11
Las familias
Emily
Pese a que Maya le había insistido en que la opción de que las asignaciones se realizaran en junio era sólo una probabilidad entre otras muchas, que era algo que no estaba en sus manos y que lo había dicho porque Nell le había obligado a fijar una fecha concreta, Emily no podía quitarse la idea de la cabeza: «Tendré a mi bebé el próximo verano.» Irían a la playa. Se sentarían en el jardín bajo el cálido sol estival. Por la noche, con las antorchas Tiki encendidas y el cielo plagado de estrellas, le señalaría las constelaciones a su hija. Ésa es Orión. Las Siete Cabrillas. La Osa Mayor.
Aún sabiendo que no era una buena idea, Emily se conectó a Internet y encargó un traje de baño de niña pequeña, amarillo con flores grandes de color rojo y un volante fruncido en torno al dobladillo. Debería estar escarmentada. En su primer embarazo Emily había comprado unas zapatillas Converse diminutas y un gorro que parecía una berenjena. Aquel bebé debería haber nacido en primavera. Cuando tuvo el aborto, esas pequeñas prendas parecían burlarse de su dolor. Aun así, cuando volvió a quedarse embarazada encargó muebles para el cuarto del bebé: una cuna que podía convertirse en cama y un cambiador que se convertía en cómoda. Era un mobiliario práctico, de madera oscura y resistente y sábanas a rayas. Tuvo que cancelar el pedido antes incluso de que se lo enviaran. La última vez había pintado la habitación del bebé de azul medianoche, con estrellas hechas con plantillas por las paredes y el techo. A la larga, todos aquellos gestos felices acabaron entristeciéndola aún más.
Pero esta vez sabía que había un bebé esperándola al otro lado. En junio, estaría fuera, en el jardín, con su pequeña. «Margarita», le diría a su hija. Malvarrosa. Petunia.
—Cuando llegue junio y sigamos sin recibir la asignación vas a enfadarte conmigo —le dijo Maya.
Era una tarde fría y lluviosa de sábado y estaban las dos sentadas en la cocina de Emily comiendo sopa de judías negras y pan caliente. Michael estaba fuera por negocios y Emily disfrutaba de su tiempo a solas haciendo planes para el bebé.
—No me enfadaré contigo —replicó Emily—. Me enfadaré con China.
—No. Siempre pasa lo mismo. Te enfadarás conmigo. El 1 de septiembre mi teléfono no dejará de sonar en todo el día. Nell me gritará. Tú me gritarás.
—Muy bien —dijo Emily—. Tal vez me enfade contigo, pero no gritaré.
—Ya veremos —contestó Maya.
Emily abrió el paquete de Hanna Andersson que acababa de llegar y sacó el traje de baño amarillo.
—No debería haberlo hecho —reconoció.
—Creo que está bien tener reservas de ropa —le dijo Maya.
—Michael me dijo que no hiciera nada. Las otras veces lo pasé tan mal. Me puse tan triste.
—Esta vez será distinto —afirmó Maya—. Te lo aseguro.
Emily recorrió con el dedo el volante fruncido del traje de baño.
—Susannah ha tejido un jersey de punto. Quizá podría hacer algo así.
—¿Sabes tricotar? —le preguntó Maya.
Emily movió la cabeza en señal de negación.
—¿Y tú?
—La verdad es que no mucho —contestó.
—¿Te dije que Jack ha ido con Michael en este viaje? —dijo Emily mientras estudiaba el semblante de Maya, esperando una reacción.
Maya se encogió de hombros.
—Bueno, pues sí —continuó diciendo Emily—. Parece ser que anoche ligó con una mujer en el bar del hotel. Michael dijo que era muy guapa, del sur.
—Bien por él —dijo Maya.
—¿Seguís en contacto?
—Nos mandamos correos. —Ayer mismo, sin ir más lejos, él le había enviado uno que decía: «Me estoy acordando de la sensación de tenerte a mi lado en la cama.»
—No lo entiendo. Si te gusta, ¿por qué no vuelves a salir con él?
—¿Alguna vez te he hablado de Adam? —Antes de que Emily pudiera preguntar, Maya aclaró—: Mi ex marido.
Emily le dijo que no con la cabeza.
—Es biólogo marino. Especialista en medusas. Es atractivo, pero de un modo desaliñado.
