Capítulo 16
Abadía de mujeres de Clairets,
Perche, enero de 1307
Claire Loquet se debatía entre el asco y una especie de malsana excitación. Las últimas lluvias diluvianas habían originado la crecida de los arroyos vecinos. Los zuecos se le hundían en el barro. Pese a la humedad glacial imperante bajo las bóvedas, estaba transpirando.
Lanzó una mirada de desprecio al hético cuerpo que yacía desnudo sobre el suelo de tierra batida del sótano. Una ganga ocre como el cieno le subía hasta los hombros. Los huesos se traslucían bajo el cráneo rapado y la ondulante luz de las antorchas lamía intermitentemente los omóplatos salientes, las nalgas consumidas y la espalda cenicienta, marcada por el fuego de las cadenas.
Un gemido ascendió del esqueleto viviente:
—¡Sigue, no te detengas! He pecado, he pecado tanto. ¡Golpea, extirpa el mal!
La saliva se acumulaba en la boca de Claire, quien luchaba contra las ganas de vomitar que le ocluían la garganta. Se aferró al odio que le inspiraba aquel pelele demente, aquella mujer que no conocía más dolor que el que ella misma se infligía periódicamente. El delirio de Melisende de Balencourt se impacientaba.
—¡Golpea, te he dicho! ¡Más fuerte! No siento el humor demoníaco escapar de mi ser. Hazme sangrar y mañana tendrás doble ración.
Su voz murió en un penoso y exaltado gorgoteo.
—Hay que fustigar la carne. Impía… Mortificarla hasta que ceda…
Henriette y ella comerían hasta la saciedad. Claire apretó la mandíbula y alzó la disciplina[92] para azotar con todas sus fuerzas la lacerada espalda, una y otra vez.
Subió al dormitorio temblando de la náusea. Finalmente había corrido la sangre y la priora Balencourt se había desvanecido.
Claire estaba segura: la priora esperaría dos días antes de aplicarse un ungüento sobre las heridas con el propósito de sufrir el mayor tiempo posible sin llegar a correr el riesgo de una infección fatal; ya que si perecía, ¿qué sería del oscuro deleite del castigo?
Al sellar el despreciable pacto, la joven se había preguntado qué empujaría a la priora de La Madeleine a tal apetencia de dolor. ¿Qué delito había cometido para martirizarse de aquella manera? Más tarde dejó de preguntarse, puesto que si Balencourt se recreaba con las torturas y humillaciones que Claire le infligía, ella bien que sabía prodigarlas. El número de víctimas del mal que la carcomía era incalculable, así que ¡ya podía reventar aquella maldita vieja loca! ¿Qué tendría que hacer con tal de que Henriette y ella estuvieran a salvo y escaparan de allí para poder arrancarle a la vida lo que esta les había negado?
La llegada del conde de Mortagne y su médico, justo después de sexta, despertó la curiosidad de algunas, aunque la disimularon rápidamente. Era la primera vez que Plaisance de Champlois recibía invitados desde su nombramiento, y fueron muchas las que percibieron un nexo entre dicha visita y los recientes sucesos.
La joven abadesa los acogió con gran atención, interesándose por el viaje, el cansancio, informándose sobre el buen estado de salud de la familia del conde y sobre las últimas cosechas. A continuación, insistió en honrar a los huéspedes ordenando llevar la comida al palacio abacial, a una recogida habitación que había hecho caldear únicamente para su confort.
Después se despidió.
—Os dejo descansar y refrigeraros en paz tras luego de vuestra agotadora cabalgada. He de acabar varias tareas perentorias, espero sabréis perdonarme. Estoy convencida de que la hermana encargada de las comidas os ha reservado gratas sorpresas. Echa en falta la presencia de invitados. Así puede hacer gala de su talento con vos mucho mejor que con nosotras, habida cuenta de que la frugalidad es nuestra regla —añadió con una sonrisa cómplice.
No obstante, su cordialidad no engañó a su invitado de honor. Sus ojos celestes, que no se despegaban de él, lo examinaban desde su llegada.
Efectivamente, pese a ser día de vigilia[93], Clotilde Bouvier se había superado. Una copa de hipocrás, acompañado de nueces y pasas, sirvió para distender a los viajeros en el primer servicio. A una sopa de guisantes al vino agrio y al ajo, cuyo sabor no había malogrado la ausencia de panceta, le siguió el tercer servicio, compuesto de un estofado de anguilas con aderezo de ortigas y vinagrera[94] y una guarnición de verdurette[95]. Clotilde, contando con el voraz apetito masculino, la había acompañado de un puré blanco de puerros y leche.
El postre, una tortada de ciruelas pasas y especias, ponía la guinda a la comida de la que se había excluido la sobremesa[96], a fin de recordar la obligada austeridad.
Mortagne y Malembert comieron de muy buena gana, como soldados que habían conocido el hambre.
—Diantre —soltó el conde aplicándose a fondo en terminar su rebanada de pan de leche y nueces—, nos han dado un trato digno de príncipes.
—No me puedo quejar. La larga marcha a caballo me ha abierto el apetito. ¿Cómo vamos a proceder, monseñor?
—¡Ah… espinosa cuestión! Tú te encargas de Jaco y de inspeccionar, yo del resto. Primero, he de sondear a esa púber abadesa.
—¿En qué habéis pensado?
—¡Paciencia, mi estimado amigo! Apenas hemos cruzado con ellas unas palabras. Según yo creo, nos ha ofrecido un festín para darse tiempo de reflexionar una vez vistas nuestras caras. Por el momento, no me he formado ninguna opinión sobre ella. Estoy esperando nuestro primer encuentro de verdad.
Un discreto golpe en la puerta les hizo callar. Una anciana asomó la cabeza y dijo:
—Soy Bernadine, la secretaria de nuestra madre abadesa quien se pregunta si todo ha sido de vuestro agrado.
—Nos habéis obsequiado con un auténtico banquete.
—¿Habéis terminado vuestro almuerzo?
—Por completo, y diría que lo hemos devorado.
—Nuestra madre os espera. Si ya estáis listo, permitidme que os conduzca a su despacho. Eh… Me temo que las cuestiones que sin duda abordarán, no serán de gran interés para vuestro médico. Por tanto, he pensado que una visita a nuestra biblioteca, donde podrá hallar multitud de valiosas obras, le distraería en mayor grado.
Malembert lanzó una mirada cómplice al conde, quien respondió como si se hubiera tragado aquella estratagema tan evidente:
—Es muy amable de vuestra parte. Vamos, mi querido amigo, seguid a vuestra atenta guía. Apuesto a que descubriréis tantas maravillas que no volveréis antes del anochecer.
Etienne se levantó ligeramente divertido por la falta de sutileza de la gentil secretaria, quien a buen seguro se había devanado los sesos para hallar tan lamentable pretexto. Así pues, tendría que esperar a la noche para que Aimery de Mortagne le narrara los detalles de su entrevista con la abadesa.
Cuando Bernadine le hizo entrar, antes de regresar para acompañar a Malembert cual carabina, un espléndido fuego rugía en la chimenea. Mortagne estaba seguro de que tal concesión de confort se debía a su visita.
Plaisance de Champlois lo recibió con una sonrisa y rodeó el amplio escritorio para conducirlo hasta su asiento. La intensa mirada de aquella jovencita lo dejó atónito. Probablemente había llegado a la abadía de muy niña para nunca volver a salir. Sin duda alguna, se trataba de la hija menor de una humilde familia numerosa. Una oblata[97], tal vez. Le invadió una mezcla de fatiga y enojo. ¡Y pensar que iba a tener que abordar cuestiones tan delicadas con una chiquilla cuyo mundo se limitaba a aquellas murallas de piedra arenisca! Vaciló. ¿Cómo actuar? ¿Debía dar la primera estocada so pena de exponerse o avanzar con pasos contados? La abadesa se le adelantó:
—Vuestra misiva me ha quitado un gran peso de encima, monseñor. Si os soy sincera, no ha hecho más que anticiparse en pocas horas a la que pretendía haceros llegar.
Plaisance lo examinó a hurtadillas. Alto, ojos color gris plomo y cabello rubio ceniza a media melena, a la moda de la época. Aun disponiendo de pocas referencias masculinas que confirmasen su impresión, Plaisance se dijo que el conde debía de ser lo que se suele llamar un adonis. Cada uno de sus gestos estaba impregnado de una gracia, una fluidez desconcertante viniendo de un espécimen cuya atlética delgadez dejaba entrever su energía y fuerza física. Pero fueron sobre todo los grandes ojos almendrados de Aimery de Mortagne los que llamaron su atención. Tenía una mirada de fiera al acecho.
—Han llegado a mis oídos rumores de los últimos acontecimientos. Estaba preocupado por vuestra seguridad. Y para colmo de mi inquietud, me entero del asesinato de una de vuestras hijas.
—Un estrangulamiento. ¡Pobre ángel mío!
—¿Tenéis alguna pista sobre la identidad del criminal?
—Hemos encontrado una… y nos preguntamos si no nos la habrán dejado cortésmente a la vista.
—Madre, no comprendo…
—Hemos encontrado una matraca de leprosos no muy lejos del cadáver. Una jugada perfecta si alguien hubiera querido desviar nuestras sospechas hacia los enfermos recién llegados de vuestra malatería. No os ocultaré que vuestro deseo de reducir el hacinamiento de Chartagne (deseo que puedo entender) me ha puesto en una situación delicada.
Aimery de Mortagne titubeó de nuevo. Presentía que tras aquella amplia frente juvenil había mucho más. Sin embargo, la abadesa era también ahijada del Papa, y por ende, un peligro en potencia.
—Vuestro padrino, nuestro Santo Padre, ha aprobado el traslado.
Ella lo observó largos instantes, con semblante grave y labios apretados. El conde se preguntó si la habría disgustado y si estaría reprimiendo palabras contrariadas. La respuesta de la abadesa le daría la razón, aunque no tal y como lo había imaginado.
—¡Santo cielo! Me machacan los oídos desde hace tanto tiempo con esa historia de la parentela bautismal que me tienen mareada. Es cierto que mi madre es prima lejana de monseñor de Got. Con todo y con eso, ¿tenéis idea de cuántas ahijadas puede llegar a tener un prelado, y aún más un papa, a lo largo de su existencia? Varios cientos, a veces incluso más, a las que no verá en la vida. El padrinazgo, a menudo, no es más que un gesto de estima o reconocimiento por una familia aliada, cuando no se trata simple y llanamente de una mera concesión política. Por tanto, conozco a Clemente V tanto como vos, y dudo mucho que recuerde siquiera mi nombre. Curiosamente, dichos lazos no me han valido hasta ahora más que sospechas de estar en connivencia con el poder papal.
Mortagne estuvo a punto de responder que la sabiduría recomendaba alejarse de los grandes poderosos, pero cambió de idea. Desde el principio del encuentro, luchaba contra el deseo de confesarle la verdad, al menos la que él sabía. Una especie de instinto le empujaba a ello, empero, estaba acostumbrado al poder y a sus perversiones, y eso aún lo frenaba.
—Así pues, encontrasteis una matraca. ¿Quién era la víctima? ¿Fue…? En fin, me refiero…
—Seguía siendo virgen, me lo han asegurado —respondió Plaisance en tono aséptico—. Se llamaba Angelique Chartier y acababa de tomar sus votos definitivos. Una hermana adorable, cariñosa y alegre. Un rayo de luz. Además, era muy hermosa.
—¿Pensáis que su pasado laico ha podido…?
—No tengo constancia alguna. Aun así, lo dudo mucho. Angelique se unió a nosotras siendo muy joven. Su devoto padre, un influyente burgués de Nogent, piadoso y discreto, siempre la había protegido, «mimado» sería el término exacto. En mi opinión, no era del tipo de hombres que va granjeándose enemigos. En cuanto a su hija… incluso haciendo un alarde de imaginación, no la veo provocando ningún rencor, por muy pequeño que sea. Si la concupiscencia tampoco ha sido el móvil, solo nos queda… un misterio.
Mortagne tuvo repentinamente la clara impresión de que la abadesa se encontraba en su misma tesitura: estaba tanteando el terreno con prudencia, preguntándose si debía brindarle su confianza y abandonarse a las confidencias. Se estaba guardando información, habría puesto la mano en el fuego.
La priora del claustro de Saint-Joseph, Hucdeline de Valezan, cerró el relicario de plata ricamente labrado que contenía un mechón de cabellos pertenecientes a Luis IX el Santo, canonizado por Bonifacio VIII diez años[98] atrás. Suspiró, satisfecha de su inspección mensual. Después de todo, se trataba de un lujoso obsequio de su hermano Jean para celebrar sus votos en la abadía de Clairets, y velaba personalmente por que la bolsita de cedro y mirto oliera en todo momento y así evitar que algunos insectos pudieran verse tentados por los santos bucles.
Flanqueada, como de costumbre, por Alienor de Ludain, la superiora, abandonó la sala de las reliquias. Las dos mujeres atravesaron el claustro con paso lento y digno, en dirección a sus dependencias. Alienor advirtió que Aude de Cremont avanzaba bordeando la pared del refectorio y tiró de la manga a Hucdeline mientras murmuraba:
—Está sola. Quizás deberíamos…
—Tenéis razón, querida. Apresuremos el paso.
Alcanzaron a la tesorera, quien se detuvo a saludarlas fingiendo sorpresa:
—Estaba tan absorta en mi meditación que ni siquiera os he visto. Os presento mis excusas.
—En absoluto —sonrió Hucdeline—. Nosotras os pedimos disculpas por esta interrupción.
—Al contrario, os estoy muy agradecida —añadió con astucia la tesorera—. Mis pensamientos se ensombrecían por momentos.
—¿De veras? —dijo Alienor viendo el cielo abierto.
Aude de Cremont había captado rumores que se propagaban a toda velocidad. Se cuchicheaba en secreto. Por lo que había llegado a sus oídos, cada palabra de la priora destilaba una bilis apenas cubierta de miel. El coloquio que se avecinaba la divertía de antemano.
—¡Ya lo creo! Se diría que todas las plagas del cielo se abaten sobre nosotras —comentó con voz tensa.
—¡Cuando pienso que nuestra santa madre ha podido ser víctima, perecer bajo los golpes de una horda de escrofulosos montados en cólera! —lamentó Hucdeline, cuyo discurso, lleno de falsa inquietud, estaba admirablemente preparado.
—¡Qué valor…! En fin, es la palabra que se me ocurre… Me parece que si nuestra estimable apoticaria no hubiera acudido en su auxilio… ¡Qué herejía! Cuando una lo piensa… —añadió Alienor.
—Cuánta razón tenéis —aprobó Aude en tono afligido.
—Qué se le va a hacer… —comenzó a decir Hucdeline vigilando a su nueva presa—. A nuestra madre no le cabe el corazón en el pecho, y eso será su perdición, os lo aseguro. La señora de Normilly, nuestra antigua abadesa, habría luchado a capa y espada contra esta decisión de traslado, cuya arbitrariedad es solo comparable a su imprudencia. ¡Oh! Por supuesto, este comentario no va dirigido al Rey, y aún menos a nuestro venerado Santo Padre, sino a ese conde de Mortagne. Su arrogancia frente al clero es notoria… y sospechosa, si queréis mi sincera opinión —añadió frunciendo el ceño—, impone su voluntad como si de nuestro dueño y señor se tratase. ¡Y he aquí que nuestra querida madre, toda bondad y clemencia, le rinde honores de invitado de excepción!
—A mí también me ha sorprendido su llegada —asintió Aude.
Como buena estratega, se las apañaba para formular únicamente frases lo bastante vagas como para impedir a Hucdeline cualquier futura distorsión. Manipuladora consumada, apreciaba la falsedad de la priora. La visita del conde de Mortagne suponía para ella tan solo un artificio más que le permitía insistir en el hecho de que la juventud de la pobre Plaisance de Champlois le impedía estar a la altura de su abrumador cometido, el cual la colocaba directamente bajo la autoridad papal. Tolerar otras órdenes distintas de las del Santo Padre significaría rebajarse. En cuanto al conde, al lado de la madre abadesa de Clairets, a quien ni siquiera un rey podía exigir obediencia, era un simple pelagatos. Los ardides de la política no tenían ningún secreto para Aude de Cremont, la adorada hija única de un senescal real de Saintonge, cuyo fallecimiento prematuro la había empujado a ingresar en la vida monástica. Recordó una conversación con aquel gran hombre jovial.
Aquella noche, Gauzelin de Cremont le cepillaba el pelo mientras le contaba una historia, grata costumbre que por nada del mundo habría cedido a una sirvienta.
—Sabed, mi hermosa niña, que la política es como la mujer amada a los ojos de un pretendiente abatido. Cualquier medio es válido para convencerla de la pérdida que le supondría si su adorador llegara a cansarse. La mentira se convierte en halago, el halago en cumplido, el cumplido en cortesía de buen gusto. El objetivo de esta cascada de metamorfosis es hacer creer a la mujer deseada que dicho anhelo procede de ella. De este modo, ella lo enardece con retiradas tan solo fingidas. Entonces se vuelve imprudente y avanza un paso. Y poco a poco, llega a donde vos pretendéis conducirla. Pero cuidado, tanto en amor como en política, es conveniente que la manipulada nunca llegue a saber tal condición, pues si no podría reservaros un golpe de gracia.
—Así pues, mi bien amado padre, ¿jamás debemos enseñar todas las cartas?
—Sí… pero solo en un caso: cuando, bien considerado, la dama ha dejado de sernos interesante.
—¿Y en política?
—Qué lista sois, amiga mía —había reído él, orgulloso de su precoz inteligencia—. La misma lección vale: podréis mostrar todas las cartas cuando la otra parte haya dejado de interesaros… Si bien, debéis aseguraros de que nunca dispondrá de medios para hacer que os arrepintáis.
El susurro de Alienor de Ludain la trajo al momento presente:
—Están sucediendo… En fin, creo poder afirmarlo, salvo que esté cometiendo un craso error… Están sucediendo cosas muy extrañas.
—Extrañas y asaz inquietantes —encareció la priora de manera categórica.
—¿Qué me decís? —murmuró Aude a su vez, el semblante asustado.
—Se descubrió… Esa tal Marie-Gillette d’Andremont, por no citarla… En fin, descubrió una matraca no muy lejos del cadáver de nuestra pobre y querida Angelique… Y dicha matraca ha desaparecido. Además, dudo mucho que la hayan presentado ante el baile.
—¡Dios santo! —resopló la tesorera—. ¿Cómo que ha desaparecido?
Hucdeline lanzó una mirada cómplice a Alienor, su comparsa, que interpretaba su papel a las mil maravillas, tal como había demostrado durante los numerosos ensayos de la misma conversación.
—Bueno, ya sabéis, querida… En fin, no creo equivocarme en esta ocasión… Sea como sea, Marie-Gillette ha informado a nuestra querida madre de la existencia de la matraca… En cualquier caso, se ha juzgado preferible hacerla callar para no incriminar a los gafos. Es de lo más caritativo y, por tanto, poco sorprendente por parte de nuestra madre; dicho esto…
—Dicho esto, si uno de ellos es el horrible verdugo de la pequeña Angelique, debe pagar por su crimen —concluyó Aude, consciente de que precisamente eso era lo que las otras dos deseaban oír.
—Es también nuestro más profundo sentir —aprobó Hucdeline, reprimiendo a duras penas un suspiro de satisfacción.
Considerando que el juego ya había durado demasiado, Aude de Cremont apretó los labios y articuló con dificultad:
—Estoy conmocionada por esta revelación… Jesús, María y José… He de retirarme, hermanas mías. Muchas gracias de nuevo por vuestra franqueza. Sé cuánto ha debido pesarles.
Se marchó por el pasaje que rodeaba la despensa y desembocaba cerca de las terrazas de la abadesa.
Aude de Cremont volvió la mirada para cerciorarse de que las dos figurantas no la habían seguido. Habían ido mucho más lejos de lo que había supuesto a tenor de las confidencias —bastante aproximadas— vertidas por algunas hermanas. Acusaban a Plaisance de Champlois nada menos que de traición y complicidad en un asesinato. La tesorera nunca había sentido especial afecto o fidelidad hacia la nueva abadesa. Sin embargo, había experimentado una viva estima por la madre de Normilly, estima velada por un pesar: Catherine de Normilly siempre desconfió de ella. Además, nunca estuvieron muy unidas. ¡Bah!, a fin de cuentas, ¿de qué servían los pesares del ayer, además de para deteriorar el mañana? Reprimió una pequeña risa: otra frase de su querido padre. Era extraño: Gauzelin de Cremont había sido el mentiroso más impecable, el más perfecto calculador que jamás hubiera conocido, y no obstante, jamás le había ocultado la verdad; nunca la había decepcionado o aburrido, al contrario de la mayoría de los seres que había frecuentado. Y es que el señor de Cremont era un embaucador honorable. Por nada del mundo se habría rebajado a viles engaños. Aude quería parecerse a ese hombre que le había hecho la peor jugarreta que un padre perfecto y tan amado puede hacer a su adorada hija: ser el único esposo que ella habría elegido. Su deceso le había causado una infinita tristeza de la que no se reponía… de la que no deseaba reponerse. Cuando por fin se hizo a la idea de que ya no lo vería más, de que no volvería a reír con las elegantes piruetas de su ingenio, entonces tomó el velo.
