18
Maya
Unos golpes en la puerta despertaron a Maya de un sueño en el que caía desde la parte más alta de la Gran Muralla a un abismo que se abría por debajo. Por un momento, aunque estaba en la cama esforzándose por levantarse y contestar, notó esa sensación en el estómago de cuando caes de una gran altura. Cuando por fin logró levantarse, tuvo que agarrarse al borde de la cama para no perder el equilibrio. Los golpes en la puerta no cesaron mientras ella se ponía el albornoz del hotel y miraba el reloj. Eran las 5.40.
En cuanto Maya abrió la puerta, irrumpió por ella una Susannah pálida y con la mirada enloquecida. Ya le había pasado antes. Mujeres que están a punto de tener el bebé que tanto han ansiado y que se derrumban. ¡Cuántas horas había pasado Maya sentada en una habitación de hotel de China escuchando los miedos y preocupaciones de la futura madre sobre el bebé que estaba a punto de tener en sus brazos! Una vez ocurrió justo en el pasillo, cuando el grupo se dirigía a la habitación donde los bebés los estaban esperando. Maya había tenido que hacer esperar a todo el mundo durante más de una hora mientras calmaba a la mujer y los llantos inquietos de los bebés se hacían cada vez más intensos en aquel edificio con excesiva calefacción.
—Tienes que decírmelo ahora —le exigió Susannah. Era delgada, llevaba un pijama rosa muy divertido, decorado con caniches, y estaba temblando—. ¿Qué le pasa al bebé?
Maya llenó la tetera eléctrica con agua y se dispuso a preparar té para las dos. Metió las hojas sueltas de té en los contenedores plateados en forma de cuchara y los colocó en las tazas. La tetera silbó en un santiamén y Maya le tendió una taza de té humeante a Susannah, que se había dejado caer en uno de los sillones orejeros. Tenía unas ojeras oscuras de rímel bajo los ojos.
—¿Le pasa lo mismo? ¿Es como Clara? —preguntó Susannah. Sostuvo la taza con ambas manos pero no bebió.
—Susannah —respondió Maya, y dio unos sorbos al té de sabor floral—. Blossom está bien.
Está sana. Le encanta la música y sonríe cuando la oye.
—El guía, ese Elvis, dijo que no había problema —explicó Susannah.
El miedo no conocía la lógica. Maya lo entendía perfectamente. En la ambulancia que las llevaba a ella y a su bebé al hospital de Honolulu a toda velocidad, Maya había pensado que si podía sostener a su hija le podría salvar la vida. Había creído que si le prometía cosas a Dios (dejar su trabajo, dar de comer a los pobres, ir a la iglesia) Maile viviría. Nada de eso tenía sentido. Su hija murió a causa de las heridas en la cabeza que había sufrido al caérsele de entre los brazos, y no había tratos ni amor de madre que pudieran cambiar eso.
Maya dijo:
—Esta niña está bien. Y la querrás y serás una madre maravillosa para ella. Lo sé, Susannah.
Cuando Susannah rompió a llorar, Maya sintió que el alivio la invadía como el sol naciente.
Después de que Susannah se marchara, aún llorosa pero lista ya para lo que le esperaba, Maya descorrió las pesadas cortinas y miró cómo el sol se esforzaba por salir a través de la niebla de polución y nubes que flotaba sobre la ciudad.
Dentro de cinco horas una mujer pronunciaría el nombre de Maya y cuando ella diera un paso adelante le pondrían un bebé en los brazos. Su propio miedo despertó en su interior. ¿Con cuánta fuerza podía sostener a un bebé en brazos? No dudaba que querría a su hija. Maya conocía la enormidad del amor que sentía una madre. Pero en aquellos momentos, mientras observaba la ciudad que cobraba vida por debajo de ella, le preocupaba que, sabiendo lo que los hijos pueden hacer con tu corazón, no fuera a ser capaz de sostener a otro. Emily la había llamado valiente. Maya no se sentía valiente aquella mañana. En cambio, igual que Susannah, quizá igual que todas y cada una de las mujeres que esperaban en las habitaciones de ese hotel, tenía miedo de volver a enamorarse.
