6
Maya

Maya siempre hacía acto de presencia en aquellas primeras reuniones. Sabía que si se quedaba demasiado tiempo el grupo no se relajaría. Pero su presencia durante un rato contribuía a hacer que las cosas funcionaran. Sophie y Theo vivían en el segundo piso de un edificio verde de tres plantas. Mientras subía por las escaleras, Maya oyó voces que ya salían de la puerta abierta. En el apartamento dominaba la madera y el color. Habían pintado un ribete blanco en todas las habitaciones, pero las paredes eran púrpura, rojas o amarillas. Había máscaras y tapices colgados por todas partes. Banderines de oración tendidos de un lado a otro de la cocina.

—¡Mirad quién ha llegado! —exclamó Sophie cuando vio a Maya de pie en la entrada.

Todos se volvieron de inmediato y avanzaron hacia ella con una sonrisa.

Todos excepto Nell. Maya se fijó en que ella se quedaba rezagada con una copa de vino vacía en la mano. Maya la saludó con la cabeza y entonces fue cuando se percató de que Theo también se había quedado atrás. Estaba cerca de Nell, como si tuvieran algo en común. Maya frunció el ceño. Esos dos no tenían nada en común. Nada en absoluto. Pero si sólo había que ver a Nell, con una chaqueta de una especie de seda rizada, pantalón pitillo negro y tacones altos, perfectamente peinada y maquillada. Y luego a Theo, que iba con la ropa arrugada y sin afeitar. Maya había leído la documentación de todos ellos antes de venir y sabía que Theo trabajaba a tiempo parcial dando clases de idiomas para adultos y traduciendo informes comerciales. Sabía que Nell Walker-Adams era una agente financiera importante. Sin embargo, tenían la cabeza levemente inclinada el uno hacia el otro, como si guardaran un secreto.

Sophie le ofrecía a Maya un plato de comida.

—Dumplings al vapor, tortitas de cebolleta y cangrejo Rangún —le estaba diciendo.

Todos los grupos hacían lo mismo: un batiburrillo de platos chinos y de clásicos de las comidas de «traje», las de «yo traje esto y yo aquello». Maya le dio las gracias y tomó el plato y los palillos chinos que le ofrecía. Mientras mordisqueaba la comida, las parejas se fueron acercando a ella poco a poco y le contaron con nerviosismo la primera visita para el informe doméstico, si es que la habían tenido, le hablaron de lo que habían leído sobre China o de los grupos de adopción de Yahoo a los que se habían unido. Ella comentó cada información con el mismo buen humor. Aquellas personas creían que su futuro estaba en manos de Maya. Cuando se marchara interpretarían todas y cada una de las palabras que hubiera dicho, todas sus expresiones, para ver si habían avanzado algo en la línea o cometido alguna pequeña infracción. Consciente de ello, Maya mantenía la voz mesurada, la sonrisa agradable. Animaba cada nuevo paso que daban en el camino de la paternidad.

Nell Walker-Adams dejó entonces su lugar junto a la pared roja y dijo con su voz firme y enérgica:

—¿Es cierto que marcan a los niños?

—Yo también lo he oído —dijo la esposa del jugador de béisbol. Miró a Maya con expresión preocupada.

—Hay gente que cree… —empezó a decir Maya, pero la dichosa Nell la interrumpió.

—He oído que les hacen cortes aquí o aquí —señaló entre los dedos y en los tobillos—. O que les queman con un cigarrillo.

—Una madre no haría daño a su propio hijo de esta manera —terció Susannah.

—¿Es para poder encontrarlos algún día? —preguntó Emily—. Sí que puedo imaginarme que una madre haga eso.

—Yo había oído que era para que el niño tuviera para siempre algo de la madre, porque no van a verse nunca más —dijo Brooke.

—Hay gente que cree eso —explicó Maya con tacto—. Pero las marcas de los bebés podrían tener diversos orígenes. Pequeñas heridas, por ejemplo. No conocemos las historias de estas niñas —se encogió de hombros—. Están rodeadas de muchos misterios.

