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Las Familias

Nell

Lo único que Nell sabía era que aquella vez iba a salir bien. Ella era una persona que lograba sus objetivos. Corría ocho kilómetros todas las mañanas por Waterplace Park siguiendo el río, llegaba a casa, se duchaba, leía el New York Times y hacía el crucigrama (que siempre completaba, a bolígrafo), se comía un muffin inglés con mantequilla de cacahuete y se bebía dos tazas de café solo, luego recorría las diez manzanas hasta el trabajo, donde lo primero que hacía era confeccionar una lista de tareas pendientes. Lo último que hacía antes de apagar la luz de su mesilla era asegurarse de que había tachado todos los puntos. Y entremedias trabajaba como agente financiero, haciendo tratos con países de Asia. Había dominado el chino antes de licenciarse, el japonés cuando se licenció en Harvard con su máster en administración de empresas y acababa de matricularse en clases de tailandés por diversión.

Nell no tenía ninguna duda de que esta vez se quedaría embarazada. Cuando su esposo Benjamin había mencionado la posibilidad de la adopción, Nell había fingido considerarlo. Pero era ridículo.

Ellos tendrían sus propios hijos, y pronto. Las inyecciones de Pergonal que se administraba todos los días habían producido cinco óvulos aquel mes. Según las estadísticas, uno de ellos resultaría en un bebé. Lo único que tenía que hacer era tener sexo con Benjamin durante los siguientes tres días, asegurarse de quedarse en la cama después con una almohada bajo el trasero y no generar mucha mucosidad. Se pasó al café descafeinado y dejó de tomar vino en la cena. Si todas las cosas de su lista de tareas resultaban tan fáciles, al final se quedaría sin retos.

Aquella noche se puso el camisón de encaje que Benjamin le había regalado el día de San Valentín, el que la hacía sentirse cohibida. Nell prefería dormir con una de las raídas camisas Brooks Brothers de Benjamin antes que con lencería sexy. Pero Benjamin se había estado quejando de tener que hacer el amor según un programa y ella quería que estuviera conforme. Hasta se echó un poquito del perfume de Cartier que a él tanto le gustaba. La fragancia era demasiado empalagosa para su gusto. Pero Nell quería que todo estuviera bien. Dentro de dos semanas se haría una prueba de embarazo que saldría positiva. Bien valían la pena aquellas pequeñas concesiones.

Nell echó un vistazo a su lista: Cartier, velas, vino frío. Sonrió al ver la fila de cosas tachadas que llenaban la columna del lado izquierdo del papel.

—¿Nell? —la llamó Benjamin desde el piso de abajo—. ¿Estás arriba?

Oyó sus pasos por la escalera.

—¿Nell?

—Estoy aquí.

Apareció en la puerta del dormitorio con la chaqueta del traje sobre el brazo y la corbata ya aflojada. A Nell le gustaba su marido, la pelambrera rubia que siempre le caía sobre los ojos, el bronceado que mantenía todo el año por la navegación, la mandíbula cuadrada y los pómulos pronunciados, todas esas cosas por las que, el primer día de clase de empresariales, había sabido que pertenecía a un tipo de familia concreto. Por aquel entonces la lista de tareas pendientes de Nell contenía puntos más amplios. Harvard era uno de ellos. Casarse con un hombre como Benjamin, otro.

—¿Estás bien? —preguntó él sin entrar en la habitación.

—Más que bien —respondió Nell. Le sirvió una copa de vino y se la tendió—. Cinco óvulos —anunció, y aunque le pareció que él ponía un poco de mala cara, continuó—: ¡Cinco! Vamos por buen camino.

Benjamin entró en el dormitorio, tiró la chaqueta en el diván y tomó la copa que Nell le ofrecía.

—Así pues, ¿tienes intención de seducirme? —dijo él. Quería darle un tono divertido a su voz, pero ella percibió la tirantez de sus palabras.

—Desde luego —contestó Nell, y se puso en su regazo.