¿Qué habría pensado su padre de Hucdeline de Valezan? Bonita peste, virulenta como un chancro. Una interesante enemiga cuyo único fallo era no ser tan inteligente como creía. ¿Qué hacer? ¿Apartarse del inminente duelo entre el restringido clan de las aliadas de la abadesa y el de su detractoras —que engrosaba a ojos vistas—? La prudencia lo aconsejaba. Por otra parte, una silenciosa guerra con la priora podía resultar suculenta. Los entretenimientos de calidad no eran muy frecuentes en la abadía de Clairets. Aude de Cremont se inclinó pues por la segunda opción.
¿A quién podía hacer saber —y cómo— que había visto al galicinio, a Hucdeline y a Alienor en conciliábulo con el nuevo cazador, antes incluso de que este último tomara oficialmente su cargo? Las dos mujeres no tenían motivo para conocerlo y menos aún para abordarlo. Además, la priora de ninguna manera habría condescendido a tratar con el servicio. A no ser que tuviera una necesidad precisa.
—¡Acabamos de abrirle los ojos a otra! —exclamó Hucdeline cerrando tras ella la puerta de su despacho.
—Por su bien —opinó Alienor.
—Jamás le agradeceré bastante su incondicional apoyo, querida. Para mí supuso más que un auxilio cuando todas me daban la espalda. Nunca lo olvidaré, os lo aseguro —prometió la priora con una mala fe digna de elogios.
De hecho, la pobre Alienor la cansaba. Decía siempre amén a todo. ¡Y encima era insulsa como ella sola! El éxito estaba al alcance de la mano, la priora podía sentirlo. Cuando el capítulo hubiera destituido a Plaisance, cuando fuera por fin elegida para la función que le correspondía, debería encontrar una nueva priora que resplandeciera al llevar sus colores. Sin embargo, «resplandecer» y «Alienor» eran antitéticas. Menuda inconveniencia. Tendría que proceder con tacto para apartar a su adepta sin aplastarla ni herirla. Alienor sabía muchas cosas, y había adivinado otras. Sería muy arriesgado provocar su cólera y más aún su venganza. Sobre todo cuando su colaboración, por no decir su obligado contacto, había tejido entre ambas mujeres lazos de dependencia que Hucdeline admitía como recíprocos aunque desiguales.
Decididamente, apenar a aquella joven sería una estrategia desastrosa.
Hucdeline se levantó para comprobar si los cubiletes de tisana estaban sobre la credencia apoyada contra la pared exterior del despacho. Volvió a cerrar la puerta con aire contrariado.
Las mejillas de Alienor se sonrosaron de agradecimiento: Hucdeline la había salvado del anonimato y del terror constante de ser el hazmerreír de las demás. Aprobar en todo a la priora, a la que quería creer su amiga, significaba no ser jamás objeto de la más mínima humillación. Hucdeline daba miedo y su prestancia, por no decir su arrogancia, disuadía las ofensas, así como el afecto que le manifestaba su hermano, monseñor Jean de Valezan.
—He hecho lo que me dictaban la confianza y la estima que siento por vos. Nada más —se contentó con responder.
—Eso ya es mucho, mi buena amiga. ¿Qué hace la suplente encargada de las infusiones? —refunfuñó Hucdeline—. Debe de faltar poco para nona. ¿Acaso hay que ir a buscar la decocción de malva y verbena a la cocina?
Alienor saltó cual resorte y entreabrió la puerta del despacho. Sobre la credencia que estaba a su lado había dos cubiletes humeantes y un cacillo de madera cargado de dulces de fruta.
La joven colocó la bandeja sobre el escritorio de la priora, llena de asombro:
—¿Dulces de fruta? ¡Pero esto infringe las reglas!
—Aquí hay una que quiere granjearse nuestra simpatía —concluyó Hucdeline—. Os lo digo: ciertamente, el éxito está cerca y todas lo huelen, querida. ¡Humm!, dulces de ciruelas con miel… mis favoritos. Vamos, no hagamos ascos a esta pequeña falta. Hemos trabajado mucho.
Cogió un dulce de fruta y se lo llevó a la boca, invitando con un pequeño gesto a Alienor a imitarla.
Un enérgico golpe en la puerta las sobresaltó. La superiora clavó una mirada nerviosa sobre el cacillo lleno de las ilícitas golosinas. Hucdeline le indicó con un movimiento de barbilla el largo arcón forrado de tela donde guardaba por la noche sus libros y registros. Alienor se abalanzó hacia el mueble para esconder en su interior la prueba del delito, y Hucdeline clamó:
—¡Un segundo! Ya os abro.
Bernadine esperaba con aire grave en el umbral de la puerta.
—Nuestra madre os manda buscar. Requiere vuestra presencia y vuestra llave.
Era costumbre que el sello de la abadesa estuviera protegido en un arcón cuya cerradura solo se abría mediante tres llaves. Una estaba en posesión de la abadesa, la segunda de la priora, y en cuanto a la última, estaba custodiada por la decana o la cillerera. Las guardianas de las llaves no debían separarse de ellas bajo ningún concepto.
Hucdeline reprimió un suspiro de exasperación y siguió a la secretaria pisándole los talones, mientras le decía a Alienor:
—¡Seguid, querida! Ahora vuelvo. Alienor se puso de pie tras su marcha y corrió de puntillas hasta la entrada. Pegó la oreja a la puerta y esperó a que el eco de los pasos de las dos mujeres se alejara antes de levantar nuevamente la pesada tapa del arcón. Había siete dulces de ciruela. Dejaría cuatro a su amiga, para ella tres eran más que suficientes.
Hucdeline empujó la puerta de su despacho media hora más tarde echando humo. Cuando le explicara a Alienor que la abadesa quería solamente comprobar que la cerradura del arcón funcionaba correctamente… ¡Hacerla desplazarse por una tontería de ese calibre! Abrió la boca para vituperar y se quedó de piedra: Alienor se había quedado dormida sobre la silla y roncaba con la boca entreabierta. Las campanas de Sainte-Marie tañeron, recordando la hora de nona a las rezagadas o atareadas. Hucdeline sacudió a su ayudante sin contemplaciones. La joven abrió sus ojos confundidos, bostezó y murmuró:
—Cielos… Me he adormilado.
—Ya lo veo —replicó la priora agriamente—. No nos hagamos notar llegando tarde.
—¿Y vuestros dulces de ciruela?
—Los probaré después de la cena. Guardémoslos de nuevo en el arcón. Nada está aquí a salvo de una vileza. ¡Rápido, querida, o entraremos las últimas en la iglesia abacial! No sería muy buena idea.
Se había dispuesto la mesa de los convidados de honor en la galería de los Altos Anfitriones, que dominaba el refectorio. Plaisance no había invitado a nadie más a unirse a ellos, por tanto, compartirían la comida en la intimidad. La insistencia poco convincente del conde para que su médico estuviera presente en la cena había alertado a la abadesa. Aquellas personas eran sirvientes; educados y útiles, sin lugar a dudas, y por tanto tratados con miramientos, pero sirvientes al fin y al cabo. Le había llegado la generosa proposición de Mortagne que ella declinó por instinto: maese Malembert podía ponerse al servicio de la abadía de Clairets para dispensar sus cuidados a los gafos desplazados. ¿Quién era en realidad ese tal Malembert?
Clotilde Bouvier se había superado en inventiva aquella noche de vigilia. Una terrina de huevas de asellus[99] con leche fermentada y vino, servida sobre finas rebanadas de pan, constituía el primer servicio.
—¿Qué pensáis vos, maese Malembert, de esta pestis[100] a la que se alude día sí, día no? Según vuestra opinión, ¿constituye un verdadero peligro para el Reino?
No se dejó engañar: la señora de Champlois estaba poniendo a prueba sus conocimientos médicos.
—Es temible, señora. Dicho esto, a tenor de los textos antiguos, el reino, no siendo aún más que la Galia, ya pasó por esa trágica experiencia. Oremos con fervor para que no se repita nunca.
—Cierto, oremos.
La joven semanera encargada de atender la mesa llevó el segundo plato y anunció con voz temblorosa:
—Filetes de lucio Subiaco… del nombre de la colina romana a cuya cumbre se retiró san Benito para vivir como un ermitaño.
Estaban cubiertos de una espesa salsa blanca con olor a especias. Para colmo de la elegancia, colocaron ante cada convidado una ancha escudilla de gres amarillo, así como una cuchara y un cubilete de Beauvais[101] de tierra cocida con borde de plata.
—Madre, señores —farfulló la joven, doblándose en una reverencia antes de marcharse.
Le sucedió otra monja quien, a causa de su timidez, por poco no tiró el ancho plato que llevaba aferrado como si le fuera la vida en ello. Desapareció inmediatamente sin anunciar el manjar, laguna que cubrió Plaisance:
—Es un guiso de habas heñidas, un puré de habas tiernas con manzana y cebolla, aderezado con un punto de salvia. Acompaña formidablemente al pescado.
Mortagne se permitió una pincelada de humor:
—¿Conocéis la relación entre san Benito y este suculento lucio, madre?
—En absoluto —confesó ella sonriendo—. Me parece que Clotilde tuvo ganas de rendir un homenaje culinario a nuestro venerado patrón y que ese día, el pescador le trajo lucios. Que esta deducción quede entre nosotros, si no nuestra buena Clotilde se sentiría avergonzada.
—Sería necio desagradar a tan exquisita jefa de cocina.
Discutieron de esto y lo otro, evitando volver a la mutua incomodidad reinante en el primer encuentro cara a cara, y más aún al mundo de divulgaciones que tanto ella como él habían guardado para sí.
—¿Qué pensáis, señora, del tormento recientemente infligido a esa mística Marguerite Porete[102]? —inquirió Mortagne.
—La hoguera me ha parecido un castigo muy severo. Por otro lado, ¿por qué negarse a comparecer ante el oficial de París? Habría podido explicarse, y retractarse, sobre todo.
—Sin duda se negaba… a desdecirse de sus escritos, quiero decir. ¿Qué pensáis de su teoría sobre la Salvación? ¿Es compatible con el gusto de los sentidos?
—En los laicos, estoy segura, siempre y cuando esta inclinación sea disciplinada y se reserve al esposo y la esposa. Por el contrario…
Un aullido estridente subió desde el refectorio, cortando bruscamente sus reservas. Siguió un estruendo de bancos retirados a toda prisa, caídos por la precipitación. Un ancho círculo se estrechó alrededor de un punto que no distinguían. Plaisance gritó desde lo alto de la galería, aferrándose con las manos a la balaustrada de piedra:
—¿Qué ocurre? ¡Que alguien me responda inmediatamente!
Un rostro se irguió hacia ella, el de Marie-Gillette, que gritó como respuesta:
—¡Está agonizando, madre, bajad, os lo ruego! Bajad sola.
Plaisance corrió, bajando como el viento la angosta escalera de piedra que llevaba a la sala baja. Tenía el corazón en la garganta y la sangre le golpeaba en las sienes.
Todo aquello tenía un sentido, todo aquello no había hecho más que comenzar.
Agazapada en postural fetal, Alienor de Ludain sollozaba de dolor. Un fétido charco marrón y sanguinolento maculaba la parte trasera de su vestido. Plaisance gritó a la multitud:
—¡Traed un barreño de agua jabonosa y muchas toallas! Hermione… ¡Hermione! —se impacientó de repente.
—Aquí, madre, justo detrás de vos.
La apoticaria estaba completamente pálida.
—Me duele… Ah, Dios, cómo me duele —gimió Alienor—. Se me desgarra el vientre por dentro… Me lo hago… encima…
Una nueva afluencia de pestilente olor provocó arcadas en las más próximas, que retrocedieron. Solo Hucdeline de Valezan permaneció allí, a pocos pasos de su superiora, con el rostro azorado, la boca entreabierta de estupefacción y los ojos fuera de las órbitas. Al fin, pareció volver en sí y masculló buscando la mirada de las hermanas:
—Que… En fin, no va a ser la sopa de bledas y borraja la que… —dando de repente un golpe con el pie, la exhortó categórica—: en fin, Alienor, levantaos… Este olor es insoportable… Indigno… Una superiora…
Acurrucada sobre el suelo, Alienor de Ludain tiritaba y murmuraba frases inaudibles.
Plaisance se les unió cuando llegaron las suplentes portando un barreño de agua y paños. Mortagne y Malembert no habían abandonado la balaustrada, en espera quizás de que su ayuda fuera solicitada. La abadesa buscó con la mirada a Marie-Gillette d’Andremont, que agachó la cabeza. Un mortífero silencio, solo empañado por los gemidos de la superiora, se había abatido sobre la enorme sala oscura. Plaisance tenía la sensación de haberse aventurado en un universo maléfico cuya existencia nunca había sospechado. La imperiosa necesidad de volver al aquí y ahora, a esos muros que habían protegido su infancia, y después su adolescencia, la llevó a prorrumpir en gestos y palabras marcados por la excitación.
Dijo mecánicamente:
—Vos, limpiadla como podáis. Vos, id a buscar una parihuela. No os quedéis ahí plantada. ¡Inmediatamente!, Elise, id a prender un gran fuego al calefactorio. Instalaremos allí a la enferma —pidió a la ropera—. Hucdeline, ahorraos, os lo ruego, vuestros comentarios.
La otra abrió la boca para protestar, pero la abadesa la cortó con un perentorio:
—¿No comprendéis que no es la sopa de bledas la responsable de su estado, no más que una falta de voluntad por su parte? ¡Buena amiga estáis hecha, en verdad!
El rostro de la priora se descompuso y las lágrimas brotaron de sus ojos.
Tuvieron que forcejear con Alienor, a la que el sufrimiento había vuelto salvaje, para subirla a la parihuela. Desde lo alto de la galería, Mortagne apuntó:
—Señoras, un cuerpo inerte es muy pesado y uno enfermo más aún. Mi médico y yo podemos levantarla y transportarla. En cuanto… en cuanto a las descomposturas y a los malsanos olores, apuesto a que una frágil monja no debe incomodar tanto como un osario de soldados muertos al sol.
Plaisance dudó un instante.
—Mil gracias, señores. Únanse a nosotras. Los dos nuevos pares de brazos no estuvieron de más en la operación de subirla a la parihuela de gruesa tela tensa. Alienor jadeaba. Una saliva rosácea le cubría el mentón. Por fin, cuando la levantaron, a Plaisance le pareció que la joven se apaciguaba; no obstante, el alivio duró poco. Malembert masculló a su lado:
—Está perdiendo el sentido.
—¿Qué enfermedad tan brutal es esta, señor? —murmuró ella.
Él respondió primero con una larga mirada triste, después declaró con pesadumbre:
—No se trata de una enfermedad, señora. En mi opinión, vuestra superiora ha sido enherbolada.
Se dispensó de sus funciones a aquellas hermanas que habían sido citadas a comparecer ante la abadesa, entre ellas Hermione de Gonvray, la hermana apoticaria, Marie-Gillette d’Andremont, la semanera de muladar, y Hucdeline de Valezan, la priora.
Era el comienzo de una noche interminable. Las enfermeras se turnaron a la cabecera de la doliente, la obligaron a beber decocciones de betónica[103] y angélica, conocida por neutralizar los efectos de ponzoñas y venenos[104], e intentaron hacerle tragar un poco de sémola de cebada mezclada con leche de almendras italianas, que se suponía reconstituía a cualquier paciente. Alienor lo vomitó de inmediato. Elise de Menoult, Rolande Bonnel, la depositaría, y Barbe Masurier, la cillerera, rezaban postradas sobre las gélidas losas al pie del pequeño lecho que habían trasladado inmediatamente al calefactorio. Pronto se les unió la irascible Agnes Ferrand, la portera, cuyo rostro de garduña permanecía impenetrable. Aude de Cremont la siguió al poco. Se arrodilló junto al trío de mujeres y susurró levemente:
—¿No la vela su querida amiga Hucdeline? Qué sorpresa.
Elise y Barbe cruzaron miradas interrogantes. La ropera alzó las cejas con incertidumbre. Hucdeline se había esfumado desde que abandonaran el refectorio.
Hucdeline de Valezan estaba de pie frente al gran arcón apoyado contra una de las paredes de su despacho. ¡Qué escena más horrible! Nunca habría imaginado que un veneno pudiera provocar síntomas tan… repugnantes. Se sacudió la imagen de Alienor bañada en sus propios excrementos y reprimió un escalofrío de asco.
Levantó la pesada tapa reforzada con varillas de metal y contempló los dulces de ciruelas con miel.
No hacía sino pensar y repensar, por esa razón se había recluido allí.
Alienor no necesitaría sus oraciones de cabecera, las otras monjas bastarían.
¿Cuál era la táctica más adecuada: hacer desaparecer las golosinas restantes o, por el contrario, mostrarlas? Sopesó de nuevo los pros y los contras y se decidió. Después de todo, Dios velaba por ella particularmente. Dios amaba a sus criaturas más fuertes. Lo había demostrado una vez más.
Mortagne, tras ayudar a instalar a la moribunda con la delicadeza propia de una nodriza, había recuperado su temple y había ordenado establecer una especie de campamento militar en el scriptorium. Llevó aparte a Malembert y habló con él en voz baja unos instantes. El médico asintió con la cabeza antes de salir. Se justificó ante Plaisance, quien se sentía despojada de sus funciones, de manera conciliadora:
—Por favor, señora, no veáis en esto ninguna usurpación de autoridad. Sois ama de la abadía de Clairets, y me inclino ante vos. Dicho esto, si mi médico está en lo cierto, y eso creo, estamos de nuevo ante un vil crimen. El tiempo apremia. Hasta el momento, la investigación que habéis practicado sobre el asesinato de Angelique Chartier no ha culminado con la detención del homicida. Permitidme, pues, conducir la indagación a mi manera, con el infinito respeto que os profeso. Disfruto de una valiosa ventaja: no conozco ni a vuestras monjas ni a vuestros sirvientes, y no me ata a ellos ninguna ternura.
Plaisance de Champlois tuvo que rendirse ante la lógica del argumento.
—Proceded, señor. Os ayudaré en lo que pueda.
El conde saludó la autorización de la abadesa con un leve movimiento de cabeza.
—Estoy a vuestro servicio, señora. Haga llamar a su apoticaria. Antes de nada deseo que ella confirme el diagnóstico de mi médico.
Bernadine había retrocedido unos pasos y esperaba las instrucciones de la abadesa, con las manos cruzadas sobre su túnica y la espalda apoyada contra la pared de anchas piedras oscuras, como si la secretaria deseara fundirse en ella. Mortagne y Plaisance se habían colocado uno al lado del otro, cada uno tras un pupitre, como dos niños aguardando a la maestra. El conde jugaba sin darse cuenta con una pluma tallada cuyo cañón estaba manchado de tinta verde, resultante de añadir fino polvo de malaquita. Hermione se erguía recta frente a ellos. Su extrema palidez no la había abandonado y presentaba un aspecto fantasmal bajo la trémula luz de las teas resinosas.
Respondió pausadamente a la expeditiva pregunta del conde Aimery, formando una débil nubecilla de vaho tras cada palabra emitida:
—En efecto, la brusquedad y la violencia del ataque no me hacen inclinarme por la ingestión de un alimento alterado, y más aún teniendo en cuenta que un centenar de nosotras ha consumido la misma comida.
—Un veneno, entonces.
—¿Cómo lo habrá tomado? —preguntó la abadesa.
—Eso es lo que me propongo descubrir —respondió Mortagne.
Observó con detalle durante un momento a la mujer frente a él, de figura y silueta bastante armoniosas, y su mirada se detuvo en el pequeño triángulo de piel que sobresalía del cuello alto de la túnica, de manera que las mejillas de Hermione se sonrojaron levemente.
—Con todo y con eso —prosiguió él con voz más seca—, ¿no podría ayudarnos vuestra experiencia como apoticaria a desvelar la naturaleza de este veneno… según los síntomas?
—Es que… Confieso encontrarme algo perdida. En el transcurso del año preparo remedios para curar males, grandes y pequeños, no para intoxicar.