—En el grupo de Yahoo leí un comentario de una mujer que decía que su hija tenía cortes en los dos tobillos —dijo Nell—. Eso es algo más que una pequeña herida.

—¿Pero la niña estaba sana? —preguntó Maya.

—Aparte de eso, sí —contestó Nell.

—¿Y ahora es feliz?

—Supongo.

Maya dejó el plato en el aparador.

—¿Y entonces qué más queremos?

Empezaron a hablar de nuevo, pero en seguida cambiaron de tema.

Maya se despidió de ellos de uno en uno.

—Tendréis noticias nuestras en cuanto se os haya realizado a todos el informe doméstico —les dijo a cada uno de ellos, mientras les estrechaba la mano con firmeza y cordialidad.

Fuera había dejado de llover. Hacía una tarde preciosa. Maya subió al coche y condujo de vuelta al East Side, donde Jack Sullivan la estaba esperando para tomar algo con ella. Maya intentó no pensar en eso. Para ello se puso el CD de los Moldy Peaches, cuyo optimismo rayaba la tontería. Pensó en las familias con las que había pasado la tarde. En la dichosa Nell.

Maya se obligó a quitarse eso también de la cabeza, y en su lugar pensó en Susannah, que casi parecía asustada cuando hablaron de las madres que marcaban a sus bebés. Pensó en Emily y Michael, en el jugador de béisbol con su voz fuerte y su acento del sur y su gran bigote, y luego en Sophie y en lo entusiasmada y esperanzada que estaba por todo; de esta forma, antes de darse cuenta, Maya ya estaba de vuelta en Wickenden Street y aparcaba frente a un Bar Z.

Jack ya estaba dentro. Llevaba una camisa hawaiana roja con pájaros de un amarillo y azul intensos y palmeras verdes. Frente a él tenía un combinado a medias, algo transparente con una rodaja de lima.

Se puso de pie al verla y le dio un beso suave en la mejilla.

Maya pidió una copa de vino y, como estaba nerviosa, se la bebió demasiado aprisa.

—No se me dan nada bien las citas —admitió después de que él intentara charlar de cosas sin importancia y le preguntara sobre su trabajo, sobre Providence y sobre su niñez. A ella todos los temas le parecían abrumadores—. No sé cómo hacerlo —dijo.

—Pues hablaré yo —decidió él, y le contó cómo fue crecer en el sur de Boston. La hizo reír con historias de cuando iba a escuelas católicas y de cómo perdió su virginidad en la universidad, dentro de un coche sin calefacción en mitad de enero en Vermont. Cuando Jack le sugirió que cogieran una mesa y cenaran, ella accedió de buena gana.

Maya intentó recordar de qué solían hablar Adam y ella. De su trabajo, por supuesto. De política. De un modo u otro había acabado por conocer todas las partes de su vida: su familia, sus aventuras sexuales, sus historias de viajes.

—¿Has estado casado? —le preguntó Maya a Jack.

—Once años. Nos distanciamos. Lo típico —abrió un mejillón y lo hundió en el caldo—. ¿Y tú?

—Sí. Lo típico también. Él se ha vuelto a casar y tiene una hija —lo dijo como si lo supiera de primera mano. Como si no hubiera ningún problema.

Después de cenar Jack sugirió que fueran a dar un paseo. Pero Maya se sorprendió pidiéndole que fueran directamente a su casa. Mientras veía los faros del BMW plateado siguiéndola por las calles de su barrio, volvió a sentir ese tirón, ese anhelo por algo que conoció una vez. Fue entonces cuando se dio cuenta de que se acostaría con él. Si Adam podía seguir adelante, casarse e incluso tener otro hijo, maldita sea, sin duda ella podía acostarse con alguien. Seguro que podía pasar la noche en brazos de un hombre y despertarse a su lado sin sentirse aterrorizada.

Cuando llegaron casa, Maya abrió una botella de vino y sirvió una copa para cada uno. Pero sólo tomaron uno o dos sorbos antes de que empezara todo.

Mientras Maya le desabrochaba esa camisa ridícula que llevaba, le susurró:

—Viví en Hawái. Muchos, muchos años.

—Entonces por eso pareces tan exótica —comentó él al tiempo que movía los hombros para despojarse de la camisa.

