Capítulo 7
Ese mismo día.
Castillo de Mortagne, Perche, octubre de 1306
Aimery de Mortagne se encontraba inmóvil ante una de las ventanas geminadas[49] de su despacho cuando anunciaron a Malembert. Los muros de la vasta estancia estaban revestidos de roble oscuro, un lujo inusitado en aquella época. Un gran armario de tres niveles, de los cuales el inferior hacía las veces de arquibanco, se alzaba ante la alta chimenea. Varios hacheros alumbraban la habitación.
—Mi señor, acabo de llegar de la malatería.
—¿Cuál fue su reacción?
—Tal y como la había imaginado. Cumplirá el encargo, y con diligencia.
—Ahora que lo conoces, ¿crees que lo conseguirá?
—Parece bastante avispado, y su Pauline es un precioso acicate. Además, no tiene nada de vulgar bribón.
—Lo presentía.
En ese momento entró un sirviente cargado con dos copas de grueso cristal, llenas de vino caliente de especias. Las posó con devoción sobre el escritorio, después de lo cual, hizo una reverencia y se retiró. Solo los señores más ilustres poseían tales rarezas, la mayor de las veces, importadas de Italia.
—Sentémonos, Malembert. Estira un poco las piernas y degusta este vino en compañía amiga.
Etienne Malembert aceptó ese honor con un leve asentimiento de cabeza.
—Mi estimado Etienne… se está urdiendo un siniestro plan que se me escapa.
—¿Siniestro? El adjetivo me parece incluso blando, con todos mis respetos. Confieso que no entiendo nada de esa orden de trasladar a los escrofulosos a Clairets. ¿Estáis seguro de que ninguna de vuestras palabras ha podido ser malinterpretada…?
—Completamente. Llevo casi una semana dándole vueltas a este enigma, desde que recibimos la misiva confidencial de nuestra gentil espía en la abadía de Clairets. Y cuál ha sido mi sorpresa al enterarme de que aparentemente he sido la causa de los… desvelos papales. A menos que haya perdido por completo la memoria, no recuerdo haber requerido en ningún momento, ni siquiera sugerido, tal traslado, y mucho menos al Vaticano.
—¿Pudiera tratarse de un error? —sugirió Malembert poco convencido.
Aimery de Mortagne saboreó detenidamente un trago de vino antes de replicar:
—He vadeado las estratagemas de Roma demasiadas veces como para ver en esto un simple malentendido. Pero entonces, ¿quién se esconde detrás de esto? Roma no es una cabeza, sino una hidra. Allí se mezclan un sinfín de intereses, codicias y maquinaciones, y la más absoluta pureza se codea con la peor inmundicia humana, con todos esos segundones[50] que se toman un mísero hábito para compensar el título, la fortuna o la gloria a los que no pueden acceder. Hay que ser pánfilo para creer que estos van a paliar su frustración a fuerza de genuflexiones.
—¿No es el caso de monseñor Jean de Valezan quien, pese a ser arzobispo y discreto embajador (es decir, espía) del rey de Francia en Roma, se sigue sintiendo despojado de unas bellas tierras?
—De unas bellas tierras que su hermano mayor, Thierry, gobierna mejor de lo que él jamás hubiera hecho —precisó el conde.
—En vuestra opinión, ¿qué pensará monseñor de Valezan del nombramiento de la párvula Plaisance de Champlois como superiora de Clairets en lugar de su bien amada hermana?
—Conociendo a esa alimaña, aunque no en persona, y el temperamento sanguíneo que bulle bajo su acartonado rostro, apuesto a que ha bramado como un desquiciado. Por otro lado, Valezan no es hombre que se dé por vencido. Aparte del revés sufrido por su hermana, para él también habrá supuesto una ignominiosa afrenta. Le habrá sentado como una bofetada; no obstante, apuesto a que tiene la cara bien dura. Pero no es eso lo que debe preocuparnos. He de averiguar si el traslado de enfermos no es más que una simple metedura de pata de secretario, cosa que dudo, o si en cambio esconde algo más. Habida cuenta de que los gafos están sometidos a mi justicia, un amotinamiento nos proporcionará un excelente pretexto para intervenir e introducirnos en Clairets. Requerir sin más una invitación habría despertado sospechas sin ningún género de dudas.