—Vamos, no me digáis que no elaboráis además temibles mezclas para exterminar ratas y ratones.
—En efecto, pero se trata de animales nocivos.
—Cierto —interrumpió Mortagne, perdiendo la paciencia—. Señora de Gonvray, ¿no es verdad que algunos venenos devastadores constituyen, en dosis más pequeñas, mortíferas pociones?
—Así es, incluso tienen efectos bastante normales. Por ejemplo, la digital…
Atajando la dilucidación, que presentía extensa, Mortagne inquirió:
—Entonces, ¿acaso no es uno de los fundamentos de su arte el conocer los efectos deletéreos, cuando no mortales, de las plantas, y las dosis en las que pueden resultar peligrosas?
—¿Adónde queréis llegar? —se impacientó ahora Hermione—. Se diría que me sospecháis la autora de un acto incalificable.
La mirada del conde descendió de sus mejillas hacia la boca, para posarse de nuevo en el cuello. La apoticaria se ruborizó avergonzada.
—Aún no —se limitó a replicar con una impertinencia que dejó pasmada a Plaisance.
—Pero, señor, ¡cómo os atrevéis! —protestó esta.
—Mis disculpas. Quiero hacer admitir a vuestra hija apoticaria que conoce a la perfección el veneno que devora poco a poco a la superiora, y lo conseguiré. Lo más simple sería que cediera de inmediato y nos ahorrara así una criminal pérdida de tiempo.
—¿Criminal?
—Es la palabra, madre. Intuyo que los dos asesinatos de monjas están relacionados, sin que pueda aún precisar la naturaleza de tal nexo —y, volviéndose de nuevo hacia Hermione, que parecía transformada en estatua de sal, insistió—: ¡carape, señora! ¿Por qué tantas reticencias para explicar lo que no son más que conocimientos científicos?
Hermione intentó una nueva espantada y exclamó en un tono visiblemente agresivo:
—¡Por Dios, señor! Parece que esté ante un tribunal respondiendo por mis faltas.
—En cualquier caso, es lo que os ha de ocurrir si persistís en vuestras evasivas.
Plaisance, presa del aturdimiento, la apremió con inquietud:
—En fin, querida… Ya que es imposible que… Si conocéis la naturaleza del veneno utilizado para asesinar a Alienor, por qué no…
—Se trata de Colchicum autumnale, cólquico[105], estoy casi segura. Si tal es el caso, ha ingerido el veneno antes de cenar. Los primeros síntomas de la intoxicación se manifiestan pasadas unas horas. Ella… Morirá de asfixia en unos días. Dios mío, acoge su alma. No… no existe ningún antídoto eficaz.
La consternación y la estupefacción se disputaban el rostro de Plaisance, quien farfulló:
—Hija mía… ¿Por qué habéis tardado tanto en revelarnos lo que sabíais? No lo entiendo.
Hermione de Gonvray dejó escapar un afligido suspiro y confesó, con lágrimas en los ojos:
—Yo… Han robado el frasco que contenía el polvo de cólquico del herbarium… Ayer o antes de ayer, lo ignoro. Yo… Sin embargo, lo guardaba en el armario de sustancias tóxicas… Pero yo…
—¿Estaba cerrado con llave? —inquirió el conde de Mortagne mostrándose indiferente.
—¿Qué pensáis —exclamó irritada Hermione—, que soy tonta e imprudente? Por supuesto que estaba echado el cerrojo. Forzaron la puerta, se ven las marcas de un hierro o qué sé yo… Vayamos a comprobarlo, si dudáis de mí.
—¿De qué serviría?
—No os comprendo.
—¿De veras? ¿Una mujer tan inteligente? Permitidme construir para vos una… fábula. Si hubierais querido herbolar a Alienor con ayuda del cólquico, ¿qué mejor argucia que pretender que alguien ha sustraído el frasco y forzar vos misma la puerta de vuestro armario?
Ella lo miró con insistencia como si acabara de proferir una obscenidad y bramó:
—¡Sois un monstruo!
—No, pero estoy buscando a uno o una. Así que el mejor método consiste en ponerme en el lugar de uno de ellos, en intentar pensar con su mente —cerró los ojos y continuó suavemente—: he visto tantas cosas, señora, de las que vos no tenéis la menor idea. Encantadores verdugos que despiezaban a sus víctimas vociferantes con una sonrisa en los labios. Y por el contrario, seres de luz, tan sucios, tan malolientes y desagradables que todos huían de ellos. He visto tantas apariencias disimular las almas verdaderas…
Hermione, una vez recobrada la calma, declaró glacialmente:
—Porque, ¿vos creéis ser el único a quien han engañado las apariencias? ¿Creéis ser el único en haber levantado máscaras para descubrir carroñas o ángeles? ¿Puedo retirarme, madre?
—Proceded.
Hermione de Gonvray se detuvo a pocos pasos. Sin darse la vuelta, declaró en voz alta y firme:
—Madre, os suplico que me perdonéis. He sido cobarde, he temido vuestra reacción, y con ello he provocado una mucho peor. No tengo nada que ver en el abyecto asesinato de Alienor. Lo juro por mi alma.
El silencio la escoltó hasta la salida del scriptorium, y persistió tras su marcha. Por fin, Plaisance de Champlois lo rompió preguntando con una voz que dejaba traslucir su turbación:
—¿Qué opináis, señor?
—¿La verdad, madre?
Sé inclinó hacia ella, y Plaisance volvió a pensar que la fluidez de sus movimientos escondía la pugnacidad de una fiera.
—La verdad, señor.
Echó una mirada en dirección a Bernadine, tan inmóvil que podía olvidarse su presencia en la inmensa sala helada. La abadesa lo tranquilizó:
—Mi hija secretaria puede escucharlo todo. No tengo ningún secreto con ella, no más de los que tenía la señora de Normilly antes que yo. Que su noble alma descanse en paz.
—Amén —añadió Bernadine débilmente, mientras se persignaba.
—En ese caso… La verdad es que miente.
La brutalidad de la sentencia despertó la agresividad de la abadesa, quien exclamó abruptamente:
—¡Cáspita, lo que tengo que oír! Viniendo de otra persona que no fuerais vos, lo vería un insulto. En cualquier caso, supongo que habéis formado vuestro juicio sobre argumentos sólidos. Esperaré a que los compartáis conmigo.
—La verdad es a veces muy dura, os lo concedo. En cuanto a los argumentos, podrían desconcertaros: ella parecía exangüe.
—¿Perdón? ¿En qué sentido una palidez legítima y motivada por una horrible impresión indicaría un engaño? —arremetió Plaisance, cada vez más enconada.
—Cuando es real, indica, en efecto, emotividad; justificada en este caso.
Ella lo miró fijamente, intentando averiguar adónde pretendía ir a parar.
—Vuestra apoticaria se ha recubierto la cara con un polvo blanco, a la manera de las coquetas de la alta sociedad. Si doy crédito a las confidencias de una dama de mi entorno, las mujeres elegantes usan granos machacados de arroz silvestre eslavo, o bien polvo de avena.
—¿Qué cuento es ese? —se rebeló la abadesa.
—Oh, eso no es ningún cuento. Cada vez que hablaba, veía cómo se desprendían algunas partículas blancas de su rostro. ¿Qué quería? ¿Hacernos creer que una permanente conmoción le habría absorbido la sangre del rostro? ¿Por qué esa mascarada? En lo que se refiere al armario saqueado del herbarium, confesad que la explicación es bien evidente.
El razonamiento turbó a la joven, que permaneció en silencio. Mortagne prosiguió:
—No hemos terminado. ¿Quién cena… cenaba al lado de vuestra superiora?
—Marie-Gillette d’Andremont se sentaba a su derecha, Agnes Ferrand, nuestra portera, a su izquierda, y Hucdeline de Valezan enfrente.
—Bien… escuchémoslas en el orden que os plazca.
Plaisance volvió la cabeza hacia Bernadine con el fin de ordenarle que las convocara de inmediato, mientras preguntaba al conde:
—¿Creéis que echaron el veneno durante la comida?
Bernadine comprendió sin requerir más explicaciones y desapareció.
—No, vuestra apoticaria parecía juiciosa. Además, un gesto así habría sido muy imprudente… Tantos posibles testigos. Falta…
La despótica entrada de la priora lo interrumpió. Hucdeline blandía un minúsculo pedazo de tela doblado a modo de hatillo. Alterada por la emoción, exclamó:
—¡He encontrado esto en el arcón de mi despacho, madre!
La abadesa lo cogió y descubrió cuatro dulces de fruta de un hermoso color violín. Escudriñó a su hija e inquirió vacilante:
—Son… dulces de miel, ¿no es cierto?
—En efecto. ¿Qué hacían estas golosinas en mi despacho? No las había visto nunca allí. Una horrible duda me asalta… Alienor y yo estábamos bebiendo una infusión. ¿Había traído ella estas chucherías sin que yo lo supiera para probarlas una vez estuviera en sus dependencias, o se las trajeron mientras yo estaba ausente? No sabría decirlo. Si bien… —marcó una corta pausa y se pasó la mano por la frente para señalar su turbación—. Me pregunto si…
—Oh, Dios mío… si no están envenenadas… —concluyó la abadesa por ella.
Hucdeline se limitó a asentir con un doloroso movimiento de cabeza.
—Con su permiso, madre, me voy a retirar. Me da vueltas la cabeza, y no me siento bien.
—Por supuesto, hija.
Mortagne no había dicho palabra. No obstante, sus grises ojos no se habían despegado de la priora.
—Debo confesarle, señora, que algunas de sus hijas me parecen criaturas excepcionales —observó de forma distendida tras la salida de la priora.
—En el caso de la señora de Valezan, vuestro comentario es de una rara pertinencia. No sé con exactitud qué corre por las venas de esa mujer, pero puedo asegurarle que no siente el menor pesar por la muerte de Alienor de Ludain. Ningún ser es irremplazable a sus ojos, si no es su adorado hermano, de quien nos habla hasta la saciedad.
—Jean de Valezan.
—¿Lo conocéis?
—A su reputación. Por querer subir demasiado rápido por una escalera descomedida, el señor de Valezan terminará patas arriba… o papa.
—Dios nos guarde —resopló Plaisance.
Bajó los ojos y se mordió los labios por ese comentario intempestivo. Valezan era cada día más poderoso y, si uno daba fe a los rumores, no era aconsejable contarse entre sus enemigos o simples detractores.
—Uno mis deseos a los suyos. Amén.
Tornó la cabeza hacia él y lo observó. Una sonrisa seductora descubrió los dientes de Mortagne, quien susurró:
—¿Y qué os revela este examen, señora? ¿Creéis realmente que el alma de los seres se adivina por su rostro?
Ella sacudió la cabeza en señal de negación. Él prosiguió en el mismo tono confidente:
—¿Los enemigos de mis enemigos son de veras mis amigos? La eterna duda. Vos sois tan joven…
—De nuevo esa reflexión. Si no la escucho, la adivino veinte veces al día. ¿Qué edad tenéis vos?
—Mil años, dos mil… Ya pronto cuarenta y dos años, casi un anciano. Mis dos hijas son mayores que vos.
—¿Tendríais el poco ingenio o el atrevimiento de considerarme una niña? —preguntó ella con voz más ligera.
—En absoluto. Dudo que exista una infancia para las mujeres de vuestra clase. Habéis estado siempre preparada para reinar.
—¿Cómo podéis afirmarlo?
—En caso contrario, la señora Catherine de Normilly, a la que conocía un poco y admiraba bastante más, nunca os habría recomendado para sucedería.
—Luego, «¿los enemigos de mis enemigos son de veras mi amigos?». ¿A dónde queréis llegar, conde?
—A la bella y temible noción de confianza.
—¿Y qué más?
Él le dirigió otra de sus embaucadoras sonrisas, y ella pensó que aquel hombre era también temible.
—Vamos, madre… Llevamos olisqueándonos el hocico desde mi llegada a la abadía de Clairets. Cada uno de nosotros presiente que el otro posee elementos que no le dice por desconfianza. Es un hecho que el tiempo juega en nuestra contra. Nos conocemos tan solo desde hace unas horas, no es mucho. En cualquier caso, yo no he matado a Angelique ni a Alienor, y vos tampoco, de eso estoy seguro. Al menos estamos unidos por esa inocencia.
Plaisance se quedó absorta en la contemplación de la madera de su pupitre, manchada de tinta y sembrada de escamas de oro y plata.
—Es cierto. Disponemos de muy poco tiempo para jugar al ratón y al gato.
—¿Y quién hará de ratón? —bromeó él inclinándose hacia ella.
—Sois insoportable —le regañó la abadesa—. No sabía que también fuerais donoso.
—Es que reservo mi humor para un público cuidadosamente seleccionado. Por lo demás, ¿se trata de veras de humor? Os imagino perfectamente dando un buen mordisco a un pobre ratón que ha caído en vuestras garras.
—¡Qué retrato! Me aduláis en demasía. Sabed que no tengo tal apetito. ¿Cómo es posible que os hayáis forjado tal imagen de mí?
Súbitamente volvió a ponerse serio y repitió casi amenazante:
—¿Cómo es posible que no hayáis sospechado aún la verdad? He creído, lo confieso, que estabais empleando una táctica. He de admitir que estaba equivocado.
Un instinto la previno de que lo siguiente sería terrible, y su cuerpo se tensó mientras lo miraba fijamente. La manera de hablar de Aimery de Mortagne cambió de nuevo, adoptando bruscas inflexiones:
—¿Qué edad tenía la señora de Normilly cuando murió… inesperadamente?
Era extraño, pero Plaisance tuvo la certeza de que él lo sabía. Sin embargo, respondió inexpresiva, negándose a imaginar lo que el conde podía reservarle aún:
—Cincuenta y dos años.
—Dejando aparte los dolores de espalda que la martirizaban, gozaba de una buena salud antes de que su supuesta debilidad de corazón se la llevara, ¿no es así?
—¿Supuesta? —el pánico le secaba la garganta. De repente gritó—: ¡cesad esas insinuaciones! Os lo exijo. ¡Hablad, ahora mismo!
—La señora de Normilly fue herbolada, al igual que Alienor de Ludain.
Un frío serpenteo invadió el cerebro de Plaisance de Champlois. La habitación comenzó a dar vueltas y se sujetó al borde de su pupitre, luchando por no desvanecerse. Escuchó a lo lejos, muy lejos, la voz de Mortagne:
—Oh, Dios mío, volved en vos… ¡Qué he hecho, miserable, qué he hecho! Rápido, alguien…
Plaisance creyó deslizarse hacia un universo glacial, hostil, sin fin. Una niña tendía una amapola a una señora alta, toda vestida de blanco. La mujer sonreía. ¿Cómo había podido olvidar esa amapola que le había ofrecido tras su llegada a la madre Catherine? Se aferró a ese recuerdo para no desplomarse del todo.
Abrió los ojos otra vez. Las náuseas la sofocaban. Sin embargo, las paredes y contornos se estabilizaron poco a poco.
—No, por favor… no es nada: un mareo pasajero.
—Soy un bruto, no sé cómo… Y más cuando se trata tan solo de una mera suposición mía.
Plaisance de Champlois tomó una profunda bocanada de aire y replicó en tono enfastiado:
—A decir verdad, hace algunos días os habría reprendido duramente por atreveros a formularla. Sin embargo, es un hecho que el mundo de antes ya no existe. El horror se ha infiltrado en la abadía de Clairets. Si prestamos fe a vuestra hipótesis, ¿significa eso que el o la culpable ha reincidido? Y, si es así, ¿nos enfrentamos a la encarnación del mal salida directamente del infierno?
—El infierno tiene buenas y anchas espaldas, señora. Permite explicar lo inexplicable y, sobre todo, lo inaceptable. Personalmente, todas las encarnaciones diabólicas que he encontrado en el mundo eran completamente humanas.
—Eso no es posible —replicó Plaisance, a quien aterrorizaba semejante idea—. Quizás sean en un principio humanos, y luego sean investidos por el mal. Ha de ser así.
—No estoy lo suficientemente versado en demonología para discutir ese punto con vos. En cambio, sé lo que han visto mis ojos. Sea como fuere, creo más bien que estamos frente a un plan de gran envergadura, concebido hace tiempo y del que una manifestación precedente se saldó con la muerte de la difunta señora Catherine de Normilly. Sin duda se sentía amenazada… Si no, ¿por qué os recomendó como sucesora?
La joven escondió el rostro entre las manos, buscando entre sus recuerdos. ¿Habría debido alertarla un detalle, una palabra, una mirada? No recordó nada. La llegada de Marie-Gillette d’Andremont, escoltada por Bernadine, la obligó a volver al presente.
La joven monja pareció sorprenderse al descubrir al conde de Mortagne sentado tras un pupitre junto a la abadesa.
—El señor de Mortagne tiene la bondad de asistirme en mi ingrata tarea de investigación.
—¿De investigación, madre? Angelique Chartier…
Disimulando la tensión, Plaisance la desengañó con brusquedad:
—No se trata de nuestra querida Angelique, sino de Alienor.
—Acabo de dejar su cabecera. Está sufriendo, no obstante, tenemos la esperanza de que los medicamentos administrados por Marie-Lys, nuestra hermana enfermera, y nuestra sabia Hermione…
—No tendrán ningún efecto, aparte del de (eso espero de todo corazón) apaciguar levemente sus tormentos —aseguró Plaisance.
—Yo no… —comenzó a decir Marie-Gillette trastabillando.
—Alienor va a fenecer. Ha sido herbolada.
—¿Cómo? ¿Herbolada? Eso no puede ser… aquí… —el final de su frase murió en un suspiro.
—Os he mandado llamar para que me relatéis con todo detalle los instantes que precedieron a… en fin, hasta que aparecieron los primeros síntomas de la intoxicación de la superiora.
Marie-Gillette la miraba, aturdida, sin reaccionar. Plaisance repitió la pregunta con dulzura.
—¿Los detalles, madre? Bueno… Poca cosa… Ocupamos nuestros asientos alrededor de la mesa. Agnes Ferrand, nuestra portera, se encontraba a la diestra de Alienor, Hucdeline de Valezan enfrente, y en cuanto a mí, estaba sentada a su siniestra. Cuando llegó el primer servicio, una sopa de bledas y borraja, nos servimos una a una y… ¡Dios mío! —exclamó de repente—, ¿pensáis que una de nosotras habría podido aprovechar un momento de… para…?
—No. Si lo que nos han contado sobre el veneno usado es exacto, Alienor lo habría ingerido mucho antes de la cena. Por el contrario, me preguntaba si… no os habría intrigado una mirada insistente, una atención particular por parte de alguna de nuestras hermanas hacia los ademanes de Alienor.
—¿Sugerís que la envenenadora es una de nosotras, y que habría vigilado a su presa con objeto de observar en ella los estragos de la sustancia? En ese caso, se trataría de una asesina de sangre tan fría que da escalofríos.
La soltura con la que la joven acababa de resumir lo que él ya había deducido disipó las últimas sospechas de Mortagne, que intervino por primera vez:
—Mil perdones… Creo que no he retenido vuestro nombre de siglo.
Ella volvió la cabeza hacia él.
—Marie-Gillette d’Andremont.
—¿Cuál es vuestro parentesco con Urbain d’Andremont?
Ella marcó una pausa dubitativa antes de responder:
—Es un primo lejano. No creo haber tenido el gusto de conocerlo.
—Qué pena. Un hombre valiente. ¿Nada llamó, pues, vuestra atención durante la cena, o quizás antes?
—Confieso que no, por más que intento recordar.
Claire jadeaba. El contacto con aquel cuerpo descarnado y martirizado le provocaba náuseas. Las recientes heridas se habían vuelto a abrir bajo la lluvia de golpes de disciplina. De la maltratada espalda brotaban gotas de sangre mezclada con pus que salpicaban las escaleras de la bodega. Agarrando con firmeza a Melisende de Balencourt por las axilas, la subió por la escalera de caracol, resbalando sobre las piedras húmedas. La priora del claustro de La Madeleine se había desmayado. De la boca asomaba el sucio paño que había introducido un rato antes para atenuar sus quejidos. Claire no se lo había quitado. Un día, Henriette había sorprendido a la madre de Balencourt frotándose su hundido pecho con una camisa manchada, una camisa de hombre que había sustraído a un leproso.
Claire luchaba contra la repulsión que le inspiraba aquella mujer cuyas fustigaciones nunca redimirían su falta de bondad. Resoplando, consiguió arrastrar a la priora hasta su celda y la abandonó al pie de la cama, sin molestarse en colocarla sobre la colcha. Ya que buscaba sufrimiento, una incomodidad más la satisfaría, sin duda.
