Capítulo 15

Bosques de Clairets,

Perche, enero de 1307

Aimery de Mortagne quiso hacer un breve alto en el camino a menos de una legua de su destino. El cansancio del viaje a caballo tuvo mucho que ver en el deseo del conde por estirar las piernas. Ahora que el plan urdido hacía ya tiempo daba sus frutos, se sentía extrañamente inseguro. El repentino fallecimiento de la madre de Normilly, antigua abadesa de Clairets, lo había hundido en una profunda turbación.

La jovencísima Plaisance de Champlois, ahijada de Clemente V e hija espiritual de la difunta Catherine de Normilly, había sido elegida abadesa por el capítulo, algo apremiado por una autoritaria recomendación del Papa. Este nombramiento, cuando menos apresurado, no se acomodaba a los intereses de Mortagne. Apenas sabía nada de aquella muchacha, una niña aún, cuya fe, resolución e inteligencia recibían no pocos elogios. Ahora bien, la inteligencia es insuficiente cuando no se conciba con la experiencia. Cuántas leyes establecidas hay que bordear, a merced de las circunstancias humanas, mientras que la inteligencia recomienda su aplicación.

Desde entonces, Aimery de Mortagne había avanzado a paso corto, tascando el freno, sabiendo que razón y precipitación raramente hacen buena liga. Hasta aquella… conminación del Papa a la abadía de Clairets: acoger a unos cincuenta internos de la malatería de Chartagne, desbordada por la afluencia de leprosos. Felipe el Hermoso se había apresurado a secundar dicha orden; no le costaba nada, mientras que, a cambio, esperaba mucho del soberano pontífice: la unión de las dos grandes órdenes de soldados —el Temple y el Hospital— bajo el mandato de su hijo Felipe, con la intención de atarlas corto, sin olvidar el proceso contra la memoria de Bonifacio VIII. Pero, ¿por qué y quién había afirmado que el conde había requerido el antedicho traslado?

Mortagne chascó la lengua enojado y arrojó un puñado de hojas secas a la pequeña hoguera.

—¿Puedo ayudaros en vuestras silenciosas deliberaciones, monseñor?

—¡Ah, Malembert, mi tan querido Malembert…! Me pierdo en este fárrago. ¡Pardiez! ¿Qué significa todo esto? Solo tres personas conocen la verdad: tú, Michel y yo. Aunque olvidaba a Guillaume de Beaujeu, Gran Maestre de la Orden del Temple, a quien teníamos que hacer llegar la repulsiva alforja obtenida en Acre, y a Beranger de Normilly, nuestro intermediario. Apostaría mi alma por vuestra absoluta fidelidad y la del señor de Normilly. En cuanto a Beaujeu, gracias a la suma discreción de Normilly, nunca supo quién deseaba obsequiarle con tan extraño y horrible presente. Por muchas vueltas que le dé al asunto… A menos que aquel vendedor haya hablado del hallazgo que le compramos hace ya una eternidad, al menos así me lo parece… Lo han podido seducir con una recompensa o amenazarlo.

—¿Después de tanto tiempo? Lo dudo mucho, mi señor. Si se hubiera ido de la lengua, ya hubiéramos sufrido las consecuencias.

A Etienne Malembert volvió a asaltarle la imagen que le perseguía desde hacía años. El mercader armenio quiso gritar, pero el corte decidido de la hoja de Michel ahogó su alarido. Se desplomó lloriqueando como un niño indefenso, tratando de contener el mar escarlata que le brotaba del cuello.

Ocultaron la verdad a Aimery de Mortagne por su propio bien. Jamás la sabría. Su responsabilidad y su obligación consistían en valerse de todo y hacer lo que fuera para proteger al conde, a quien acunó en su regazo siendo un retoño. Lograr dicho cometido era su única recompensa, y nunca faltó a su deber. De nada importaban los aciagos recuerdos que podría haberse ahorrado.

—Tienes razón, como de costumbre —suspiró el conde—. En tal caso, el misterio se hace aún más inexplicable. Tendrás que ingeniártelas para avisar a nuestro… compinche, el gafo Jaco, de que su amada Pauline está libre y en óptimo estado de salud. A lo que añadirás que ahora es ropera y está directamente bajo mi protección. Nos ha prestado un buen servicio, ¿cierto?

—Excelente. El motín nos proporciona una excusa perfecta para intervenir en la abadía y sin que mujer alguna, monja o no, haya salido malograda ni se haya profanado ningún lugar santo. Un bonito trabajo… Bueno, sin duda a esas pobres religiosas les habrán temblado las carnes, pero ninguna ha sufrido la menor vejación.

—Estupendo. Ha cumplido con su parte del trato. Nosotros ya cumplimos la nuestra por adelantado, que lo sepa ahora pues.

