17
Las familias
Emily
La lista de lo que había que llevar era larga y complicada. Dos mil dólares en billetes limpios de cien. Medicación para la sarna y los piojos. Ropa de bebé de varias tallas que iban desde los seis meses hasta la edad en que empiezan a caminar. Biberones con las puntas de las tetinas cortadas con tijera. Antibióticos. Una bolsa para pañales, pañales, toallitas húmedas. Jabón antibacteriano. Era una lista de cinco páginas y a Emily le encantaban todas y cada una de las tareas, todos los artículos, todas las extrañas peticiones.
Hizo cola en la sede principal de su banco y pidió los billetes con las puntas sin doblar, sin marcas ni arrugas.
—Me voy a China —le dijo alegremente al ceñudo cajero—. Para adoptar a mi hija.
Emily se lo contaba a todo el mundo: al farmacéutico que pesó y midió los polvos y líquidos. A la alegre dependienta del BabyGAp de Garden City.
—Es para mi hija —decía Emily con expresión radiante.
En cuanto conseguía un artículo le ponía una señal en el papel. Pondría esa lista en el álbum de recortes que ya había empezado a hacer para Beatrice. Bea. El mero hecho de pensar en el nombre de su hija le hacía sonreír. Compró unas zapatillas minúsculas de felpa, de rayas negras y amarillas y con unas antenas pequeñas en las puntas. Compró unas botas de goma de abeja y pasadores de abeja para el pelo.
—Mi hija Beatriz —explicó Emily—. La llamamos Bea.
—¿No es adorable? —exclamó la dependienta de BabyGap—. No es un nombre que se escuche a menudo.
Emily asintió alegremente. Su hija tenía un nombre extraordinario. Un nombre extraordinariamente hermoso y único.
Hecho. Hecho. Hecho. Las páginas se fueron completando poco a poco. Los visados llegaron por correo. A Emily ni siquiera le importaba que Chloe fuera a viajar a China con ellos. «Una oportunidad única en la vida», había dicho Michael. Y lo era. La Gran Muralla. La Ciudad Prohibida. Beatrice. Emily encargó una camiseta de color rosa con letras mayúsculas que decían: HERMANA MAYOR. Se la daría a Chloe en China. También encargó una para Beatrice: HERMANA PEQUEÑA. Se las pondrían las dos y Emily sacaría fotos de Chloe sosteniendo a Bea, las dos vestidas con las camisetas de color rosa a juego.
Compró una cámara digital nueva. Tarjetas de memoria. Una cámara de vídeo pequeña.
Baterías. Hecho. Hecho. Llamó a Maya y comparó notas de Canon versus Nikon. Llamó a Maya y le contó lo que había dicho la mujer de BabyGap. «No es un nombre que se escuche a menudo», dijo Emily. Suspiró. Beatrice.
En el centro de vacunación internacional, a Michael y ella les pusieron inyecciones para el tétanos, la hepatitis B y dosis de recuerdo de la polio. Se sentaron bajo un mapa del mundo. China se extendía por él. Emily encontró la provincia de Hunan y Changsha, su capital, así como la ciudad más pequeña de Loudi, donde Beatrice les esperaba.
—¿Cuándo va a ponerse las vacunas Chloe? —le preguntó Emily.
—Se le pasó la cita —respondió Michael—. Tenía ensayo de la obra.
Llegó el médico con sus certificados de vacunación sellados.
—Que tengan un buen viaje —les dijo. Tenía acento caribeño—. Que lleguen bien.
—Vamos a buscar a nuestro bebé —anunció Emily. ¡Cómo le gustaban esas palabras!—. A nuestra hija.
—Bien, pues buena suerte a los tres —dijo el médico.
Emily sacó la fotografía de Bea tamaño cartera que llevaba en el bolso.
—Ésta es —dijo.
El médico se puso las gafas para mirar la fotografía.
—Es preciosa —afirmó.
—Espero que no le hagas mirar la foto a todo aquél con el que te cruzas —le dijo Michael cuando salían del despacho.
—Por supuesto que no.