Claire cerró la puerta mascullando entre dientes:
—¡Vieja loca! ¿Por qué titubear? ¡Revienta de una vez! ¿Qué sabrás tú del verdadero sufrimiento, bruja?
Decidió tomar el aire para disipar la repugnancia que la hacía salivar, y salió a los jardines del claustro. Tomó por el estrecho pasaje que llevaba a los huertos y los lagares, y vaciló. El penetrante frío de la noche la lavaba de los interminables minutos pasados en la bodega. Las exigencias de la priora eran cada vez más asiduas. Ya ni siquiera esperaba a que le cicatrizaran las heridas para pedir las cadenas.
Claire respiró hondo, obligando al aire fresco y ligero a penetrar en sus pulmones. No, la capilla no. Ya había tenido bastantes oficios y genuflexiones. Avanzó lentamente en dirección a la alta empalizada de castaño que delimitaba el universo de «las otras». Detrás estaban los establos y los gallineros.
Más a la derecha, el hospicio de los expósitos y huérfanos acogidos por las monjas flanqueaba el imponente edificio del noviciado. El compacto bloque sobresalía del cuadrado formado por la enfermería y la capilla de San Agustín.
El frío la revitalizaba y tranquilizaba. Debía regresar antes del oficio de vigilias, para el que no faltaba mucho. Como de costumbre, y si pese a todo, algunas pretendían extrañarse de la ausencia de la priora, Claire aduciría el pretexto habitual: la madre de Balencourt sufría unos dolores en las extremidades que la obligaban a guardar cama. Las incesantes mortificaciones de Melisende eran notorias entre las arrepentidas. En cambio, nadie sospechaba su desmesura y aún menos la contribución de Claire a su desarrollo. Ni siquiera Henriette.
Se disponía a regresar cuando una sombra furtiva que salía de detrás del noviciado atrajo su atención. Se agachó. La sombra se irguió, creyendo no ser vista. Aquel hombre pertenecía al séquito del conde de Mortagne, un médico laico, según le habían confiado. El hombre se sacudió el polvo, se atusó el pelo con la mano y prosiguió en dirección al palacio abacial y a la hospedería. Claire lo perdió de vista.
¿Por qué merodeaba de esa guisa? ¿Una visita indecorosa a una de las novicias? En tal caso, había perdido la cabeza, pues el edificio estaba cerrado con cerrojo por la noche y únicamente se abría para los oficios. ¿Entonces por qué? ¿Estaría buscando lo mismo que ella, los túneles y el tesoro? El hombre se había sacudido polvo, o tierra…
Claire regresó lo más rápido posible al dormitorio y agitó dulcemente a Henriette. Su amiga abrió los ojos inquieta.
—Shh… Creo que sé dónde está la entrada a los túneles. Sígueme sin hacer ruido.
Henriette se vistió a toda prisa. Se deslizaron fuera del dormitorio, y Claire le habló de la sombra a la que había descubierto.
—¿Qué hacías tú fuera, en plena noche? —inquirió Henriette mostrándose preocupada.
—Una molestia pasajera, necesitaba refrescarme… ¿qué más da? —mintió Claire.
No era necesario que Henriette se enterara de qué desagradable modo lograba mejorar sus vidas cotidianas: tal revelación le amargaría sus días, y no eran tan boyantes como para estropearlos aún más.
Habían compartido el miedo, el frío y el lavadero de un regidor de Evreux que las había recogido cuando tenían cinco o seis años, Claire no se acordaba con exactitud. Si eran hermanas, primas, o meras compañeras de fatiga, no podría jurarlo. Lo contrario tampoco. El grueso regidor pretendía recompensar su noble corazón poniéndolas a trabajar como bestias de carga y, un poco más tarde, exigiéndoles también epicúreos abandonos. Claire, pese a sus once años, acabó rebelándose: «Si quieres que le saque brillo a tu barriga, ¡entonces paga! ¡A menos que prefieras que vaya a tu mujer a reclamarle el dinero!».
La amenaza calmó a aquel puerco una temporada, no muy larga. Claire arrastró en su fuga a una Henriette aterrorizada solo de pensar en las posibles represalias. Compartieron de nuevo el pan de la miseria, los golpes, e incluso la panza de los clientes de los lupanares, lo bastante ricos como para costearse dos putillas para la misma sesión. Fueron subiendo hacia el norte, sin imaginar ni un segundo que un día volverían a hacer el camino inverso. Fue en París, mientras trabajaba en uno de los quince burdeles censados en la ciudad, donde Claire iba a conocer a la que cambiaría sus vidas: Nicolette. Nicolette la Roja llevaba con orgullo su cabellera de fuego intenso que avivaba aún más con la elección, cuando menos chillona, de sus atuendos. Nicolette, toda una celebridad entre las puertas de Saint-Honoré y Saint-Martin, había comenzado su dilatada carrera de muchacha pública veinte años antes. Cuando consideró que, según sus palabras, «ya había pagado bastante con el bajo vientre», una idea empezó a fraguarse en su cabeza: nada impedía que una mujer, sobre todo una descarriada, se convirtiera en una madame de burdel de la noche a la mañana.
Es cierto que, al principio, sus «colegas» habían intentado disuadirla con métodos dignos de malhechores. En cualquier caso, Nicolette la chula no era del tipo de persona al que se le cierra el pico con facilidad, y muy pocas cosas la impresionaban ya. Contrató a rudos maleantes para persuadir a sus tenaces detractores. Los más acérrimos recibieron varias discretas, a la par que severas, tundas. Algún que otro pequeño soborno le valió la bendición de los hombres del preboste. Le había parecido que Claire, la indómita pelirroja, tenía suficiente madera para convertirse en una excelente neófita para su establecimiento. Así pues se la compró a su alcahuete, apoquinando de más por Henriette, sin la cual Claire se negaba a trabajar para su nueva jefa. Como mujer inteligente y hábil negociante que era, Nicolette se dio cuenta enseguida de que Claire podía ayudarla a franquear una frontera hasta entonces inaccesible para sus chicas, demasiado vulgares y palurdas. La de los grandes y poderosos. Nicolette hizo que la bañaran, peinaran, vistieran de pies a cabeza, y le enseñó lo que sabía, un poco de todo, por ejemplo el talento del engaño y de la carne, sin olvidar un marcado gusto por la contabilidad. Nunca se arrepintió de su inversión, al menos durante los cinco años que siguieron. Claire aprendía rápido: de muchacha pública pasó a ser cortesana. Así conoció a Jean de Valezan, un simple obispo por aquel entonces. Claire presintió de inmediato que aquel cliente tenía los dientes tan largos y afilados que terminaría degollado en un callejón o a los pies de un trono, ya fuera papal o secular. El futuro le daría la razón. Valezan fue nombrado arzobispo poco después, y lo que es más: se había hecho un hueco entre las sombras más influyentes de Roma. En la cama le gustaban las lascivas rameras, aunque siempre exigía mañeras delicadas una vez de pie. Henriette y Claire le ofrecieron lo que buscaba.
Durante su «asociación», Claire husmeaba a la más mínima, convencida de que el prelado llegaría un día a cansarse de sus encantos. Así fue cómo oyó hablar del tesoro escondido en los subterráneos de la abadía de Clairets. La hermana de Valezan había sido nombrada priora, y se convertiría en abadesa cuando falleciera la señora de Normilly.
Jean de Valezan reclutó, en efecto, a otras compañeras de juegos dando fe de una vulgaridad que no sorprendió a las dos jóvenes. Una noche les declaró, tras la última partida de sus juegos nada excitantes: «Cargad lo que podáis llevar como mulas de albarda y largaos. Y que no os entren ganas de cotillear: conozco la manera de cortarlo de raíz».
La amenaza era evidente. Se marcharon atropelladamente, sin molestarse en coger sus bártulos. Había que darse prisa. Poco importaba, ya que Claire había saqueado a su concubinario durante meses, sistemática pero comedidamente. Intuía que el obispo no resistiría mucho tiempo la tentación de organizarles un fatídico encuentro en la calle con algunos salteadores: el modo más seguro de hacer callar posibles divulgaciones.
Así pues, se encaminaron a la abadía de Clairets, donde acogían con benevolencia a las meretrices arrepentidas.
Claire narró a Henriette la aparición de la silueta.
—¿Crees que salía de los túneles?
—No estoy segura, pero se sacudió el polvo como si se hubiera arrastrado sobre tierra.
—Hay que comprobarlo.
—Soy de la misma opinión.
—¿Pero cuándo? —preguntó Henriette.
—Lo más pronto posible. Si sabe dónde se encuentra la entrada a los subterráneos, ¿quién dice que no hallará el tesoro antes que nosotras? ¿Tenemos tiempo antes de las vigilias?
—Lo dudo —respondió su amiga mirando las estrellas—. Quizás antes de nocturnos[106]. ¿Cómo lo transportaremos… si se trata de un pesado arcón?
—Ya encontraremos el modo llegado el momento. ¿Acaso alguna vez te he defraudado?
—Nunca —sonrió Henriette.
Al llegar a las dependencias que le habían preparado en la hospedería, Mortagne estaba tan exasperado como perplejo. Calentó sus ateridos miembros ante el fuego, y después se reunió con Etienne Malembert, que lo aguardaba en su cuarto, sentado sobre el catre.
—Espero, mi excelente médico, que tus indagaciones sean más sustanciales que las mías.
—Parecéis molesto, monseñor.
—Tengo razones para estarlo. Ni una de esas vírgenes dice la verdad; todas me engañan con un aplomo descarado. Salvo la abadesa, quizás, y aún de vez en cuando lo dudo.
—¿Estáis seguro?
—¡Vive Dios, pondría la mano en el fuego! La apoticaria que se maquilla para hacernos creer que está conturbada, ¡que hasta olvida los síntomas que provoca el emponzoñamiento por cólquico! Y en cuanto a la historia de frascos robados de su armario, me parece algo cogida por los pelos. Y luego, esa Hucdeline de Valezan (que ya solo por el parentesco con su hermano la consideraría sospechosa) nos trae dulces de ciruela encontrados en su arcón que, según cree ella, contienen veneno… ¡Y en cuanto a Marie-Gillette d’Andremont, tiene una hermosa planta, la muy astuta!
—¡Por todos los santos! —se ofuscó Etienne—, estáis hablando de una esposa de Dios, monseñor.
Una sonrisa traviesa relajó el sombrío rostro de su amo.
—No te inquietes, no blasfemo. ¡Si esa tal Marie-Gillette es monjita, yo soy nuncio! Cuando ha entrado en el scriptorium, me ha resultado familiar. Puesto que la luz era muy tenue, al principio creí equivocarme. La he mirado con detenimiento y estoy seguro: ya me la he cruzado anteriormente. No consigo ubicarla con precisión. Sin embargo, juraría que no se llama ni Marie-Gillette ni Marie-Tripette. Le he tendido una trampa valiéndome de un banal ardid, pero ha surtido efecto. Su buen primo lejano, Urbain d’Andremont, falleció mucho antes de que ella naciera en un antro, borracho y entre las piernas de una pelandusca. Ese deceso… feliz, aunque sin honores, alentó a la familia a borrar su nombre por temor a una nefasta influencia sobre los futuros varones —su diversión duró poco. Prosiguió con voz sorda—: vamos a tener que agudizar el ingenio si queremos ver con claridad. Pero ya veremos más tarde, primero cuéntame tus hallazgos. Has tenido tiempo de fisgar a tus anchas.
—Me he quedado con un palmo de narices. Han cambiado las armellas[107] de las rejas que conducen a los subterráneos. Hace poco y de forma apresurada, a juzgar por los golpes de buril que han dañado la fábrica de alrededor. Podríamos hacerlas saltar… con algo de tiempo y con los músculos de Michel, sobre todo. Por otro lado, una operación así delataría nuestra búsqueda.
—¡Maldita suerte! —juró Mortagne—. La culpa es mía, Malembert, he tardado demasiado en reaccionar. Debería haberme aproximado a la abadía desde que nos asaltaran las primeras sospechas, es decir, desde el finamiento de la señora de Normilly. Mi ingenuidad me exaspera, por no mencionar mi estupidez…
—¡No tan rápido, monseñor! —protestó Malembert—. Cuando compré esa bolsa al armenio de Constantinopla, apenas conocíamos su contenido, salvo que se trataba de unas repugnantes osamentas y algunos pequeños fragmentos de piedra tallada. Por lo demás, seguimos ignorando por qué esos trozos de esqueleto despiertan tanto interés y atención. Vos entregasteis la alforja con vuestras propias manos al señor de Normilly, como os suplicó que procedierais. Él mismo debía entonces confiarla a Guillaume de Beaujeu, Gran Maestre del Temple que pereció a causa de sus heridas poco después de la caída de San Juan de Acre. En resumen: asumisteis ante su perentoria demanda el papel de mero intermediario. ¿No os exhortó a olvidarlo todo, por vuestro bien?
—Cierto es. En aquel momento su insistencia me pareció disparatada. ¿Qué…? ¡Algunos fragmentos de hueso, una tibia! ¡Bonito negocio! No hay más que escarbar en un campo de batalla para encontrar centenares.
—De hecho, ¿no habíamos olvidado toda esta historia hasta la misiva casi póstuma que os llegó de él?
—Una vez más, tu memoria es implacable.
—Entonces, ¿dónde están la ingenuidad y la estupidez? Pardiez, ¡no eran más que osamentas!
Plaisance de Champlois entró en el herbarium sin tomarse la molestia de anunciarse. Hermione de Gonvray estaba inclinada sobre un alto tiesto, cerrado con una plancha. La apoticaria se sobresaltó y rodeó la mesa de trabajo y pesaje, para disimular el recipiente tras ella.
—Madre… ¿Qué…?
—¿Qué hago aquí? Ejerzo mi autoridad y mi deber, hija mía, nada más —declaró la abadesa incisiva.
El palpable malestar de Hermione crispó los nervios de la joven, quien amenazó:
—Vuestra actitud, cuando menos desconcertante, os coloca en la lista de sospechosos del conde de Mortagne. Supongo que esta noticia no os sorprende.
—En efecto —declaró Hermione de Gonvray sin manifestar ninguna emoción—. Que el señor de Mortagne piense lo que quiera de mí. Poco me importa.
—Sin embargo, debería hacerlo. Aimery de Mortagne representa el brazo secular de nuestra provincia. ¿Creéis que la investigación que está realizando no es más que un divertimento infantil? Estaríais profundamente equivocada. Busca al culpable para castigarlo, y mucho me temo que su sentencia será atroz. Tiene fama de hombre probo y justo, empero, no he escuchado decir que la indulgencia figure entre sus vicios.
—No soy culpable —replicó Hermione inexpresiva.
Plaisance le clavó la vista.
—¿De veras?
La impertinencia con la que se había enfrentado a ella hasta entonces se tornó en aflicción.
—Madre… ¿Cómo podéis dar fe a esos insensatos chismes? ¿Acaso no me conocéis?
La abadesa se contagió de la pena percibida en su hija y bajó la mirada confesando:
—Estoy desconcertada, Hermione. Ya no sé quién es quién, llego a dudar de mi capacidad para ejercer mi cargo… Hace horas que reprimo el deseo de convocar el capítulo ampliado para renunciar públicamente.
—¡No, os lo prohíbo! —tronó la apoticaria—. Es precisamente lo que desea Hucdeline…
Un estridente chillido alertó a Plaisance, quien se acercó al tiesto. Levantó la plancha y vio cómo la miraban fijamente las negras pupilas con destellos azules de una enorme rata, mientras movía su cola anillada. Dejó caer precipitadamente la improvisada tapadera.
—¿Qué es esto?
—He cogido una rata de una de nuestras trampas.
—¿Y para hacer qué, si me permitís? ¡No me digáis que realizáis pociones de… magia con la ayuda de estas bestias!
—La rata (como el sapo en todas sus formas o la sangre menstrual) no produce ningún efecto terapéutico… salvo para los crédulos.
—Me tranquilizáis, sin responder a mi pregunta.
—La necesito para llevar a cabo un… experimento.
—¿Cuál?
—Deseo comprobar los efectos de una intoxicación por cólquico.
—Sin embargo, parecíais conocerlos con exactitud hace un rato.
Una terrible lasitud iba sumiendo poco a poco a Plaisance en un letargo. Tenía ganas de chillar: «¡Intento salvaros, ayudadme!», pero la fatiga le quitaba toda energía. Se dejó prácticamente caer sobre el banco de la mesa y cerró los ojos.
Hermione murmuró:
—Lo siento, madre, lo siento tanto.
—No tanto como yo. ¿Por qué os empolváis con arroz silvestre? ¿Es una estúpida coquetería de mujer o una argucia para hacernos tragar vuestra desolación?
Se hizo un silencio. Luego, un sollozo pero ni una palabra.
—Hermione, decidme la verdad. Os lo ruego como una hermana que os quiere, no como madre abadesa. Si vuestro secreto no guarda relación alguna con el envenenamiento de Alienor, no saldrá de mi boca, ni siquiera en confesión. Os lo prometo ante Dios, con quien ya me explicaré.
—Se trata de una coquetería. No sé si estúpida. Desde hace años sufro una afección de la piel. Me sobrevienen crisis y luego remiten. Me desfigura y ensangrienta el rostro. Pese a mi ciencia, ninguno de los ungüentos utilizados hasta ahora la cura, salvo un bálsamo de mi invención que calma levemente la comezón que la acompaña. He temido… que me rechazaran… Es una vanidad innoble, lo sé.
Un indescriptible alivio invadió a Plaisance. Hermione decía la verdad respecto al ungüento, lo sentía. Se levantó de un saltó y tomó a la otra mujer entre sus brazos.
—Oh, querida, qué peso me quitáis de encima… Menuda necedad sospechar de vos… No obstante, qué falta de confianza por vuestra parte el no haber hablado antes acerca de esta afección. Voy ahora mismo a convencer al conde de Mortagne, y, si es necesario…
Hermione se desprendió del fraternal abrazo, el semblante grave.
—No… debo confesároslo todo. Este bálsamo… contiene también cicuta mayor y cólquico que, en dosis moderadas, son analgésicos. Me quedaba una cantidad considerable, sin embargo, ha desaparecido, así como el frasco de cólquico. Quiero cerciorarme… Debo imperiosamente averiguar si mi preparado podría por sí solo… En cuyo caso, contrariamente a lo que he afirmado, sería culpable. Al menos, de negligencia.
—¿Qué otros ingredientes componen esta embrocación[108]? —se interesó Plaisance.
—Poca cosa: miel, agrimonia, lirio y polvo de espino, todos desinfectantes.
—Debéis encontrar otra rata, mi querida Hermione, que marcaréis con una cruz de nogalina. Le haréis ingerir esto —anunció Plaisance, extrayendo un pequeño paquete de tela de su bolsillo inferior.
Hermione lo desdobló y preguntó con voz velada:
—¿Dulces de ciruela con miel?
—Efectivamente. Hucdeline los encontró en el arcón de su despacho y sostiene que sirvieron para enherbolar a Alienor.
La abadesa contó la versión de la priora.
—Eso no tiene ningún sentido —dejó caer la apoticaria, ausente—. Alienor comía como un pajarito. En cuanto a los dulces, nunca me ha dado la impresión de que fuera golosa. Entonces… ¿qué? Hurtar esas golosinas para engullirlas a escondidas… No me lo creo ni un segundo. Es un nuevo engaño de esa cucaracha manipuladora y malintencionada.
—Debería reprenderos… Sin embargo, la imagen me gusta tanto que seré débil, que Dios me perdone —comentó la abadesa con sonrisa apagada—. A esto se añade el hecho de que habéis llegado a la misma conclusión que yo.
Percibían la respiración de las durmientes desde hacía rato, a veces entrecortada por un ronquido o un gemido en sueños. Claire se levantó y se enfundó la túnica; Henriette la imitó al instante. Cogiéndose las manos para darse valor, como cuando niñas, atravesaron el dormitorio con paso sigiloso. Una vez fuera, se quitaron los zuecos y cruzaron el jardín en diagonal, alertas. Bordearon la alta clausura que delimitaba el dominio reservado a los leprosos y no respiraron tranquilas hasta llegar al pasaje que desembocaba en los huertos y los lagares.
—¿Cómo haremos para salir del recinto? —murmuró Henriette—. ¡Hace un frío de muerte!
—Sígueme. Tengo el equipo preparado desde después de tercia.
Se dirigieron a los establos. La empalizada de altas tablas de castaño se interrumpía al llegar a los muros del edificio. Una puerta cerrada con pestillo, imposible de abrir desde su lado, permitía a las «otras», a las semaneras del establo del claustro de Saint-Joseph, llegar a La Madeleine. No obstante, apenas se las veía por allí. Claire recogió el cuchillo que había disimulado al pie del muro, entre la maleza, y lo insertó entre el marco y la puerta. El pestillo se levantó. El olor cálido y acogedor de las bestias las envolvió. Una decena de vacas de un bonito pelaje rojo oscuro las siguieron con mirada sorprendida.