Ella se había esperado un sexo memorable, por supuesto. Pero Benjamin había sido metódico, rápido. Nell se instó a no demostrar lo decepcionada que estaba. Al fin y al cabo, necesitaba que él cooperara también durante los dos días siguientes. De modo que cuando la besó levemente en los labios y salió de la cama, ella se obligó a sonreír.

—Ha estado muy bien —comentó.

—¿Qué te parece si vamos a cenar a ese sitio nuevo? —le preguntó Benjamin, que ya se dirigía al cuarto de baño—. El bistró francés ¿Cómo se llama?

—Tenemos que esperar una hora, ¿recuerdas? —dijo Nell, y agitó los dedos de los pies apuntando hacia él.

—Está bien —repuso Benjamin.

Cuando entró en el cuarto de baño, Nell se fijó en que su bronceado terminaba hacia la mitad del antebrazo, que el resto de su cuerpo estaba de un blanco pálido. Nell apartó la mirada. Al oír el fuerte chorro del agua de la ducha, agarró el bloc e hizo una pulcra marca al lado del último punto. A continuación cerró los ojos y se esforzó por relajarse.

—Sin secretos —le susurró Sophie a Theo.

Theo

Estaban sentados en un pequeño restaurante tailandés comiendo Pad Thai y pollo con albahaca. Sophie le había estado contando a su marido cómo le había ido el día, las quejas y luchas habituales de trabajar para una asociación sin ánimo de lucro, y era cierto que a él se le había ido la cabeza a otra parte. Lo que ella le explicaba a menudo le parecía siempre lo mismo: fotocopiadoras estropeadas, llamadas de teléfono que no se habían devuelto, voluntarios holgazanes… los problemas del mundo que Sophie tenía intención de arreglar por su cuenta.

Theo pinchó un pedazo de carne con un palillo.

—Un bhat por tus pensamientos —dijo Sophie.

Theo meneó la cabeza. Desde que se habían conocido en Tailandia hacía cinco años, Sophie le había ofrecido un bhat por sus pensamientos en lugar del penique tradicional. Ella estaba allí trabajando en un campo de refugiados; Theo estaba viajando de mochilero por Asia y Australia, intentando recomponer el corazón que le habían roto en Estados Unidos.

—¿Qué quiere decir que no? —Sophie se rió—. ¿Crees que no merezco que me lo cuentes?

Metió la mano en su bolso cuadrado de seda y espejitos que había comprado en un mercadillo de Bangkok, rebuscó entre todos los trastos con los que cargaba por ahí y sacó un bhat. Por alguna razón tenía una reserva ilimitada de ellos. Si no fuera una persona tan buena y recta, Theo hubiera sospechado que había robado una máquina expendedora tailandesa antes de volver a casa. Sophie puso la moneda al lado de su botella de cerveza Tiger cubierta de gotas de humedad y lo miró con expresión divertida.

—¿Y bien? —le dijo.

Theo suspiró. Sophie quería saber todo lo que pensaba, siempre, y a veces eso de ser tan abierto lo agotaba.

—Es aburrido —mintió.

—¿Y?

Theo tomó el bhat entre el pulgar y el índice y jugueteó con él.

—Estaba pensando en el coche que tenía en la universidad. Un viejo Mustang azul —se encogió de hombros—. ¿Lo ves? No es muy interesante.

—¿Pero qué pasa con él?

Sophie tenía un pelo castaño suave y rizado y la cara redonda. En ella todo era redondo, suave y abierto. Theo desvió la mirada y se terminó la cerveza.

—No pasa nada con él —contestó. Y luego añadió—: Me encantaba ese coche —con la esperanza de que se diera por satisfecha.

Pero ella ya tenía el ceño fruncido.

—¿Qué te hizo pensar en él?

Exasperado, Theo respondió:

—No lo sé —llamó la atención del camarero y alzó su botella vacía.

—¿Otra cerveza? —preguntó Sophie—. Ya te has tomado dos.

—Por Dios, Sophie, dame un respiro.

Ella se mordió el labio y por un momento Theo tuvo miedo de que se pusiera a llorar. Ella era así, hipersensible; podía echarse a llorar tanto por un tono de voz brusco como por unos gatos callejeros en la escalera de incendios.

