12
Maya

—No compran la vaca si la leche es gratis —dijo la madre de Maya meneando la cabeza.

Llevaba cinco días en casa (si es que se podía llamar casa al nuevo apartamento de sus padres, con el enmoquetado azul pálido de pared a pared y los grabados enmarcados de carteles de museos) y su madre había conseguido utilizar ya todas las frases hechas conocidas por el hombre. Maya pensó que había llegado el momento de tomar un vuelo de vuelta al Este. Su madre se acababa de quedar sin cosas que decirle.

—Adelante —dijo su madre—, tú pon los ojos en blanco. Pero sé que las mujeres divorciadas tienen un estigma —bajó la voz—. Son fáciles. Rápidas. Escucha bien lo que te digo.

—No hay de qué preocuparse —replicó Maya—. No tengo citas y por lo tanto soy casta.

—Ahórrame los detalles de tu vida amorosa —protestó su madre, que levantó las dos manos como si quisiera parar el tráfico.

Maya suspiró. ¿Su madre la escuchaba alguna vez?

Desde donde estaba sentada, junto a la encimera, podía ver el pequeño salón. En el aparador sus padres tenían un marco de fotos digital que iba mostrando fotografías de ellos en sus diversos viajes. Su padre con traje de submarinismo. Su madre con un cóctel margarita. Los dos junto a un pigmeo delante de una choza de juncos.

—Panamá —le hizo saber su madre señalando la foto—. El Archipiélago de San Blas. Son el segundo pueblo más bajo del mundo, después de los pigmeos.

Antes de que Maya pudiera hacer ningún comentario, la fotografía cambió y de pronto estaba mirando su propia imagen en el día de su boda. Allí estaba, con su vestido estilo vintage hasta la rodilla, una corona de flores tropicales en el pelo, la cabeza ligeramente echada hacia atrás y una amplia sonrisa en la cara. A su lado, mirándola con tanto amor que le rompió el corazón, estaba Adam.

—¡Sorpresa! —exclamó su madre—. Tu padre cogió todas nuestras viejas fotografías y las puso en cedés con una máquina especial que compró en la revista SkyMall. ¿Sabes cuál es?, la que hay en los bolsillos de los asientos de los aviones… Hemos encontrado muchos artículos interesantes allí.

La fotografía de la boda de Maya fue reemplazada por una submarina en la que se veía un arrecife de coral y peces de colores nadando.

Aliviada, Maya se relajó un poco.

La escena submarina cambió y apareció en su lugar una fotografía de su padre comiéndose lo que parecía un escarabajo gigante.

—Estamos esperando ese artilugio que pasa los viejos discos a cedés —le explicó su madre. Apareció la siguiente fotografía y Maya contuvo el aliento. Allí mirándola estaba su hija, sonriendo bajo un sombrero para el sol con estampado de alegres margaritas.

Su madre vio la expresión de terror de Maya y siguió su mirada.

—Maya, Maya, lo siento. No creí que te disgustaría. El tiempo lo cura todo —dijo su madre—. ¿No es verdad?

Maya miró a su bebé. A su bebé feliz que respiraba, vivo. Pensó que no, que no era verdad.

Pero antes de que pudiera responder, su hija desapareció, reemplazada por una colorida puesta de sol.

Aquella noche Maya soñó que se caía en el acuario gigante de agua salada que ocupaba una de las paredes del cuarto de invitados de sus padres. Pasó dando vueltas junto al pez de color azul intenso, junto a los amarillos rechonchos y a los minúsculos fluorescentes hasta que alcanzó la arena del fondo. Se despertó jadeando. En su sueño había estado intentando salir trepando del acuario, pero las paredes resbaladizas la hacían caer una y otra vez.

Maya observó los peces que nadaban sin parar. El acuario le hacía pensar en esos que hay en los despachos de los médicos. Su propósito es calmar a los pacientes, pero Maya se sentía de todo menos calmada. Deseaba poder marcharse de inmediato y tomar el vuelo de vuelta a Providence, pero eso supondría llamar a un taxi, si es que los taxis acudían a aquel desolado complejo de apartamentos en Florida al que sus padres se habían retirado. Supondría pasarse seis horas sentada en el aeropuerto, leyendo revistas para mujeres y temiendo la larga noche que le esperaba de vuelta en casa. La víspera de Año Nuevo. No era capaz de decidir qué sería peor, si estar sola en casa o soportar otra noche con sus padres.

Mientras cenaban, su padre había anunciado que se iban a mudar a Costa Rica.

—Ya es hora de tener un poco de emoción antes de que sea demasiado tarde —había dicho.

—¿Recuerdas a los Petty? —le había preguntado su madre. Maya no los recordaba, pero eso en realidad no importaba—. Se fueron a vivir allí y les encanta. Están absolutamente encantados.

Maya supuso que la buena noticia era que vería aún menos a sus padres una vez se mudaran a Costa Rica.

