Capítulo 1
Dieciocho años antes. Al-Iskandariyah[1],
Egipto, agosto de 1288
El mercader armenio Firuz entornó los párpados por la fatiga. Los últimos tres días de viaje hasta Al-Iskandariyah, que se erguía sobre una lengua de tierra atrapada entre el Mediterráneo y el lago Mareotis, se le habían hecho interminables. La ciudad ya no tenía nada que Ver con la Rakotis egipcia, la aldea de pastores y Pescadores que Alejandro había elegido por su salida al mar y a Europa. Las avenidas se entrelazaban cual tablero de ajedrez, y un largo espigón Unía la parte continental y la isla de Faros.
Vientos ardientes habían barrido las dunas, levantando torbellinos de arena rojiza que parecía incrustarse bajo su piel, a pesar de la banda de turbante con la que se había cubierto la boca. Dos leguas* lo separaban aún de su destino: el puerto. Paso obligado entre Oriente y Occidente donde se compraba y se vendía de todo: especias, animales exóticos, telas, mujeres, secretos… Todo encontraba dueño en este hormiguero humano en el que, si bien los mercaderes venecianos controlaban buena parte del negocio oficial, otro clandestino, aunque igualmente lucrativo, escapaba de su control.
Los géneros que Firuz se había agenciado para vender se resumían en bien poco. Sus mediocres recursos no le permitían invertir en mercancías y el mero trueque le daba apenas para malvivir. Pésimo comerciante, apocado timador y preso, en el fondo, de una honestidad de la que no conseguía zafarse, únicamente había recopilado a lo largo y ancho del mundo murmuraciones insignificantes, vagos chismorreos que, maquillados con habilidad, podrían pasar por información confidencial. Una información irrisoria, a decir verdad. Su aspecto afable y su batería de ingeniosas ocurrencias le abrían las puertas de los poderosos… las de servicio, aunque debía contentarse con eso. Jovial y fingido parlanchín, tenía cierto talento para sonsacar confidencias. Nada incita más a la locuacidad que la impresión de que el interlocutor no duda en confiársele a uno. Es entonces cuando se siente en terreno seguro. Firuz se había aprovechado a menudo de esta particularidad humana. Luego no tenía más que seleccionar lo que le podía resultar útil, ya fuera adornándolo más allá de lo creíble.
Y hoy, ¿qué podía ofrecer que interesara a los cristianos o a los sarracenos? Apenas nada: un chisme de un azacán que había encontrado en Candía[2], posesión veneciana que podía jactarse de albergar uno de los mercados más famosos de esclavos de Oriente y Occidente. El hombre, al que Firuz había vendido por el doble de su precio un cubilete de agua con menta, sintió una repentina simpatía hacia él. Le había confiado que Al-Ashraf Jalil, el hijo de Qalawun, «sultán de Egipto a Tadmor[3] y de Hijaz a Biredjik hasta los confines de la Cilicia», sufría de una enfermedad de Venus[4] contraída de una de sus mujeres. Si era verdadero o falso, grave o benigno, el armenio no tenía la menor idea; lo cierto es que tales cotilleos se propagaban como la pólvora. Con todo, y a pesar de su carácter receloso, el viejo león Qalawun había mantenido hasta entonces su palabra, así como las treguas que obtenía o concedía a los cristianos.
Era de esperar que su hijo siguiera sus pasos[5]. En cambio, si el príncipe heredero fallecía antes que su progenitor, el Oriente cristiano corría el peligro de verse seriamente perturbado. Firuz esperaba encontrar en Alejandría algún comprador para esa «información de primera mano» que supuestamente habría obtenido de un secretario, o mejor, de un médico, habida cuenta de que Qalawun solo contaba con amistades del lado musulmán. Sin duda alguna, la nueva de la inminente muerte de su vástago preocuparía o complacería a muchos, según fuesen o no aliados.
Firuz vaciló. Su camello todavía podía recorrer la distancia que lo separaba del puerto; sin embargo, estaba cansado. La arena roja crujía entre sus dientes y le irritaba las mejillas. Más valía hacer un alto en una de esas chozas de paja y adobe que jalonaban el delta del Nilo. En aquellos sitios se podía dormir por pocas monedas, hincharse de guiso de cordero bien grasiento y degustar apetitosos dulces de sémola de trigo, dátiles, especias y miel.