Las dos mujeres salieron por el «otro» lado. Dejaron atrás el hospicio y avanzaron a lo largo del noviciado, inspeccionando la parte baja de los muros en busca de una entrada disimulada o un tragaluz. Pero en vano. Henriette suspiró decepcionada:
—No hay nada que indique el acceso a los subterráneos…
Claire ya no la escuchaba, examinaba el muro que tenían frente a ellas.
—Espera, detrás de este muro debería encontrarse la escalera de los dormitorios…
—En efecto.
—Sin embargo, es imposible, puesto que el pasaje que bordea la pared de los baños y une los jardines de la enfermería a los del claustro de Saint-Joseph tiene salida mucho antes de la fachada del noviciado. Después está la escalera que sube al dormitorio principal, que seguramente no excede la media toesa de anchura. Pero el espacio que delimita este muro que está ante nosotras debe de medir al menos una toesa de largo. Entonces, ¿dónde está la media toesa que falta? Oculta la entrada a los túneles, apostaría lo que quieras. Debemos llegar al pasaje de la enfermería y atravesar los jardines.
—¡Dios nos guarde si nos sorprenden!
Contrariamente a lo que temía Henriette, Claire se mostró benigna:
—Nos darán un largo sermón. No será el primero. En cualquier caso, deseo de todo corazón que sea el último; por siempre jamás.
La agonía de la rata señalada con la cruz se prolongó dos días. Se agazapó en el fondo del recipiente y no se movió hasta que el aire dejó de entrarle en los pulmones. Entonces arremetió, arañando las paredes de barro cocido, intentando escalarlas, resbalando, para volver al asalto, abriendo el hocico de par en par, debatiéndose hasta el final contra la parálisis que la asfixiaba. El otro roedor, aquel al que Hermione había dado su nuevo preparado, parecía ausente. Permaneció postrado durante largas horas. A la tercera mañana, se sacudió e intentó escapar, totalmente repuesto. Un sirviente laico vino a buscar el tiesto para ahogar al animal.
El fin de Alienor de Ludain se eternizó cinco noches durante las cuales todas se relevaron a su cabecera. A los violentos dolores de barriga les sucedió un aletargamiento del que no salía más que para, en ocasiones, farfullar trozos de frases ininteligibles.
Hucdeline hizo solo algunas breves apariciones en el calefactorio, asfixiante a causa del brasero, permanentemente encendido, e irrespirable por los olores de excrementos y sudor malsano. A cada visita, se quedaba a cinco pasos de la agonizante, como si temiera contagiarse, y murmuraba:
—Vais a poneros bien, querida. Ya me parecéis más viva.
Durante un fugaz instante, Marie-Gillette creyó leer un terror verdadero en su mirada, reemplazado de inmediato por una indiferencia glacial.
La hermana de Andremont no abandonaba el calefactorio más que para ir a los oficios o descansar unas horas en el dormitorio, entre las cortinas de su celda. En ocasiones se saltaba comidas sin que el hambre la atenazara. Estaba como entumecida por una especie de inercia. Una vacuidad, agradable a fin de cuentas, acaparaba su mente, ahuyentando cualquier conato de reflexión. No velaba a la superiora: esperaba, no sabía qué. Por primera vez después de cuatro años, el miedo la había abandonado. De golpe, durante aquel interrogatorio en el scriptorium.
Ni siquiera se percató de ello en el momento. Salió de allí como arrollada por el vacío, caminando sin la menor consciencia de sus movimientos. Desde entonces, aguardaba. La habitaba una única certeza: por fin todo iba encajando.
Cuando al amanecer Marie-Gillette d’Andremont oyó a Alienor de Ludain murmurar: «¿Por qué, pero por qué?», justo antes de expirar, por primera vez se sintió unida en comunión con el alma de aquella mujer a la que hasta entonces había despreciado.
Claire Loquet y Henriette Viaud bordearon el muro exterior de la enfermería. Se introdujeron en el pequeño pasaje que llevaba a los jardines y avanzaron hacia la escalera que conducía al dormitorio principal. Claire podía oír la respiración entrecortada de su amiga. Pese a su fingida seguridad, ella no estaba mucho mejor. Desde hacía meses, años, solo la idea de esta salvación la movía. La suya, la de Henriette. Claro que a veces se arrepentía de esa dureza, esa sequedad de corazón que le hacía ver bajo los rasgos de cada ser un plausible enemigo. En su defensa cabía decir que muy pocos se habían revelado amigos, o simplemente benévolos. Luchaba desde hacía tanto contra un destino adverso que no le quedaba más que aferrarse a ese combate para no perder completamente la esperanza. Eso y Henriette. El fin justificaba los medios, el resto era accesorio. Solo contaba su futuro, solo importaba la justa retribución que exigía —que arrancaría— como desagravio por los años de ruina y humillaciones que le habían sido impuestos. Dios le había otorgado la capacidad de resistir, y ella la utilizaba. Le había encomendado velar por Henriette, y ella obedecía. Todo lo demás era accesorio.
Se colaron por el hueco de la escalera y recobraron un poco el aliento.
—Tienes razón, Claire. Falta media toesa, incluso contando con el espesor del muro de carga —comentó su amiga.
—Voy a salir de nuevo a explorar el muro exterior entre la escalera y la esquina del noviciado, a ver si existe alguna trampilla, un pasaje, qué sé yo.
—Sé prudente, te lo suplico.
—No te preocupes —la tranquilizó Claire con una sonrisa.
Con los ojos bien abiertos, espiando la sombra, la joven escrutó, manoseó cada piedra, examinó cada pulgada de la fábrica, introduciendo el índice en las ranuras, rascando la argamasa con las uñas. En vano otra vez.
—¿Entonces? —le preguntó Henriette cuando se unió a ella.
—Nada. Si existe un pasaje, no abre hacia el exterior, si acaso por el lado de las «otras» de Saint-Joseph, y lo dudo.
—¿Por qué?
—Porque estaría demasiado expuesto, demasiado visible. Son trescientas yendo y viniendo por ese claustro. El riesgo de que te sorprendan bajando a los túneles sería considerable.
—En otras palabras, según tu opinión, el pasaje está aquí, en el hueco de esta escalera.
—En efecto, querida. Y lo vamos a descubrir.
Su búsqueda duró más de una hora. A cuatro patas, Henriette examinaba cada pulgada de las anchas losas negras del suelo. Claire golpeaba con el dedo las piedras de los muros. La angustia la iba dominando: ¿y si se estaba equivocando desde el principio? ¿Y si no existían los subterráneos? Desterró el desánimo que se insinuaba en su mente y apretó las mandíbulas. Henriette se levantó suspirando de exasperación y murmuró, mientras se sujetaba los riñones con una mueca:
—Pues seguro que no es una trampilla excavada en el suelo.
—Tampoco una falsa pared giratoria de la altura de una persona porque…
Al pronunciar esta frase, se hizo la luz en su mente, y se quedó con la mirada fija.
—¿Qué…? ¿Qué has visto? —la impacientó Henriette.
—Silencio, ya lo comprendo. ¡Qué astutos!
Observó con atención los anchos escalones de roble y después levantó la cabeza hacia el rellano que llevaba al dormitorio principal. Subió de dos en dos los primeros peldaños e inspeccionó el muro. Siguió con la uña las hendiduras de las piedras que se unían en ángulo recto con el muro de la fachada.
—¡Henriette! —resopló con un nudo en la garganta por la emoción—. Dale gracias a Dios, pues no hay mortero entre estos bloques. Ven conmigo.
Presionaron algunas piedras, y de repente un lienzo de pared rotó sobre su eje, liberando un pequeño pasaje situado a dos metros del suelo.
—¡Alabado sea Dios! ¡Alabado sea Dios! —balbuceó Henriette al borde del llanto.
—Shhh, cariño. No hemos terminado. Guardemos aún las lágrimas de agradecimiento.
Se coló dentro, metiendo primero el busto. Una húmeda y gélida oscuridad inundaba aquella especie de pozo grande y cúbico que acababa de descubrir. Aguzó los oídos. Le llegó el lejano ruido de un chapoteo, y un sofocante olor a descomposición y excrementos le atenazó la garganta.
—Sin duda son los subterráneos. Seguramente, una canalización los prolonga fuera del recinto, conduce los residuos a la fosa de aguas negras, y después, Dios sabe dónde.
En la pared de enfrente había una escalera de mano que descendía hacia un rellano inferior; Claire a duras penas lograba distinguirlo. Se agachó y tanteó los primeros travesaños.
—Hay una escalera para bajar —explicó—. No se ve ni torta, pero parece sólida y la madera no está carcomida ni resbala. Algo sorprendente con esta humedad… Apuesto a que la cambian de vez en cuando. En otras palabras, los subterráneos siguen siendo visitados.
—Nos… en fin, te ha costado tanto encontrarlos que su secreto debe de estar celosamente guardado.
—¡Oh, estoy segura! Dicho esto, seguro que la dulce Champlois conoce su existencia, y quizás la verruga de Valezan y esa carroña de Balencourt. Después de todo, son prioras. Vamos a dejarlo por esta noche, Henriette. El tiempo apremia, se darán cuenta de nuestra ausencia, y tenemos que hacernos con un candelero, o mejor aún, con una antorcha.
—Eso es muy sensato —aprobó Henriette, aliviada por la decisión de su amiga—. Volvamos mañana.
Elise de Menoult, oculta en el pasaje que bordeaba los baños y salía a los jardines de la enfermería en el claustro de Saint-Joseph, luchaba sin resultado contra el frío que le subía por las piernas. La ropera se odiaba por su falsedad. El recuerdo constante de las razones que la habían impulsado a la traición no atenuaba en absoluto su culpabilidad. ¡Dios santo! Si Plaisance de Champlois descubría su doble juego, nunca la perdonaría, y su ira estaría justificada. Le llegó el eco de un paso que intentaba ser ligero desde la galería del claustro de Saint-Joseph. Se contrajo, sin apenas atreverse a respirar, tapándose la boca con la mano para que su aliento no revelara su presencia. Una voz a unos pasos de ella susurró:
—¿Señora?
Era una voz de hombre. Elise avanzó tres pasos. La espesa penumbra reinante en el pasaje le impedía distinguir los rasgos de la alta silueta frente a ella. La nota que encontró el día anterior bajo su manta la avisaba de esta cita. Una nota firmada por el conde de Mortagne.
Etienne Malembert se descubrió y se inclinó en reverencia.
—¿Habéis descubierto, señora, algún elemento que pueda ayudarnos?
—Poco, y estoy muy disgustada. Los recientes acontecimientos han perturbado tanto nuestra comunidad que todas desconfían del resto. Los rostros se giran y las lenguas se atan. No puedo ofreceros más que fragmentos, dudo que os sirvan. Parece que Hucdeline de Valezan está maquinando el inmediato nombramiento de Aude de Cremont como priora, es decir, cuando nuestra madre sea destituida por el capítulo. No podré hacer nada para impedírselo. Las partidarias de Plaisance de Champlois se han quedado en minoría. Otra información de menos relevancia, indudablemente sin relación alguna con nuestro asunto: una monja, Marie-Gillette d’Andremont, hurga por todos los rincones de la abadía, en busca de no se sabe qué. Tengo un presentimiento: estoy convencida de que esa mujer oculta un secreto. Para terminar, algo que me preocupa: varios sirvientes han venido a pedirme que reponga herramientas, por lo visto desaparecidas.
—¿Y cuál es la razón de vuestra inquietud?
—La naturaleza de esas herramientas: dos doladeras[109], dos almocafres, una pequeña atarraga[110], y una barrena.
—A saber, instrumentos que se transforman rápidamente en temibles armas.
—Debéis informar de inmediato al conde de Mortagne —marcó una pausa y prosiguió con voz seca—: no olvidéis, señor, que este vil papel de espía al que me he prestado no tiene más justificación que la de proteger a toda costa (si es necesario contra ella misma) a nuestra abadesa. Es la promesa que hice sobre mi alma a la madre de Normilly y tengo la intención de mantenerla. Adiós, señor.
Elise de Menoult despareció en la noche, una menuda sombra devorada por la oscuridad en un abrir y cerrar de ojos.
Etienne Malembert le dio tiempo a alejarse antes de salir a su vez del pasaje. ¿Qué se estaba tramando? ¿Los escrofulosos, dolidos por su reciente fracaso, estaban planeando una nueva revuelta? Tenía que encontrar de nuevo a ese Jaco. Este último, aliviado al saber que su esposa había sido puesta en libertad y se encontraba bajo la protección del conde, les ayudaría. Malembert estaba seguro.
El día había apenas despuntado. Una espesa capa de nieve había caído durante la noche, cubriendo el suelo de una nube de pureza. A lo lejos, se avistaban los jardines de flores cuyos altos tallos cedían con elegancia bajo el peso de la escarcha. Plaisance de Champlois, de pie ante una de las ventanas de su despacho, contemplaba las terrazas sin sentir el acostumbrado placer que este espectáculo le procuraba. Le parecía que toda la fuerza, la generosidad y la alegría de la abadía de Clairets se habían evaporado en pocos días. Sí, alegría pese al trabajo y la austeridad, y porque Dios es alegría. Servirle también. ¿Dónde había ido pues la solidez de aquel universo?
Un cuervo aterrizó pesadamente sobre el inmaculado mantel. Se deslizó, batió las alas para recuperar el equilibrio y avanzó con paso atrevido, contoneándose, manchando la nieve con la impronta de sus patas. Plaisance se reprendió, prohibiéndose ver en ello un nefasto presagio.
Un ligero golpe la sobresaltó.
Bernadine introdujo a Marie-Gillette d’Andremont.
—Sentaos, hija mía. Una suplente de cocina nos traerá unas infusiones en breve.
Marie-Gillette se decidió. El requerimiento de la abadesa, que no toleraba demora alguna, no la había sorprendido. Aguardó pues, oscilando entre recelo y alivio. Recelo de que la forzaran a salir de su trinchera. Alivio porque aquella joven, aquella estimable mujer, pronto le obligaría a contar la verdad.
Con la espalda contra la ventana, Plaisance de Champlois la estudiaba. Tras un breve silencio, soltó:
—Marie-Gillette… Por dónde empezar… Ex abrupto, quizás. Lo que se diga en este despacho permanecerá confidencial siempre y cuando no perciba ninguna relación con los odiosos asesinatos que hemos presenciado. Tenéis mi palabra sobre ese punto. Os recomiendo honestidad.
Marie-Gillette apretó los labios con incertidumbre. La abadesa prosiguió:
—He tenido la sensación de que monseñor conde de Mortagne desconfiaba de vos. Sin embargo, no ha juzgado oportuno darme parte de sus reservas. Me…
Se interrumpió mientras Bernadine dejaba los cubiletes de tisana humeante sobre el escritorio y desaparecía entre murmullos de tela.
Plaisance se acercó por fin a su hija. Se apoyó contra el borde del pesado tablero de roble que había velado las horas de trabajo de la madre Catherine antes de acompañar las suyas, y prosiguió entristecida:
—Me han llegado rumores. Se os ve ir y venir con frecuencia, entrar y salir en edificios donde no se os requiere ninguna tarea.
Marie-Gillette tenía la cabeza gacha. Intentó un último artificio:
—Había terminado la tarea confiada por una de nuestras hermanas supervisoras, Adelaide Baudet; así pues quería ser de utilidad en otro sitio.
—Algo que os honra —comentó Plaisance, consciente de que se trataba de un burdo pretexto—. Levantad la mirada, hija. Quiero escuchar vuestra siguiente respuesta mirándoos a los ojos.
Marie-Gillette obedeció.
—Os plantearé la pregunta solo una vez. Juzgad en alma y conciencia si debéis insistir en ocultarme la verdad. Sabed que, en ese caso, no podré, ni querré, hacer nada para disuadir al conde de Mortagne… llegado el caso.
La joven se contrajo. La abadesa murmuró:
—¿Era a Angelique Chartier a la que querían asesinar? Vuestro pasmoso parecido, su presencia en el muladar, donde debíais estar vos… Además, y no veáis en esto ninguna calumnia por mi parte, Angelique no tenía un… pasado que explicara un homicidio de ese tipo. Por el contrario, lo ignoro todo del vuestro, con excepción de esa fábula sobre vuestra familia diezmada en unos meses por unas fiebres mortales, unas fiebres a las que sobrevivisteis milagrosamente. Cierto que los milagros existen; pero… Ya es suficiente. Ahora me callo y os dejo sopesar vuestra actitud.
Siguió un extraño silencio. Un silencio de espera sin impaciencia. Un silencio que Marie-Gillette sintió cordial, casi cómplice. Incapaz de pensar, no sopesó nada. Se dejó acunar durante unos largos segundos por el lento ritmo de la respiración de la abadesa.
Un detalle imperceptible turbaba a Plaisance de Champlois desde hacía rato. Más bien una impresión. Por mucho que pensaba, no conseguía precisarlo. Un carraspeo puso fin a sus interrogaciones.
—Nuestra dulce Angelique no era el objetivo. El peso de esa muerte de la que me siento culpable… Yo… Huí de Castilla tras el asesinato de mi amante. Un degollamiento incomprensible. Dos hombres me persiguieron como si fuera un animal hasta el reino de Francia. Al llegar a Perche, me refugié en la abadía de Clairets. Por tanto, no puedo en ningún modo dar crédito a la culpabilidad de un leproso que habría dejado su matraca en el escenario del crimen. Ya lo sabe todo, o casi. Madre, debéis creerme cuando os digo que ignoro los verdaderos móviles de este asesinato, de estos asesinatos. Alfonso era un ser jovial, ligero, al que no le interesaban los asuntos del poder. En cuanto a Angelique, es decir, a mí, ya que ella murió en mi lugar… —luchó contra los sollozos y continuó—: ¿qué he hecho yo sino llevar una vida demasiado libertina y superficial? Me odio. Sin embargo, no he hecho nada que lo merezca, solo parecerme a ese pobre ángel. Oh, es verdad… lo confieso, no puedo enorgullecerme de bellas y generosas acciones. Sin duda mi pasado egoísta, mi corazón indiferente, decepcionaron a muchos seres queridos. A mi madre, a mi hermano (que están vivos, al menos así lo espero) y hoy a vos. En verdad, señora, os lo juro: nunca he hecho daño voluntariamente a ningún ser viviente.
Tendió la mano a la abadesa, quien la cogió.
—Madre, me siento aliviada. Si vos supierais…
—Deshacerse de los engaños que os envenenan el alma suele producir ese efecto.
Una risa desprovista de alegría le respondió:
—No os haré creer en mi gran pureza. Por lo demás, tampoco lo conseguiría. ¿Sabéis madre? No busco consuelo, no… Desde la muerte de Angelique me digo que esos hombres me vienen pisando los talones. Me digo que sin duda conseguirán matarme a mí también, si se dan cuenta de su error. Lo peor… Lo peor a mis ojos sería que sus asesinatos permanecieran impunes. El de Alfonso, el de esa adorable hermana. El mío, quizás. Ahora, vos también lo sabéis. Estoy tranquila.
Plaisance apretó la helada mano de la joven.
—¿Quiénes son esos hombres?
—Lo ignoro. No se trata de canallas comunes. Más bien de unos sicarios.
—Marie-Gillette d’Andremont no es vuestro nombre, ¿verdad?
—No. Me llamo Alexia de Nilanay. Ya que estas… confidencias tienen indiscutiblemente una relación con los terribles acontecimientos, al menos con la muerte de Angelique, ¿pensáis… comunicárselo al conde Aimery?
—No sé… Callarle la verdad sería sumamente reprochable, más aún cuando… —la abadesa parecía al borde del llanto; luchó contra las lágrimas y concluyó—: cuando no puedo consideraros ya como una de mis hijas… Os relevo de vuestros votos definitivos.
Alexia-Marie-Gillette quiso levantarse, protestar. Plaisance la interrumpió con un gesto tranquilo.