Sophie cogió el bhat y lo sostuvo en alto.

—Pues ahora me toca a mí —anunció, y la alegría forzada en su voz hizo que Theo se sintiera culpable.

Le acarició los rizos y le dijo:

—Dispara.

—Creo que deberíamos ir a una de esas charlas de orientación. En Red Thread.

—¿Red Thread?

Fue ella la que puso cara de exasperación entonces.

—La agencia de adopción. Traje a casa los folletos hace unas cuantas semanas.

A Theo se le hizo un nudo en el pecho. De modo que era por eso por lo que Sophie había querido venir al restaurante tailandés preferido de los dos, un lugar que se suponía que tenía que recordarle a cuando se conocieron y se enamoraron. En aquel entonces él le había contado lo mucho que temía la responsabilidad y el compromiso. Theo se lo había dicho honestamente, cuando yacían juntos, desnudos y sudorosos bajo una mosquitera. «No me presiones», había dicho él. Era una persona a la que le gustaba deslizarse por la vida sin esfuerzo, que evitaba las cosas duras. A Sophie le había parecido romántico. «Ah —había susurrado ella—, eres uno de ésos.»

Ella le había dejado hacer precisamente eso: deslizarse. Pero ahora el creciente deseo… no, la necesidad de Sophie de tener un hijo, lo estaba cambiando todo. Theo sabía de lo que era capaz. Sabía lo que había hecho en el pasado cuando se había visto frente a decisiones difíciles, y no estaba orgulloso de esas cosas. Últimamente se había sorprendido fijándose en las piernas largas y musculosas de una desconocida que pasaba junto a él en la calle, o en la forma particular de la boca de alguien, y le resultaba fácil imaginar esas piernas rodeándole, esos labios sobre los suyos.

El camarero dejó la cerveza en la mesa sin retirar las dos vacías, lo cual aumentó la culpabilidad de Theo.

—¿A qué viene tanta prisa, Sophie? —le preguntó, intentando parecer amable pero sin conseguirlo del todo.

—¿Prisa? —repitió ella—. Llevamos casi cuatro años intentándolo.

Para Sophie, intentarlo quería decir no utilizar anticonceptivos. Pero Theo conocía parejas que lo habían intentado de verdad, utilizando pruebas de ovulación, medicamentos para la fertilidad y otras cosas. A él no le interesaba ese camino. Si conseguían que se quedara embarazada pues bien, estupendo. Pero si no, bueno, tampoco había ningún problema.

—Por otra parte —añadió Sophie—, también queremos adoptar. Así pues, ¿por qué no empezar por ahí? Cuando nos quedemos embarazados tendremos más hijos y ya está, ¿no?

Theo pensó que, de alguna manera, las decisiones se tomaban sin que él lo supiera. ¿Cuándo había él accedido a adoptar y a tener hijos biológicos? ¿Y cuántos hijos se suponía que iban a tener, a todo esto? Desde que conoció a Sophie, Theo se había sentido arrastrado a su mundo. Y no siempre estaba seguro de que le gustara. Siempre que tenía esta sensación, esta extraña mezcla de culpabilidad y claustrofobia, Theo pensaba en Heather, la chica que le rompió el corazón y que provocó que emprendiera aquel viaje de un año que terminó en Bangkok y en Sophie. Heather había sido lo contrario de Sophie en todos los aspectos, una bailarina que era toda ángulos agudos en tanto que Sophie era curvas redondeadas; de cabellos rubios y lisos cuando los de Sophie eran morenos y rizados.

—Además —estaba diciendo Sophie—, ahora las adopciones en China tardan más tiempo.

Podríamos empezar ya.

—Ajá —dijo Theo. Heather solía ponerse estirada encima de él. Tenían casi la misma estatura y, cuando ella apretaba el cuerpo contra el suyo de ese modo, era como si de verdad formara parte de él, como si fuera su otra mitad. Cuando ella hacía ademán de apartarse, él la obligaba a quedarse como estaba. «No te vayas», solía susurrarle contra el pelo.