Greñudo. A veces no se afeitaba y andaba por ahí con la barba de un día. Todas sus camisas solían tener los puños raídos. —Maya iba rompiendo la servilleta en cuadrados minúsculos mientras hablaba—. Nunca lleva calcetines. Es curioso las cosas que se recuerdan de una persona. Toma el café solo con un azucarillo. Le gustan los sándwiches de mantequilla de cacahuete y Nutella. O al menos le gustaban.
—¿Y? —preguntó Emily.
Maya hizo un montón con todos los cuadraditos.
—Y le rompí el corazón —declaró Maya.
—Fue hace mucho tiempo —dijo Emily—. ¿Cuánto tiempo vas a seguir castigándote por haber dejado de quererle?
Maya la miró, sorprendida.
—¿Acaso he dicho que dejara de quererle?
Era domingo por la noche y seguía lloviendo con fuerza. Emily yacía desnuda en la cama con Michael después de hacer el amor y escuchaba el repiqueteo de la lluvia contra el tejado. Puede que éste fuera su sonido favorito. Sonrió. El fin de semana, el tiempo que había pasado con Maya, la llegada del traje de baño amarillo, la promesa del verano… de alguna forma todo ello hacía que se sintiera más feliz de lo que se había sentido en meses, desde el último aborto.
Michael jugueteaba con su pelo y, extrañamente, lo hacía al ritmo de la lluvia.
—Creo que Maya aún está enamorada de su ex marido —dijo Emily.
—Siempre se me olvida que estuvo casada —respondió Michael con voz soñolienta.
—Fue hace mucho tiempo —añadió Emily.
—Pobre Jack. Está loco por ella. Quizá debería decírselo.
—Lo curioso es que le dije que tendría que ir a ver a su ex marido y disculparse por haberle roto el corazón y ella me dijo: «Voy a verle después del Día de los Caídos. Ni se te ocurra mencionarlo.» —Emily se había sentido un poco herida cuando Maya le dijo eso. A veces era tan reservada que Emily siempre se sorprendía cuando se enteraba de algo.
—¿Crees que van a volver? —preguntó Michael.
—Eso es aún más raro. Él se volvió a casar. —Aquello había sido otra sorpresa. ¿Por qué suspirar por alguien que ya había rehecho su vida? ¿No sería mejor salir con Jack?
—En ese caso me parece que me mantendré al margen —decidió Michael—. Es demasiado complicado.
—Adivina qué hice el viernes —dijo Emily.
—¿Qué hiciste el viernes?
—Me inscribí en clases de punto. Voy a hacer un jersey para Isabelle.
—¿Para quién?
—Isabelle. Es el nombre que estoy probando para el bebé. ¿Qué te parece?
La noche anterior, sola en la cama, Emily se había atrevido a leer el libro con nombres de niños que se había comprado cuando se quedó embarazada por primera vez. Había intentado no mirar los nombres destacados en amarillo que le habían gustado entonces. En cambio, cogió un rotulador fluorescente rosa y empezó de nuevo.
—Demasiado común —opinó Michael.
—De acuerdo. ¿Qué tal Daisy?
—¿Podemos hablarlo en otro momento? ¿Cuándo esté despierto?
«No te decepciones —se dijo Emily—. Está emocionado con este bebé. Lo que pasa es que está cansado.»
—De acuerdo —repitió ella—. Pues eso, que me inscribí en clases de punto para poder tejer un jersey para Daisy.
—¿Te conté que Chloe ha empezado a hacer punto? —dijo Michael—. Tienen una clase extraescolar y empezó hace un par de semanas, y ya ha hecho una bufanda.
—Las bufandas son fáciles. Eso me dijo Susannah, que lleva toda la vida tejiendo.
—Quizá pueda ayudarte —sugirió Michael, y Emily sabía que se refería a Chloe, no a Susannah.
—Bueno —repuso ella—, ya voy a dar clases.
—Ha aprendido muy deprisa.
Emily notó que se le tensaba el cuerpo. Levantó la cabeza del pecho de Michael y la apoyó en su lado de la cama. De un modo u otro, Chloe siempre se las arreglaba para estropearlo todo. «Si le dejas», diría el doctor Bundy. Emily respiró una vez, y luego otra, igual que hacía en yoga. Respiraciones purificadoras.
—¿Te gusta el nombre de Daisy? —le preguntó de nuevo. Emily podía volver a tomar el control de aquella conversación. Podía sacar de ella a Chloe.