—No habéis escogido a Dios con vuestra alma y conciencia, y habéis sido recibida entre nosotras bajo un pasado y una identidad falsos. Vuestro corazón, vuestra alma no estaban abiertos por completo, como habrían debido estarlo. Un subterfugio, una farsa. Se trata, a mi parecer, de un fraude inaceptable en este lugar de devoción. Marie-Gilette, por compasión, creedme… nada ni nadie me obligará jamás a tiraros la primera piedra. No conozco el siglo, o muy poco… Quizás, en vuestro lugar, yo también habría engañado con tal de estar a salvo. Solo Dios puede decirlo. Solo Dios puede juzgar. Dicho esto, y para volver a vuestra inquietud, monseñor de Mortagne representa a la justicia secular. Puesto que ya no sois bernarda de la abadía de Clairets, y puesto que yo no puedo ser juez y parte, es él quien tiene razones para reivindicar su poder de administrar justicia —Plaisance suspiró con la boca abierta, tensa—. Dios santo, no sé qué hacer… Tengo que reflexionar con tranquilidad. Dejadme, Alexia.
Este nombre, que había sido el suyo, sonó extraño. Marie-Gillette comprendió que una puerta acababa de cerrarse, dejándola fuera, desprotegida, frágil. Un difuso temor se mezcló con su pesar. Alexia la indócil, la dulce extravagante, la que sabía que su encantador semblante y su seducción le permitirían salir victoriosa de todos los escollos, ya no existía. Quizás había muerto en Auch, mientras compraba una porción de pastel de especias y un trozo de queso de oveja. Tal vez estaba ahí pero de manera latente. Quedaba Marie-Gillette, la cual había aprendido, a lo largo de esos años en la abadía de Clairets, a ver a los demás, a escucharlos, a abrirles su corazón. En el fondo, no era el monasterio lo que había execrado, sino su propia terquedad. Se había obstinado en rumiar los recuerdos de su fácil y alegre vida y hacer de ellos un escudo impenetrable. Se tranquilizaba imaginando un futuro idéntico al pasado. Inútiles y patéticas quimeras. Alfonso también se había convertido en una especie de cuento. Porque, si quería ser franca, debía reconocer que jamás lo había amado. Cada vez le era más difícil recordar el color exacto de su mirada. Alfonso la había entretenido, divertido. Ella se había entregado como un objeto encantador, y los objetos no sienten. ¿Era una maldición o una bendición sentir ahora, que era demasiado tarde?
—Lo siento, Alexia. No tengo ninguna alternativa. Dejadme, os lo ruego —murmuró una dulce voz a su lado.
Solo entonces Marie-Gillette d’Andremont se dio cuenta de que estaba llorando. Se levantó y declaró contenida:
—Vuestro perdón, madre… señora. Sea cual sea vuestra resolución en lo que respecta al conde de Mortagne, nunca dudaré de la equidad ni de la rectitud de vuestra decisión. La aceptaré y me someteré a ella.
Horas más tarde, mientras Plaisance de Champlois subía por el sendero de gruesos guijarros que comunicaba sus dependencias con la iglesia abacial de Notre-Dame, el eco de un correteo la detuvo. Se dio la vuelta y esperó a que Aude de Cremont la alcanzara, algo sorprendida por la carrera de su hija tesorera, normalmente tan reposada.
—¡Madre, madre! —jadeó la joven—. Ya sé que estáis desbordada, sobre todo… en fin, sobre todo en este momento. Igualmente os ruego que perdonéis mi insistencia, pero necesito parlamentar con vos sin mayor dilación.
—¿Vuestra insistencia, querida Aude? —inquirió Plaisance sin comprender.
—Ah… ¿Debo pensar que Bernadine no os ha transmitido mi petición de audiencia?
—No.
—Lo habrá olvidado, la pobre. ¿Quién podría tratarla con rigor en estas circunstancias? —susurró Aude, persistiendo en la incompetencia de la hermana secretaria.
—Evidentemente. Pero entonces, ¿deseabais verme?
—¡Ya lo creo! —Aude de Cremont fingió un penoso suspiro y prosiguió vacilante—: unas simplezas me tienen confundida, madre.
—Simplezas —repitió la abadesa, segura de que Aude tenía algo grave, luego sabroso a sus ojos, que referirle.
—No son, aparentemente, más que habladurías… Pero en cualquier caso, mi deber de obediencia hacia vos me anima a contároslas en privado.
—Iba a Notre-Dame, para meditar en soledad, pero… Vamos, estaremos más tranquilas en mi despacho —decidió Plaisance volviendo sobre sus pasos.
Caminaron en silencio, y la abadesa comprendió que las «habladurías» que Aude se disponía a contarle podían asestarle un nuevo golpe.
Bernadine se levantó de un salto a su entrada.
—Cielos, querida Aude… He olvidado por completo avisar a nuestra madre… Oh, ¿estáis muy enfadada? He perdido la cabeza de tanto correr estos días…
—En absoluto, querida mía, en absoluto. Todas estamos revueltas estos días. Lo contrario sería asombroso.
Plaisance fue hasta su profundo sillón. Aude se instaló frente a ella, con la gracia de una dama de visita.
—Os escucho, hija mía.
La tesorera apretó su hermosa boca en forma de corazón, queriendo aparentar indecisión. No obstante, la abadesa habría jurado que llevaba tiempo preparando su acometida.
—¡Qué vergüenza! Por qué, por dónde empezar… Primero debo reafirmaros de nuevo mi total fidelidad. No formo parte, en efecto, de las hijas que os han apoyado desde el principio. Soy más lenta en tomar partido, más temerosa quizás…
Plaisance estaba bien segura de que la pusilanimidad no figuraba entre los defectos de su hija. Se limitó a asentir con un pestañeo.
—Sea como sea, estad segura, madre, de poder contarme entre vuestras partidarias…
«Hasta que me reserves una coz de las tuyas», pensó Plaisance, impávida.
—Y es por eso por lo que deseo relataros los recientes acontecimientos de los que fui testigo, y que… me asustan.
Por primera vez en su monólogo, la mirada de Aude de Cremont abandonó la colgadura de tapicería y sus santos demacrados y famélicos.
—¡Dios mío!, estáis empezando a alarmarme, querida. Id al grano, por favor —la apremió Plaisance.
—Poco después de la revuelta de los escrofulosos, se me acercaron (al igual que a muchas otras monjas) nuestra priora y nuestra pobre Alienor. De esto supongo que estáis informada… Quizás por Elise de Menoult, una de vuestras amigas —insinuó la tesorera.
—Mi buena Aude, cuando una se convierte en abadesa de un monasterio tan prestigioso como el de Clairets, ya no se tienen amigas, tan solo hijas.
—¡Qué tonta soy! —se excusó la tesorera—. Pero, ¿no es frecuente que los padres prefieran unos hijos a otros?
¿Envidiaba Aude la privilegiada posición de Elise a su lado? Tal sentimiento estaba muy lejos de lo que Plaisance presentía de la calculadora mujer que tenía enfrente. ¿Se trataba más bien de una puntada, o una pregunta de doble sentido? Decidió no profundizar y recordar a Aude el objeto de su visita:
—He escuchado decir que Hucdeline estaba muy preocupada por mi salud. Retrospectivamente.
—Desde luego. ¡Qué inquietud la suya! Temblaba ante la idea de que uno de esos bárbaros hubiera podido mataros. ¡Qué cariño os manifestó! Alienor también, por cierto. Pobre querida… un fin atroz.
La tesorera se lo estaba pasando en grande. La irritación empezó a invadir a Plaisance. Luchaba desde hacía un rato contra las ganas de ordenarle hablar, sin más rodeos. Por otra parte, era indiscutible que Aude tenía cosas de importancia que confiarle, y podía cerrarse como una ostra si le privaban de su diversión.
—Que Dios acoja su alma. Aude… sois una mujer inteligente, yo también. De ello se deduce que ambas sabemos que la priora busca ante todo desestabilizarme. Insistir sobre la magnitud de la masacre que no ha tenido lugar es también subrayar groseramente el hecho de que fui incapaz de prevenir la revuelta y que no conseguiría evitar su repetición.
Una sonrisa sincera se posó en los labios de la tesorera, quien añadió:
—En efecto, estamos entre mujeres inteligentes… Aquella noche, una migraña de mujer me perforaba las sienes. No tuve tan poco corazón como para despertar a nuestra buena Hermione para requerir su ciencia. Más aun sabiendo dónde guardaba el cefálico[111] que nos administra para mitigar ese tipo de crisis. Una mezcla de madreselva, verbena y valeriana, suele ser eficaz. Estaba llegando a los jardines de la enfermería para tomar el pasaje que conduce al herbarium, cuando advertí dos siluetas de hermanas delante de mí, torciendo por el pasillo opuesto, el que lleva al cementerio y al portalón de los Lavaderos.
»Cada una atenuaba con sus manos la luz de un candelero. Caminaban muy rápido. No se trataba pues de un mero paseo, lo que, de todos modos, habría sido sorprendente, dadas las intempestivas horas. Lo confieso, la curiosidad disipó mi hemicránea. Las seguí, cuidando de no ser descubierta. Se bajaron la capucha de sus abrigos sobre el rostro, aumentando mi perplejidad. Las seguí discretamente por entre las tumbas de nuestras hermanas. Cuál no fue mi asombro cuando vi a la más alta de las dos abrir la puerta de la entrada. Pensaba que únicamente la hermana portera y vos misma poseíais la llave de los portalones. En cambio, por los andares, la silueta… en fin, ninguna de las dos parecía la esbelta y menuda Agnes Ferrand. Además de por la apariencia… en fin… Agnes se mueve con gran apocamiento.
«Es decir, está jorobada y tiene los hombros vencidos», tradujo Plaisance. Nada en el discurso de Aude le permitía llamarla a un poco más de caridad. Sin embargo, la tesorera repartía con un arte consumado sus zarpazos.
—Así que, ¿eran dos figuras distinguidas?
—Sobre todo la más alta. Un porte cuando menos altivo…
«Hucdeline de Valezan», interpretó de nuevo la abadesa. ¿Adónde quería llegar Aude de Cremont? ¿A denunciar una transgresión de la clausura? Su hija tesorera era una manipuladora de gran talento. Por otra parte, Plaisance dudaba de que se rebajara a una mediocridad tal como una delación o una vil mentira. La continuación le dio la razón.
—Un hombre aguardaba tras la puerta.
—¿Un hombre?
—¡Ya lo creo! Muy alto, robusto, vestido como un trampero. Llevaba un sombrero de cazador hecho de piel.
—¿Nuestro actual cazador o su primo al que sustituye, Nicol el Garzón?
—No estoy segura. Estaba bastante alejada, no deseaba que me descubrieran. Y, excepto la luz de los candelabros y la luna…
—¿Qué pasó entonces?
—Entablaron una conversación de la que no pude escuchar nada. Pero fue bastante larga. El hombre asentía en ocasiones. Hizo una reverencia y se marchó. Me escondí entre las sepulturas y esperé a que las siluetas de las monjas llegaran al claustro de Saint-Joseph.
La información era desconcertante. La abadesa consideró a Aude de Cremont durante un momento, intentado sacar algo en claro. La tesorera había insinuado que las dos mujeres no eran otras que Hucdeline y Alienor. El hombre con el que se habían encontrado en secreto por la noche era uno de los cazadores. ¿Con qué objetivo? ¿Cómo se conocían? Aude, contrariada por la ausencia de reacción en su madre, de la que esperaba en cambio una viva conmoción, sacó su última carta, maniobrando como de costumbre.
—Quizás haya una buena explicación para esta… confidencial entrevista. Pero, por supuesto, yo no tenía autoridad para intervenir y exigirla.
—Claro —asintió Plaisance.
Este lacónico comentario ensombreció a Aude. ¡Hucdeline no saldría tan bien parada de esto! La insoportable suficiencia de la priora irritaba a Aude desde hacía mucho. ¿Qué se creía? ¿Que un hermano poderoso —el cual había contribuido en gran medida a su elección como priora— le daba derecho a mirar a la gente por encima del hombro? Y más aún cuando, si había que considerar la sangre, la que corría por las venas de los Valezan era mucho menos oscura y densa que la de los Cremont, que nunca habían dudado en verterla por su Dios o su Rey. En cualquier caso, Aude no buscaba la venganza. Tal y como decía su difunto padre adorado, nada es más triste que el vulgar rencor. Demuestra que se ha fracasado y no se es capaz de superarlo. El propósito de la señorita de Cremont era mucho más delicado. Y mucho más entretenido igualmente. Quería saber si era digna de las enseñanzas paternas. No se trataba de Aude contra Hucdeline, sino el señor de Cremont enfrentado a Jean de Valezan, por mediación de hija y hermana respectivamente. Una partida de ajedrez que pretendía ganar. Por su padre, para que estuviera orgulloso de su única hija, de su sangre.
—Mi perplejidad aumentó aún más cuando nuestra querida Hucdeline vino a buscarme de nuevo, esta vez sola.
—¿Cuál era el objeto de esa visita?
Aude recuperó la serenidad. La mirada de la abadesa había ganado en intensidad.
—No la simple amistad, si es necesario precisarlo. Quería tantear el terreno… con infinita prudencia… un lujo de precauciones lingüísticas. Insinuó… que mi valor y piedad merecían mucho más que la función de tesorera. —Aude marcó una pausa y su mirada se evadió de nuevo para posarse en la colgadura—. Un futuro como priora, por ejemplo. Si bien… a menos que Hucdeline muriera repentinamente o fuera destituida por el capítulo… no veo cómo podría yo acceder a ese cargo y, francamente, no tuve la sensación de que estuviese aludiendo a su próximo fallecimiento.
—A no ser que… —vaciló Plaisance haciendo un esfuerzo para que su voz no temblara.
—A no ser que Hucdeline se convirtiera en abadesa y que Alienor de Ludain… quedara excluida de un modo u otro de la lista de candidatas al puesto de priora —concluyó por ella la tesorera.
—¿Se acercó a vos… antes del deceso de Alienor?
—Unas horas antes de los primeros síntomas de envenenamiento.
Un escalofrío recorrió a Plaisance de Champlois. Que Hucdeline de Valezan maquinara para destituirla, eso lo sabía desde hacía tiempo. De ese modo la sucedería a la cabeza de la abadía de Clairets y propondría una priora que le fuera propicia. No había tantas candidatas que poseyeran la consistencia y obediencia requeridas. ¿Alienor? Por lógica, si Hucdeline se convirtiera en abadesa, Alienor habría debido de asumir la antigua función de su amiga. Sin embargo, evidentemente, no entraba en el esquema de Hucdeline. Tenía que prescindir de Alienor de Ludain, saltaba a la vista. No tenía ni el talento ni la brillantez de una priora de la abadía de Clairets. Así pues, se legitimaba la elección de Aude de Cremont. Sí, pero, ¿qué hacer de una antigua aliada, sin duda confidente, para evitar su peligrosa enemistad? En el fondo, la defunción de la superiora le venía de perlas a Hucdeline de Valezan. Y de qué manera.
La cronología del plan de su adversaria y la repentina temeridad de la que esta daba prueba sulfuraban a la abadesa. Hucdeline avanzaba casi a cara descubierta, lo que significaba que había recibido nuevas garantías en cuanto a su próxima elección. ¿De qué naturaleza? ¿De quién procedían? ¿De su hermano? Plaisance de Champlois sentía que el suelo se desmoronaba a sus pies. No daba la talla para poder contradecir abiertamente a Jean de Valezan. Si estaba a la altura de los rumores que circulaban, el arzobispo aliaba la astucia a la ferocidad, sin olvidar la falsía. Ningún golpe era condenable a sus ojos, a condición, claro, de que fuera él quien lo diera.
Aude de Cremont la miraba fijamente desde hacía rato; casi podía seguir el camino de su razonamiento. Plaisance de Champlois tenía miedo, pero mantenía un rostro digno. Luego era valiente, y lo bastante inteligente como para medir la insuficiencia de sus fuerzas. Inesperadamente, sintió algo semejante a la estima por aquella jovencísima muchacha a la que, hasta aquel preciso momento, solo había considerado un valioso peón que debía ser manipulado con cuidado. Aude lo sopesó y finalmente decidió tenderle una mano. Por su bravura, por nada más. El futuro diría cómo usaría esa ayuda la abadesa, si es que continuaba ostentando el cargo por mucho tiempo.
—Lo más desconcertante, madre…
Plaisance volvió en sí con dificultad. Se removían tantos pensamientos en su cabeza que tuvo que obligarse a prestar atención.
—Si osara, emplearía el adjetivo «insólito…»[112] es que nuestra prudente priora me hizo la referida visita horas antes de dar comienzo el horrible padecimiento de su superiora, en esa funesta cena que permanecerá por siempre grabada en nuestra memoria…
En aquel instante, Plaisance no comprendió la insistencia de aquella precisión. Aude se dio el gusto de aclararlo de inmediato:
—Es decir…, si doy crédito a las habladurías que han llegado a mis oídos, precisamente en el momento en el que pretendió, delante de vos y del señor de Mortagne, encontrarse en la biblioteca. Seguramente será una confusión por su parte como resultado de su infinito pesar por la pérdida de su amiga. Figuraos… Estaba tan conmocionada que ni tan siquiera podía velarla.
Sin saber muy bien por qué, Plaisance tuvo la certeza de que su hija acababa de prestarle un inestimable servicio. Ya se preocuparía más tarde de las intenciones de Aude y su interés en proponer una alianza a su apurada abadesa. Le pareció crucial hacérselo comprender. Un instinto la empujó a hablar, a ella también, a cara descubierta. Se dirigió a Aude con displicencia:
—Mi querida hija, me siento halagada por la confianza que depositáis en mí al elegirme confidente de estas revelaciones. No me cabe duda de que… no os ha sido fácil…
Aude permaneció impasible. La actitud de Plaisance se transformó. Prosiguió con voz clara y firme:
—Hablemos sin tapujos, hija mía. Las dos sabemos lo que persigue Hucdeline. Ambas sabemos que la defunción de la superiora no le ha quitado ni el apetito ni el sueño. En su opinión, Alienor de Ludain se ha ido igual que había vivido: como una sombra. Y las sombras se pueden reemplazar fácilmente…
Aude se inclinó hacia ella, esperando la continuación de la frase. Plaisance prosiguió:
—Yo… Ignoro los motivos exactos que os han hecho inclinaros por mi lado de la hilanza[113]. Poco importa. Necesito todos los apoyos de los que pueda disponer. Y os doy las gracias por ello. Con todo, e instándoos a no percibir ofensa alguna en mis palabras, quiero creer que la única preocupación que os mueve es el bien de nuestra comunidad y el reino de la justicia.
—¿Qué otra cosa podría ser? Como sabéis, la tierra firme me marea. Sois, como la madre de Normilly antes que vos, una hermosa explanada llana y segura. Sin duda esa es la razón por la que no siempre hemos coincidido. Dicho esto, madre, y para que quedéis completamente tranquila, tened por seguro que no busco ninguna retribución, ningún privilegio. Aunque, en efecto, mentiría sin pudor alguno si afirmara que solo una apremiante necesidad por que impere la verdad me hace denunciar a una hermana. Opino que es preferible mentir por honor a la ignominia de la delación. Sea como fuere… —una sonrisa involuntaria se reflejó en los labios de la tesorera, quien la reprimió, aunque no lo bastante rápido como para que la abadesa no lo advirtiera—. Sea como fuere, en la guerra, todo vale. La indignidad de un enemigo excusa la indignidad de las armas empleadas contra él. Lo contrario sería una locura, o peor aún, una estupidez. Y ¿quién dice que este enfrentamiento, pues no se trata más que de eso, no me depare una espléndida compensación?
—¿Una compensación?
—Que la señora de Valezan pruebe el purín que tan virtuosamente remueve. Ruego vuestro perdón, madre… eso ha sido una falta de caridad por mi parte.
Una vislumbre de diversión se reflejó en los ojos de Plaisance mientras confesaba:
—Pero no de pertinencia ni de discernimiento —poniéndose seria de nuevo, concluyó—: gracias. Gracias de todo corazón.
—Actuad. Actuad rápido, madre.
Aude se levantó, imitada por Plaisance, quien la acompañó hasta la puerta de su despacho. En el momento de irse, la tesorera le confió en voz baja:
—Una última cosa… Dios está de vuestro lado. Yo nunca lo he dudado. No lo hagáis vos.
—Y no lo hago. Mi infinita obediencia y reconocimiento hacia el Todopoderoso, al igual que mi empeño, dan fe de ello. Si al menos los demás, tan numerosos, pudieran convencerse de lo mismo…
—¿Por qué habrían de hacerlo? Les interesa desentenderse de la voluntad de Dios, o aún mejor, reinventarla. Vaya con cuidado, señora, os lo ruego.
Tras pronunciar aquellas palabras, la tesorera bajó corriendo la escalera, y Plaisance se preguntó si se habría callado algo más. La inminencia de una desgracia, quizás.