—¡Buena suerte! —exclamó la recepcionista dirigiéndose a Emily—. ¡Es una monada!
—Me has pillado —admitió Emily.
Michael se echó a reír.
—Vamos, mamá orgullosa. Te invitaré a cenar.
Emily había llegado a la última página de la lista. Ya no quedaba mucho que hacer antes de subir a ese avión.
—¿Crees que me he pasado? —preguntó Emily desde la puerta del estudio. Michael estaba sentado en el cómodo sillón con el teléfono en el regazo.
Emily sostenía un disfraz de Halloween de abejorro.
—Ya sé que faltan meses. Sé que es probable que cuando crezca odie todo lo que tenga que ver con las abejas, pero no pude resistirme.
Michael le dirigió una sonrisa forzada.
—Es muy mono —afirmó.
Emily miró a su alrededor.
—¿Por qué estás aquí sentado a oscuras? —le preguntó, y empezó a encender lámparas—. Internet es un lugar peligroso para las madres primerizas —comentó mientras se movía por la habitación—. ¿Dónde si no podrías comprar un disfraz de Halloween en marzo?
Él no respondió.
—¿Michael? —dijo Emily, y se acercó a él. Se sentó en el brazo del sillón con el disfraz en la mano.
Michael levantó el teléfono.
—Acabo de hablar con Rachel —le explicó.
Emily aguardó.
No iba a dejar que Rachel les estropeara esto. Durante años, Rachel se las había arreglado para echar a perder comidas navideñas, viajes de fin de semana y aniversarios. Se las había apañado para reservar un vuelo para que Chloe se reuniera con ella y su nuevo marido en Santa Lucía que salía en mitad del día de Navidad, de modo que pasarían la Navidad en el aeropuerto Logan. Había encontrado motivos para hacerles abandonar las fiestas antes de tiempo e ir a recoger a Chloe, o para que se las perdieran del todo. Pero Rachel no iba a estropear aquello.
—Chloe no va a venir a China —dijo Michael.
A Emily no le importaba que Chloe fuera a China con ellos siempre y cuando ella y Michael estuvieran en ese avión. Estudió la expresión de su esposo.
—¿Y? —preguntó, empezando a preocuparse.
—Parece ser que no hay forma de convencerla. No quiere perderse el ensayo…
—Hay vacaciones escolares —le recordó Emily.
—Bueno, pero aun así hay ensayo.
—No tiene un papel importante —comentó Emily.
Michael tensó la mandíbula.
—Tiene que aprenderse todas las canciones.
Emily se puso de pie.
—Bueno, ¿y qué me estás diciendo?
—Rachel sugirió que si la dejo aquí para ir a buscar a nuestro bebé, Chloe podría sentirse abandonada. Otra vez.
—No me lo creo —declaró Emily.
—Mira, no hay nada decidido. Pero puesto que Maya también va, estarías bien. Estaríais juntas.
—¡Es nuestro bebé! —exclamó Emily.
—Ya lo sé. Me siento tan dividido, Em. Haga lo que haga está mal.
Emily intentó recuperar el aliento. En el dossier sobre lo que ocurriría una vez estuvieran en China había más páginas con cosas que hacer: reconocimientos físicos, papeleo, más papeleo, entrevistas. «Aconsejamos encarecidamente que viajen en pareja, puesto que es probable que una persona atienda al bebé mientras la otra se encarga de los asuntos oficiales.»
—¿Quién va a encargarse de los asuntos oficiales? —logró preguntar Emily. Tomó una bocanada de aire como si se estuviera ahogando.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te has molestado en mirar algo de lo que nos han enviado? —gritó.
—Te estás di virtiendo tanto haciéndolo tú todo que lo dejé en tus manos.
—Es nuestro bebé. Y tú vas a estar conmigo en ese avión la semana que viene. ¿Me oyes? —por supuesto que la oía, estaba chillando. Pero a Emily le daba igual—. ¿Me oyes? —gritó.
No esperó a que le respondiera. En lugar de eso, salió de la habitación y cerró la puerta dando un buen portazo.