—Colmaréis sus más anhelados deseos. Ama a su Pauline.

—Y ella se lo merece.

—Sin embargo, la muchacha a punto estuvo de entregar el alma por ese amor.

—¡Qué tontería! Para eso estaba yo allí —bromeó Aimery—. No iba a permitir que vapulearan públicamente a una bonita esposa enamorada, aunque fuera culpable de las rapiñas irrisorias de las que estaba acusada. Lo cual era el caso. El hambre es mala consejera y, por amor, una mujer es capaz de realizar las proezas más admirables, y también las más absurdas.

—Me parece estar viendo a vuestro padre. Siempre mostró por el pueblo llano, incluso por los terrazgueros, una debilidad que nunca se le pudo reprobar. Sin duda se benefició de las pasiones de damas y de las que no lo eran tanto, pero en cualquier caso, nunca las obligó.

—¿Tanto me parezco a él?

—A veces… y eso es bueno. Sentí una profunda admiración por el difunto conde Raymond. Con todo, no poseía (sin querer ofenderos) facilidad de pensamiento y palabra. Bien es cierto que antiguamente la vida no era fácil. Había que ser valiente e íntegro y no temer a la muerte o a algo peor.

—Como también hay que serlo hoy en día, ¿no crees?

—En efecto, aunque también es necesario ser ducho en el manejo de armas que vuestro padre y abuelo hubieran despreciado: la estratagema, el conocimiento de las debilidades de espíritu del contrincante. Así, vuestro padre y el padre de vuestro padre hubieran llegado a Clairets escoltados por su baile y sus soldados en lugar de apostarlos cerca de la abadía a espaldas de todos… O debería decir de todas.

—Es cierto. Y se habrían equivocado. No deseo hacer alarde de nuestras fuerzas. Al menos mientras desconozca por completo a quién me enfrento. Por ello, Ecluzole y sus hombres aguardan en las inmediaciones de Saint-Jean-Pierre-Fixte. Llegado el caso, intervendrán a nuestra señal.

Retomando el motivo de su venida, Aimery dijo:

—Un gran cataclismo ha azotado Clairets. Plaisance de Champlois es parca en palabras. Sin embargo, percibo su inquietud en la elección de las mismas, tan… pías, nunca mejor dicho. Si excluimos el levantamiento, puesto que somos los promotores, seguimos teniendo dos cadáveres, uno de los cuales parece ignorar la abadesa. Por un lado el de la recién ordenada monja, una tal Angelique no sé qué, y por otro el cuerpo carbonizado que los hombres de Charles d’Ecluzole, mi baile, hallaron no lejos de la cabaña del cazador de la misma abadía de Clairets. Ecluzole ha hecho sus averiguaciones. El cazador fue reemplazado enseguida por un supuesto primo, quien había acudido a sustituir a su pariente mientras este último se recuperaba de una herida. ¡Una herida imponente, en verdad! Le ha dejado reducido a un montón de pellejo ennegrecido y huesos. A lo que hay que añadir la orden que recibí del Rey de trasladar cincuenta leprosos; traslado que, según han informado a las bernardas, fue solicitado por mi persona. Creo que todo está demasiado bien urdido como para ver únicamente una serie de meras coincidencias.

—¿Revelaréis a la abadesa la verdad sobre esa orden?

—¿Y tener que plantar cara en solitario a Roma y al Rey? Es demasiado para un solo hombre, ¡incluso para uno sagaz como yo!

—¿Qué sabéis de esta extraña trama, como la habéis llamado, monseñor?

—Me gustaría tener la respuesta a esa pregunta, mi querido Etienne. Sin embargo, lo poco que sé es bastante inquietante. La arrolladora ofensiva que hizo caer Acre costó la vida a Guillaume de Beaujeu. Esto ocurrió menos de un año después de nuestra partida y de que nos hiciéramos con la famosa alforja. Lo deseé… Confieso haber deseado su destrucción y sin lugar a dudas confié en ella. El fallecimiento de Beranger de Normilly me puso sobre aviso. Tengo grabada en la mente cada frase de la misiva que me hizo llegar días antes de su muerte. ¿Te acuerdas?

—En sustancia. Pedía vuestra palabra de que la destruiríais tras haberla leído.

—Lo que cumplí. La torpe caligrafía era la de un hombre moribundo que hacía un último acopio de fuerzas. Algunas oraciones no tenían ni pies ni cabeza, hasta tal punto que me pregunté si la agonía no le habría trastornado la mente. Aun así, las recuerdo como si las estuviera leyendo por primera vez. Beranger de Normilly había escrito:

Mi preciado amigo:

He de apresurarme. La muerte se me anunció ayer, al crepúsculo vespertino. Una muerte urdida. El fin que me espera, por muy terrible que sea, cierra un ciclo. No pretenderé haberlo previsto así. No obstante, tampoco me sorprende.