—Y quizá deberíamos comprar una de esas pruebas de ovulación. Yvonne, la del trabajo, utilizó una y se quedó embarazada enseguida. Lo que quiero decir es que lo peor que puede pasar es que acabemos teniendo dos niños a la vez.

A Theo se le había vuelto a ir la cabeza a otra parte, lo supo por la forma en que ella lo miraba, herida, al borde del llanto. Theo le sonrió y le dio un beso fuerte en los labios.

—Estupendo.

—¿En serio?

—Del todo.

Sophie le echó los brazos al cuello y le dio una docena de besos breves.

—Por un minuto pensé…

—Ssshhh —le dijo Theo, y volvió a besarla para hacerla callar—. Vámonos a casa a practicar.

Emily

Emily estaba de pie frente a la ventana de su dormitorio y vio salir a su hijastra de catorce años del todoterreno negro de Michael. Incluso desde allí supo que la niña estaba enfurruñada. El único que disfrutaba con esas visitas era Michael. Chloe y Emily las detestaban. Aunque Emily sólo podía conjeturar por qué hacían tan infeliz a Chloe, sabía perfectamente por qué las temía ella. Michael adulaba a Chloe. Hacía desaparecer a Emily. O le hacía sentir que había desaparecido. Se recordó a sí misma que existía una diferencia. Eso era lo que decía su terapeuta, el doctor Bundy.

Chloe había perdido aún más peso desde su última visita. Pero cuando Emily expresó su preocupación al respecto, Michael saltó en su contra.

—Está comiendo más sano —había dicho—. Nada más. ¿Por qué siempre tienes que ponerle reparos?

Ahora Emily encendió un cigarrillo y se acercó a la mosquitera para que el humo saliera al exterior.

—Si mi hija perdiera tanto peso… —había empezado a decir Emily, pero entonces vio el atisbo fugaz de dolor en la mirada de Michael y se calló. Él quería que Emily pensara en Chloe como su hija. Y ella no lo hacía. No podía. Emily no tendría un hijo tan nervioso, que se preocupara tanto por la ropa de marca y por qué hacer para acceder a la universidad adecuada.

Emily se puso la mano en la barriga de manera inconsciente. Sentía allí un vacío vasto e interminable. Sabía que los intestinos se enroscaban en su interior, que el hígado filtraba las impurezas y que la sangre corría adecuadamente por sus venas. Pero no podía contener lo que importaba. No, se corrigió Emily, era ella la que no podía retenerlo. Se había quedado embarazada tres veces. Y en cada una de esas ocasiones había sentido que se llenaba. Era una sensación maravillosa. Se le hincharon los pechos. El vientre. El corazón. Por la noche cerraba los ojos y se lo imaginaba, un bebé tomando forma dentro de ella. Parecía una concha, lechosa y opaca. Curiosamente, tenía un sabor salado en la boca cuando estaba embarazada, como si acabara de nadar en el mar. En cada una de esas ocasiones supo que tenía problemas cuando dicho sabor se volvió metálico. Se despertó y notó un sabor a zinc en lugar de sal. Entonces empezaron las punzadas de dolor. Y luego la hemorragia. Y finalmente el vacío. Tres veces.

—¿Cariño? —Michael la llamaba mientras subía por las escaleras—. ¡Ha llegado Chloe!

—Estupendo —masculló Emily. Dio una última calada al cigarrillo y lo apagó en la concha de almeja que utilizaba como cenicero secreto.

Cuando se dio la vuelta para alejarse de la ventana, ellos ya estaban en la puerta, mirándola con el ceño fruncido.

El saludo siempre resultaba embarazoso. Michael esperaba que Emily corriera hacia Chloe y la abrazara. Emily creía que Chloe tenía que acercarse a ella.

—Así es como me educaron —explicaba—. El niño va hacia el adulto.

En lugar de eso, los tres se quedaron allí plantados mirándose unos a otros con incomodidad.

—Bonito corte de pelo —comentó Emily con una sonrisa forzada.