—¿Quién va a ser tu pareja? —le preguntó Emily a Maya aquella noche por teléfono—. ¿Quién se ocupará de los asuntos oficiales?
—Conozco a nuestra guía —contestó Maya—. Ella me ayudará.
—Emily suspiró. —¿Qué voy a hacer si no viene?
—Va a venir —aseguró Maya.
Emily se quedó dormida sin saber cómo. Notó que la cama se hundía cuando Michael se sentó a su lado.
—He estado hablando por teléfono con Chloe y Rachel —le dijo.
Emily intentó distinguir su expresión. Intentó recordarse que lo amaba. Que Beatrice era de los dos.
—Hablé con ellas y me quedé ahí sentado y estuve pensando en todo. En ella y en nosotros. En todo por lo que has pasado con los abortos. En lo contenta que has estado estas últimas semanas —le acarició el pelo—. En tus listas. Y en la forma en que le cuentas a todo el que te encuentras que vas a buscar a tu bebé.
Emily cerró los ojos con fuerza pero no pudo contener las lágrimas.
—¿Cómo pudiste si quiera considerar la opción de no ir a China? —le preguntó Emily.
—¿Qué? —repuso Michael—. Yo no he dicho eso en ningún momento. ¿Cómo no iba a ir a buscar a nuestro bebé? Sólo quería encontrar la forma de que esto funcionara mejor.
—¡Qué idiota soy! —dijo Emily.
Michael la cubría de besos, ella se reía y lloraba al mismo tiempo y él la desnudaba.
Nell
—No puedo creer que seamos los únicos que hemos cambiado el billete a clase business —le susurró Nell a Benjamín.
Él gruñó una respuesta y no despegó la vista del Wall Street Journal.
—¿Un vuelo de dieciocho horas en turista? —dijo Nell.
Echó un vistazo a la zona de la puerta de embarque. Era extraño que todo el mundo estuviera allí y que sin embargo nadie se hubiera sentado con nadie, salvo Maya y Emily. Era como si no hubieran participado todos de esos almuerzos y cenas en común, como si no hubieran compartido todos esos correos electrónicos nerviosos durante aquellos largos meses de espera. Como si fueran unos desconocidos, decidió Nell.
Allí estaban Theo y Sophie. Al verlos a los dos, ver que él la tenía cogida del brazo, ver su barriga de embarazada, sintió que se le revolvía un poco el estómago. ¿En qué diantre había estado pensando? Cuando Theo puso la mano en el vientre de Sophie con gran delicadeza, Nell apartó la mirada y se sorprendió al notar lágrimas en sus ojos. Alargó el brazo hacia Benjamin y, como una idiota, le agarró la mano y se la apretó demasiado.
—¿Qué? —le preguntó él.
Nell intentó pensar algo que decir.
—Eh —dijo Benjamin—. Estás llorando. —Le enjugó una lágrima de la mejilla con el pulgar.
«¡Qué idiota que soy!», pensó Nell. Se obligó a mirarlos de nuevo. Sophie tenía una revista abierta, prácticamente apoyada en la barriga, y los dos estaban leyendo algo con gran interés.
—¿Es prudente que vuele? —preguntó Nell.
Ben siguió su mirada.
—No estés celosa —le dijo, y le dio unas palmaditas en la pierna—. Vamos de camino a buscar a nuestro bebé.
—No estoy celosa —afirmó Nell.
Estuvo a punto de preguntarle por qué algunas personas tenían dos o tres hijos y ellos se habían tenido que esforzar tanto para tener sólo uno. Pero él había vuelto a su periódico y la azafata, con su uniforme militar azul marino, estaba en la puerta de la pasarela de acceso, lista para llamarlos para que embarcaran.
En algún lugar sobre el océano Pacífico, Nell se despertó presa del pánico. Miró la cabina en penumbra. Ben estaba dormido a su lado, estirado en el asiento de primera clase, arropado con la manta roja. El ordenador de alguien relucía en la oscuridad con un brillo fantasmal. A Nell no le daba miedo volar. Había recorrido miles de kilómetros por motivos de trabajo en aquella misma ruta rumbo a Asia. Había pasado horas encorvada sobre su MacBook manejando cifras y hojas de cálculo, preparando presentaciones en PowerPoint. Pero aquella noche ni siquiera podía concentrarse en algo tan simple como las revistas que había traído para leer. Y ahora esto. Un nudo en el estómago, el corazón palpitante.
