13
Maya

Maya se había dejado llevar por el pánico: había llamado a Emily antes de su vuelo a California y le había contado adónde se dirigía. Ahora, tumbada en la cama de su hotel, la llamó otra vez. Lo único que deseaba era estar en su despacho de la agencia Red Thread mandando información por fax a China, trabajando para conseguir los bebés a las familias.

—Estoy muy nerviosa —admitió Maya—. Tienes que tranquilizarme.

—¿Quieres saber lo que diría el doctor Bundy? —preguntó Emily. No aguardó a que Maya respondiera—. El doctor Bundy diría que volar al otro extremo del país para ver a tu ex marido por supuesto que te pone nerviosa.

—Gracias —dijo Maya—. Eso es de gran ayuda.

—El doctor Bundy te preguntaría qué es lo que esperas de este encuentro —le planteó Emily.

—Bueno —contestó Maya—, vamos a vernos en un restaurante de tacos. Así que supongo que ¿tacos? ¿Cervezas?

—No quieres reconocerlo —aseguró Emily.

—Ya lo sé —admitió Maya.

Cuando colgó el teléfono se quedó mirando al techo un rato más, preguntándose qué era lo que esperaba. No sabía por qué, pero su vida no podía avanzar si no veía a Adam. Pero ¿y si el hecho de verle en realidad la hacía retroceder? Maya pensó en los últimos meses y en que su corazón había empezado a abrirse muy lentamente. Después de Año Nuevo, Jack había seguido mandándole correos electrónicos hasta que ella lo invitó otra vez a Providence. Y ahora ya casi habían establecido la rutina de pasar los fines de semana juntos. Pero cada vez que se marchaba, Maya pensaba que no podía enamorarse de él. Decidió que, en ciertos sentidos, retroceder no parecía tan mala opción. Significaba volver a su vida de adicta al trabajo. Volver a los largos días en la oficina donde la única cosa en la que pensaba era en entregar a esos bebés. Volver a meterse en la cama por las noches sola, con una copa de vino y un libro a su lado. Volver a un lugar seguro.

Maya se incorporó en la cama. Algo se apoderó de ella. Si Adam la culpaba por la muerte de su hija y por arruinarle la vida, por echarlo todo a perder, entonces podría volver a su vida de antes. Y quizá fuera por eso por lo que había cruzado el país. «Gracias, doctor Bundy», pensó Maya.

Entonces se levantó y empezó a prepararse para reunirse con Adam.

El restaurante de tacos era un tugurio, un edificio bajo de color turquesa con el tejado combado y la pintura desconchada.

—Los mejores tacos de Santa Barbara —le había asegurado Adam el día anterior, cuando concretaron el encuentro.

Por supuesto, Maya recordó entonces que a Adam le encantaba descubrir lugares poco convencionales que sorprendían con una comida magnífica. Ellos dos habían recorrido kilómetros en coche para ir a la Costa Norte a comer camarones al coco, o habían localizado una camioneta aparcada en una playa remota porque habían oído que allí hacían los mejores camarones al coco. A Adam le encantaba ponerse elegante y pagar mucho dinero por el menú degustación del chef en el restaurante de Alan Wong, pero también le encantaba esto: un tugurio donde resultaba que servían unos tacos inolvidables.

Mientras cruzaba el aparcamiento, Maya casi podía oler el jengibre que Adam rallaba en su salsa teriyaki casera, el ajo con el que espolvoreaba el lomo de cerdo, el vodka aromatizado con piña que elaboraba cortando piña fresca que ponía en un buen vodka y dejaba marinar durante dos semanas. Adam la alimentaba. Lo único que ella sabía cocinar de forma más o menos decente era pollo asado. El recuerdo de aquel olor combinado con los aromas más acres que le llegaban del restaurante hizo que Maya se descompusiera. Pisó mal con los tacones, se tropezó y cayó sobre el duro asfalto, raspándose las rodillas y las palmas de las manos.