Chloe se encogió de hombros. Mantenía los brazos huesudos apretados contra su cuerpo.

—¿Estabas fumando?

—No —contestó Emily.

Observó que Chloe dirigía la mirada hacia la concha de almeja y vio la fina estela de humo que aún se alzaba de ella.

Michael carraspeó.

—Bueno, estaba pensando en llevarme a Chloe a cenar. Y tal vez al cine —le dio un suave codazo a Chloe—. ¿Qué tal pizza?

La niña arrugó la nariz.

—Ya comí pizza anoche —respondió.

En tanto que Michael brindaba otras opciones —¿Sushi? ¿Pastel de almejas y sopa de pescado? ¿Johnny Rockets?—, Emily recordó lo que había leído en una página web dedicada a diagnosticar los desórdenes alimenticios de los adolescentes. Tienen excusas. Siempre dicen que acaban de comer o que quieren otro tipo de comida. Se vuelven vegetarianos o simplemente dicen que están comiendo más sano. Mienten. Emily observó el rostro de Chloe mientras ella rechazaba todas las ideas de Michael.

—Cariño —interrumpió finalmente Emily—, esta noche tenemos eso, ¿recuerdas?

—¿El qué?

Emily pasó la mirada de Michael a Chloe y luego volvió a mirarlo a él.

—La orientación. Para la adopción —sonrió, esta vez de verdad—. Chloe debería venir —dijo Emily—. Al fin y al cabo, va a ser su hermana.

—¿Vais a adoptar un niño? —preguntó Chloe a su padre.

Pero fue Emily la que contestó:

—Sí —anunció. Algo en ella cambió, algo pequeño pero importante—. Sí, vamos a adoptar.

Charlie

Charlie estaba en el patio trasero lanzando pelotas de béisbol. Sabía lo que estaba haciendo Brooke sin ni siquiera mirarla. Se estaba poniendo loción de piña y jengibre en los brazos y las piernas, ésa que a él tanto le gustaba. Se estaba secando el pelo a mano, alisándolo con un cepillo redondo y grande y pulverizándolo con spray de coco para mantener el alisado. Brooke era muy caribeña. Cuando terminara desprendería una fragancia tropical y afrutada. Buena hasta para comérsela.

¡Zas! Charlie iba golpeando las pelotas rápidas, una tras otra, desde el patio hacia la playa.

Desde allí no veía nada más que la extensión azul del mar y el cielo y le gustaba pensar que algún día, si golpeaba con fuerza suficiente, una de esas pelotas desaparecería en ese azul. Algún astronauta de la lanzadera espacial la vería pasar volando. Algún tipo que cruzara el Atlántico en su hermoso yate. Pensó que era como lanzar gomas elásticas a las estrellas. Ridículo. Imposible. Pero, en cierto modo, todo era cuestión de esperanza. ¡Zas!

Charlie oyó cómo Brooke bajaba las escaleras por detrás de él, el golpeteo de sus tacones contra la madera gastada de la terraza.

—¿Tan malo es? —le preguntó ella.

Charlie aguardó la pelota. La golpeó. Miró cómo se alzaba en el aire.

Luego se dio la vuelta con una amplia sonrisa. Se llevó la mano al corazón, como para apaciguar sus latidos.

—¡Vaya! ¡Mírate! —exclamó.

—Estás aquí afuera golpeando pelotas —le dijo Brooke, ceñuda.

Charlie se encogió de hombros.

—Es lo que hago.

—Sí —asintió ella—, lo que haces cuando estás abatido. —Se puso dos dedos bajo la lengua y soltó un silbido. Se acercó lo suficiente para que Charlie pudiera olerla.

—Mi princesa de piña —susurró él, acercándose. Entonces pudo oler a jengibre y lima. Notó que se excitaba y se apretó contra ella. Por el rabillo del ojo vio que sus tres perros venían dando saltos de la playa, con el pelaje apelmazado por el agua del mar y una pelota de béisbol en la boca. Dejaron caer las pelotas en la arena y volvieron a por más.