Nell le dio un suave codazo a Ben, pero él no se despertó. Quizá se había tomado un Ambien.
Tal vez debería tomarse uno ella también. Había leído sobre personas que hacían cosas disparatadas durmiendo bajo los efectos del Ambien. Conducían vehículos y comían carne cruda. Nell no quería hacer nada que pudiera lamentar. Se dio cuenta de que estaba dando golpecitos con el pie en el suelo como una loca. ¿Era la ilusión? ¿O era terror? Dentro de tres días tendría a un bebé en brazos. A su bebé. Por fin.
La auxiliar de vuelo apareció a su lado.
—¿Quiere que le traiga algo? —le preguntó. Era tan vieja y gorda que Nell pensó que ella también debería estar sentada. Las azafatas solían ser muy guapas, encantadoras con sus uniformes almidonados y sus rostros perfectamente maquillados. Aquella mujer iba tan despeinada y tenía un aspecto tan cansado que Nell casi sintió pena por ella.
—¿Quizá un whisky escocés? —dijo Nell—. ¿Solo?
La azafata sonrió con aire cansado y se alejó arrastrando los pies calzados con mocasines desgastados. ¿No debería llevar tacones altos? Nell suspiró.
El whisky la calmó un poco. Sacó su iPhone e hizo unas anotaciones: Preparar la bolsa de los pañales. Planchar la blusa roja. Recoger al bebé.
Añadió las cosas que metería en la bolsa de los pañales. Dos pañales. La caja de toallitas de viaje. Una muda de ropa. Un paño para proteger la ropa de los eructos. Un jersey. Dos biberones vacíos. Un libro de cartón grueso. Un juguete de felpa.
La blusa roja era de seda. Roja para estimular al bebé. De seda para calmarlo.
Nell miró el tercer punto: Recoger al bebé.
El corazón empezó a palpitarle de nuevo. ¿No era eso lo que llevaba años deseando? Pensó en todas las pruebas, en la inyección de contraste en las trompas de Falopio, los raspados, las ecografías vaginales. Pensó en la esperanza contenida en cada tableta de Clomid, en cómo había apretado los dientes y se había inclinado sobre la cama para que Benjamín le pusiera inyecciones en el trasero porque aquellas inyecciones, ese pinchazo, contenía la promesa de un bebé. Le habían contado los óvulos, hiperestimulado los ovarios y cambiado el humor. Todo ello concluía de algún modo en aquel momento, en aquel viaje a por un bebé. Y ahora ella no se acordaba de por qué lo había iniciado.
Nell hacía listas. Hacía listas y tachaba con cuidado cada cosa que cumplía. Incluso en primaria tenía metas que anotaba pulcramente en su cuaderno rayado. Ganar el concurso de ortografía. Leer todos los libros para el maratón de lectura Read-a-thon. Ser campeona a las tabas, a tee-ball, a la comba. Con cada punto que tachaba, aumentaban los logros de Nell.
Años después, había escrito: «Tener un bebé.» Pasaron meses, y luego años. Dentro de tres días a Nell le entregarían una niña y esa noche, en la cama del hotel en Changsha, China, tacharía por fin ese punto.
—¿Benjamín? —Nell sacudió a su esposo con la fuerza necesaria para despertarlo.
Él la miró con los ojos entreabiertos, el pelo de punta y un aliento áspero por el sueño.
—¿Qué pasa? —masculló.
—Benjamín —repitió ella.
Nell no le soltaba el brazo.
—¿Qué demonios estamos haciendo?
Theo
Theo estaba en lo alto de la Gran Muralla contemplando el paisaje. El grupo había llegado hasta allí en autobús. Iban juntos en autobús a todas partes. Su guía había señalado en una dirección y había dicho que era el ascenso más fácil. Luego señaló en la otra dirección y les dijo que era más difícil. Por supuesto, Nell había cotorreado con él en mandarín, había hecho alguna broma con la que el hombre se había partido de risa y luego se había ido por ese camino sin esperar a nadie más.