Se oía música mejicana a todo volumen. ¿Por qué había optado por ponerse zapatos de tacón en lugar de unas chanclas?, pensó mientras Adam aparecía por encima de ella meneando la cabeza.

—He visto cómo tropezabas —le dijo, y se inclinó para ayudarla a levantarse—. Pero no me ha dado tiempo a llegar.

Maya notó un hilo de sangre que le bajaba por la pierna. Estaba en un aparcamiento con Adam, sangrando y sintiéndose herida. No sabía qué decir.

Él la sujetó por el codo y la condujo hacia la puerta del restaurante.

—Vamos a limpiarte —dijo.

A Maya se le inundaron los ojos de unas lágrimas cálidas. Volvió la cabeza para que Adam no lo viera.

Una vez dentro, él desapareció durante un instante. Maya vio que iba a por unas servilletas y que cogía dos cervezas frías de un refrigerador. Estaba cuidando de ella, tal como había hecho hacía un millón de años cuando estaban casados. Maya deseó poder detener el aluvión de recuerdos, pero estaba indefensa, allí, en aquel restaurante iluminado con luces radiantes, con la música alta y la sangre bajándole por la pierna.

Adam le alcanzó una de las cervezas, tomó un sorbo de la otra y luego se arrodilló a sus pies.

—¡Huy! —exclamó mientras le limpiaba la sangre con delicadeza. Le iba dando toques en las rodillas y sólo se detuvo para tomar otro trago de cerveza.

Se le había declarado de aquella manera, hincando una rodilla en la arena de una playa desierta al atardecer. Maya también había llorado entonces, por lo mucho que amaba a aquel hombre romántico y sensiblero. Ahora lo oía cantar en español siguiendo la canción que sonaba en el restaurante. Maya alargó las manos sin pensarlo y le tocó el pelo. Lo seguía llevando demasiado largo, con mechones aclarados por el sol, ondulado y fuera de control. Ella solía intentar domárselo con los dedos.

Adam se apartó con brusquedad y la miró sobresaltado.

—Creo que sobrevivirás —afirmó, y se puso de pie.

Aparte de algunas hebras plateadas en ese pelo suyo y de alguna arruga nueva en torno a los ojos, Adam estaba exactamente igual a como ella lo recordaba. Por debajo de sus bermudas caqui asomaban unas piernas bronceadas y musculosas. Llevaba una camiseta de la Universidad de Santa Barbara, suelta sobre su vientre plano y sus hombros aún fornidos. Antes era nadador y surfista, y Maya supuso que seguía haciendo esas cosas.

—Tienes buen aspecto —le dijo ella. Llevaba mirándolo tanto rato que le debía una explicación.

—Tú también —contestó él con rigidez.

—¡Número setenta y cuatro! —llamó el cajero, y Adam anunció con alivio:

—Somos nosotros.

«Nosotros». Aquella palabra hizo que Maya se estremeciera. Por primera vez se fijó en la gran alianza de oro que relucía en el dedo de Adam mientras él caminaba de vuelta hacia ella con una bandeja de comida.

—Háblame de tu esposa —le pidió Maya después de que Adam le explicara todos los rellenos de taco que había pedido.

Adam asintió como diciendo: «Es una pregunta justa.»

—Es bibliotecaria —le dijo con una sonrisa—. Carly.

Maya pensó que Carly era un nombre de persona joven. Ella había entregado tres bebés a los que llamaron Carly. La esposa de Adam debía de ser joven y hermosa. Una buena esposa. Una buena madre.

Fue Maya la que asintió entonces. Odiaba a Carly.

—Un día fui a la biblioteca de Honolulu, a la sucursal que hay en el centro, y estaban haciendo una hora del cuento —le contó Adam.

Carly era bibliotecaria de niños, pensó Maya, y la odió más aún. Se imaginó un vestido de Laura Ashley, zuecos y gafas.