—Tenemos la reunión —le susurró Brooke. Pero estaba dejando que le metiera la mano en la blusa, esa casi transparente de color verde espuma de mar y con botones de perlas diminutas que a él tanto le gustaba. Estaba dejando que le buscara el pezón por debajo del sujetador y que se lo acariciara. Charlie oyó que ella tomaba aire bruscamente y supo que si le deslizaba la mano bajo la falda plisada color azul mar, y por debajo de las bragas, la notaría mojada. Así lo hizo. Y lo estaba. Los perros habían vuelto y dejaron caer la nueva tanda de pelotas. Charlie empujó suavemente a Brooke contra la casa.

—¿Aquí? —preguntó ella sin resistirse.

—Tenemos una reunión.

Brooke le bajó la cremallera de sus pantalones cortos.

—De acuerdo —dijo.

—No quiero llegar tarde —añadió Charlie. Le gustaba ser mucho más grande que ella, poder levantarla con esa facilidad. Le gustaba cuando ella lo rodeaba con las piernas. Oyó que Brooke pronunciaba su nombre. Notaba la aspereza de los gastados guijarros de playa de la pared de la casa contra los brazos. Eso también le gustaba. Y el calor del sol en su camisa, y el calor más intenso que ardía en su interior. Lo embargaron los olores de Brooke, a piña, coco, jengibre y lima, y la sal del océano y la hierba que alguien estaba cortando en alguna parte calle abajo, e incluso el olor de los perros mojados, todo ello mezclándose e intoxicándolo.

—De acuerdo —dijo Brooke, riendo, dándole permiso para que se corriera sin ella esta vez.

Brooke enredó los dedos entre sus rizos, lo atrajo más cerca aún. Después, Charlie vio que le había dejado marcas en el cuello a Brooke con el bigote. Rozó una marca con los dedos y dejó a Brooke en el suelo poco a poco.

—¿Bien? —preguntó ella, y lo miró con los ojos entrecerrados.

—Más que bien.

—No me refiero a eso —aclaró Brooke—. Me refiero a la reunión. A todo el tema.

Charlie asintió. No sabía si estaba bien. Pero la noche anterior, cuando Brooke había intentado explicarle cuánto significaba para ella tener un hijo, le rompió el corazón. Antes el béisbol era igual de importante para él. Pero ¿un hijo?

—¿Charlie? —preguntó Brooke.

—Vamos —contestó él—, vamos a buscar un hijo.

Susannah

Cuando Susannah tenía diez años, su abuela le había enseñado a tejer. Susannah se sentaba en su regazo, de espaldas a ella, y su abuela le colocaba las agujas en las manos, la rodeaba con los brazos y tejían. El movimiento de sus manos juntas era como estar en un velero, meciéndose rítmicamente. Aquél fue el año en que su madre se puso enferma y a Susannah la mandaron a vivir con su abuela en Newport. Durante el día navegaba en un pequeño esquife llamado Clarabelle por su madre. Tenía la esperanza de que navegando conseguiría tenerla más cerca. Pero no fue así. En cambio, se sentía como una niña pequeña, sola en un océano enorme. Por la noche dormía en la cama que usaba su madre de niña, con el dosel blanco y las sábanas tiesas que olían a jabón fuerte. Eso tampoco hizo que sintiera la presencia de su madre. Se sentía como una niñita sola en una gran casa.

—Es una mansión, ¿sabes? —le dijo un día otra niña que navegaba con ella—. Nosotras vivimos en mansiones. Lo que pasa es que es de mal gusto decirlo.

Pero cuando Susannah se sentaba en el regazo de su abuela y tejía, con las manos suaves de la anciana sobre las suyas, moviendo las agujas a través de los puntos, casi podía sentir a su madre. Tal vez fuera por el perfume, uno francés caro que usaban las dos. O tal vez fuera el sonido hipnótico del entrechocar de las agujas. Susannah no lo sabía con seguridad. Lo único que sabía era que era su parte favorita del día, a menos que el día incluyera una llamada de teléfono de su madre que estaba en el hospital en Nueva York.

