Capítulo 4
Doce años más tarde.
Norte de España y sur de Francia, mayo de 1302
Alexia de Nilanay se dirigía de nuevo al norte deslizándose por la noche en el interior de graneros y apriscos, hurtando algo de comida. Había evitado los lugares públicos, las posadas y los baños de mujeres. En dos ocasiones, hubiera jurado reconocer de lejos a sus dos acechadores.
Una cuestión la asaltaba sin cesar: ¿por qué Se había visto obligada a convertirse en un animal acorralado? ¿Acaso Alfonso la había engañado? Después de todo, esos dos hombres, ¿la perseguían realmente a ella?
El dinero que había acumulado, al menos el que no había despilfarrado en vestidos, perfumes y superfluas aunque coquetas baratijas, le había permitido regresar a tierras galas. Durante todo el periplo, realizado la mayor parte del tiempo a pie, a veces en carro, cabizbaja y disimulando los cabellos bajo un gorro de labriega, se había convencido de que una vez en el reino de Francia la terrible pesadilla desaparecería. Volvería a vivir, y quizás, olvidaría el horror de aquellas últimas semanas.
Aquel día llegó a Auch ya bien entrada la mañana. Le pareció respirar un aire más reconfortante, más acogedor. Le agradó el bullicio de las calles y se lavó los brazos y la cara en una fuente. Permaneció allí unos minutos, contemplando a los viandantes, a los niños andrajosos que jugaban, a las cotillas que chismorreaban y a los carreteros que rugían para que les dejaran paso libre. Aquel lugar rebosaba vida. Casi la había olvidado ya.
El hambre la asediaba. Extrajo su escaso capital del fondo de su fardel[15] y se adentró en las callejuelas, saltando de vez en cuando para sortear las inmundicias que colmaban los canales centrales. Se paró ante una mujer mayor que vendía refrigerios alineados sobre un gran lienzo extendido sobre el empedrado. Alexia eligió un trozo de pastel de especias y miel y un poco de queso de cabra. La mirada de la anciana se clavó en un punto situado detrás de la muchacha. De súbito, un brazo rodeó con brusquedad la cintura de la joven, apretándola contra un torso duro. Una voz amenazante le susurró en el oído:
—Ahora te vienes con nosotros, preciosa, y sin protestar.
Alexia gritó, dio patadas e intentó arañarle los ojos a aquel hombre, quien la agarró violentamente por la garganta, sofocándola. La anciana recogió sus mercancías y se marchó a toda prisa sin pedir más explicaciones. El silencio se hizo en la callejuela. Se oyeron golpes de ventanas cerrándose y una tranca asegurando una puerta. El pánico se adueñó de la joven. Nadie le prestaría auxilio. Al fondo del callejón, a cinco toesas*, unos escalones conducían a una iglesia. Primero advirtió una sombra deslizarse sobre la piedra: la sombra del segundo hombre. Se acercó, con una amplia sonrisa en los labios, y felicitó gozoso a su compinche con un leve movimiento de cabeza.
Alexia de Nilanay observó cómo su mano acariciaba maquinalmente la daga que pendía de su cintura mientras el otro le oprimía aún más el cuello, impidiéndole tragar. En su pelea por no ahogarse, le sobrevino el leve recuerdo de una ágil maniobra de Alfonso. Se contorsionó consiguiendo girar la pelvis; echó las caderas hacia atrás y golpeó violentamente con la rodilla la entrepierna del hombre, quien gritó como un cerdo, liberándola.
Alexia huyó desempedrando la calle. Sus pies casi volaban. Corrió hasta perder el aliento, torciendo por aquí, girando por allá, hasta precipitarse en el patio de un edificio burgués de dos pisos. La espalda contra el muro, luchó contra un dolor en el pecho que la hacía llorar, y reemprendió la huida hacia el norte.
A las noches de miedo le sucedieron jornadas de marcha, de extenuación. Soñó mil veces con sentarse y esperar. Con esperarles. Con poner fin de una vez por todas a aquel enigma mortal, con ofrecer su garganta a la hoja afilada. Sin embargo, una y otra vez, la ira se apoderaba de ella y reemprendía el camino.
¿Adónde iría? Aunque su vida dependiera de ello, hubiera sido incapaz de precisarlo. Quizás a las proximidades de Montdidier, a una ruinosa granja señorial, al reencuentro de una madre y un hermano que juraron desterrarla de sus corazones si llegaba a poner un pie fuera del patio principal. Y lo puso, asqueada de aquella vida de trabajo ingrato y miseria, desesperada porque en lo más profundo de su ser sabía que la existencia que le esperaba el año siguiente sería idéntica a la del anterior.
Sin embargo, Alexia se detuvo a mitad de camino. El agotamiento que la invadía le sirvió de razonable pretexto para no enfrentarse a lo que sabía no podría soportar: el rechazo, los rostros herméticos y llenos de reproche de una madre y un hermano; los insultos, quizás. Y es que después de todo, tenía que admitir que en realidad el recuerdo de aquellos dos seres, de aquella granja aferrada a la trasnochada arrogancia de sus dos torres cuadradas para evitar sumirse irremediablemente en la decrepitud, sería su último recurso contra la desesperación. Aunque no podía darles por perdidos, prefería no tener que enfrentarse a ellos de nuevo.