Maya abrió la boca para decir algo más pero él la acalló con su lengua.

De algún modo consiguieron llegar al dormitorio, y una vez allí ya no hubo espera. Maya se abrió a aquel hombre, aquel desconocido, y por unos momentos no hubo ningún Adam, ninguna ambulancia que condujera por las calles bordeadas de palmeras ni ninguna tormenta de granizo, nada. Sólo existía aquello: sexo con un hombre al que apenas conocía.

Pero al terminar, cuando se acomodó y puso la cabeza sobre el hombro de él mientras sus dedos jugueteaban con el vello plateado de su pecho, Maya habló.

—Ocurrió una cosa terrible —le dijo.

Dio la impresión de que Jack contenía el aliento.

—Nunca le he contado la verdad a nadie —continuó—. Por la noche, cuando intento dormir, mi mente me lleva de vuelta a aquel día e, incluso entonces, miento. Me invento un suelo resbaladizo, un rayo de luz cegadora, un intento heroico de evitar lo inevitable. Pero las baldosas estaban secas. El sol, aunque brillaba con la fuerza propia de los lugares tropicales, no incidía directamente en los cristales. Y yo, la madre, su madre, me quedé allí viendo cómo se caía. Y quiero creer que alargué los brazos y agarré a tientas, que mis manos casi, casi la atraparon, que mis dedos rozaron el aire. Ninguno de los dos se movió. Maya intentó detenerse, pero ya era demasiado tarde. Ahora él haría preguntas, se precipitaría a sacar conclusiones, huiría.

—La verdad, la horrible y sobrecogedora verdad es ésta —dijo Maya, sorprendida por la serenidad con la que hablaba—. Bañé a mi hija, a mi amor. Llené la bañera y eché jabón de burbujas de Winnie-the-Pooh. Comprobé que el agua estuviera bien, ni demasiado fría ni demasiado caliente. Chapoteé con los dedos para llenar la bañera de burbujas. Eso siempre la hacía reír. ¿Hay algo más hermoso que la sonrisa desdentada de un niño? Recuerdo haberla mirado en ese momento, con el pecho sobrecogido de amor. Creemos que el amor es una cosa abierta, como los brazos abiertos, pero mi amor por ella era cerrado y apretado, como si en él sólo hubiera espacio para las dos, como un abrazo.

»Cuando la saqué de la bañera lloró. Lloró mucho. Pero a mí me llegaba ya el olor del pollo que había metido en el horno y que ya estaba casi hecho. Solía cocinarlo con limones, ajo y romero. Era mi especialidad. También había ropa para doblar en la mesa de la cocina y mi marido estaba a punto de llegar a casa; y ¿a quién le gusta un pollo seco? Y después de cenar él tendría que ocuparse del bebé para que así yo pudiera terminar mi trabajo. Una vez vi unos dibujos animados en los que salían una novia y un novio, y el pastor decía: “Yo os declaro cansados.” Así es también la maternidad, el agotamiento de jugar y no dormir y de querer con tanta intensidad. Y pollos asados, ropa para doblar, exámenes que corregir y un marido.

»Incluso cuando la envolví con su toalla mullida, la de las manchas como de dálmata, una capucha con unas orejitas tiesas y una cola detrás que colgaba, ella lloraba. Lloró y se movió, agitada. El olor del pollo asado llenaba la cálida atmósfera, mezclado con el aroma dulce del baño de burbujas y de mi propio sudor rancio. Ni siquiera me había duchado aún. La arrullé, canturreé e hice todas las cosas que la calmaban. Pero nada de eso sirvió. Me la apoyé contra la cadera sujetándola con un brazo y fui a por un pañal y la ranita que tanto me gustaba, una muy suave de color rosado estampada con ese dibujo a lápiz tan famoso de John Lennon y la palabra IMAGINE. Le canté Puff el dragón mágico en voz baja.

Alargué la mano. Ella lloraba. Echó la cabeza hacia atrás y se retorció; y acto seguido ya no estaba. Se había escurrido de mis brazos, hacia atrás, como un saltador de trampolín, un acróbata, un ángel.