4
Maya
La pareja que estaba delante de Maya, de pie en la entrada de su despacho, tenía un problema. Se dio cuenta por la forma en que los hombros de la mujer caían hacia adelante, como si se estuviera plegando para encerrarse en un capullo. El hombre tenía la mandíbula tensa y los ojos inyectados en sangre. Tampoco se había afeitado, lo cual hizo que Maya se preguntara si habría pasado la noche despierto.
—La semana pasada estuvimos en la orientación —dijo el hombre—. Nos preguntábamos si podría dedicarnos un minuto de su tiempo.
—Por supuesto —contestó Maya, aunque nunca había un minuto libre en su agenda.
Tenía que revisar las carpetas del grupo que estaba previsto que viajara a China la semana próxima para recoger a sus bebés. Le preocupaba que algo pudiera salir mal. Algunas veces una pareja cambiaba de opinión al llegar a China. Algunas veces el bebé estaba enfermo, o era distinto, o su desarrollo era preocupante. Entonces, Maya tenía que improvisar cambios de última hora o esperar a que se revisaran rápidamente los informes médicos enviados por fax al hospital infantil Hasbro.
Las familias estaban en China, lejos de ella durante los diez días enteros. Maya se preocupaba.
Todos aquellos bebés cuyas fotografías tenía extendidas delante de ella parecían estar sanos y bien. El orfanato los colocaba posando frente a unas grandes frutas de plástico: los plátanos, las piñas y los melones descollaban por encima de los niños, que estaban sentados con aire confuso con unas chaquetas de seda de un rojo intenso. Pero Maya no era tan tonta como para fiarse de las fotografías. La pareja entró en la oficina cuando hizo un gesto hacia las sillas que había frente a su mesa. Al ver las fotos de todos esos bebés extendidas sobre el escritorio, la mujer rompió a llorar.
Maya recogió las fotografías en un montón y las colocó bocabajo junto a ella. Luego les tendió la caja de pañuelos de papel que tenía en la mesa. La gente lloraba en aquel despacho. Lloraban por el nerviosismo de la espera de la asignación. Lloraban cuando dicha asignación llegaba y podían ver una foto de su bebé por primera vez. Y lloraban cuando Maya tenía que decirles que su solicitud había sido rechazada.
La mujer asintió y cogió un pañuelo. Pero no se sonó la nariz ni se enjugó las lágrimas.
Simplemente lo arrugó en la mano.
—Echamos un vistazo a la información —dijo el hombre—. Incluso empezamos a rellenar los formularios.
—¿Son muy meticulosos cuando investigan los antecedentes? —soltó la mujer, y se irguió en su asiento.
El hombre se mordía el labio inferior.
—Son bastante concienzudos —respondió Maya, a sabiendas de que aquélla no era la respuesta que querían—. El mes pasado tuve una pareja —continuó diciendo—, al marido lo habían arrestado hace años, en la universidad, por posesión de marihuana. En realidad fue algo sin importancia. Pero la pareja decidió ocultarlo y cuando los descubrieron su solicitud fue rechazada.
—Pero ¿y si hubieran dicho la verdad? —preguntó la mujer. Había parado de llorar y el rímel le dejaba unas manchas negras en los ojos.
Maya se encogió de hombros.
—No puedo decirlo con seguridad. Pero es posible que como fue hace mucho tiempo y él era tan joven cuando pasó…
—Se trata de Gary —explicó la mujer sin mirar a su marido—. Cuando iba al instituto estaba en el equipo de hockey, ¿sabe? Y una noche, después de un partido, se fueron todos de copas y hubo un accidente.
Se calló.
Maya esperó, pero la mujer se limitó a hundirse otra vez en la silla.
—Dos de mis amigos murieron —dijo Gary en voz baja—. Yo estaba borracho y conducía —meneó la cabeza, como si lo que había dicho siguiera sin tener ningún sentido—. Ocurrió hace más de veinte años —añadió.
—Lo hemos probado todo —dijo la mujer—. Durante los últimos cinco años me han pinchado, me han sometido a rayos X, me han inseminado y todo lo que pueda imaginar. Nos hemos gastado más de treinta mil dólares intentando quedarme embarazada, y un día aparece mi vecina con ese precioso bebé de China. Y me dice que la ha adoptado a través de su agencia. Acudió a usted y un año después estaba en mi salón con su hija. Después de estar aquí la otra noche, fui capaz de imaginar de verdad que podría ocurrir. Por fin. Estaba tan emocionada que empecé a rellenar los papeles, ¿sabe? Y entonces llegué a la parte sobre la comprobación de los antecedentes penales y las huellas digitales y me di cuenta de que no vamos a poder adoptar un bebé.
—Fue hace veinte años —repitió su marido.
—Conozco a una mujer —dijo Maya— que también fue responsable de la muerte de alguien. De la muerte de su propio hijo. Y su culpabilidad es tan grande que no quiere que nadie lo sepa. De manera que no quiere rellenar los papeles porque tendría que responder preguntas sobre lo ocurrido y tal vez le dijeran que lo que había pasado era tan terrible que no merecía una segunda oportunidad.