Cerró los ojos, pero la imagen de su hija le venía a la mente una vez tras otra. Ese sombrero de margaritas. Maya lo había comprado en un mercadillo cuando estaba embarazada. Aquel día sólo podía imaginar al bebé que lo llevaría. «¿Y si es un niño?», le había preguntado Adam. «Tendrá una pinta muy graciosa con ese sombrero», había dicho. Y los dos se habían reído porque eran muy felices y no podían imaginar que le sucedería nada malo al bebé que llevaría puesto ese sombrero. Maya se levantó a regañadientes. Caminó de puntillas por la moqueta azul pálido, bajó las escaleras y se dirigió a la cocina. Encendió la cafetera y se sentó a mirar cómo iba goteando el café en la jarra de cristal. Si pudiera soportarlo, se llevaría el café a la playa y se sentaría al final de un sendero de madera gastada. Pero era una cobarde. La playa le recordaba a Hawái. Hawái le recordaba a su antigua vida, y su antigua vida le rompía el corazón.

En cambio, Maya se sentó a la mesa de cristal. Sorbió el café flojo Maxwell House y esperó a que llegara por fin la mañana y pudiera irse a casa.

Maya sabía que era un cliché pasar sola la víspera de Año Nuevo, comer comida china para llevar y ver la televisión. Pero allí estaba haciendo precisamente eso. Quizá fuera más hija de su madre de lo que le gustaba admitir.

Fue comiendo de su pedido completo de dumplings fritos y cuando iba a empezar con la ternera crujiente sonó el timbre de la puerta. Emily y Michael habían ido a Vermont a pasar el fin de semana y Emily era la única amiga a quien se le ocurriría aparecer en su puerta con una botella de champán y unos sombreros de fiesta plateados. Maya decidió que aunque fueran unos misioneros les aguantaría el rollo.

Sin embargo, no se encontró con unos misioneros, sino con Jack, que estaba allí plantado con una botella de champán y dos sombreros de fiesta.

—¿Feliz Año Nuevo? —le dijo.

Maya se preguntó si alguna vez se había sentido tan aliviada al ver alguien. Resistió un fuerte impulso de darle un fortísimo abrazo.

—Tengo comida china —anunció.

—Contaba con ello —repuso Jack.

—¿Tenemos que ponernos los sombreros?

—Son sólo simbólicos.

Maya se hizo a un lado para dejarlo pasar.

—No puedo hacer esto —dijo Maya cuando ya llevaban tres días juntos.

—No paras de decirlo —señaló Jack.

En efecto, no paraba de decirlo. Lo había dicho la primera noche, la víspera de Año Nuevo, cuando no habían atacado la comida china hasta bien pasada la medianoche porque se habían ido directos al dormitorio. Y otra vez a la mañana siguiente, cuando Maya se despertó con el olor de comida cajún y lo encontró en la cocina haciendo alubias y arroz. «Trae buena suerte para el nuevo año», le explicó él. «No puedo hacer esto», dijo Maya aquel mismo día, más tarde, cuando estaban sentados con el ceño fruncido frente a un puzzle del Taj Mahal. Él sabía que Maya se refería a tener una relación, no a terminar el puzzle. Lo había repetido aquella misma noche, después de que hicieran el amor. Y otra vez a la mañana siguiente cuando él cocinaba gambas y sémola. Y lo dijo también mientras paseaban por la ciudad nevada aquella tarde gris.

—Maya —le dijo Jack con dulzura—, ya lo estás haciendo.

—Pero no quiero hacerlo —replicó ella.

—Ah. Eso es distinto.

Sus botas pisaban con fuerza la nieve dura.

La noche anterior Jack le había preguntado dónde estaba enterrada su hija. Le había preguntado su nombre.

Maya no pudo responder a ninguna de las dos preguntas. Eran cosas que no decía en voz alta.

—¿Ya he abusado suficiente de tu hospitalidad? —le preguntó. Sus palabras quedaron flotando en el aire, entre los dos.

—Sí —contestó Maya.

—Echarás de menos mi comida.

—Es verdad —logró decir ella.

—Tú puedes seguir pidiéndome que me vaya —dijo—, pero yo seguiré viniendo.

La tomó de la mano. Maya llevaba unos guantes toscos ecuatorianos que sus padres le habían regalado por Navidad, y un jersey peruano, calcetines laosianos y un abrigo acolchado de Honduras con criaturas marinas sobrepuestas. Él llevaba unos guantes grandes de ante forrados de felpa. Jack era un hombre muy corpulento y, aunque ella no era una mujer menuda, sintió la fragilidad de su mano en la de él, aun con las capas de lana, ante y felpa que las separaban.

Fueron cogidos de la mano todo el camino de regreso a casa de Maya. Jack se subió a su coche y se marchó. Maya se quedó mirándolo mientras se alejaba y luego entró en casa y tiró todas las sobras de comida. Cuando terminó, fregó los platos y cazos que habían dejado sucios. Lavó las sábanas y las toallas. Pasó el aspirador. Limpió hasta que por fin creyó que había borrado hasta el último vestigio de aquellos últimos tres días.