—Y yo, como un idiota, me detuve y me quedé mirando a esos hermosos pequeños que escuchaban el cuento y, de repente, rompí a llorar allí mismo, pensando en que mi hija nunca tuvo la oportunidad de sentarse en las esteras de colores de una biblioteca mientras le leían un cuento. Y en que nunca tendría esa oportunidad. Y fue como si todas las cosas que no podría llegar a hacer surgieran de repente y me golpearan en la cabeza, y me senté allí mismo en medio de la biblioteca y lloré. Carly estaba donde las estanterías haciendo una investigación, se me acercó y, sin mediar palabra, me abrazó mientras yo lloraba.

Maya estaba asintiendo como una boba, como si comprendiera esa historia y se alegrara por ello. Carly la bibliotecaria de investigación. Carly el ángel.

Adam miró a Maya a los ojos.

—Me salvó la vida —declaró.

—¡Vaya! —dijo ella como una tonta—. Ya lo veo. —Y pensó: «Yo te la arruiné y Carly te la salvó.»

Como si le leyera la mente, Adam dijo:

—Tú me la arruinaste y Carly me la salvó.

Maya tragó con dificultad. El taco le sabía a tierra.

—Sí —coincidió—. Sí.

—Soy una persona que aguanta hasta el final —dijo Adam en voz baja—. Quería aguantar, incluso después.

—Ya lo sé. —Maya se atrevió a mirar a su marido a la cara. Ex marido, se recordó—. No podía quedarme. —Tenía la boca y la garganta tan secas que pensó que no podría ni pronunciar las palabras—. Fue culpa mía. No podía estar frente a ti cada día sabiendo lo que había hecho.

Adam le puso la mano sobre la suya.

—Yo nunca te culpé —le dijo.

Maya meneó la cabeza.

—No tenías que hacerlo. Yo sí me culpo.

—No lo hagas —le pidió.

Maya inclinó la cabeza hacia él hasta que sus frentes se rozaron ligeramente. Adam le alzó la mano con ternura y se la besó.

—Ahora te sientes bien con la vida que llevas, ¿verdad? —le preguntó Maya.

—Sí. —Él no le soltó la mano—. Pienso en ella todos los días.

Maya asintió.

—Supongo que eso no desaparecerá nunca. Pero en cierto modo es un consuelo. No importa lo lejos que me encuentre de ella, porque aún está conmigo. Llevo su fotografía en la cartera, ¿sabes? Ésa en la que lleva el lei que le hizo la secretaria de la oficina para su primer cumpleaños. Y tiene la cara manchada de glaseado de chocolate y parece muy feliz.

—Fue feliz —susurró Maya.

—Lo fue —aseveró Adam—. Feliz, hermosa y querida.

Se quedaron en silencio unos momentos, la mano de Maya aún apoyada en la de Adam. Al cabo él dijo:

—¿Quieres venir a cenar esta noche? ¿Conocer a Carly y Rain?

—Oh, no, me parece que no —contestó Maya.

—Me gustaría que ellas te conocieran. Que vieras cómo es ahora mi vida.

Maya pensó que no era mucho pedir.

—De acuerdo —asintió—. A mí también me gustaría.

—¿Con la nueva esposa? —preguntó Emily cuando Maya la llamó después de regresar al hotel—. ¡Caray, esto es terrible!

Maya ya había oído muchas historias sobre las pocas veces en las que Emily tuvo que estar con la ex esposa de Michael y sabía que nunca resultaba fácil.

—Tengo la sensación de que necesito hacerlo, por él y por mí.

—¿Por qué?

—¿Emily? —dijo Maya—. Quiero contarte una cosa.

—De acuerdo —respondió Emily.

—Adam y yo… —empezó a decir. Cerró los ojos para protegerse del mareo que le sobrevino—. Tuvimos un bebé. Una hija —añadió.

—¿Qué? —preguntó Emily.