Michael se rió.
—No mucho, la verdad.
—Dime un nombre que te guste —susurró ella, y buscó su mano bajo las sábanas y se la tomó. Michael no respondió. El ritmo pausado de su respiración le dio a entender que se había quedado dormido.
—Vas a querer a nuestro bebé tanto como quieres a Chloe, ¿verdad? —le susurró.
Michael
Michael miró a Chloe, que comía con poca gana. Quizá Emily tuviera razón. Quizá si le estaba pasando algo a Chloe con la comida. No tuvo valor para decir la palabra anorexia.
Él le apretó la mano, pero Emily no estaba segura de si había sido una respuesta o si sólo lo había hecho para indicar que la había oído.
—Tiene buena pinta —comentó, consciente de lo estúpido que había sonado.
Chloe se encogió de hombros y fue moviendo la ensalada por el plato. Siempre pedía una ensalada César con pollo. Emily se lo había hecho notar y tenía razón. Michael deseó no saber nada de eso.
—Bueno, ¿qué quieres que hagamos luego? Podríamos ir a comprar esas maletas que te prometí, ¿no? —Rachel le había dicho que Chloe estaba harta de tener que estar siempre con él y Emily. «Necesita pasar tiempo contigo», le había dicho; de modo que allí estaba, a solas con Chloe en el centro comercial Providence Place comiendo en el Cheesecake Factory, que era un lugar ruidoso, atestado de gente y que le daba dolor de cabeza.
—Ya te lo dije —respondió Chloe—. No quiero maletas.
—En la documentación que hemos recibido sobre las condiciones de los viajes a China pone que hay una restricción de peso al entrar, pero no al salir. Así pues, Emily ha pensado que podríamos llevarnos una maleta vacía cada uno y así tendríamos sitio para los recuerdos.
—¡Qué lista que es Emily! ¿Verdad? —comentó Chloe. Estaba alineando todo el pollo a un lado del plato.
—Chloe —dijo Michael.
—No voy a ir a China —declaró Chloe mientras seguía rebuscando más pollo en la ensalada.
Las tres hamburguesas en miniatura que Michael se había comido le daban vueltas en el estómago.
—Quiero que vengas. No hay nada que desee más —le aseguró.
Chloe al fin lo miró.
—Y si no voy, ¿qué harás?
—Me sentiré herido, Chloe —respondió—. No hagas esto.
—¿Te sentirás herido? —repitió la niña—. ¿Sabes qué se siente cuando tus padres te hacen sentarte y te cuentan que van a divorciarse? ¿Lo sabes? Duele muchísimo.
—Chloe —dijo Michael.
—¿Y cuando luego tu padre te dice que se ha enamorado de alguien que no es tu madre?
¿Alguien que no es nadie en absoluto?
—Son cosas que ocurren a veces. Tu madre podría…
—¿Y que luego dice que quiere otro bebé? ¿Como si tú no fueras lo bastante buena?
—¡Eso es ridículo! —exclamó Michael, y se puso de pie de un salto.
—¡Los sentimientos no son ridículos! —le gritó Chloe.
El ruidoso restaurante quedó en silencio.
Chloe se deslizó por el largo asiento, se levantó y se abrió paso por entre el gentío. Aunque Michael fue tras ella de inmediato, la perdió de vista. Cuando llegó a la salida Chloe ya no estaba. El centro comercial se extendía frente a él, pero no pudo divisarla.
—La he perdido —le dijo Michael a Rachel. Tenía el teléfono móvil pegado a la cara, como un escudo.
—Buena jugada —respondió ella—. Chloe está conmigo.
—Creo que tienes que ayudarme, Rachel.
Rachel se echó a reír.
—No soy yo la que no quiso seguir casada. No soy yo la que te quería pero no estaba enamorada de ti.
—De acuerdo —dijo él.
—No soy yo la que está tan desesperada por tener otro hijo como para recorrerme medio mundo.
—No estoy desesperado —protestó Michael—. Estoy casado con otra mujer y queremos formar una familia. —Y añadió—: No soy yo el que no puede seguir adelante con su vida.
—Oh, sí, tú has seguido adelante —coincidió Rachel—. De eso no hay duda.
—Tal vez podríamos centrarnos en Chloe en lugar de en mí, ¿eh?