—Vayáis por donde vayáis —les dijo el guía—, estad de vuelta en el autobús a la una en punto. Iremos todos a comer.
—Quizá no deberías subir —le había dicho Theo a Sophie. Hasta el camino más fácil tenía escalones que se desmoronaban y pendientes empinadas.
—Estoy en China —replicó Sophie—. Voy a subir a la Gran Muralla. Tú ve por la ruta difícil.
Yo tomaré la fácil.
—Está bien —había asentido él a regañadientes. Desde donde se encontraban, Theo vio a unos niños pequeños y a una pareja de mujeres calzadas con tacones altos que subían correteando por el camino fácil—. Pero ten cuidado. —Le había dado un beso y la había estrechado entre sus brazos hasta que notó su vientre redondo y duro contra él.
El hecho era que Theo, mientras estaba allí en aquel punto elevado, con la Muralla que se extendía serpenteante e interminable ante él, echaba ridiculamente de menos a su esposa. Le hubiera gustado que estuviera allí a su lado, empapándose de las vistas. Sophie había investigado. Theo lo sabía muy bien. Si estuviera con él podría contarle cuánto tiempo tardaron en construirla y cuánta gente estaba enterrada en su interior.
Desde que habían bajado del autobús de enlace en el Aeropuerto Logan y ella le había tomado la mano y le había dicho «Vamos», Theo había creído que casi estaba perdonado. Sophie le había hablado con una sonrisa, y fue la primera vez que su sonrisa parecía propia de Sophie y no de una versión tensa y tirante de su esposa. En aquel momento Theo se había animado. Había caminado al lado de su mujer embarazada hacia el avión que les llevaría con su hija. Se sintió enorme, abundante y agradecido. Aún se sentía así.
Cuando Heather se quedó embarazada, sus pechos hinchados y el pequeño bulto de su vientre le habían resultado repulsivos. Por primera vez desde que se conocían, él no quería tocarla. Dejó la cama para ir a dormir al sofá y luego se marchó de casa. Pero Sophie se volvía más hermosa a sus ojos. Cuanto más voluminosa estaba, más la deseaba él.
—Estás gloriosa —le dijo la noche anterior en el hotel.
El grupo había cenado en un restaurante famoso por su pato Pekín y luego, en la habitación, Sophie se quitó la blusa delante de él, dejó al descubierto aquel hermoso vientre y soltó un quejido.
—No estoy gloriosa —refunfuñó—. Estoy llena de pato. —Le sonrió cuando Theo le besó el vientre—. Soy una glotona —añadió.
—Radiante —murmuró él, y le fue bajando los pantalones de premamá por las caderas.
Sophie dejó que Theo condujera su cuerpo torpe y desnudo a la cama. Después, ella susurró:
—Estoy contenta.
—Yo también —coincidió Theo, aunque contento no decía suficiente.
—¿De verdad estoy gloriosa? —le preguntó Sophie—. ¿Tan gorda y engordando más cada minuto que pasa?
—Lo estás —respondió él—. Gloriosa.
Y así fue como decidieron llamar Gloria al bebé que Sophie llevaba en su vientre. Algún día le contaría a su hija por qué le pusieron ese nombre, que su madre estaba tan hermosa cuando estaba embarazada de ella que tenía un aspecto glorioso.
«Abundante», volvió a pensar Theo mientras miraba la estrecha Muralla. Se sentía como una maldita cornucopia.
—Un bhat por tus pensamientos —dijo Sophie.
Allí estaba con sus pantalones negros de premamá y su hermoso vientre, con el rostro colorado y húmedo, realizando el difícil ascenso del la Gran Muralla China.
—Estoy pensando en cornucopias —explicó él.
Sophie entrecerró los ojos.
—¿Cómo las de Acción de Gracias?
—Sí. —Theo se rió.