—¿Pero por qué no debería tener a mi bebé sólo por lo que él hizo? —preguntó la mujer, y se echó a llorar de nuevo.
—Lo que digo es que deberían contar lo ocurrido, y quizá entonces puedan seguir adelante con el proceso y tener al bebé. No como esta mujer que conozco, que tiene demasiado miedo de volver a perder algo —aconsejó Maya.
Se quedaron sentados en silencio un momento.
Luego la mujer dijo:
—No sé si tengo aguante para pasar por todo esto y al final no conseguir un bebé.
Maya asintió.
—Lo único que digo es que deberían considerar seguir adelante.
Cuando salieron de su oficina, el marido le puso la mano en la espalda a su esposa y Maya vio que la mujer se encogía al notarlo. Deseó que rellenaran los formularios y no se escondieran de su pasado. Con cuidado, volvió a extender las fotografías de los bebés en la mesa. Ver los rostros candorosos de los bebés la calmaba.
Cuando sonó el teléfono fue capaz de contestar sin mostrar indicios de lo que había ocurrido en su despacho con la pareja.
—¿Maya? Soy Jack Sullivan.
Afloró de nuevo el mismo sentimiento, el que había tenido cuando él la había besado tan brevemente después de la cena.
—El próximo fin de semana voy a estar en Providence y pensé que quizá podría comprarte un trozo de tarta.
—No lo sé —dijo Maya. Intentó pensar en alguna excusa, pero tenía la mente en blanco.
—¿Tal vez un café rápido? —estaba diciendo Jack.
¿Qué daño podía hacerle un café?, se preguntó Maya.
—De acuerdo —respondió.
—No te emociones tanto —se rió Jack.
—Lo siento —dijo ella—. Es que estoy ocupada.
Quedaron en encontrarse, y Maya colgó el teléfono tan pronto como pudo.
Se preguntó qué tendría ese hombre en concreto que hacía que actuara de esa manera. En realidad no era muy distinto a los otros hombres con los que Emily había intentado que saliera. No lo encontraba especialmente atractivo. ¡Esa barriga! Y tenía muy poco pelo. Pero hacía años que no estaba de verdad con un hombre y quizá aquel beso le había recordado todo aquello a lo que había renunciado. En aquel momento había percibido su aroma, a jabón y lima. Unos cuantos años atrás, en un esfuerzo por intentar conectar con alguien, había tenido algunas relaciones breves y desacertadas. Pero el sexo no había sido satisfactorio, y su incapacidad para sentirse a gusto y confiada había terminado rápidamente las cosas.
Y ahora ahí estaba ese Jack Sullivan. Un hombre muy agradable. Intentó imaginárselo desnudo, pero la idea le dio risa. Su marido había sido un hombre grande y fornido. Al pensar en él en aquel momento fue capaz de recordar con claridad cómo se le movían los músculos de los brazos cuando manejaba los remos de su kayak, cómo la hacían sentir sus manos grandes cuando le acariciaban el pelo, los pechos, la hendidura del vientre entre los huesos de la cadera.
Maya hizo girar la silla hacia el ordenador con el salvapantallas de peces tropicales de colores nadando e hizo clic en Google.
Adam Xavier, escribió. Le temblaban los dedos sobre el teclado. A veces él la llamaba Madame X y eso hacía que se sintiera segura, no sabía por qué. Resulta ridicula la facilidad con la que una persona puede engañarse a sí misma y creerse que no puede ocurrir nada malo, que está a salvo de la catástrofe.
El ordenador parpadeó y luego apareció ante sus ojos el nombre de Adam, una y otra vez.
Tenía muchas publicaciones, lo vio incluso a través de las lágrimas que le inundaban los ojos.
Quizá entonces ya estuviera calvo y fofo, como Jack Sullivan. Podían pasar muchas cosas en una década. Fue bajando la mirada por la lista, le dio a «siguiente» y vio cómo su nombre aparecía otra vez. Maya hizo clic en una entrada en la que salía Santa Barbara. Él también se había marchado de Hawái y se había incorporado a la facultad de la Universidad de California hacía ocho años; justo cuando ella había empezado con la agencia Red Thread.
Maya hizo clic otra vez. «Adam Xavier y su esposa Carly dieron la bienvenida a una hija, Rain, el 6 de junio.»
Maya tragó saliva y volvió a leerlo, como si esa segunda vez no fuera a aparecer una esposa, ni una hija.
Rain.
A él no le gustaban ese tipo de nombres. ¿Acaso no se había reído cuando un colega de ambos había llamado Summer a su hija? La entrada era de la revista de los alumnos de la Universidad de Hawái. De 2006. Adam tenía una esposa y una hija de dos años.