—Estupendo. Me llamó llorando y fui a recogerla. Ya casi hemos llegado a casa.
—Rachel, tienes que hablar con ella sobre lo de venir a China —le pidió.
—Tengo que hacerlo, ¿eh?
Michael meneó la cabeza.
—Y tienes que hablar con ella de la comida.
—¿Qué?
Michael tragó saliva con fuerza.
—Estoy preocupado por lo delgada que está. Estoy preocupado por lo poco que come.
—Eres increíble —le dijo Rachel.
Michael llamaría a la tutora de estudios de Chloe y hablaría con ella sobre el problema de la comida. Y ya se encargaría de comprar él las maletas.
—Voy a colgar —anunció Michael.
—Adiós, Michael —se despidió Rachel.
Acto seguido, Michael pulsó la tecla del teléfono para llamar a casa.
—Hola —dijo Emily—, ¿os lo estáis pasando bien, chicos?
—¿Estás en casa? —le preguntó Michael.
—Sí.
—Quédate ahí —le ordenó—. Estoy llegando.
Susannah
Susannah estaba desnuda frente al espejo de cuerpo entero que tenía colgado detrás de la puerta del dormitorio. Se rodeó un pecho con cada mano y decidió que sí, que los tenía más grandes y sensibles. Se volvió de lado y se alisó el vientre. Definitivamente estaba abultado. Se le secó la boca. Si se hacía la prueba de embarazo podría acabar con todo eso. Podría decidir qué hacer.
Por centésima vez, Susannah hizo unos cálculos rápidos. Aquella noche en el sofá fue en agosto y ahora estaban a principios de noviembre. Diez semanas. Volvió a estudiar su cuerpo. ¿Era el cuerpo de una mujer embarazada de casi tres meses? Susannah tomó aire e intentó meter estómago. Pensó otra vez que sí, que lo era. De momento había evitado mencionárselo a Carter. Sabía que él se emocionaría, que ni siquiera pensaría las cosas en las que sólo Susannah podía pensar. Podrían tener otro bebé como Clara. O peor. El síndrome del X frágil tenía un amplio espectro de problemas potenciales. Pero Carter no se preocuparía por eso. Él diría: «Puede que este bebé salga bien.»
El bebé de China sí estaba bien. Eso era seguro. Tiempo atrás, cuando habían decidido adoptar, Carter había sostenido que no había nada seguro. «¿Crees que un niño adoptado será perfecto?», le había preguntado. Susannah no quería que fuera perfecto. Quería que fuera normal. Quería un hijo sin discapacidades.
Se abrió la puerta y Susannah se cruzó de brazos por instinto para taparse los pechos.
Carter se quedó allí parado con la mano en el pomo de la puerta y recorrió todo su cuerpo con la mirada. Era una mujer alta y esbelta. Sin caderas, de pechos pequeños. Cuando se quedó embarazada de Clara ni siquiera se le notó hasta el sexto mes. En aquel momento, allí de pie, desnuda de ese modo mientras Carter la observaba, Susannah supo que él se daría cuenta al instante. No habían vuelto a hacer el amor desde aquella noche y Susannah había agradecido que su vida sexual se hubiera reducido hasta el punto en que ya no se esperaba eso de ella.
Carter no dijo nada. En cambio, profirió un sonido. A Susannah le pareció casi un gruñido.
Carter se acercó a ella al tiempo que se desabrochaba la camisa y el cinturón. Cuando llegó a su lado ya se había bajado la cremallera de los pantalones.
—¡Oh! —dijo en voz baja, casi como si ella no estuviera allí.
La fue empujando para que se tendiera en la alfombra. Por un instante a Susannah le preocupó estropear esa excelente alfombra oriental. La habían comprado sus abuelos en Teherán en los años veinte. Estaba confeccionada a mano con colores suaves, con un estampado de pájaros. Pero cuando Cárter la penetró, ella se olvidó de la alfombra. Se dio cuenta de que estaba excitada, aunque aquello era más como si la estuviera tomando que como si de verdad estuviera con ella; era como si reclamara algo que era suyo.
Cárter terminó enseguida, se quitó de encima y se quedó tendido de espaldas.
Cuando recuperó el aliento, le preguntó:
—¿Por qué no me lo contaste?
A Susannah se le secó la boca otra vez.
—El primer mes manché, de modo que pensé que quizá no lo estuviera. —No tenía valor para pronunciar la palabra «embarazada»—. Pero luego tuve una falta en octubre y no estoy del todo segura de lo que está pasando.