Las familias llenaban las cunas vacías con mantas suaves tejidas a mano que habían traído de casa, y con perros, conejos y cerdos de peluche. Se atrevían a sacar del equipaje la ropa de bebé que con tanto cariño habían elegido tiempo atrás, cuando aquel día parecía terriblemente lejano, y a guardarla con esmero en un cajón del tocador. Colocaban el talco para bebés, la crema para la dermatitis del pañal y el champú No Más Lágrimas en la encimera del baño, junto a esponjas blandas en forma de pato y toallas rosadas con las iniciales bordadas. Ponían en fila los ejemplares de Buenas noches, Luna y de Te quiero, Niña Bonita sobre la cómoda y dejaban juguetes esparcidos por la habitación: juguetes que tocaban música de Mozart, juguetes con ruedas y juguetes de cuyo interior aparecía Paco Pico. Las familias preparaban las habitaciones de hotel para sus bebés. Y luego se preparaban ellos.
Se vestían de domingo, comprobaban tres veces la batería de la cámara y la bolsa de los pañales. Se acicalaban, se miraban y se arreglaban hasta que ya no quedaba nada más que hacer salvo salir de la habitación, coger el ascensor y bajar al vestíbulo donde estarían esperando los demás. Subirían todos al autobús, se sentarían en su lugar habitual y recorrerían aquellas calles llenas de tráfico rumbo a su futuro.
En su doble papel como futura madre y directora de la agencia de adopción Red Thread, Maya hizo todas esas cosas y también llenó su maletín con los papeles para la directora del orfanato y los documentos que cada uno firmaría cuando aceptaran a su bebé. Maya pensó que si se concentraba en ese papel quizá no temblaría tanto. Quizá ganara confianza. Quizá todo iría bien de verdad.
En el autobús reinaba un silencio poco habitual. La atmósfera estaba cargada del característico olor a tubo de escape que impregnaba el aire en aquel lugar y de una mezcla de los perfumes de todos.
—Es un viaje de quince minutos —anunció Elvis desde su asiento al frente del autobús. Su peinado Pompadour negro azulado relucía—. Luego entraremos en el ayuntamiento e iremos a la sala de espera. Y después… —hizo una pausa y sonrió de oreja a oreja— después entraremos en la habitación donde los bebés están esperando mamás y papás.
A Maya le dio la sensación de que todo el autobús contenía el aliento. Se obligó a respirar.
Por delante de ella veía la parte superior de las cabezas de Nell y Benjamín, inclinadas una hacia otra.
Benjamín había llamado a Maya el día en que llegaron las asignaciones. Tenía programado salir rumbo a Cerdeña para navegar aquel fin de semana siguiente. «Está sana, ¿verdad?», le había preguntado a Maya. «Y es adorable, ¿no?» Cuando le contestó que sí, que estaba sana y era adorable, Maya añadió: «Y es tu hija.»
—¡Y yo creía que quería navegar por el mundo! —había dicho él.
En aquel momento, en el autobús, Maya le oyó decir con voz tranquilizadora:
—¿Recuerdas que en nuestra primera cita no podíamos hablar de otra cosa que no fuera El Gran Gatsby? ¿Recuerdas lo mucho que nos gustaba ese libro? ¿Y que aquella misma noche dijimos que en el caso improbable de que acabáramos casados le pondríamos a nuestro primer hijo el nombre de uno de los personajes?
—Cuéntamelo otra vez —le pidió Nell en voz baja.
—Tú llevabas un abrigo de cachemira. Y lápiz de labios rojo. Fuimos a Casa Romero en Boston y tú te comiste todo mi cerdo. Bebimos demasiados margaritas y hablamos de El Gran Gatsby. Durante toda la noche no pude dejar de pensar en cómo podría convencerte para que volvieras a salir conmigo.
—No es verdad —dijo Nell, y se rió suavemente.
—No tengas miedo —la tranquilizó Benjamín.
Sin embargo, Maya sentía todo el miedo de los demás. Emanaba de ellos y se mezclaba con el olor a tubo de escape y a perfume. Ella ya había tenido un bebé, y lo que sentía en aquellos momentos, lo que sentían todos, no era distinto de lo que sintió cuando Adam y ella corrieron al hospital para tener a su hijo. Entonces, al igual que ahora, el miedo, el amor y la esperanza superaron a todo lo demás. Hasta el momento en que, nueve horas más tarde, le entregaron a su hija. En aquel momento todo se concentró en una sola cosa: el amor de una madre. No había nada igual. Nada. Estaba compuesto de todas las otras emociones: miedo, terror, inquietud, esperanza, alegría y fe. Maya se preguntó si sentiría lo mismo esa vez, cuando le entregaran a su bebé. ¿Podría sentirlo dos veces? ¿Podría amar a esa niña, a esa desconocida?
