CAPÍTULO 12

—Gracias a Dios que ya ha llegado, inspector.

Sir Arthur Moreton había ido a la estación a recibirles y los esperaba en la salida con un coche.

—Apresurémonos —dijo con impaciencia—. Les contaré todo de camino y así ganaremos algo de tiempo.

El inspector se subió detrás de sir Arthur mientras Harbord tomaba asiento al lado del chófer.

—El superintendente Bower está deseando verle. Está en la abadía interrogando al personal pero sin mucho resultado, por lo que he podido ver. No entiendo nada de lo que está pasando, inspector.

—Yo tampoco —confesó el inspector con franqueza—. Pero no sabe lo que siento haberme marchado. ¿Me puede contar los detalles, señor?

—No hay muchos detalles que contar —respondió sir Arthur con el entrecejo fruncido—. Algunos amigos de mi cuñada, antiguos compañeros de escuela, vinieron ayer de visita. Se mostraron muy interesados en la abadía y lady Moreton les enseñó toda la propiedad. Ni mi hermano ni yo estábamos en casa… Pues bien, los invitados estaban a punto de marcharse cuando se acordaron del viejo estanque de los monjes, cerca de la puerta oeste, donde la tradición dice que las carpas son las mismas que había en la época de los monjes. Estaban locos por ver el viejo estanque y pidieron a mi cuñada que se lo enseñara. Su coche fue entonces a esperarles a la puerta oeste, la que da al ruedo. Cuando mi hermano volvió a casa y fue a buscar a su esposa, descubrió que no estaba y que nadie la había visto regresar de la excursión al estanque. Al principio, naturalmente, pensamos que se habría ido con sus amigos, pero cuando llegó la hora de la cena y no había regresado, nos empezamos a poner nerviosos. Mi hermano llamó a los amigos con los que había estado que, para nuestra consternación, le dijeron que la habían visto por última vez cuando se marcharon y que, cuando se despidieron, ella se disponía a regresar a la casa. Entonces comenzamos una búsqueda sistemática de la propiedad y, en el bosque de encinas que está entre el estanque y el camino, nos encontramos a mi cuñada en el suelo, boca abajo e inconsciente. Era evidente que había sufrido un golpe terrible en la cabeza. El Dr. Spencer ha diagnosticado conmoción cerebral. También ha sufrido la base del cráneo y la columna vertebral está dañada.

—¿Algún rastro del asesino? —preguntó el inspector.

Sir Arthur negó con la cabeza.

—No. Ni siquiera de lucha. Estaba tendida sobre su cara, un poco de lado, como si le hubieran dado por detrás.

—¿Falta algo valioso? ¿Pudo ser el robo el motivo?

—No —negó sir Arthur mientras entraban por las puertas de la abadía—. Llevaba puesto un collar de perlas de mucho valor y no se lo han llevado, tampoco ninguno de sus anillos.

—Parece la obra de un maníaco —dijo el inspector—. Fue más o menos por aquí donde pasó todo, ¿no, sir Arthur? Me gustaría echar un vistazo al sitio.

—Por supuesto.

Sir Arthur habló a través de un intercomunicador y el automóvil paró. Sir Arthur les guio hasta una senda que rodeaba los setos de arbustos. El estanque de los monjes se encontraba cerca de unas ruinas de alguna antigua construcción de la abadía ya abandonada. Allí se detuvieron.

—Fue aquí donde la encontramos. Ya ve, ni rastro de lucha.

—No —convino el inspector examinando los alrededores—. Dice que Mrs. Richard Moreton se despidió de sus amigos cuando estos estaban ya en el coche y que el coche esperaba en la puerta. ¿Tiene alguna idea de por qué regresó aquí en vez de volver directamente a la abadía?

—Ni idea —contestó sir Arthur con el ceño fruncido—. Lo único que se nos ha ocurrido es que se le cayó algo al agua, lo echó de menos y volvió a buscarlo. Pero son solo hipótesis. Ya ve, inspector, algún maníaco debía de estar esperándola entre las sombras, salió de improviso y la atacó sin que se diera cuenta.

—Un maníaco homicida, diría yo —remarcó el inspector—. Pero… ¿dónde se escondió el asesino? Cerca del estanque no pudo ser o Mrs. Richard le habría visto. Tampoco detrás de esas ruinas. El muro es demasiado alto como para que pudiera ver que ella se acercaba, o para saltarlo si quería cazarla desprevenida… La pregunta que tenemos que hacernos es si hay alguna conexión entre ambos ataques. ¿Cuánta gente hay ahora en su casa, sir Arthur?

Este pareció sorprendido.

—Solo mi hermano, mi cuñada, Mr. John Larpent y miss Paula Galbraith, y el personal doméstico habitual, claro está.