Tras haberos solicitado que relegarais todo al olvido, ahora os imploro que despertéis vuestra memoria. Siguiendo los consejos de mi buen amigo, el pobre difunto Francisco de Arévolo, guardé en mi poder la alforja que me confiasteis, aun habiéndome comprometido a entregarla al señor de Beaujeu. Francisco de Arévolo ya no está entre nosotros. He de confesaros, querido amigo, que su inesperado deceso fue tanto una sorpresa como un duro golpe para mí. Quizás recordéis que su hijo, Alfonso, es el ahijado de Catherine, mi bien amada esposa.

Por la amistad que os profeso, no os revelaré los pormenores de esta siniestra aventura que me pintaron como una gloriosa batalla. Mentía. Todos mentían. ¿Quién mentía? Un joven Jean de Valezan quien ya tensaba la trama desde detrás de la colgadura. Me embaucaron su falsa piedad y su fingida pureza.

Pronto comprendí que si entregaba la bolsa, mi vida pendería de un hilo. Lo que hubiera podido aceptar. Empero, era evidente que en su celo por proteger su secreto alcanzarían también a mis seres queridos, incluyendo a mi querida esposa. El único modo de defenderla era amenazarles con dar la alforja a Felipe, nuestro rey. Quizás ese chantaje nos valió la tregua de la que disfrutáramos y que ahora toca a su fin.

¿Por qué se han decidido finalmente? ¿Ha librado Valezan la orden de herbolarme[91]?

Lo ignoro. Os confieso el terror que me inunda al imaginar el destino que le tienen reservado a mi viuda. Le he entregado un cofre herméticamente cerrado que guarda la bolsa de Acre, bajo promesa de que jamás examinará su contenido. Espero con esto preservarla de lejos.

Oso esperar que por lo que conocéis de mí sigáis teniéndome por hombre de honor. Por mi alma y ante Dios, con quien pronto me reuniré, os doy mi palabra: nunca falté a mi deber. Fue la misión encomendada la que se reveló desleal.

Espero me excuséis por no aportaros más detalles. Lo hago pensando en vuestra seguridad.

Mis ojos se cierran y mi mente se nubla. Os pido, querido compañero, que veléis por mi esposa lo mejor que podáis. Ella sabe que sois amigo. Si os veis en la necesidad, tomad el cofre y entregadlo en mano a Felipe, nuestro rey.

A buen seguro le será una valiosa ayuda en la guerra póstuma que sostiene con Bonifacio VIII*.

Os deseo una dichosa vida plagada de honores, amigo mío.

Vuestro siempre devoto y eternamente agradecido,

Beranger de Normilly.

—De esto hace once años —continuó Mortagne—. A mi parecer, la pronta nominación de Catherine de Normilly a la cabeza de Clairets no fue casual y no puede explicarse tan solo por su valía, la cual era innegable. Era una manera como cualquier otra de mantenerla en silencio y cerca.

—Estáis convencido de que empujaron a la tumba a la señora de Normilly.

—Cada día que pasa estoy más seguro de ello.

—En tal caso, ¿por qué han tardado tanto en darle muerte?, ¿por qué haber esperado diez años?, y ¿por qué emprenderla con la otra monja?

—¡Qué sé yo! Repaso esta historia, una y mil veces, sin avanzar una pulgada* en mi intento por comprender. Como colofón, la madre de Champlois, quien sucedió a la madre de Normilly, no es otra que la ahijada de Clemente V.

—¿La señora de Normilly mencionó el cofre alguna vez en vuestra frecuente correspondencia?

—Nunca. Habíamos decidido, por su seguridad, encontrarnos únicamente en caso de extrema urgencia. Y así lo hicimos. Jamás volví a verla. Me hacía llegar breves cartas tranquilizadoras por mensajero, a las que respondía de igual forma.

—¿Sospecháis que la nueva abadesa esté implicada en los… acontecimientos de alguna manera?

—Una vez más, confieso mi ignorancia. Si bien, estamos ante un cúmulo de coincidencias que es cuando menos perturbadora. Vamos, mi buen Malembert. A los caballos. Nos aguardan. ¡Ah!, lo olvidaba: te presentaré como mi médico.

—¡Cielo santo, cuánto honor! —ironizó Etienne—. ¿Y cómo voy a aparentarlo, yo que apenas puedo señalar dónde se encuentra el hígado o el corazón?

—Mirando con desdén y diciendo cosas incomprensibles para tu coleto. ¿No es eso lo que acostumbran a hacer los médicos laicos?