Suponía que era por eso por lo que había vuelto a coger entonces las agujas de tricotar, porque necesitaba encontrar consuelo. Le había costado encontrarlas, arriba, en el desván donde estaban guardadas las cosas de su madre y de su abuela en arcones y baúles de cedro. Susannah nunca miraba esas cosas. Su vecina le había dicho que eran objetos valiosos, que en el programa de televisión Antiques Road show los objetos de la abuela de una mujer se habían valorado en once mil dólares. Y la vecina le había recordado a Susannah que su abuela era rica. «Súper rica», había dicho la vecina.

A esa mujer le gustaba usar frases así: súper esto y súper aquello, joie de vivre, ciao. A Susannah eso la ponía de los nervios. Todo el vecindario la sacaba de quicio, con esas mujeres que jugaban a tenis y que todas las mañanas daban paseos a marcha rápida, los grupos de lectura mensuales y los hombres que cortaban el césped y hacían barbacoas todos los fines de semana.

A su esposo Carter le encantaba. Pero para Susannah sólo representaba una manera más de no encajar. Susannah pensó en ello e hizo una pausa en su labor. Dejó lo que estaba tejiendo en el regazo y dirigió la mirada hacia la ventana, donde su hija Clara jugaba con la canguro, una estudiante de la universidad Salve Regina.

Siempre que observaba a Clara de ese modo, a distancia, se le hacía un nudo en el estómago, como si la estuviera viendo por primera vez: los ojos apagados, la torpeza. La canguro, Julie, parecía capaz de sacar algo más de la niña, una cosa que Susannah no podía hacer. Aunque la ventana estaba cerrada oía los chillidos de risa de Clara. Se preguntó si, en realidad, Clara y ella se habían divertido juntas alguna vez. Su mente la llevó al único recuerdo dulce que tenía.

Cuando Clara tenía unos tres años, Susannah la había llevado a pasar el día en uno de los veleros clase J del club náutico Sail Newport. En ocasiones salía sola a navegar en uno de ellos, pasaba por debajo del puente de Newport y se adentraba en el mar, pues el agua era el único lugar que conocía en el que podía alejarse de la confusión de su casa, con las rabietas de Clara, la paciencia de Carter y sus propios sentimientos encontrados respecto a todos ellos. Aquel día hubo algo en su interior que quería conectar con su hija, casi de un modo desesperado. Solía ocurrirle por aquel entonces. El diagnóstico de Síndrome de X frágil de Clara era tan reciente que Susannah aún no se lo acababa de creer, y esperaba poder abrirse paso hacia su hija.

Le había abrochado a Clara el chaleco salvavidas de color naranja intenso, le había untado la carita con protección solar y después habían zarpado. Susannah aún podía ver a Clara, con la cabeza hacia arriba como si quisiera atrapar el viento, el fino cabello rubio ondeando y una sonrisa… una sonrisa de verdad, de eso no tenía duda. Susannah se había figurado que tendrían muchos más días como aquél. Supuso que había encontrado eso que las uniría y las mantendría juntas. Pero a la semana siguiente, sin ir más lejos, cuando intentó ponerle el chaleco a Clara, la niña se había puesto a berrear y a tirarle de las manos. Susannah siguió intentándolo, le habló en voz baja, con el tono tranquilizador que usaba Carter, pero Clara no quiso ponerse el chaleco salvavidas y al final Susannah se dio por vencida. En aquellos momentos tenía la sensación de que todos sus intentos de enseñar algo sencillo a su hija terminaban siempre frustrados.

El viejo Volvo de Carter apareció por el camino de entrada. Susannah suspiró. Tendrían que marcharse enseguida si querían llegar a tiempo a la orientación en Red Thread. Vio que Clara corría hacia Carter con sus trenzas de un rubio pálido agitándose tras ella. Carter se inclinó y la cogió en brazos. La imagen de los dos bajo el sol de media tarde parecía dorada, especial, maravillosa. Susannah se mordió el labio con fuerza y apartó la mirada de ellos. Retomó la labor deseando sentir el peso de los brazos de su abuela en torno a ella.