—Voy a comprar una prueba de embarazo.
Susannah se sintió embargada por una oleada de náuseas y tragó saliva con esfuerzo.
—Quiero el bebé de China.
—Estupendo. Pero éste también es nuestro bebé.
—A ti se te dan mejor los niños como Clara. No entiendes lo que supone para mí verla.
Sentirme como me siento.
Cárter la miró por primera vez.
—¿Qué clase de madre eres? ¿Qué clase de persona?
—Ya lo sé —respondió Susannah. Se preguntó si no iría a vomitar en la alfombra persa de su abuela. Se puso de pie, vacilante—. No me odies, por favor —le pidió.
—¡Dios! —exclamó Cárter—. ¡Ojalá pudiera odiarte! Creo que todo sería más fácil. Pero te quiero.
Sí, Susannah iba a vomitar. El baño parecía estar lejísimos. Se agarró el estómago, cerró los ojos y se dobló en dos. Pero en lugar de vomitar notó algo cálido que le goteaba por las piernas. Abrió los ojos y vio un hermoso chorro de sangre. Fue tal el alivio que la embargó que tuvo que sentarse.
—Mira —dijo, intentando no mostrar alegría.
Cárter asintió.
—Vaya.
Susannah percibió la decepción en su voz, pero no le importó.
—La alfombra —observó Cárter.
Susannah tocó el rojo oscuro que manchaba los pájaros rosa pálido y celeste debajo de ella.
—No importa —dijo—. No pasa nada.
Nell
Desde el piso de arriba de la residencia de sus suegros en Louisburg Square, en Boston, Nell oía los violines de una pieza de Vivaldi, el ruido de cacerolas y platos procedente de la cocina, donde los criados cocinaban y preparaban la cena de Acción de Gracias, y la charla en voz baja de todos los Adams: su suegra Lizzie con una voz llena de vodka y estrangulada por una triple sarta de perlas; el tono monótono de su suegro John; su cuñada Liza, su esposo y tres niños maleducados; su cuñado Trip, su esposa esnob y sus tres hijos maleducados; y su marido Benjamín con sus interminables historias de aventuras de navegación.
En aquel momento los odiaba a todos ellos, incluido a Vivaldi y a la estúpida manada de doguillos que tenía su familia política. ¿Un grupo de doguillos era una manada?
Nell estaba tan borracha que la habitación le daba vueltas. Había subido arriba para vomitar, pero en lugar de eso estaba tumbada en la escalofriante cama de sus suegros con el pesado dosel de flecos granate encima de ella, disfrutando de su borrachera. Siendo adolescente, a Nell siempre le había gustado la sensación de que todo le diera vueltas. Se dio cuenta de que le seguía gustando.
La cama olía al perfume de su suegra. El olor la mareó aún más. Sujetó la BlackBerry en alto y la escudriñó con los ojos entrecerrados. Tuvo que hacer tres intentos antes de encontrar el número que quería y conseguir presionar las teclas para llamar.
Cuando Theo contestó, Nell le dijo:
—Estoy muy borracha.
Él se rió.
—Ya se nota.
—Bueno —dijo—, ¿cuánto tiempo tiene que esperar una chica a que la llame el chico con el que ha tenido sexo?
—Nell —respondió Theo en un tono que quería decir: No hagamos esto.
Pero a ella le daba lo mismo. Hacía dos meses habían pasado la tarde juntos en un hotel y habían tenido un sexo fantástico. Y él ni siquiera la había llamado.
—Me siento igual que cuando estaba en el instituto, le hacía una mamada a un chico y luego nunca volvía a invitarme a salir.
—No necesito saber eso —dijo Theo con delicadeza.
—¡Ups! —Nell se rió tontamente. No había sido su intención decir eso en voz alta.
—Tenía ganas de verte —afirmó Theo—. De verdad. Pero es que aquí se ha liado una buena.
—¿Qué? —exclamó Nell, y se incorporó tan rápido que tuvo que volver a echarse de inmediato—. ¿Sonia sabe lo nuestro?
—Sophie —la corrigió Theo—. ¿Por qué no hablamos más tarde? Cuando te encuentres mejor.
—No, no —repuso Nell. Quería seguir al teléfono con él—. Cuéntame.