La abadesa regresó lentamente a su mesa de trabajo, donde una pila de registros la estaba esperando. Cada detalle, por muy anodino y repetitivo que fuese, merecía la atención que se le consagraba. Atender con esmero el desempeño de las tareas intrincadas, laboriosas, por no decir molestas, era una actitud revestida de gran elegancia. La madre Catherine detestaba la negligencia, la inexactitud, la desidia. Afirmaba que el aburrimiento es un pérfido mal que había de ser combatido a pie firme. El aburrimiento llega con el convencimiento de que una cosa es más importante que otra y lamentamos no poder entregarnos a ella de inmediato. Aunque, pensándolo bien, contar los panes horneados, comidos y distribuidos o hacer inventario de las harinas de centeno, tranquillón o trigo que servían para elaborarlos, ¿no era tan crucial como interesarse por la política del reino? ¡Cuántos reinos no han caído por falta de pan!
Clairets era reputada por su caridad desde hacía tiempo, a lo que la generosidad de la madre Catherine había contribuido en gran medida. No obstante, más allá de su labor de fe y estudio, la abadía ostentaba rango de señorío, por lo que no iban llamando al portón como si de un hospicio o una casa de caridad se tratara. Plaisance sabía que en algunos monasterios se tiraban los restos de comida por encima de los muros del recinto. Se los arrojaban a los menesterosos como si de animales se tratara. Los hambrientos pugnaban al pie de la muralla por conseguir arrancar algún bocado, ya echado a perder la mayoría de las veces. En otros, los sirvientes de cocina o los cillereros los vendían o trocaban por unos cuartos o por los encantos de una jovencita, con la tácita aprobación de los oficiales monásticos.
Había visto a los hijos de los siervos, o de los campesinos libres, acercarse por la noche a los portalones. La hambruna los empujaba a desafiar su miedo. Había visto sus pequeños rostros grises, ya envejecidos. No gritaban, no amenazaban. Aguardaban. Esperaban. El invierno era muy crudo, y llegaba tras una serie de nefastas cosechas. Había dado orden de que todos los días se repartieran treinta buenos panes de pobre, en contra de la opinión de Hucdeline de Valezan, quien consideraba que tal acto de beneficencia alentaba a los más desvalidos a la holgazanería. ¡Idiota, perversa y malvada idiota! El nuevo cazador de la abadía, lean el Pequeño, cuyo sobrenombre incitaba a la risa de tan alto y corpulento que era, ayudaba cada tarde a la distribución, sin que ella lo hubiese ordenado. De buen corazón, bajo su aspecto palurdo y sobrecogedor subyacía un carácter asustadizo. Cada vez que se cruzaban, él le hacía una reverencia de lejos y continuaba presuroso su camino, como si temiera que ella le dirigiera la palabra.
¿Por qué Jean el Pequeño Ferrero se había reunido por la noche con Hucdeline y Alienor? ¿Compartían algún funesto trato? Sin embargo, él le había salvado la vida en la revuelta de los gafos y la ayudaba lo mejor que podía. Pese a sus quince años, Plaisance de Champlois conocía el alma humana, o lo que era más exacto, podía intuirla. A veces le sobrevenía un vago temor respecto al cazador: ¿requeriría algún favor de ella en el futuro? ¿Sería ese el motivo por el cual la ayudaba desde que llegó? Y, si tal fuera el caso, ¿se sentiría en algún modo defraudada? Sí y no. Sí, porque de seguro la elevación de un alma humana hacia Dios acercaba a la abadesa más a Él que ninguna larga oración. Plaisance veía su tenaz huella en la luz que algunos seres irradiaban. Le parecía entonces que un reflejo del Salvador brillaba en ellos. Y no, porque precisamente las criaturas humanas se apagan a menudo. La madre Catherine afirmaba que en lugar de afligirse por los resplandores extintos, más valía alegrarse por los que seguían brillando, contra viento y marea. ¿Quién era Jean el Pequeño? ¿Era una de esas velas despavesadas o acaso la engañaba para ocasionarle más daño?
La nueva que discretamente le había traído el confidente del conde de Mortagne, ese hombre alto y consumido de mirada casi cristalina, lo había aliviado tanto que Jaco el Simple se había dejado embargar por una especie de bienestar poco compatible con su situación. Pauline estaba libre y bajo la protección directa del señor de Mortagne. Ya jamás le sucedería nada malo. A menos que… A menos que hubiera contraído la gafedad por haber estado en contacto con él; pero Jaco no quería, no podía pensarlo siquiera. No, Dios libraría a su amada en su infinita bondad. ¿Habría advertido ese depravado zorro de Eloi su cambio de actitud, lo habría aprovechado para manipular a Celestin el Oso, para intranquilizarlo tal vez? Como quiera que fuese, el improvisado bufón había percibido el talante distinto de ese bruto redomado de Celestin.
—Mi noble señor, os noto preocupado —susurró Jaco el Truhán, sentado con las piernas cruzadas a los pies del Oso.
Lo notaba sobre todo huidizo. ¿Le ocultaba algo el Oso? Jaco lo había sorprendido en conciliábulo con ese maldito Eloi. Al acercarse Jaco, los dos guardaron silencio y la mirada de soslayo que le dedicó el señor de los gafos no auguraba nada bueno. ¿Acaso Eloi volvía a formar parte de la cuadrilla? En tal caso Jaco tendría que actuar. Ya que pensándolo bien, él era el único responsable del distanciamiento de ese patán del Oso.
—¡Ya vale, te he dicho! Simple, se me está subiendo el humo a las narices con tus preguntas.
—Mil perdones, valeroso guerrero. Es que vuestro reino es una preocupación constante para mí. Me esfuerzo de todo corazón en brindaros mi apoyo, aunque este sea modesto.
El otro farfulló un insulto. A Jaco lo invadió la angustia. Se estaba tramando algo de lo cual le habían mantenido al margen, prueba de que su vida pendía de un hilo. Eloi estaba detrás de todo aquello; ese mal bicho le aplastaría gustoso la cabeza a poco que tuviera la ocasión. El Truhán respondió con afectación:
—Los más grandes, de César a Nerón, han caído como resultado de estratagemas desleales, urdidas a menudo por sus allegados.
—¿Eh?, ¿pero qué dices?
Jaco decidió no machacar más al Oso con los conocimientos adquiridos de su antiguo y respetado amo, al que ya no guardaba rencor por haberle contagiado desde que supo que Pauline estaba sana y salva. En el fondo, Jaco solo se había sentido un hombre libre durante los años que pasó a su servicio.
—Los más grandes emperadores, los combatientes más intrépidos siempre han sido traicionados por ambiciosos de poco fuste que pretendían recuperar, por cuenta y riesgo ajenos, lo que sus predecesores habían construido. Así es el poder.
—¡Si tienes algo que decir, escúpelo o atragántate! —replicó el Oso.
—Corren rumores muy feos, señor.
La gruesa zarpa del Oso se abatió sobre su cuello, y sintió que una tenaza implacable lo levantaba del suelo.
—¡Que escupas, te digo!
Jaco resolló asfixiándose. El otro lo soltó. Odiaba a ese bárbaro descerebrado. El Oso era de esa clase de bestias feroces que fascinan al populacho, embaucándolo con su parla y su estrechez de miras para instigarlo al caos y a la masacre. Le sobrevinieron deseos de liquidar a aquellos dos compinches, el Oso y Eloi, quienes hacían reinar el terror en el recinto de los leprosos. Únicamente le detuvo la certeza de que otro tomaría de inmediato su lugar y se ensañaría a su vez con los más débiles para vengarse de las humillaciones que antes hubo de tragarse.
—Lo que quiero decir es que he aguzado mis largas orejas para serviros. No confiéis en quien os halaga para abatiros mejor.
—¡Vaya! ¿Los que me halagan? Tú, gusano, ¿me tomas por tonto o qué?
—¡Eso nunca! —exclamó Jaco—. Además, ¿de qué me serviría perjudicaros? No doy la talla para poder desbancaros. Observad estos músculos —dijo doblando el brazo—, ¿no parecen sino los de una muchachilla?
—Los de una muchachilla enclenque —carcajeó el otro, satisfecho por las esmirriadas protuberancias que su bufón tenía por bíceps.
—Me degollarían en nada de tiempo. Mientras que vos me protegéis. Así que, ¿qué ganaría yo?
El lento cerebro de Celestin el Oso consideró por un instante la pertinencia de este argumento, pero acabó arguyendo:
—Esos de los que largas, ¡a ver si intentan ensartarme!
—¡Qué disparate!, tendrían demasiado miedo a fallar y exponerse a vuestra ira. Les trae más cuenta valerse de argucias… Al menos, es lo que yo haría en su lugar.
—¿Qué argucias?
—No lo sé, amo. ¡Hay tantas! Incitaros, por ejemplo, a cometer un error que os pusiera en grave peligro. Sin contar con que si el granuja ambicioso es lo bastante listo, se ocupará antes de apartarme de vuestro consejo. Todos saben que me desvivo por consolidar vuestro reinado. No veáis en ello una mera admiración por mi parte, pues también albergo un interés. Sois mi única oportunidad de permanecer a salvo. Si, por ejemplo, Eloi, quien no me guarda especial afecto, llegara a sucederos, no daría una moneda por mis despojos.
Un brillo de desconfianza encendió la mirada de Celestin, quien vaciló antes de decir:
—Bien… Es ese Eloi, justamente, el que tiene un plan para sacarnos de este agujero inmundo.
—¿Una evasión u otro levantamiento?
—Lo segundo. Mejor preparado, esta vez. Con armas. Sin cuartel. Salimos. Y si nos lo impiden, abrimos en canal a todo el que se interponga en nuestro camino.
Un sudor helado resbaló por la espalda de Jaco. El conde jamás quebrantaría su palabra respecto a Pauline. De eso estaba seguro. Jaco había cumplido su parte del trato induciendo la primera revuelta, y Aimery de Mortagne había hecho lo propio con la suya. No obstante, Jaco se imaginó la escena. Vio a las monjas perseguidas como presas por los brutos que Eloi habría puesto al rojo vivo. Las vio tratadas a empellones, montadas, vapuleadas, degolladas. Vio a los sirvientes sacados a rastras de sus edificios, empalados, decapitados, quemados vivos. Vio la locura, la rabia y el horror abatirse sobre Clairets.
—Y supongo que Eloi, como buen segundo de a bordo, ¿os cede el honor de dirigir el ataque?
—Bueno, yo soy el jefe, ¿no?
—Por supuesto. Y seréis igualmente el escudo humano al que atravesará una partesana. Eloi no quiere huir, mi amo. ¿Adónde iría? ¿Adónde iríamos todos? ¿A que nos masacren los hombres del baile o los campesinos del pueblo vecino? Eloi pretende que os maten para tomar vuestro cetro.
El Oso lo agarró por la garganta. Jaco no opuso resistencia. ¿Qué le importaba morir ahora? Pauline viviría, y había sembrado la duda en el obtuso cerebro del otro.
—¡Ten cuidado, gusano! Si me estás engañando, te cuelgo de las tripas.
Sin embargo, lo liberó.
Jaco se pasó todo el día intentando disimular su impaciencia, esperando la noche. Trataría de deslizarse al otro lado de la barricada para dar aviso al secretario del conde. Rezó una oración en silencio: que sus pies no lo traicionaran, que encontrara la fuerza para esta última hazaña. Poco le importaba la suerte que corriera después.
Extrañamente, aquella noche, Aimery de Mortagne no insistió en que su médico estuviera presente en la cena, so pretexto de que Etienne Malembert estaba sumido en la redacción de sus registros de consulta.
Como cada noche desde el terrible suceso del refectorio, cuando Alienor de Ludain se había desplomado, la abadesa dudó. Habría preferido cenar en la pequeña sala contigua a su despacho. Quizás incluso habría cometido el leve pecado de pedir que encendieran el fuego, con la excusa de su invitado. No obstante, temía dejarle el campo libre a Hucdeline de Valezan, quien en tal caso presidiría la comida de las monjas, aprovechando esta nueva ocasión para intentar restablecer su autoridad ante las religiosas.
El primer servicio, compuesto por una crema de calabaza[114] con leche y yemas de huevo, transcurrió bajo un silencio únicamente perturbado por el ruido de las degluciones y las vagas sonrisas de ambas partes. Cuando llegó el segundo, una tortada de caracoles[115] con espinacas, sazonados con clavo y nuez moscada, la mirada del conde se hizo penetrante. La suplente de mesa no era otra que Marie-Gillette d’Andremont, o más bien Alexia de Nilanay. La joven no lo miró, concentraba toda su atención en la abadesa. Cuando esta se hubo marchado, el conde Aimery preguntó en un tono demasiado desinteresado como para ser del todo anodino:
—Es extraño… Vuestra hija semanera me recuerda a una dama… sin duda se trata de un simple parecido.
—¿De veras?
Desde el refectorio llegaba el ruido de las cucharas entrechocando con las escudillas, el eco de las gruesas suelas de madera golpeteando las losas de piedra y, a veces, un ataque de tos. Por vez primera, el silencio impuesto de las comidas exasperó a la abadesa, quien no lo encontraba en modo alguno reconfortante. Por vez primera, tuvo la sensación de que ninguna de sus hijas, unos metros más abajo, aprovechaba ese momento para agradecer a Dios sus bondades. Estaban todas reprimiendo un torrente de palabras, de interrogaciones, de temores.
—En efecto.
Aimery de Mortagne comenzó su porción de tortada, que desprendía un perfumado aroma a especias. Inspiró profundamente y preguntó con tono entre divertido y molesto:
—¿Me permitís una impertinencia, si me perdonáis la expresión?
—Dudo que una impertinencia pueda salir de vuestros labios —contestó Plaisance evasiva.
—Lo que prueba vuestra infinita indulgencia… en esta ocasión mal empleada. Se me pueden ocurrir groserías, e incluso alguna que otra sarta de injurias.
—En cualquier caso, ahorradme las últimas —replicó, más cortante.
—Como no podría ser de otro modo. Las injurias propias de la soldadesca requieren oídos bien dispuestos a deleitarse con ellas. Lo que no significa que estén carentes de sustancia. Así pues, pasemos a la impertinencia. Señora, en vuestra opinión, ¿cuánto tiempo más nos quedaremos al pairo?
—¡Pero bueno, mi señor! Hacía mucho tiempo que no me lanzaban una acusación de ese tipo.
—¿Mucho tiempo? Quince años a lo sumo.
—¡Ya está bien de hacer alusiones a mi edad! —se airó la abadesa—. No es de mi agrado… el que me lo estén recordando constantemente.
—Mis más sinceras disculpas. ¿Y en cuanto al pairo?
—No sé a qué os referís.
—Vamos, señora, con todos mis respetos por vos. Acordaos: ¿los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos?
—No sabía que tuviera enemigos.
El conde le respondió primero con una triste sonrisa y luego dijo:
—Y sin embargo, ellos sí saben de vos.
—Sabéis manejar hábilmente el verbo, vuestra sutileza me sorprende —respondió Plaisance contrariada.
—¡Carape! ¡Bien contestado! —exclamó Mortagne con una mueca—. Con todo, no se trata de un juego de palabras. ¿Creéis que la señora de Valezan es vuestra amiga?
—Un abismo separa los amigos de los enemigos, no seré yo quien aleccione al fino político que sois. Ese abismo está poblado de toda clase de objetivos, proyectos e intereses, a menudo muy tornadizos. En respuesta a vuestra pregunta: Hucdeline de Valezan no es en absoluto una persona amiga. No obstante, quiero pensar que los intereses divergentes que nos oponen no la hacen tampoco mi enemiga. Esa palabra está tan cargada de odio y de tal espíritu vengativo que espero no tener que oírla nunca más.
—Mi ya larga vida (perdón por la evocación) me ha enseñado que no hacen falta dos para crearse un viejo y acérrimo enemigo. ¿Qué os estáis guardando, señora?
Plaisance empujó un trozo de tortada con la cuchara. Había perdido el apetito. Finalmente, levantó los ojos hacia él, y el conde pudo leer en ellos una infinita incertidumbre. Aimery de Mortagne susurró:
—Os comprendo, madre. Otorgarle la confianza a alguien es una decisión delicada. No temáis: me encuentro ante el mismo dilema que vos. Todo me empuja a dar crédito a vuestra sinceridad, y sin embargo… No deja de ser cierto que un asesino (o una asesina) anda suelto. Es mi deber y responsabilidad poner fin a sus fechorías y hacerle pagar sus deudas.
La argumentación dejó estupefacta a la abadesa, quien tardó unos momentos en captar su sentido exacto.
—¿Qué queréis decir? A vuestro juicio, ¿una sola persona habría cometido estos repugnantes crímenes? ¡Madre Catherine…! ¡Dios mío…! ¿Y qué insinuáis con «poner fin»?
—Nada en concreto, la verdad —respondió el conde yéndose por las ramas—. No puedo evitar el presentimiento de que nos encontramos ante un plan fraguado desde hace mucho cuyas últimas consecuencias aún está por venir.
Plaisance sintió una gran desazón. Así que ambos compartían el mismo temor.
—En tal caso, os devuelvo la pregunta, señor: ¿qué os guardáis vos?
La mirada de Aimery de Mortagne recorrió la inmensa sala de refectorio. Murmuró:
—Si vos también pensáis que nos vemos en la necesidad de poner los arcanos[116] boca arriba, ¿por qué no seguir esta conversación en vuestro despacho, después de completas? —Allí os esperaré.
Claire Loquet temblaba exasperada. El frío y el agua helada en la que chapoteaba sumergida hasta los tobillos desde hacía horas ya no la molestaban. Armada con una barrena de carpintero —la única herramienta que había logrado sustraer— e iluminada por una antorcha impregnada en resina que hacía aún más pestilente el irrespirable aire del subterráneo, intentaba quitar la armella del herrojo[117] que custodiaba el túnel. Jadeaba. Parecía que el trozo de muro había sido rehecho hacía poco, y la reciente obra resistía bien sus ataques. Se había desollado las manos, hiriéndose las falanges contra la arista de piedra que sujetaba la reja.
Se detuvo unos instantes para tomar aliento. Dos días. Habían acometido su clandestina tarea la víspera por la noche. Henriette había cogido frío, y tenía tanta fiebre esa mañana que incluso esa mala pécora de Balencourt la había autorizado a guardar cama e incluso había consentido que le llevaran una segunda manta y una reconfortante yema mejida[118] con salvia. Hermione de Gonvray, la hermana apoticaria, había pasado poco antes y preparó numerosas decocciones para que la enferma se restableciese. Cuando Claire se levantó esa noche para retomar su dura labor, su amiga dormía como un tronco; una ronca respiración le elevaba el pecho. No había tenido corazón para despertarla. Pobrecilla, Henriette era de constitución débil. El sueño le haría mucho bien.
Claire volvió a rascar la argamasa que sellaba la armella por la que se deslizaba la cafela, maldiciendo la inadecuada barrena que tenía por instrumento, cuya punta en espiral temía torcer a cada segundo. Un chirrido le hizo levantar la cabeza hacia el pozo de sombras que la llama de la antorcha no conseguía disipar.
—¿Henriette? No tenías que haberte levantado, querida. Te puede dar una congestión. Yo sola me las apaño… bueno, no todo lo bien que quisiera.
Le contestó ahogada.
Claire sonrió. Pobre Henriette, el más mínimo esfuerzo la hacía resollar. Claire Loquet se empecinó en arrancar un fragmento de mortero que parecía querer ceder. Otro chirrido, el de los barrotes de la escalera. Un salto que aterrizó pesado a su lado. No era el salto de la menuda Henriette.
Volvió la cabeza. El gran esqueleto de una bestia, un rostro de animal con la nariz aplastada, como hundida entre las mejillas. Ella abrió la boca para gritar. Dos manos como palas le apretaron las sienes. Coceó, intentó arañarle los ojos, golpearle con la rodilla en el bajo vientre. El hombre salvaje sonrió. Pasó su gruesa y asquerosa lengua por la frente y los labios de la joven, mascullando contra su piel:
—Bueno, entonces qué, buscona, ¿no te gustan los chicos guapos? En cambio soy gracioso y cariñoso si hace falta.
Él rió a carcajadas. Ella forcejeaba, intentando arrancar la antorcha de su trabón para usarla como arma. El hombre le torció la cabeza hacia el lado derecho y después la giró bruscamente a la izquierda con todas sus fuerzas. Un crujido de huesos, la impresión de que un rayo helado le desgarraba el corazón. Claire se desplomó con las vértebras hechas añicos.
No le dolió, o le dolió tanto que el dolor escapó a su conciencia. Durante la fracción de segundo en la que expiraba, solo una cosa ocupó los últimos destellos de su pensamiento: «Buen Jesús, perdón. Dios mío, castigadme, pero proteged a Henriette. Os lo suplico. Ella no tiene culpa de nada. Yo soy la única culpable. ¡Os lo suplico!».