Sophie contempló las vistas. Le daba la espalda a Theo cuando afirmó:
—Te acostaste con Nell Walker-Adams.
Theo se quedó sin aliento. Podía mentirle perfectamente. Podía cambiar los hechos y negarlo todo.
—Ni siquiera puedo explicar cómo lo sé —continuó diciendo Sophie—. Es sólo un presentimiento. La forma en que evitabas mirarla. Lo tarde que llegabas a casa de esas clases que daba contigo. Y ese día que me dijiste que estabas en Tazza preparando las clases. Pues verás, yo estaba en Tazza ese día.
Si se esforzaba, Theo podía encontrar una explicación incluso para eso. En cambio, le dijo:
—Lo siento.
—Ni siquiera es guapa —comentó Sophie, que seguía de espaldas a él.
—No puedo expicarlo —dijo Theo. Y a continuación intentó hacerlo, explicar que sólo había sido una vez, balbucear sobre su miedo a tener hijos y su nerviosismo por la adopción y la sensación de que se ahogaba.
Sophie no dijo nada. Era como si no lo estuviera escuchando, era más bien como si estuviera decidiendo algo.
Cuando al fin se dio la vuelta de cara a él, le dijo en voz baja:
—Algún día volveremos aquí con Ella y Gloria, y quizá incluso con Rose. Volveremos aquí con nuestra familia.
Theo quiso darle las gracias. Quiso caer de rodillas embargado de alivio y de amor. Pero Sophie no le dio ocasión de hacerlo. Emprendió el arduo ascenso por el camino difícil con pasos pequeños y cautos.
Susannah
—Mañana a las once tendréis a vuestros bebés —anunció el guía.
Habían aterrizado en el aeropuerto de Changsha y los llevaron en autobús al hotel. El guía tenía el inverosímil nombre de Elvis y para hacer honor a él llevaba el pelo alisado hacia atrás, peinado estilo Pompadour.
—Nos reuniremos en el vestíbulo del hotel a las diez y media, como un clavo, subiremos al autobús y nos dirigiremos al ayuntamiento a por los bebés. —Les dirigió una amplia sonrisa—. Estoy de los nervios. ¿Y vosotros?
Carter se rió a su lado. Era buena persona, el hombre que ayudaba a los guías a contar a todo el mundo para asegurarse de que estaban todos allí. El que calculaba las facturas en los restaurantes y recogía el dinero. La primera noche en Pekín, cuando cenaban, Carter se había levantado y había hecho un brindis por Maya, dándole las gracias por los bebés. Fue un brindis entrañable, divertido y conmovedor. Perfecto. Así pues, ¿por qué a Susannah no le había gustado nada que lo hiciera?
Miró por la ventanilla tratando de ver algo de la ciudad anónima por la que estaban pasando.
Era casi medianoche y Susannah acusaba el desfase horario y estaba irritable. Maya había insistido en que pasaran todos tres días en Pekín antes de volar a Hunan. Dijo que era importante que vieran un poco de China y aprendieran algo de su historia y su cultura. Susannah, con cara de sueño, había escuchado a los guías turísticos hablar sobre dinastías y emperadores. Había esperado demasiado tiempo haciendo cola para ver un atisbo del cuerpo de Mao, había deambulado durante horas por la Ciudad Prohibida, había visitado fábricas de seda, fábricas de porcelana y fábricas de jade. Carter había comprado recuerdos en todas partes. Camisetas, un reloj de Mao, un brazalete de jade y un dragón por el signo astrológico de Clara, pues todo era para ella. Había comprado unas colchas de seda, unas cosas estridentes con dibujos chinos de colores vivos. «¿Qué vamos a hacer con todo esto?», mascullaba Susannah mientras él hacía trueques, bromeaba y compraba.
—A las mujeres de Hunan las llaman «picantes» —estaba explicando el guía—. La comida de Hunan es muy famosa por lo picante que es, de manera que las mujeres son «mujeres picantes». Susannah pegó la cara a la ventanilla fría. Se figuró que allí Cárter compraría guindillas y libros de cocina. El autobús aminoró la marcha y las luces de un hotel rompieron la oscuridad.