—Ese día, cuando llegué a casa mi antigua novia estaba allí con Sophie y… —Theo hizo una pausa—. Es un desastre.
—¿Ésa a la que querías tanto? ¿La que se marchó?
—Sí —contestó él—. Y he estado durmiendo en el sofá desde entonces. Es un desastre —repitió.
—Bueno. Feliz Día de Acción de Gracias —le dijo Nell—. Y quiero volver a verte cuando lo resuelvas todo.
Theo se echó a reír.
—Dices cosas sin sentido —respondió—. Duerme un poco.
Y entonces colgó. Nell se quedó allí tumbada, intentando decidir qué hacer a continuación.
Se abrió la puerta del dormitorio y entró Benjamín.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
Se inclinó sobre ella.
—No te me pongas encima —pudo decir.
—Madre mía —dijo—. ¿Quieres una palangana?
Nell lo miró con los ojos entrecerrados.
—No —respondió—. No voy a vomitar.
—Cloris está sirviendo los aperitivos —le comunicó.
—Benjamín —dijo Nell, que lo tenía agarrado por las perneras del pantalón—. ¿Crees que soy buena en la cama?
Él intentó apartarse, pero Nell lo sujetaba con fuerza.
—Por supuesto.
—Estoy muy borracha —afirmó.
—Lo sé.
Le acarició el pelo, cosa que Nell consideró muy tierna.
—¿Quieres hacer el amor? —sugirió. De pronto estaba llorando. No podía explicarlo, no sabía por qué se sentía tan triste.
—¿Por qué? ¿Estás ovulando?
—No lo sé. —Se le caían los mocos y ni siquiera le importaba—. Quiero hacerlo y ya está, ¿sabes?
—Más tarde. ¿De acuerdo? —dijo él.
Nell asintió y se limpió la nariz con uno de los cojines decorativos.
—Yo sólo quiero un bebé —dijo.
—Ya lo sé —contestó Benjamin.
Le quitó los zapatos y la tapó con el edredón de seda que habían traído de un viaje a China.
«¡Qué irónico! —pensó Nell antes de desmayarse—. Estoy tapada con seda de China.»
Brooke
Todos los años, Brooke y Charlie hacían exactamente las mismas cosas para celebrar la Navidad. Compraban una palmera en Four Corners Farm y le colgaban ristras de luces blancas parpadeantes. Llenaban cuencos de cristal con conchas de mar que recogían juntos en Elephant Rock Beach la víspera de Navidad. Colgaban sus calcetines y cada uno de ellos llenaba el del otro a hurtadillas. Después, la mañana de Navidad, comían tostadas al ponche de huevo y bebían ponche de leche, se sentaban juntos para abrir los regalos y hacían el amor bajo una manta en la playa fría, muy fría. Pero aquella mañana de Navidad, cuando Brooke entró en el salón, encontró montones de regalos, todos envueltos con papel metalizado de color rosa con copos de nieve plateados y coronados con lazos rosados enormes. En un rincón había un caballo balancín. Un columpio saltador Johnny Jumper colgaba de la puerta que salía a la terraza. Las conchas se habían puesto a saber dónde y sobre la mesa, en cambio, había un moisés de mimbre blanco y forrado con tela a cuadros blancos y rosas. Había un tercer calcetín colgado de la repisa de la chimenea. Uno minúsculo de rayas, con campanitas de plata que pendían del puño.
—¡Ho ho ho! —exclamó Charlie con voz retumbante. Entró con dos tazas de su famoso ponche de leche, espumoso, espolvoreado con nuez moscada fresca recién molida.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Brooke.
—La primera Navidad del bebé —contestó, y dio unos sorbos a su bebida—. Confieso que ya lo he probado unas cuantas veces, querida. Pero es que me desperté lleno de una… de una… alegría. Ésa es la palabra. Alegría. De hecho, estaba pensando en eso de su segundo nombre. Frankie Joy. O tal vez Billie Joy, ¿eh? ¿Qué te parece?
—No lo sé —contestó Brooke. Intentaba comprender por qué se sentía tan confuso. ¿No era eso lo que ella había querido? ¿Tener el apoyo de Charlie? Entonces, ¿por qué estaba tan disgustada? ¿Por qué no estaba encantada?
—¿Está demasiado visto, quizá? ¿Como si todos los bebés adoptados tuvieran que llevar el nombre de Joy o Hope?[2]
—No es eso. Es que… —Miró afuera—. ¿Qué caray…?