Bajó el escalón de entrada de la habitación alargada, que servía al mismo tiempo de vivienda, cocina y dormitorio para los clientes. Una cortina de paja pendiente del bajo techo delimitaba toscamente los dos espacios. El frescor de la penumbra, horadada únicamente por los hilos de luz que se colaban a través las estrechas ventanas escarbadas en los muros de tierra parda, le sosegó ligeramente. Un hombre sentado en un rincón con las piernas cruzadas se levantó y se acercó a él.
—¿Qué deseas, viajero?
—Un jergón y algo de comer para mí, y un trabón donde atar mi camello.
Un chiquillo corrió hacia el armenio y le ofreció un cubilete de té negro.
—Allí hay una habitación pequeña donde puedes dormir en paz, pero tendrás que compartirla con él —añadió el hombre de piel bronceada indicando con un movimiento de mentón el rincón opuesto.
Acto seguido desapareció tras la cortina.
Firuz se acercó unos pasos. Era frecuente que lo alojaran con otros extranjeros en la misma habitación. El hombre, en cuclillas, alzó la cabeza. Su piel negra de ébano brillaba del sudor. Levantó una de sus largas y delgadas manos en señal de saludo. La otra reposaba sobre una gran alforja de tela mugrienta. Firuz respondió con un movimiento de cabeza. Una preciosa cabellera levemente ondulada caía en cascada sobre los escuálidos hombros del extraño. Sin duda, se trataba de uno de esos «hombres de tez negra y cabello lacio o crespo» como los calificara Heródoto[6]. El mercader armenio quedó asombrado por la gracia de los gestos del viajero. Estaba sentado a ras de suelo, con las rodillas dobladas hacia su mentón. Daba la impresión de ser muy alto y cenceño. A pesar del calor sofocante del exterior, tiritaba.
—¿Estás enfermo? —inquirió cortésmente Firuz, sin ánimo de ofender al otro huésped.
—Una fiebre de los pantanos[7]. No te inquietes, no es contagiosa. Me refiero a que no corres peligro de infectarte con mi contacto —explicó chapurreando un egipcio acompasado con un agradable acento.
—Por lo que sé al respecto, necesitarías reposar —le aconsejó el armenio.
Una cordial sonrisa estiró aquellos labios agrietados por la fiebre.
—Me consume desde hace años, desde que… No he podido proseguir mi camino. En cambio, el puerto no queda tan lejos.
—Así que tú también vas hacia allí… Iremos juntos mañana, si quieres.
—Si Dios quiere. Tengo sed. Tengo tanta sed.
Firuz le tendió sin pensar su cubilete de té. La espontaneidad del gesto le sorprendió. Por unos segundos, sintió nostalgia de sus años de juventud, en los que la generosidad heredada de su madre le parecía lo evidente. En cambio, el mundo por el que vagaba desde entonces no se prestaba a ello. Le vino a la mente el consejo de un beduino: «No hay mejor manera de que te corten la mano, que tendiéndosela al prójimo».
El hombre tragó ruidosamente el brebaje y soltó el cubilete, que cayó rodando por el suelo. Echó la cabeza hacia atrás, golpeando la pared. Un chorro de sudor le resbaló por la frente, aplastándole el pelo contra las sienes, y Firuz imaginó que su piel estaba transformando en agua el té que acababa de beber.
—Ayúdame a levantarme, amigo —murmuró—. Llévame a un sitio donde podamos tumbarnos.
El armenio lo levantó por las axilas. El hombre negro se aferraba con sus últimas fuerzas a la gran bolsa de tela que descansaba sobre sus piernas. A pesar de su flacura, era enorme y pesado. Firuz le sostuvo como pudo, luchando por no caerse. Intentó hacerse cargo de la bolsa, sin embargo, el hombre se lo impidió arrancándosela de las manos con un gesto brusco. La diminuta habitación que habían alquilado para pasar la noche distaba solo unos pocos pasos. Con todo y con eso, Firuz sudó sangre para llegar allí junto con su carga. El hombre se dejó caer sobre la estera de rafia y se encogió en posición fetal, estrechando su equipaje contra el vientre.
—¿Te duele?
—No. Tengo sed. Y frío.
—Voy a buscarte algo de beber y comer, y luego descansa. Una noche de reposo y mañana estarás en pie.