El autobús se detuvo delante de un edificio corriente de bloques de hormigón.
—Vamos, mamás y papás —dijo Elvis.
Con la apertura neumática de las puertas el ambiente cambió y todo el mundo pasó de serio a atolondrado. En aquel edificio les estaban esperando sus bebés. Salieron precipitadamente del autobús y siguieron la brillante chaqueta azul de Elvis hasta el interior del ayuntamiento, subiendo un tramo de escaleras y llegando a una sala de espera.
Emily y Michael tomaron a Maya del brazo, cada uno por un lado, y caminaron con ella.
—Nuestras hijas serán amigas para siempre —afirmó Emily.
Michael dijo:
—Piénsalo, Maya. Fiestas de pijamas, meriendas y visitas a Santa Claus. Beatrice y Honor codo con codo.
Si sus amigos no la estuvieran haciendo avanzar, Maya pensó que no hubiera sido capaz de seguir adelante. Porque al estar allí rodeada por los rostros expectantes de aquellas personas y oír el sonido distante del llanto de unos bebés, Maya se dio cuenta de que no podía hacerlo. No podía arriesgarse a querer a otro bebé. No podía volver a caer desde tan alto.
Emily estaba hilando un futuro en el que sus hijas se harían amigas íntimas y Maya y Emily envejecerían juntas. Estaba hablando de los primeros pasos, de perder los dientes de leche, de aprender a montar en bicicleta. Maya aminoró el paso, pero Emily y Michael la animaron a entrar en aquella habitación.
Maya vio a Sophie y a Theo que se reían juntos y a Benjamín que grababa un vídeo de todos los que estaban allí esperando, a Nell pintándose los labios y a Cárter grabando en video a Benjamín grabando en video.
—No puedo —dijo Maya. Creyó que lo había dicho en voz alta, pero nadie la oyó. Emily no le soltó el brazo.
La puerta se abrió, Elvis les brindó su amplia sonrisa y les dijo:
—Vuestros bebés están listos para recibiros. —Se hizo a un lado para que los padres pudieran salir a toda prisa.
—No puedo hacer esto —dijo Maya.
Otra persona la agarró del brazo y la miró directamente a los ojos.
—Podemos hacerlo —afirmó Susannah—. Ven conmigo. Entraremos ahí las dos juntas. Y cogeremos en brazos a nuestras hijas y las querremos con locura.
Maya movió los pies sin saber cómo, uno delante del otro, por aquel largo pasillo, con la mano de Susannah sujetando la suya con firmeza.
Sin saber cómo, entró en la sala de conferencias donde se encontraban las «tías», las cuidadoras del orfanato, todas erguidas y con un bebé en brazos.
La directora del orfanato estaba en el centro de la habitación con una carpeta con pinza en las manos. Llevaba la cara demasiado empolvada. Tenía una mancha de lápiz de labios en un diente delantero.
Sin hacer ningún comentario de introducción, dijo:
—Señor y señora Walker-Adams.
Confusos, Nell y Benjamín avanzaron. Cárter grabó en video todos sus movimientos cuando una de las tías les entregó a su bebé.
Rápidamente fueron diciendo todos los nombres y todas las parejas avanzaron. Los bebés iban vestidos con dos pares de pijamas con pie raídos. Ponían cara de sorpresa, primero Jordán, luego Blossom, Ella y Beatrice, cuando eran puestos en brazos de sus madres.
Entonces oyó que decían su nombre.
—Maya Lange.
—No puedo —dijo.
Emily, Susannah, Sophie e incluso Nell la rodearon con sus bebés ya acomodados entre sus brazos.
Maya extendió los brazos.
Una de las tías la saludó con la cabeza. Avanzó hacia Maya. Llevaba una niña con pijama color púrpura. La tía dejó a la niña en brazos de Maya y se apartó.
Maya contuvo el aliento. Miró a su hija a los ojos. Su hija le devolvió la mirada.
A Maya le sobrevino una sensación de calma, la misma sensación que había tenido cuando le habían entregado a Maile hacía nueve años en Honolulu.
—Hola, hija —susurró.