco español elevándose junto a ellos. Parecía más un buque de cuarta categoría, una versión reducida, que una verdadera fragata. Era viejo, y toda la popa y las ventanas del camarote estaban rodeadas de elaboradas molduras doradas; pero se mantenía bien conservado, con una apariencia de ser muy eficaz en acción, lo que resultaba poco habitual en un barco español.

Dumaresq estaba pensando lo mismo, y murmuró:

—El San Agustín. No es una vieja reliquia de La Guaira o Portobelo. Diría que procede de Cádiz o Algeciras.

— ¿Cambia mucho las cosas eso, señor?

Dumaresq se giró hacia él irritado, pero se serenó casi con la misma rapidez.

—No estoy siendo una buena compañía. Después de todo lo que usted ha sufrido estando bajo mi mando le debo por lo menos un poco de buena educación. —Observó el otro barco con interés profesional, de la misma forma que Stockdale había estudiado las otras dotaciones de artillería—. Cuarenta y cuatro cañones por lo menos. —Pareció recordar la pregunta que le había hecho Bolitho y prosiguió—: Es posible. Hace unos meses, incluso semanas, era un secreto. Los españoles sospechaban que podía haber alguna pista acerca del tesoro perdido del Asturias. Pero ahora parecen tener algo más que meras sospechas. El San Agustín está aquí para seguir los pasos de la Destiny y evitar la indignación de Su Majestad Católica si no compartimos con ellos la información que tenemos. —Sonrió siniestramente—. Tendremos que encargarnos de eso. No tengo ninguna duda de que hay por lo menos una docena de catalejos observándonos, así que no les mire más. Deje que sean ellos quienes se preocupen por nosotros.

Dumaresq vio que el desembarcadero estaba sólo a unos cincuenta metros de distancia y dijo:

—Le he traído conmigo para que el gobernador pueda ver su cicatriz. Es una prueba mejor que cualquier otra cosa de que estamos trabajando para nuestros superiores en el almirantazgo. Nadie tiene por qué enterarse de que obtuvo tan honorable herida mientras buscaba agua para nuestra sedienta tripulación.

Un pequeño grupo esperaba el bote en el desembarcadero mientras éste maniobraba; había algunos uniformes rojos entre aquellas personas. Era siempre lo mismo. Noticias de Inglaterra. Información del país que les había destinado a un lugar tan lejano, algo que les ayudara a mantener el contacto, algo de enorme valor para ellos.

— ¿Dejarán en libertad a los Egmont, señor? —preguntó Bolitho. Levantó la barbilla, sorprendido de su propia imprudencia, sintiéndose atrapado por la mirada de Dumaresq—. Me gustaría saberlo, señor.

Dumaresq le estudió con aire de gravedad durante unos instantes.

—Es importante para usted, me doy cuenta. —Apartó la espada de entre las piernas disponiéndose a saltar a tierra. Luego dijo sin ambages—: Es una mujer muy deseable, eso no se lo discuto. —Se puso en pie y se ajustó el sombrero con meticulosidad—. No sé de qué se asombra tanto. No estoy completamente ciego ni soy del todo insensible. En cualquier caso puedo sentir envidia más que otra cosa. —Le dio una palmada en el hombro—. Pero ahora vamos a ver al gobernador suplente de este pedacito del imperio, sir Jason Fitzpatrick; después quizá considere su problema.

Agarrando su sombrero con una mano y sosteniendo la espada en la otra, Bolitho siguió al comandante a tierra. Su despreocupado beneplácito respecto a lo que él sentía por la esposa de otro hombre parecía haberle cortado las alas por completo. No era de extrañar que el médico no soportara la perspectiva de estar a las órdenes de alguien más reposado y predecible.

Un joven capitán de la guarnición saludó y exclamó:

— ¡Dios mío! ¡Caballeros, es una fea herida!

Dumaresq observó el embarazo de Bolitho y puede que hasta le hiciera un guiño.

—El precio del deber. —Ofrecía un aspecto de gran solemnidad—. Su cumplimiento puede pagarse de muchas maneras.