Todos se levantaron y fueron saliendo en fila. Cada vez que el grupo subía al autobús, todos ocupaban los mismos asientos, como si los tuvieran asignados. Cuando salían del autobús lo hacían siempre en el mismo orden, Susannah apretujada entre Cárter, que iba detrás de ella, y la siempre radiante y embarazada Sophie por delante.
Cuando Susannah pasó junto a Elvis, éste le rozó el hombro.
—Mañana por la mañana a las once tendrás a tu bebé —le dijo—. No hay problema.
Susannah volvió rápidamente la cabeza para mirarlo. ¿Por qué le había dicho eso a ella y no a Sophie?
Cárter le estaba sonriendo al guía.
—Nos vemos en el vestíbulo —le dijo con una sonrisa radiante.
Emily pasó junto a Elvis y él no le dijo nada.
Susannah se quedó junto a la puerta del autobús viendo bajar al resto del grupo. Elvis sonrió y dijo «¡Nos vemos por la mañana!» y «¡Que descanséis bien!». Pero el comentario intencionado sólo se lo había hecho a ella. «¿No hay problema?», pensó Susannah. ¿Por qué le diría eso a ella?
La habitación del hotel tenía una cuna. En el baño había una pequeña bañera de plástico para bebés. Apoyado en una esquina había un coche de bebé portátil de color verde lima. Todo aguardaba al bebé que le darían a Susannah a las once de la mañana siguiente.
Cárter estaba silbando en la ducha y Susannah quería que parara. Pero no paró. Siguió silbando hasta que apareció envuelto con una toalla en torno a la cintura.
—En casa es la una de la tarde —anunció—. Vamos a llamar a Clara y a decirle que tendrá a su hermanita en menos de doce horas.
Susannah lo miró mientras él se sentaba en la cama y marcaba el número de Estados Unidos.
Cárter lo había dominado todo con suma facilidad. Las llamadas a larga distancia y el cambio de moneda. Las luces del hotel funcionaban con un sistema que necesitaba de la llave de la habitación y eso también lo averiguó. E incluso sabía decir frases sencillas en mandarín, cosa que a ella le molestaba mucho.
—¡Somos mamá y papá! —estaba diciendo Cárter al teléfono—. Sí que te compré más regalos —dijo—. Ah, no puedo decírtelo. Son sorpresas. Mamá tiene algo que decirte. —Le hizo señas a Susannah para que se acercara a coger el teléfono—. Pues claro que quieres hablar con mamá —dijo.
—No quiere —declaró Susannah de manera inexpresiva—. Da igual.
Aun así, él la engatusó y le rogó.
—Mamá tiene una noticia estupenda que darte, cielo.
—¡Por el amor de Dios, díselo ya para que podamos irnos a la cama! —exclamó ella con brusquedad.
Se metió debajo de las sábanas y se dio la vuelta hacia el lado contrario a Cárter, que seguía hablando con ese tono de voz que volvía loca a Susannah. La cuna estaba allí, vacía y abandonada. Elvis había dicho que no había problema. De modo que, por supuesto, debía de haber un problema, algo que él sabía y para lo que estaba intentando prepararla. Cuando nació Clara, Susannah se fijó en que la enfermera fruncía ligeramente el ceño al examinarla. «¿Está todo bien?», le había preguntado ella, muerta de miedo. La enfermera, una mujer de tez pálida con ropa quirúrgica de color guisante, le había sonreído. «No hay problema», le había dicho.
Cárter colgó por fin el teléfono y se echó desnudo en la cama a su lado.
—Clara está emocionada —le dijo.
—Mmmm.
—¿Tú estás emocionada?
La cuna adoptó una forma amenazadora en la habitación oscura. Susannah pensó: «Estoy aterrorizada.»
Su marido se quedó dormido sin más y respiraba con un minúsculo ronquido. Susannah se dijo que todo iba bien; si no Maya hubiera venido a su habitación. Les hubiera contado la verdad. «No hay problema», pensó Susannah. Y esperó a que transcurriera la larga noche.