Charlie la miró con una amplia sonrisa.
—¡Por fin! Te has dado cuenta. Me he pasado toda la noche montándolo.
Eran unos columpios de madera, con tobogán y barras trepadoras.
—¡Qué bien que nunca entres en el garaje! —estaba diciendo Charlie—. Hace semanas que tenía las cajas allí dentro.
Brooke apartó el saltador Johnny Jumper y salió fuera. El sol de invierno brillaba con luz plateada. Cruzó la terraza dando traspiés y bajó por la escalera hacia el jardín.
Uno de los perros fue tras ella. Corrió en círculos y le ladraba al tobogán ondulado.
—¿Charlie? —Brooke lo llamó. Necesitaba decirle algo, decirle que aquello era demasiado—. ¿Charlie?
En el bolsillo de su albornoz de felpa roja había uno de los regalos de Navidad de Charlie, metido en una cajita. Un marco para fotos en forma de doble corazón, hecho de mosaico italiano. Brooke había puesto su foto en uno de los corazones y un interrogante negro en el otro. Ahora el regalo le parecía una tontería, no sabía por qué. Su intención había sido demostrarle a Charlie que en su corazón había espacio para las dos, para ella y para el bebé.
Agotada, Brooke se sentó en uno de los columpios, que crujió ruidosamente y luego se asentó en su sitio con un golpe sordo. Aquél debería ser un día feliz. Brooke era consciente de ello. Pero la sensación que tenía en el pecho no se parecía en nada a la felicidad. Se sentía igual que en la universidad, cuando Charlie y ella estaban en una fiesta de la hermandad y lo veía hablando con otra chica. O la sensación que tenía cuando lo esperaba en la puerta del vestuario después del partido y veía cómo las mujeres se amontonaban a su alrededor. Era ridículo sentirse celosa de un bebé. Del bebé de ambos. Era lo contrario de lo que Brooke había temido. Durante todo aquel tiempo la había preocupado que Charlie no pudiera compartirla con un bebé cuando de hecho era ella la que no podía compartirlo a él.
Uno de los perros subió corriendo de la playa, mojado y frío, y se fue directo al cajón de arena.
—¿Charlie? —lo llamó otra vez. Quizá pudieran poner fin a eso de inmediato. Antes de recibir la asignación, antes de ver aquella carita bonita. A Brooke la invadió el miedo. Todos esos años había pensado que quería un bebé, pero ahora veía que lo único que necesitaba era a Charlie. Su amor le bastaba. Era más que suficiente. Lo era todo.
Betsy, su tercer perro, también vino corriendo de la playa con algo colgando de la boca. Fue derecho a Brooke y depositó una gaviota muerta de plumaje apelmazado a sus pies.
—Gracias, chica —le dijo Brooke. ¿Por qué había pensado que necesitaban más que aquello: su casa en la playa, sus perros, tenerse el uno al otro?
Brooke se dio impulso con los pies y se columpió con más fuerza. No se había subido a un columpio desde que era una niña. Levantó las piernas para que el columpio subiera cada vez más alto. Cuando era pequeña pensaba que podía hacer que el columpio saliera despedido y volara. ¿No sería estupendo?, pensó. ¿Salir volando?
—¿Charlie? —dijo Brooke, aunque sabía que él no la oía. Todo aquel tiempo había creído que era Charlie el que no tenía espacio en su corazón para nadie más. Ahora se daba cuenta de que se había equivocado. Era ella la que no podía abrir su corazón y hacer espacio para dos. No estaba segura de por qué, pero lo sabía con certeza.
—¡Brooke! —la llamó Charlie. Estaba delante del columpio y cada vez que ella levantaba las piernas y se elevaba más lo perdía de vista—. ¡Te quiero! —le dijo.
Lo vio brevemente. Brooke impulsó las piernas con fuerza y subió cada vez más alto, hasta que pudo ver con claridad lo que tenía delante.
Sophie
Sophie estaba frente a la ventana del dormitorio y veía caer los primeros copos de nieve de lo que amenazaba con ser una tormenta del noreste. El dormitorio. No nuestro dormitorio. Desde aquel horrible día en que había aparecido Heather con su ridicula ropa de bailarina y las fotografías de una niña de seis años con tutú, Theo había dormido en el futón. Ya ni siquiera se molestaba en volverlo a plegar; lo dejaba abierto y sin hacer.