El inspector asintió.

—Tanto la abadía como el resto de la propiedad están bajo vigilancia por lo que no parece muy probable que algún vagabundo o forastero haya podido entrar. Además, el hecho de que no hayan robado nada descarta esa teoría.

—Tenemos otro visitante ahora —continuó sir Arthur—. Mr. Silas Juggs, el padre de Mrs. Richard. Ha llegado en automóvil hace poco. Está profundamente afectado, como es normal. Mrs. Richard es su única hija y está como loco, haciendo todo tipo de acusaciones sin sentido.

—¿Qué dice?

—Bueno… apenas lo sé. Dudo que él mismo lo sepa. Parece que ha acusado ya a todos en la casa de estar implicados en el asunto. Justo antes de salir a buscarles a la estación le he visto discutiendo con el doctor. Insistía en ver a su hija y el doctor Spencer intentaba evitarlo.


Habían dado media vuelta ya y regresaban a pie a la casa, el automóvil siguiéndoles a corta distancia. Estaban llegando cuando se oyó un portazo y una voz furiosa que gritaba:

—Le digo yo que su maldito detective me va a oír. Y voy a enviar un telegrama a Washington para que me envíen un par de sabuesos de verdad, los mejores del país.

Un hombre grande y fornido atravesaba en esos momentos el umbral de la puerta. Detrás, se veía al mayordomo y a Dicky, ambos lívidos, con el rostro desencajado. Mr. Silas P. Juggs, al contrario, estaba rojo como un tomate y sus ojos claros parecían salírsele de las órbitas.

—Óigame, sir Arthur Penn-Moreton. Este asunto tiene ser investigado hasta el final. Es inconcebible que un par de mujeres norteamericanas sean asesinadas en su propiedad… —comenzó Mr. Juggs y al oír una débil protesta de Dicky a sus espaldas continuó—: Yo le digo, señor, que en Estados Unidos esto no se tolera. ¡Este último ataque ha sido el colmo! Me vengaré, no lo duden. Los norteamericanos no tenemos ningún problema en luchar cuando se trata de nuestras mujeres. Vamos a espabilar a su gobierno, sí señor.

—Créame que se hará todo lo posible por encontrar al culpable, Mr. Juggs —dijo sir Arthur con fría cortesía—. Permítame presentarle al inspector Stoddart, uno de los miembros más brillantes de nuestro C. I. D., que ha venido a investigar tanto la muerte de miss Karslake como el inexplicable ataque a Sadie.

Mr. Juggs aceptó la presentación mediante una brusca inclinación de su cabeza canosa.

—Hemos oído hablar de usted en Estados Unidos, señor. Pero creo que aún le queda mucho por emular a Sherlock Holmes o ya habría encontrado al asesino de Charmian Karslake.

Stoddart no movió un músculo de su rostro.

—Debe darnos tiempo, Mr. Juggs. Las cosas no son tan sencillas en la vida real como en las novelas policiacas.

—Ya puede decirlo —dijo Mr. Juggs—. Pero, lo primero, tengo que enviar el telegrama. ¿A qué hora has dicho que venía el doctor, Dicky?

Dicky dio un paso adelante. Estaba muy pálido, con muy mala cara y, aunque su monóculo parecía tan firme en su sitio como de costumbre, era evidente que había estado llorando.

—Llegará en cualquier momento. El automóvil iba a ir a buscarlo a Meadsford y ordené al chófer que pisara el acelerador al máximo.

La mirada de Mr. Juggs se suavizó al ver el rostro desconsolado de su yerno. Puso la mano sobre su hombro.

—Sé que aprecias de veras a Sadie. Ya me di cuenta antes de la boda. No estabas detrás de los dólares. Era mi niña lo que querías.

—Puede jurarlo —dijo Dicky con sencillez—. Me enamoré de ella al instante. Si echo el guante a ese vil criminal, lo estrangularé con mis propias manos.

—¡Ah! Estoy seguro de que lo harías. ¡También yo! Pero creo que ha llegado ya el doctor…

Su mano aún reposaba sobre el hombro de Dicky cuando ambos se adelantaron para recibir al médico.

Stoddart los miró con una expresión curiosa mientras hacía entrar a Harbord a la biblioteca. Sir Arthur abrió la puerta de una habitación contigua.

—Hola Bower. El inspector Stoddart ya está aquí. Le espera en la biblioteca.

El superintendente local se desplazó torpemente hacia el vestíbulo. Era un hombre grande, pesado, de cara aplastada y rojiza por la exposición frecuente al clima, pero Bower era más inteligente de lo que parecía, como Stoddart había descubierto con anterioridad.

—Me alegro de que ya esté aquí, inspector Stoddart. Quería enseñarle algo.

