Capítulo 18

Abadía de mujeres de Clairets,

Perche, al día siguiente, enero de 1307

Aimery de Mortagne miraba fijamente a Plaisance de Champlois, sentada muy erguida detrás de su mesa de trabajo. Había solicitado a la nueva secretaria, una joven monja de carácter jovial, permiso para una breve entrevista con la abadesa.

—Venía a saludaros antes de regresar a Mortagne, mi señora. Los restos mortales de Etienne Malembert, escoltados por Charles d’Ecluzole y sus hombres, se me adelantarán un poco. La señora Nilanay, aunque muy afectada, se encuentra en perfecto estado de salud. Ya está allí, como invitada de rango.

—Un nuevo regocijo —aprobó Plaisance, el rostro serio.

—Pues no parece alegraros demasiado.

—Es que, señor, los recientes estragos que hemos sufrido tardarán mucho tiempo en cicatrizarse del todo. Aún me queda tanto por… constatar, arreglar… Cosas poco agradables —precisó Plaisance mientras pensaba en la próxima partida de Bernadine Voisin, a la que había dado órdenes de unirse lo más pronto posible a otra abadía.

En cuanto a Hermione, o más bien Thibaud de Gonvray, Plaisance huía de él desde aquella desgarradora escena en el herbarium. Dividida entre el verdadero afecto, el reconocimiento que sentía por esta hija (que resultaba ser un hijo disfrazado) y la imposibilidad de participar en su mentira, la abadesa no lograba tomar la decisión de exponer la verdad al capítulo. Thibaud de Gonvray se arriesgaba a la pena capital, precedida de tormentos.

—¿Monseñor de Valezan? —retomó la joven.

—Murió tal y como vivió: como una asquerosa rata.

Suspiró y Mortagne no supo si era de alivio.

—La nueva de su deceso ya corre por las calles. Cuentan que cayó golpeado por un borracho que lo desvalijó antes de marcharse —le informó ella.

Una lenta sonrisa estiró los labios de Mortagne, quien precisó:

—Ayudado en eso último por el posadero, el dueño de Los Escuderos, supongo. En el fondo, me alegro. No tendré que explicar las razones de aquel duelo. Valezan será enterrado con todos los honores. Si bien su muerte conviene a muchos y resarce a otros, el escándalo de su repugnante vida no salpicará a la Iglesia, y es mejor así.

Plaisance asintió con un movimiento de cabeza y volvió a su verdadera preocupación:

—¿Y el díptico, y el secreto que encierra según vos? ¿Pretendéis no desvelarlo jamás, ahora que Valezan ya no existe? ¿No sería mejor destruirlo? Ha hecho ya derramar tanta sangre de inocentes.

—¿Destruirlo? Seguramente lo haré algún día. Sin embargo, una certeza detiene aún mi gesto. Este díptico representa, en mi opinión, un fragmento del saber, y el saber es sagrado.

—También es peligroso.

—Para quien lo maneja mal o lo corrompe.

Los labios de Plaisance de Champlois se comprimieron. El destino le era adverso.

Por la mañana temprano, Elise de Menoult, la hermana ropera encargada de vaciar las dependencias de la difunta priora, le había entregado una carta encontrada bajo la tela que recubría el fondo del cofre de registros de Hucdeline de Valezan. Con voz temblorosa, su buena hija había anunciado:

«La he leído por encima… Es una ignominia de tal… índole que primero me negué a creerlo».

Cuando Plaisance tuvo conocimiento de su contenido, un vértigo la desequilibró. En unas palabras escabrosas se desvelaba todo el incesto de los Valezan. ¿Por qué Hucdeline había conservado la prueba escrita de tales infamias? ¿Para protegerse, en caso necesario, contra su hermano Jean?

El decaimiento, la repulsión que sentía, habían dado paso a la idea de un trato. Le ofrecería la carta acusadora a Mortagne a cambio del díptico. Él no podría soñar con mejor arma de disuasión contra el señor de Valezan y ella, una vez poseyera los dos rollos de lienzo, condenaría a las llamas a la figura que representaba el soldado así como su intolerable mensaje.

Pero con Valezan desaparecido, la carta ya no le sería de ninguna utilidad a Mortagne y Plaisance perdía así su moneda de cambio, Plaisance dudó por enésima vez aquella misma mañana. ¿Habría que avisar a Roma de este descubrimiento? ¿Sería mejor para todos callarse para siempre?

Aimery de Mortagne se levantó para despedirse.

—Mi señora, a pesar del espanto de estos últimos días, del dolor que me causa el fallecimiento de mi valeroso amigo Malembert, a pesar de los estragos que habéis mencionado y de nuestra desavenencia al respecto de ese cuadro, tened por seguro que el honor de haberos conocido y servido de apoyo ha sido uno de los más profundos de mi vida.

—El honor ha sido mío, señor. A pesar de todo, en efecto.

—¿Podría… me perdonaríais, mi señora, la osadía de consideraros mi amiga, al menos un poco? La primera sonrisa de aquel encuentro distendió el rostro juvenil de la abadesa, quien se levantó y alargó las manos hacia él mientras declaraba:

—Qué pregunta, ¿acaso habríais podido convertiros en nuestro salvador sin convertiros también en mi noble amigo? Esta bella amistad, la reivindico. Hasta más ver, pues, señor. En mejores circunstancias. Dios os guarde por siempre.

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