—Y le ocurrió algo terrible. —Las lágrimas que había estado esperando durante toda la tarde brotaban ahora—. Le hice una cosa horrible.

—No —le decía Emily—, no, no lo hiciste.

—Fue un accidente —explicó Maya—. Pero murió.

—No tienes que hacer esto —le dijo Emily.

Maya no estaba segura de si lo que quería decir era que no tenía que contarle lo sucedido o que no tenía que ir a cenar.

—Vuelve a casa —sugirió Emily.

—Creo que si él quiere que vaya a cenar, tengo que hacerlo. Le debo mucho.

Emily guardó silencio.

—Creo —dijo al fin— que lo único que te debes a ti misma es perdón.

—Ay —contestó Maya—, eso es lo más difícil.

Compró flores, un ramo descomunal de hermosas gerberas de un rojo y rosado intensos. Compró vino, blanco y tinto, los dos demasiado caros. Aquellos pequeños detalles no la calmaron, pero al menos quería parecer una persona cortés, no alguien que mataba bebés y se alejaba de maridos desconsolados.

Pero cuando estuvo en la puerta de la casa de Adam, su despilfarro le pareció una tontería. Las flores y el vino no borrarían lo que todos ellos sabían. Mientras esperaba a que alguien le abriera, Maya lamentó que no hubiera un arbusto o un cobertizo en los que dejar los regalos. La casa era toda de madera curada y cristal, baja y abierta. Allí no había escondites. Maya suspiró y volvió a pulsar el timbre. Esperó estar oyendo mal y que éste no tocara la Oda a la alegría.

Cuando la puerta se abrió, Maya se quedó sorprendida de que hubiera acudido Carly en lugar de Adam.

—¡Mira todo esto! —exclamó Carly, lo cual hizo que Maya se sintiera aún más idiota por el ramo demasiado grande y los vinos ridículamente caros.

Carly tenía el cabello rubio y liso, largo y con flequillo, y llevaba unas gafas cuadradas negras que Maya hubiera definido como gafas de bibliotecaria si Carly no fuera bibliotecaria. Era guapa, con un estilo urbano que Maya no se había esperado: las gafas modernas, las mallas y las bailarinas. Tenía un brazo lleno de pulseras de baquelita. Maya pensó que era más como Sheryl Crow que como Laura Ingalls Wilder. Detuvo un momento la mirada en el vientre de Carly. Cuando alzó la vista, Carly le decía que sí con la cabeza.

—Sí —dijo, y se hizo a un lado para que Maya pudiera pasar—. Lo esperamos para octubre.

«Lo esperamos.» Maya se encogió.

—¡Vaya! —logró decir—. Enhorabuena.

Al otro lado de la pared llena de ventanas, el océano Pacífico rompía ruidosamente contra la playa. Adam estaba allí con una fuente de filetes, dispuesto a salir fuera. Una niña pequeña, rubia como su madre, desnuda salvo por el pañal, se aferraba a su pierna con una mano mientras en la otra llevaba un lacio cerdo de peluche.

—Ésa es Rain —anunció Carly.

Maya tomó asiento en la silla más cercana por miedo a caerse. En el interior de la casa todo era azul, blanco y verde, como si el océano también estuviera dentro. Maya cerró los ojos un instante. Cuando los abrió de nuevo, Carly estaba de pie frente a ella con una copa de vino.

—¿Blanco va bien? —preguntó Carly.

Maya cogió la copa y la dejó en la mesita de café: una cosa monstruosa con tablero de cristal. Debajo de él había arena, estrellas de mar, conchas y cristal de mar.

—Adam ha preparado esto —dijo Carly, y señaló una fuente de tomates asados espolvoreados con romero, ajo y queso feta.

Maya puso un poco encima de una tostadita y tomó un bocado.

—Está delicioso —afirmó.

Carly la miró mientras masticaba.