Sacó a tientas de su chaqueta un pequeño paquete envuelto en papel de seda. Lo desenvolvió lentamente y depositó sobre la mesa un bolso pequeño de ante, un gran trozo de algodón y algo que parecía la tapa metálica de una cajita.

El inspector Stoddart se inclinó sobre los artículos, examinándolos con atención.

—¿Y bien, superintendente?

—Esto —dijo Bower— fue localizado en unos arbustos que no distaban ni cien metros de donde se hallaba Mrs. Richard. En mi opinión, fueron arrojados por el asesino mientras huía.

El inspector movió la bola de algodón cuidadosamente con su dedo índice. El superintendente sacó una hoja de papel de su bolsillo y la extendió sobre la mesa.

—Los encontramos aquí —dijo—. Esto es un plano del jardín que he dibujado yo mismo. Es más fácil entender las cosas cuando se ponen sobre papel. Esto —dijo señalando un círculo en un lado— es el estanque de los monjes. Aquí está la puerta hacia el ruedo, donde Mrs. Richard se despidió de sus amigos y este sendero es el que serpentea alrededor. Aquí fue encontrada —dijo señalando una cruz— y aquí, donde está la otra cruz, fue donde encontramos el bolso y la tapa de la caja. El algodón se había quedado enganchado en las ramas de los arbustos.

—Ya veo… más cerca de la casa que el sitio donde atacaron a Mrs. Richard —comentó Stoddart—. Lo único es… ¿estamos seguros de que estos artículos están ligados al ataque?

—Yo creo que sí —contestó el superintendente con un brillo de triunfo en sus ojos—. Este bolso de mano pertenecía a Mrs. Richard, dentro hay un pañuelo suyo. Yo creo que el hombre estaba huyendo hacia la casa, quiso esconder estas cosas y quizá no se dio cuenta de que el algodón se había quedado enganchado. Esta tapa… —añadió mostrándosela al inspector—, ¿ve las letras? Si pudiéramos averiguar dónde se compró…

El inspector estaba observando la tapa con atención.

—No es fácil descifrar la marca… Parece McCall y Saunders pero todo lo demás se ha borrado con la humedad y la exposición al exterior. Supongo que McCall y Saunders serán los fabricantes.

—Aquí no tenemos a nadie con ese nombre —observó el superintendente.

—Bien, haremos lo que podamos. Pero ya ve que es la tapa de una caja de caramelos normal y corriente.

—Si pudiéramos encontrar la otra parte de la caja tal vez supiéramos algo más. La bola de algodón me hace pensar que hacía tiempo que no se guardaban caramelos ahí dentro.

—Tiene razón, si es que el algodón salió de la caja —comentó Stoddart.

—Yo creo que sí. He estado pensando, inspector, que Mrs. Richard debía de llevar algo en la mano que era valioso para alguien. Y ese alguien vino de repente y la golpeó para llevárselo y quizá golpeó más fuerte de lo que pensaba.

—Bien pensado —dijo el inspector con aprobación—, pero si fue el robo el motivo… ¿por qué no se llevaron sus perlas ni el dinero de su bolso?

—No lo sé —replicó el superintendente—, quizá lo que había en la caja era especial por algún motivo.

—Pero… ¿hay alguna prueba de que Mrs. Richard tenía esa caja en su poder o de que esa caja contenía algo de valor?

El superintendente señaló el algodón y la tapa.

—Esas son todas las pruebas que tengo… pero creo que verá que tengo razón.

—Muy posiblemente —aceptó el inspector guardando las pruebas bajo llave—. Ahora, superintendente, no quiero que diga nada de esto por el momento. Y debo saber… ¿ha estado la abadía vigilada de forma continuada por usted y sus hombres? ¿Tanto la casa como los terrenos?

El superintendente se irguió con dignidad.

—Sí, señor. No se ha visto a nadie sospechoso por los alrededores y eso simplifica bastante las cosas a mi juicio…

—¿Está seguro de que nadie puede haber entrado sin que se dieran cuenta?

—Estoy seguro —contestó Bower rotundo—. En todo caso, nadie de fuera podría haber entrado en la habitación de miss Karslake. Es impensable.

—En eso estoy de acuerdo con usted… —dijo Stoddart pensativo—. Ahora, superintendente, tenemos que interrogar al personal de servicio. ¿Podría usted investigar los movimientos de todo el personal que trabaja fuera de la casa?

—Por supuesto —prometió el superintendente, respirando con dificultad mientras abandonaba la habitación.

El inspector miró a Harbord.

—¿Y bien?

—Empiezo a pensar que el superintendente Bower no tiene un pelo de tonto —contestó Harbord con un brillo en su mirada.

El inspector tosió.

—Nunca pensé que lo tuviera —dijo con firmeza.