Aimery de Mortagne saboreaba su tisana de malva y lavanda a pequeños sorbos. Continuó donde lo había dejado:
—Así pues, descubramos nuestros arcanos.
—No conozco ese juego del tarot que debemos a los egipcios y que, por lo que parece, comienza a hacer furor —indicó Plaisance.
—Su origen es incierto. Algunos dicen que proviene de los pueblos de Bohemia. Se trata de un juego desconcertante, a tal punto que algunos ven en él un poder adivinatorio.
—Nuestras vidas están en manos de Dios. Intentar comprender su proyecto implica blasfemia. ¿Quiénes somos nosotros para adivinar sus intenciones?
El conde la observó y replicó:
—¿Estáis lista, pues?
—Palabra de honor.
—Muy bien…
Plaisance lo interrumpió con la mano exigiendo:
—La vuestra, señor. Es lo que resta para sellar nuestra… transacción.
—¿Mi palabra de decir la verdad?
—Vuestra palabra de honor de decir la verdad, toda la verdad.
—La tenéis, señora. Nunca me he desdicho, os lo prometo ante las Sagradas Escrituras.
—Tengo constancia de ello; si no, no os daría la mía…
Se dejó caer sobre el gran sillón tallado que aquella noche no la reconfortaba tanto como de costumbre. Al rozarlas, las bolas de cristal en las que terminaban los brazos le parecieron tan glaciales como una tumba.
—¿Por dónde empezar? —prosiguió ella con cansancio en la voz—. Llevo semanas perdiéndome entre conjeturas. ¿Qué es lo que tiene sentido, qué es lo que carece de él?
—Contádmelo todo, sin omitir nada. Después examinaremos los distintos elementos a la luz de nuestros relatos cruzados.
—Sin duda es lo más sensato. En cuanto a la madre de… —la continuación de esas palabras le hizo un nudo en la garganta; conteniendo las lágrimas, Plaisance prosiguió— la madre de Normilly, no tengo nada que confiaros. Nada porque siempre he pensado que una dolencia del corazón se la había llevado prematuramente, dejándome… he de admitirlo, huérfana. ¡Dios, cómo la echo de menos…! ¡Dios, cómo me gustaría que estuviera a mi lado…! ¡Ah! Os ruego disculpas, señor, me estoy desviando.
Aimery de Mortagne tendió la mano hacia ella, era tan inaccesible, tan pequeña. Mas Plaisance cerró los ojos y movió la cabeza en una negativa, antes de continuar afectada:
—Comprendedme… Es tan absurdo… Nunca imaginé que se iría, que me abandonaría… La señora Catherine no solo era mi madre espiritual, era… mi única y verdadera madre. Qué ser tan magnífico y maravilloso. Si vos supierais.
—Lo sé.
Ella lo miró fijamente, buscando el sentido de esas palabras. Él le aclaró:
—Beranger de Normilly, su difunto esposo, era uno de mis queridos amigos, un valeroso compañero. Continuad, por favor.
—Qué deciros, todo se mezcla: la ira de monseñor Jean de Valezan tras mi nominación; la inquina de su querida hermana, Hucdeline, por los mismos motivos. De eso ya estáis informado. Por contra, lo que Aude de Cremont, cuya repentina simpatía hacia mí no logro entender, me acaba de revelar es… cuando menos perturbador. Os lo relato tal y como ella me lo ha narrado.
Le contó las insinuaciones de la tesorera sobre el envenenamiento de la superiora, el encuentro nocturno de Hucdeline con el cazador en el portalón cercano al cementerio. Evocó después las confidencias de Hermione de Gonvray, la apoticaria: la desaparición de la pasta a base de cicuta mayor y de cólquico que servía para atenuar las rojeces y la comezón de su piel, lo que explicaba a su vez el polvo de arroz silvestre con el que se cubría el rostro.
—Aseguraría que Hermione era sincera. La conozco. Cuando procedió al experimento con las ratas atrapadas, la que había ingerido el ungüento que ella utiliza sobrevivió. A la que dio a comer los dulces de ciruelas que nos entregó Hucdeline murió de asfixia, como la desventurada Alienor…
La abadesa se calló. Mortagne tuvo cuidado de no interrumpirla. Se pasó una mano por la frente y concluyó:
—El resto… el resto me desespera y si me lo he guardado, no es por desconfianza, sino por miedo a las consecuencias.
—¿Las consecuencias?
—Para una de mis hijas… a la que acabo de liberar de sus votos definitivos.
—¿Y qué más?
—Señor, sois hombre de bien[119].
—Que muera si algún día no hago honor a esa apreciación, señora.
—Antes de continuar, exijo que me deis de nuevo vuestra palabra.
—¿Sobre qué?
—Os anuncie lo que os anuncie, os pido que seáis justo y no os quedéis en las apariencias, pues a menudo son engañosas. De hecho, es mi deseo que esta… joven, al no formar ya parte de mis bernardas, se acoja a vuestra justicia.
—Acepto y prometo ir más allá de las meras apariencias.
—Bien. Marie-Gillette d’Andremont, la semanera de comidas a la que creísteis reconocer… se llama, en realidad, Alexia de Nilanay. Nos engañó hábilmente para ser aceptada en Clairets. En cualquier caso, y si doy crédito a lo que cuenta, comprendo sus motivos.
—No estoy seguro de seguiros…
—Lo mejor sería que os lo contara ella misma. Temo perjudicarla al contároslo. Sea como fuere, era a ella a quien buscaban… Angelique Chartier murió en su lugar. Su parecido, el pasado de cada una, el lugar del asesinato, todo hace pensar que esta hipótesis es más creíble que la de una venganza contra esa pobre joven que, a mi parecer, jamás hizo daño a una mosca.
Cuando, después de completas, las monjas bajaron por la nave para llegar al porche de la iglesia abacial Notre-Dame, Plaisance de Champlois cogió a Alexia, o Marie-Gillette, por la manga. La joven agachó la cabeza, sin preguntar siquiera qué le esperaba. La entrevista que había tenido antes con la madre había sellado su destino. Estaba segura de ello. Esperó pues, sin impaciencia, incluso sin inquietud. Cuando estuvieron a solas, la abadesa anunció:
—El señor de Mortagne os espera en el scriptorium. Yo…
—Bien, madre… señora, voy de inmediato —la interrumpió Alexia antes de desaparecer.
Mortagne se enderezó tras su pupitre a la llegada de la joven. La contempló durante unos momentos antes de dirigirse a ella con un «señora», empleándose en trasmitir toda la frialdad del trato.
—Señor.
Se acercó a él, permaneciendo en pie a tan solo unos pasos de ese hombre que con una palabra podía hacerla encerrar tras los barrotes de una prisión, o algo peor.
—Ha llegado a mis oídos que Marie-Gillette de Andremont acaba de desaparecer en provecho de una tal Alexia de Nilanay.
—Os han informado correctamente, señor —corroboró ella impasible mientras clavaba sus ojos en él.
—Asimismo, he creído entender que unas aceptables razones justificaban esta… inaceptable mistificación.
—Han sido muy caritativos diciéndole eso. No lo merezco.
—Por el contrario, no «han» querido confiarme las mencionadas razones, por temor a perjudicaros. Espero pues que me las reveléis vos misma.
Alexia observó al hombre que tenía enfrente. Poseía una extraña belleza. La mueca dubitativa que a veces adoptaba mostraba claramente que sabía recurrir a la seducción, además de otras bazas. La estaba tanteando. Sopesaba los acercamientos, debatiéndose entre la dominación y la conciliación. En otras circunstancias, sin duda lo habría encontrado atractivo. En otras circunstancias, él no habría sido su juez. Pensó vagamente que debía aplicarse en convencerlo y, por qué no, en cautivarlo. La defensa más sutil consistía en presentarse como una pobre víctima a quien los avatares de la vida habían arrastrado por tortuosos senderos. Mortagne era señor de un rico y poderoso condado. Ella no era más que una estafa. No obstante, era una mujer hermosa pese a la extenuante vida llevada en la abadía de Clairets. Su belleza, elegancia e inteligencia y, sobre todo, su conocimiento de los hombres, le daban ventaja. Una extraña dejadez hizo desistir. Una sola incertidumbre la asaltó antes de proceder a la monótona narración de su descarriado y frívolo pasado: Mortagne, si lograba convencerlo, ¿sería capaz de solucionar el mortal rompecabezas al que se enfrentaba desde hacía cuatro años?
La escuchó, con los brazos cruzados sobre su acolchado jubón de terciopelo negro y dorado, encima del cual llevaba puesta una túnica[120] de espesa seda azafranada. Durante todo el rato en que ella estuvo enumerando los hechos, los lugares, los años, los nombres, como si estuviera recitando un texto aprendido de otro, la extraña y almendrada mirada gris no dejó de escrutarla.
—Busco en vano, desde hace años, la razón del infame asesinato de aquel gentilhombre que… cuidó de mí —concluyó ella.
Pese a la indiferencia absoluta de Alexia por su suerte, por lo que ese hombre pensara de ella, ¿por qué había multiplicado los circunloquios a lo largo de su discurso con tal de no nombrar a Alfonso? ¿Se trataba de una última muestra de recato o intentaba preservar su recuerdo?
—A la luz de vuestras revelaciones, la conclusión de la madre de Champlois es irrefutable. Era a vos y no a Angelique Chartier a quien querían dar muerte.
Contuvo las lágrimas que inundaban sus ojos y murmuró:
—Ese odioso convencimiento me quita el sueño, señor. Angelique era un ser dulce y lleno de amor. Me acosa la certeza de que soy la culpable de su muerte.
—No sois en absoluto responsable de vuestro parecido —replicó él, algo ablandado.
—Cierto. Mas soy indudablemente responsable de la vida que me ha traído hasta donde estoy.
—Sentaos. Os lo ruego, señora.
Consumida por la desazón que le provocaban los continuos interrogantes, no advirtió el cambio de actitud de su interlocutor y se dirigió con inercia hacia el pupitre que estaba frente a ella.
—Os agradecería que disiparais algunas sombras que aún me quedan —retomó el conde de Mortagne.
—¿Únicamente algunas sombras? —bromeó ella con lasitud—. ¿Acaso sois adivino? Yo tengo la sensación de estar rodeada por una niebla impenetrable desde hace años.
—De seguro podré orientarme más fácilmente al observarlo todo desde fuera —replicó él con astucia—. Qué aventura… Desde el reino de España, Castilla…
¿Sería allí donde Aimery de Mortagne se la había cruzado? No estaba seguro.
—Una dama sola, perseguida. ¡Por los clavos de Cristo! Admiro vuestro coraje, señora. Ese gentilhombre que con tanto empeño habéis evitado nombrar, ¿era español?
—En efecto.
—¿Su nombre?
La apatía de Alexia se desvaneció, y la mujer se rebeló:
—¿En qué podría el nombre de un muerto…?
—Seré yo quien juzgue. Su nombre —exigió Mortagne.
Aunque ya hacía unos instantes que lo sospechaba.
—Alfonso de Arévolo.
Logró mantenerse impertérrito. Los cabos sueltos de ese enigma comenzaban a atarse. Alfonso, ahijado de la señora de Normilly, hijo de Francisco de Arévolo, quien a su vez fue amigo de Beranger de Normilly. Ambos fallecidos de manera harto misteriosa.
—¿Cómo se os ocurrió la idea de refugiaros en la abadía de Clairets? Muchos otros monasterios que jalonaban vuestro camino os habrían ahorrado algo de tan largo y azaroso peregrinaje.
—Por una vaga reminiscencia, creo. Alfonso me había hablado de una tía o prima suya, en fin, de una pariente que era monja en la abadía de Clairets…
Un inesperado recuerdo revivió tenuemente su mirada azul suavizándole el rostro. Aimery de Mortagne pensó que rara vez había conocido criatura femenina tan perfecta. Se reprendió a sí mismo. Aún no había llegado el momento de dejarse desarmar con complacencia.
—Ah sí… ya me acuerdo. Alfonso había reído, lamentando no ser mujer, lo que le impediría reunirse en el futuro con su pariente, a la que parecía tener afecto. Habéis de saber, señor, que Alfonso era un ser encantador, enamorado de la vida. Sin duda poco inclinado a las cosas serias.
—¿Lo amabais?
Ella levantó su mirada hacia el conde y declaró desafiante:
—¡Ah! Con todos mis respetos, me permitiréis que juzgue esa pregunta, cuando menos, fuera de lugar.
—De ningún modo. Espero una respuesta.
—¿Resultaré culpable o inocente en función del amor profesado a mi amante?
—He ahí una salida de lo más torpe, señora. Responded, os lo ruego.
—Yo era joven, fútil. También vanidosa.
—Luego no lo amabais.
Mortagne era lo bastante sutil, y honesto también, como para reconocer que aquella confesión lo satisfacía. Ella lo tenía intrigado desde hacía rato. La voz algo ronca, grave y casi sin inflexión, que le respondía como si él no existiese, realmente lo turbaba, mas él seguía reprimiendo esa emoción.
—El amor de los demás me parecía más… ameno que el que yo pudiera ofrecerles. Una indiferencia hacia el amor que no me honra.
—Por el contrario, vuestra rara sinceridad sí os enaltece. Ese… señor de Arévolo, ¿no era así como se llamaba? Ese señor, pues, ¿os habría confiado algo que explicara el ensañamiento de vuestros perseguidores?
Optó a propósito por una enunciación ambigua con el fin de sacar algo en claro sobre este punto. Ella se decidió.
—¡No! Me he hecho esa misma pregunta miles de veces. A Alfonso no le interesaban los asuntos de Estado o la mera política. Me he pasado noches hurgando en mis recuerdos, intentando rememorar si algún día me hubiera contado una anécdota cuya importancia me pasara desapercibida en aquel momento… Pero nada. No recuerdo nada.
Así que ella había repasado sus confidencias, sus conversaciones de amantes. ¿Había pensado también en un objeto?
—Comprendo. ¿Os entregó… qué sé yo… algún objeto?
—¿Un objeto? ¿De qué tipo?
—No sé, lo he dicho a tientas. Intento encontrar la respuesta con vuestra ayuda.
—Alfonso me regaló un maravilloso anillo de granate de Bohemia, un medallón de nácar engastado en oro, un alfiler de turquesa para el cabello… joyas que poco a poco fui revendiendo en el transcurso de mi huida, por un mísero precio, para lograr sobrevivir. Tenía algo de dinero, muy poco. Tal fue su insistencia al suplicarme antes de expirar que huyera a toda prisa que no pude tomar mucho más. ¡Ah, sí!, el díptico que acababa de terminar y al que tenía tanto cariño.
—¿Un díptico?
—Una Virgen con niño. Ella contiene a un soldado con un gesto de la mano.
El desánimo invadió a Mortagne.
—¿Ningún otro objeto, estáis segura? Un baúl, un relicario…
—Nada de eso… —lo miró con insistencia y asestó irritada—: ¿no os estaréis burlando de mí desde el principio de la entrevista, señor?
—¿Disculpad?
—Me conducís por un laberinto en el que soy la única que se pierde. ¿Qué estáis buscando exactamente? Porque no es el engaño que tramé para ser admitida en Clairets, y del que ya me he confesado culpable, lo que os preocupa, podría jurarlo.
—Pues estaríais muy descaminada. Simplemente busco justificaciones, con el único objetivo de complacer a vuestra abadesa, quien pide clemencia para vos —mintió Mortagne, perentorio.
—No os creo. En fin, la magnificencia de la madre Plaisance no me sorprende. Por el contrario…
Él la interrumpió:
—Pero bueno, señora… ¿Seríais tan poco prudente como para tratarme de felón?
Ella se levantó y lo miró de arriba abajo. Por un instante pensó que aquellos ojos, aquella piel translúcida, aquellos labios, lo atraían peligrosamente.
—Lo dejo a vuestro juicio, señor. Eso y todo lo demás. Hasta la vista, sin duda.
Hizo una breve reverencia, dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Una sonrisa divertida se dibujaba en los labios de Mortagne. «Bella dama, en verdad. Y con carácter, a fe mía».
Su sonrisa desapareció, siendo remplazada por aquella lacerante tristeza que había aprendido a domeñar. Desde hacía ocho años. Mortagne había llegado a considerarla una tolerable compañera, una invitada que no requería permiso alguno para imponer su presencia.
«Anne… Mi dulce, mi amada Anne. La dolorosa tristeza por vuestra muerte me consume desde hace tanto tiempo. Anne, os acuné durante todas aquellas noches de fiebre, suplicando a Dios que insuflara mi fuerza en vuestras venas. Estaba dispuesto a morir por vos, mi querida y extraordinaria esposa. Lo habría consentido gozoso. ¿Qué hubiera importado? Si vos hubierais sobrevivido, yo me habría hecho inmortal.
»Creí volverme loco. Pero incluso ese consuelo me fue negado. Os he echado tanto de menos, mi amiga, mi amante. Sabéis que algunas amables representantes del género femenino me atrajeron de modo pasajero. Necesitaba ese desfogue para aliviar la pasión carnal, para olvidar la implacable pesadumbre de los días y las noches sin vos. ¿Cómo hacíais para tejer cada una de mis horas con vuestra luz? Vuestra risa, mi amor. Vuestra risa, la que me decía que la vida era un milagro. Os he amado tanto, Anne. Os amo tanto, amiga mía.
»No sé si… Ella también me perturba, desde el primer momento en que la vi. No sé, ángel mío, qué será de este arrebato del corazón. Os lo reconozco: busco un remedio a la postración de la alegría, la voluntad y los sentidos a la que estoy sometido desde que me abandonasteis. ¿Puedo amar de nuevo? ¿Se puede amar dos veces con la total entrega con la que yo os amo? No estoy seguro.
»Descansad, corazón mío. Sé que siempre estáis a mi lado».
Aimery de Mortagne dio un respingo de la cama, palpándose el costado en busca de su daga.
—No os alarméis, monseñor, solo soy yo. Bajemos la voz, os lo suplico.
—Etienne, ¿estás loco? Cualquier día te atravesaré de una estocada si me despiertas así, sin mediar palabra —susurró el conde—. ¿Qué haces en mi aposento?
—Acabo de recibir en el mío una alarmante visita.
—¿De quién?
—De Jaco el Truhán. Corre grandes peligros al prevenirnos de esta forma. Las recientes noticias que me trajo al caer la noche la hermana Elise de Menoult, nuestra buena espía, se aclaran. Los leprosos pretenden atacar. Esta vez armados y alentados por un redomado bellaco, un tal Eloi, que manipula las pocas luces del jefe de la banda. Jaco teme un baño de sangre.
—Ensilla un caballo al amanecer. Galopa para prevenir a Charles d’Ecluzole. Que acuda a reunirse con nuestra tropa.
Cuando, a costa de dolorosos esfuerzos, Jaco el Truhán se reintrodujo en el recinto de los leprosos, estaba rehilando. ¿Era por miedo, alivio, por la velocidad de la carrera? No sabía responder. Se deslizó con sigilo en la sala común y volvió a acostarse con extrema prudencia, alerta, el corazón saliéndosele del pecho.
Eloi alzó los párpados. Bien: el Truhán había reaccionado tal y como esperaba. No cabía duda de que el conde de Mortagne había apostado sus hombres cerca de la abadía. Intervendrían con fuerza en cuanto les llegaran los primeros estallidos de la revuelta. El levantamiento se transformaría en una carnicería, puesto que los leprosos no tenían ya nada que perder. Se aseguraría de que el Oso fuera despedazado. Y después… la mujer. Una muerta más o menos… Todos verían en ello una prueba más de la bestialidad de los escrofulosos. Lo único que le importaba a Eloi era permanecer con vida el tiempo suficiente para poder disfrutar de la extrema generosidad de su bienhechor y comitente. Jean de Valezan era un hombre de gran poder. Había prometido que lo transferiría a la malatería de su arzobispado donde sería tratado atentamente. Con una sonrisa jocosa en los labios, monseñor de Valezan había hablado de visitas de mujeres que no olerían a vulgares rameras, comida selecta y en cantidad, ropajes bordados e, incluso, sirvientes. En definitiva, todo lo que la vida de un prisionero mimado podía ofrecer. En el fondo, Eloi encontraba en sí mismo cierto parecido con su hábil comitente. Valezan pertenecía a esa raza que no le otorga su confianza a nadie y cuyo único placer consiste en dominar. Quizás concedía una excepción a su bienamada hermana. Valezan tenía por principio vigilar a sus espías con otros sicofantes. Así pues, Eloi observaba de lejos al cazador. Este aún no había cumplido con su encomendamiento. Aquella que debía morir estaba aún muy viva. Aunque no por mucho tiempo más.