Él estaba allí en aquellos momentos. Normalmente se abrigaban bien y salían fuera durante las tormentas de nieve. En ese momento, sin saber por qué, se sintió avergonzada al acordarse de eso. Las peleas de bolas de nieve, los ángeles y los Budas diminutos que hacían con nieve. La aparición de Heather y aquellas fotografías hacía que Sophie se sintiera avergonzada de todo su matrimonio. Los copos eran pequeños y caían con rapidez. Antes Sophie sabía lo que convertía una tormenta de nieve en una ventisca. Se había criado en Colorado. La velocidad del viento. El tamaño de los copos. La cantidad que se acumulaba por hora. ¿Y? Había algo más que no recordaba. Últimamente se notaba la cabeza turbia y confusa.
Bajo la ventana pasó una pareja con abrigos acolchados de colores vivos, cogidos de la mano.
Sophie tuvo que darse la vuelta al verlos. Se sentó en la cama y abrió el cajón de la mesilla. Rose le sonrió desde allí. Cuando llegó el primer sobre de fotografías desde San Francisco, Sophie lo abrió y se quedó una. En ella, Rose iba vestida de alguna especie de hada de Halloween. Tenía purpurina plateada espolvoreada por el rostro y unas alas rígidas de color azul en la espalda. Pero eran sus ojos lo que le rompía el corazón. No importaba lo mucho que Sophie intentara convencerse de que lo de aquella niña no era cierto, porque aquellos ojos le decían que, en efecto, Rose era hija de su marido.
Sonaron unos golpecitos en la puerta y luego se oyó la voz de Theo:
—¿Sophie? Está nevando.
Al ver que ella no contestaba llamó otra vez.
—Ya lo sé —dijo Sophie, y cerró el cajón.
—¿Quieres dar un paseo?
Sophie sí quería dar un paseo. Quería salir fuera, atrapar los copos con la lengua y coger de la mano a su esposo con los mitones puestos. Quería que la nieve borrara todo lo que había ocurrido en los últimos meses.
—No —contestó Sophie.
Como tardó en responder, Sophie creyó que se había marchado. Pero entonces le preguntó:
—¿Puedo entrar?
Sophie pensó en su madre, que había sido profesora de inglés en un instituto. Ella decía:
«Puedes, pero quizá no debas.»
—Está bien —le contestó.
Se abrió la puerta y apareció Theo vestido para salir, con su anorak verde oliva, las botas de nieve con cordones y un divertido sombrero de tres puntas.
—Vamos —la animó Theo.
Sophie le dijo que no con la cabeza.
Theo se acercó a ella pisando fuerte y se sentó a su lado en la cama. «La cama —pensó Sophie—. No nuestra cama.»
—Tienes que perdonarme —dijo él—. Tienes que hacerlo.
Ella intentó encontrar las palabras que pudieran reflejar su traición. Pero no había ninguna.
—¿Theo? —dijo en cambio.
—Por favor, Sophie. He metido la pata. Hasta el fondo. Mi manera de actuar cuando me siento presionado o acorralado es infantil, lo sé. Pero tienes que creer que lo lamento. Más que eso. Te compensaré por todo. Si me dejas.
Sophie le puso un dedo en los labios para hacerlo callar.
—Theo —repitió—. Estoy embarazada.
No le quitó el dedo ni cuando él abrió la boca.
—Chssst —le dijo.
Su esposo la abrazó y el anorak crujió bajo su mejilla. Sophie se había prometido que no lloraría cuando se lo dijera. Pero ahí estaba, llorando. Mucho.
—Pero esto es estupendo —decía Theo—. Es asombroso.
—Estoy muy enfadada contigo —logró decir ella.
—Lo sé.
—No. No tienes ni idea.
Theo la tomó de los hombros y la miró fijamente. Estaba sonriendo.
—¡Uau! —exclamó. Se echó a reír y la abrazó otra vez—. ¡Uau! —susurró contra su pelo.
Todo lo que Sophie había practicado para aquel momento se desvaneció. En cambio dejó que su esposo la abrazara de esa forma y que le prometiera cosas. Sophie le bajó la cremallera del chaquetón y se deslizó dentro. El jersey que llevaba olía a bolas de naftalina y a humo y el olor le revolvió el estómago. Pero se quedó allí de todos modos.