—¿Por qué te ocupas de mí si no me conoces de nada?
Cierto, ¿por qué? Firuz enmudeció, incapaz de encontrar una respuesta.
—No tengo nada tentador para un ladrón que esté de paso —susurró casi divertido.
—No se me había pasado por la cabeza —dijo Firuz sorprendido por su sinceridad.
El hombre de ébano dormitaba cuando Firuz volvió con una jarra de agua, dos tortas de trigo y una escudilla humeante de sémola, guisantes tiernos y cordero. Parecía estar tarareando en su entresueño. El armenio se acercó. No era una canción, sino una lengua extraña y melodiosa. Sacudió ligeramente el hombro del enfermo, que se despertó sobresaltado.
—Come, compañero de viaje. Tienes que reponer fuerzas.
—No tengo hambre.
—Aun así, come algo.
Este se obligó cogiendo puñados de sémola embebidas de una salsa rojiza con sus largos dedos acabados en uñas rectas.
—¿Dé dónde vienes? —inquirió Firuz—. Si mi pregunta resulta indiscreta, no tomaré a mal tu silencio.
—¿Indiscreta? No, es demasiado tarde, incluso para eso. Nací en la mayor de las islas Dahlak[8]. Era pescador. Hace muchos meses que remonto la orilla africana del mar Rojo. Y mírame, en este tugurio de tierra a las afueras de Alejandría.
—¿Cuál es el motivo de tan largo periplo?
—Este —respondió señalando el bulto apretado contra su abdomen—. Quiero venderlo y deshacerme de él.
—¿Qué es, si es posible preguntar?
—Lo ignoro. Sin embargo, durante todo el transcurso del viaje he sentido su fuerza a través de la tela. ¿Y sabes qué? Ya no lo quiero… o a lo mejor es él el que ya no me quiere a mí —añadió con una sonrisa cansada.
—Come un poco más, vamos, bebe. Luego me contarás tu historia. A cambio, si te apetece, te contaré la mía. No es muy entretenida, pero no conozco otra.
Parecía que aquel africano espigado había consumido sus últimas fuerzas. Fue entrando paulatinamente en una especie de coma, delirando en esa lengua incomprensible y tan dulce. El olor amargo de su sudor invadía el cuartucho haciéndolo sofocante. Temblaba, a pesar de la humedad de la noche.
Firuz lo veló como si fuera un familiar o un niño, tal y como lo había hecho con su madre años antes. No habría sabido explicar la razón. Él, se había distanciado hasta tal punto de las personas, que todos los rostros con los que se cruzaba ahora le resultaban idénticos. ¿Dónde se perdieron sus pensamientos y recuerdos durante la noche de agonía del extranjero? A la mañana siguiente, ya no tenía la menor idea.
Se preguntó si el africano, cuyo nombre jamás conocería, había comprendido que los primeros albores del día serían sus últimos. Hasta ellos llegaba el asfixiante y nauseabundo hedor de los pantanos cercanos, desde donde el eco de violentas sacudidas indicaba de vez en cuando la caza de algún cocodrilo.
—Gracias, compañero —musitó.
—Gracias ¿por qué? ¿Por un té demasiado cargado?
—Gracias por haberme ayudado. La muerte es menos desagradable y aterradora cuando se afronta en compañía de un amigo.
Estrechó las manos de Firuz entre las suyas y señaló con la mirada la bolsa aplastada contra su vientre. Sus ojos, de un hermoso castaño, se apagaron; después, los grandes párpados lisos se cerraron. Una vez más, su mano apretó con fuerza el puño del armenio. Dejó escapar un suspiro y sus labios secos por la fiebre esbozaron una sonrisa desconcertante.
Firuz permaneció allí unos instantes, indeciso. ¿El difunto le acababa de legar su equipaje? ¿Tenía derecho a apropiarse de él? En otras circunstancias habría desvalijado con gusto a un viajero, pero extrañamente vaciló. Solo el pensamiento inconcebible de que si él no lo cogía, el dueño del lugar lo haría de buena gana, lo convenció. Sin ni siquiera examinar el contenido, se la echó al hombro, asombrado por su peso. Partió al alba, rezando por el alma de su fortuito compañero, gracias al cual había quizás recuperado la simpatía por el resto de los humanos.