Maya tuvo la sensación de que la tostadita crujía demasiado fuerte. Incómoda, intentó comérsela con rapidez.

—Gracias por venir —le dijo Carly—. Necesitaba verte en persona.

Maya pudo tragar por fin.

—¿No soy como te esperabas? —preguntó Maya.

—He visto fotografías, por supuesto —aclaró Carly.

—Entonces, ¿por qué necesitabas que viniera?

Carly meneó la cabeza.

—No lo sé. Necesitaba mirarte a los ojos. ¿No es extraño?

Maya no sabía qué podía decir y tomó un sorbo de vino.

—Mi prima murió cuando era un bebé. Mi tía nunca lo superó del todo —comentó Carly.

—No lo superas —consiguió decir Maya.

—¿Puedes dormir por las noches? —preguntó Carly.

—Fue un accidente —se oyó decir Maya.

—Ya lo sé —dijo Carly con dulzura—. Pero aun así.

—Se me conoce como una persona formal. Con los pies en el suelo. Digna de confianza.

Carly entrecerró los ojos.

—Eso es lo que yo pensaba —dijo.

De algún modo, el tiempo transcurrió. Los filetes se cocinaron. La ensalada se mezcló y se aliñó. Maya le dijo cosas bonitas a la pequeña. Se sirvió la cena. Para Maya era como si estuviera viendo una película extranjera. Nada le parecía familiar y los subtítulos estaban demasiado borrosos.

El teléfono móvil vibró en su bolsillo. Probablemente fuera Emily que la llamaba para ofrecerle apoyo.

Maya no le hizo caso y escuchó a Adam que la ponía al día sobre su carrera profesional. El teléfono vibró otra vez. Emily no sería tan insistente. Sabía que Maya estaba cenando y que no podría hablar.

La pequeña miró a Maya con ojos serios. Comía trozos de aguacate con un tenedor de plástico que tenía forma de avión.

El teléfono de Maya volvió a vibrar.

—¿Me disculpáis? —dijo—. El teléfono no para de sonar y sólo quiero asegurarme de que todo va bien.

No aguardó una respuesta. Se volvió un poco hacia el otro lado, se sacó el teléfono del bolsillo y miró las llamadas perdidas. Eran todas de Samantha, de la oficina.

—Trabajo —anunció, y tendió el teléfono como prueba.

La niñita la miró con el ceño fruncido.

Maya se levanto y se acercó a las ventanas. El sol ya estaba bajo en el cielo. El agua se había calmado.

Escuchó el mensaje de voz de Samantha.

«Maya. Hola, soy yo. Espero que te vayan bien las vacaciones. No vas a creértelo, pero acabamos de recibir un lote de asignaciones. DAC del 24 de septiembre. Todos los bebés son de Hunan. ¡Monísimos!»

Maya tomó aire. Lo retuvo. Fuera, el cielo tenía vetas lavanda y violeta.

«Maya —continuó diciendo Samantha—, ¿debería esperar a que volvieras antes de llamarlos?» Rain se había acercado adonde estaba Maya y la miraba desde el suelo. Hubo algo en el rostro de la pequeña que hizo que Maya tuviera la sensación de que podría caerse de aquella ventana al océano que se abría más abajo.

—¿Señora? —dijo Rain—. ¿Señora?

Maya se dio cuenta de que eran los ojos. Eran igual que los de Adam. Eran igual que los de su propia hija.

«¿Tendría que llamarlos ahora?», decía Samantha, y la pequeña que no era suya seguía preguntando:

—¿Señora? ¿Señora?

Maya marcó el número de Samantha rápidamente.

Cerró los ojos y los apretó con fuerza para no tener que mirar el rostro de Rain. Tuvo que esforzarse para mantener el equilibrio, para no caerse.

—Espera —le dijo a Samantha—. Cogeré un vuelo esta misma noche y estaré ahí a primera hora de la mañana.

—Entonces, debería…

—Voy de camino —dijo Maya.