Maya intentó imaginárselo de una forma distinta a cuando era su marido. Pensó en su determinación y en su confusión el día en que le había hecho esa tarta. Pensó en su rostro transido de dolor aquella noche en la sala de urgencias del hospital, el ruido del granizo que golpeaba contra las ventanas como si fueran pelotas de golf y que abollaba los automóviles en el aparcamiento.
Aquel granizo que les había abollado el coche de tal forma que cuando aquella larga noche terminó y volvían por fin a casa, Maya no pudo abrir la puerta del acompañante. En lugar de eso tuvo que entrar por el lado del conductor y pasar por encima del cambio de marchas, con lo que derramó el café frío que había dejado en el posavasos. Pensó en cómo esa mirada acusadora había ido nublando los ojos azules de Adam durante los meses anteriores a que ella se diera cuenta de que tenía que dejarlo y marcharse de Honolulu.
Maya volvió a hacer clic en el botón de «siguiente» y aparecieron aún más entradas.
Pero se sentía cansada y triste. No necesitaba leer nada más.
Unos golpes firmes en la puerta la sobresaltaron. Maya levantó la vista y allí estaba Nell Walker-Adams. La hizo pasar con un gesto al tiempo que se preguntaba si el día podía empeorar más aún.
—Nell Walker-Adams… —empezó a decir la mujer.
—Sí —la interrumpió Maya—. Tome asiento, por favor.
Maya percibía el olor del cuero del maletín de Nell, el aroma cítrico de su perfume caro.
—Le pido disculpas —dijo Maya—. No he tenido ocasión de leer su carta. Tenemos a unas familias que se están preparando para ir a China y eso siempre supone mucho ajetreo por aquí.
—Sólo es una nota de agradecimiento —explicó Nell, que fijó la mirada en las fotografías.
—¿Una nota de agradecimiento? —preguntó Maya.
—Por la otra noche. La orientación.
—Ah.
Aquella mujer regía su vida según unas normas muy particulares. Maya no recordaba haber recibido una nota de agradecimiento formal desde la invención del correo electrónico.
Nell se quedó mirando una de las fotos y la cogió.
—Estos bebés —dijo—. ¿Están viviendo con familias?
—Sí.
—¿Y esas familias cuánto tiempo esperaron?
Maya reprimió el impulso de hacerle devolver la foto a su sitio.
—Catorce meses —respondió.
Nell examinó la fotografía y a continuación miró directamente a Maya.
—Yo no quiero esperar tanto tiempo.
Maya logró emitir un sonido de comprensión.
—El proceso —explicó—, el papeleo y el estudio del futuro hogar…
—¿Conoce esa casa de John Adams que está en Quincy? —preguntó Nell.
Maya frunció el ceño.
—Sí.
—Allí hay una escalera. La escalera principal. Está prohibido que nadie suba o baje por ella salvo una vez al año, el 4 de Julio. Ese día, sólo los descendientes de John Adams entran en la casa suben por esa escalera.
—Qué interesante —dijo Maya. Quería que Nell dejara la fotografía en la mesa. Quería que se marchara.
Nell sonrió, a Maya le pareció que con suficiencia.
—Mi esposo es uno de esos descendientes. De John Adams. Cada 4 de Julio asistimos a la fiesta de los Adams y él sube por esa escalera.
—Un linaje muy distinguido —comentó Maya con educación.
—¿Qué haría falta para ponerse a la cabeza de esta cola? —preguntó Nell con voz firme y mirada resuelta.
—No funciona así —respondió Maya.
—Todo funciona así.
—Todo salvo el gobierno chino —replicó Maya.
—Seguro que alguno de esos orfanatos se alegraría de recibir una donación generosa…
—Esos niños no se venden, señora Walker-Adams —dijo Maya. Se esforzó para que su voz no sonara desagradable.
Nell escudriñó el semblante de Maya.
—Por supuesto que no —coincidió al fin.
Miró otra vez la fotografía que seguía teniendo en la mano, una niña de nueve meses con una divertida mata de pelo negro y una expresión perpleja. Luego volvió a dejar la fotografía en la mesa, justo allí donde estaba antes, y se puso de pie.
—Gracias por pasar por aquí —dijo Maya—. Si tiene alguna otra pregunta, por favor, no dude en hacerla.
Mientras Nell recogía su maletín y se recolocaba bien la chaqueta hecha a medida, Maya añadió:
—Disfrute de la escalera.
—¿Cómo dice?
—El 4 de Julio —contestó Maya con una sonrisa forzada—. En unas pocas semanas su esposo volverá a subir por la escalera.
Maya se esperaba que el semblante de Nell no dejara traslucir nada, o quizá un atisbo de enojo o indignación. En cambio, su fachada se suavizó, aunque fuera muy levemente.
—Quiero un hijo —dijo en voz baja.
Si Maya fuera otra clase de persona, la habría consolado de algún modo. Pero se limitó a asentir, se sentó de nuevo y, antes incluso de que Nell hubiera salido del despacho, volvió a centrar su atención en los expedientes que tenía en la mesa.