Capítulo 10
Abadía de mujeres de Clairets,
Perche, principios de noviembre de 1306
Su comitente le había indicado que se dirigiera a la parte oriental de la abadía. Jean el Pequeño Ferrero tuvo que dar la vuelta al recinto antes de dar con el portalón de los Lavaderos, donde estaba previsto el encuentro. Se trataba en realidad de una puertecilla permanentemente atrancada, por lo que no estaba sometida a la vigilancia de ninguna portera laica. Solo se empleaba para las idas y venidas de los sirvientes. Era plena noche y un frío penetrante le calaba los huesos. Dio un par de tragos a la calabaza rellena de aguardiente y esperó. Tras un ruido de pesadas llaves y el frisar de unas ropas aparecieron ante él dos figuras espectrales. Iban ataviadas con túnicas blancas, velos y unos mantos cuyas capuchas inclinadas hacia adelante ocultaban los rostros. Una voz imperiosa, acostumbrada al mando, emergió en el silencio:
—¿Cómo os llamáis?
—Jean el Pequeño, señora. Me envía vuestro hermano, monseñor de Valezan.
—Que Dios lo bendiga.
—Así sea —añadió el Ferrero.
Después de todo, le pagaban generosamente, así que una mentira de más o de menos…
—¿Cuándo pensáis… acometer vuestra empresa?
—Cuanto antes. Luego habréis de redactarme un mensaje, que únicamente vuestro hermano pueda descifrar, para que este me retribuya la faena tal y como prometió.
—¿Y el cazador?
—Muerto. Puedo ocupar su sitio.
—Y acercaros a ella, bien hecho —un suspiro de arrobamiento llenó el pecho de la monja precediendo a una rotunda orden—: ha de morir, y rápido. Supone una amenaza constante.
—Morirá, y no tengo interés alguno en permanecer rondando por estos lares.
—Lo que nos agrada sobremanera —murmuró la otra religiosa antes de ser interrumpida por un gesto categórico de su compañera.
En el cementerio situado a menos de diez toesas de aquel punto, Aude de Cremont, la tesorera, estaba en cuclillas en un recodo tras la escultura de un panteón. Por mucho que pegaba la oreja, no lograba captar nada de la extraña y clandestina conversación. ¡Qué afortunada coincidencia! Los mejores entretenimientos surgen cuando menos se espera. Una simple migraña de mujer, y resulta que sorprendía a Hucdeline de Valezan, cuyos soberbios andares la delataban a través de la espesa niebla. La priora, flanqueada sin duda por su inseparable Alienor de Ludain, había abierto una puerta de la que se suponía no debía tener llaves y hablaba con un laico. Era evidente que se trababa de una cita secreta. Aunque le hubiera agradado pensar en una debilidad carnal de Hucdeline, la vestimenta del hombre era la de un servidor, no la de un amante. Al menos no uno a la altura de la exigente señorita de Valezan. Por otra parte, resultaba difícil poner en entredicho la disciplina religiosa de la priora. ¡Qué pena! Pero entonces, ¿qué propósito se escondía tras aquel encuentro?
Melisende de Balencourt observó de arriba abajo a la muchacha sentada ante ella. Todo en Angelique Chartier debería desagradarle: su inquebrantable júbilo, su belleza, su bondad, e incluso el afecto cada vez más exclusivo que le profesaba Claire Loquet. A los ojos de la hermana de Balencourt, Angelique era la prueba de lo que hasta entonces había juzgado inconcebible: el mal prescindía de algunas criaturas. Y tanto peor, ni siquiera lograba ejercer poder alguno sobre ellas, siendo repelido por una impenetrable armadura de ángel. ¿Por qué? ¿Por qué esta jovencísima muchacha gozaba de la gracia de ser ahora y siempre una pura, cuando no había hecho nada en especial para merecerlo? Un resentimiento difícil de dominar corroyó a la alta mujer demacrada por las privaciones. Los caminos del Todopoderoso son inescrutables y, a menudo, dolorosos. Hacía mucho que la priora de La Madeleine se arrastraba por el estiércol y se fustigaba literal y figuradamente para recibir tan solo una señal indicativa de que al fin Dios la aceptaba en su seno. Después, podría morir finalmente en paz. Sin embargo, aún no había vislumbrado señal alguna y, de seguro, jamás llegaría a divisarla. Por si fuera poco, esa jornada había de soportar otro castigo: Angelique Chartier le solicitaba con gran humildad y entusiasmo, permiso para unirse a las monjas del claustro de La Madeleine, ya que acababa de pronunciar sus votos definitivos. ¿Qué hacer? ¿Aceptar e inflingirse una permanente convivencia con un ser que, sin pedirlo, lo había recibido todo? ¿O rehusar?
—¿Qué opináis, madre? —insistió Angelique—. Os lo ruego, acepte mi petición. El trabajo en este claustro ha sido toda una revelación para mí. Casi me embarga la emoción al haber sentido aquí hasta qué punto mi elección fue la acertada. Entendedme: el día en que atravesé el portalón Mayor de Clairets, acompañada por mi amado padre (el pobre estaba tan orgulloso de mí, pero tan desolado por perderme), mi vida se iluminó. Sin embargo, me dejé llevar, me dejé mecer, ignorando adónde me dirigía. Únicamente sabía que unas corrientes benévolas velaban por mí. Si tan solo supierais… aunque se me hace muy difícil de describir…
—Si nuestra madre abadesa aprueba vuestra elección… —pronunció Melisende sin tan siquiera desearlo.
—¡Oh!, me ha dado su bendición y me ha deseado que todo salga bien. Es una mujer admirable.
Angelique emitió un leve soplido antes de continuar:
—¿Sabéis que al principio pensé que era demasiado joven…? ¡Cuánto me equivoqué! Ese… ese rostro juvenil encierra una sapiencia milenaria que parece ser depositaría de los secretos de la vida y la muerte.
—Cierto —espetó la priora con brusquedad.
Plaisance de Champlois no le agradaba. La abadesa representaba para Melisende la compasión teórica, aquella prestada tanto a inocentes como a culpables. Ahora bien, hay que haberlo sentido en carnes propias para saber distinguir un grupo del otro.
—Que así sea, pues. Ahora que habéis pronunciado los votos definitivos, sois consciente de que no quedaréis exenta de ninguna de nuestras faenas…
—Eso deseo, desde lo más profundo de mi corazón.
—Entre las que se incluyen los cuidados a nuestros vecinos leprosos.
—Así lo había entendido, madre.
—Acercarse a ellos inspira una gran repugnancia y el olor pestilente de algunos provoca el vómito. La mayoría de los hombres están corroídos por el vicio, y las pocas mujeres que se cuentan tienen mandíbulas de loba[72]. Tendréis que desconfiar, de todos. Nuestra misión para con ellos, tenedlo bien presente, es complacer a Dios. Nada más. Tanto más cuando no existe forma de saber si el mal que padecen es o no un merecido castigo.
Angelique se conformó con asentir ligeramente con la cabeza. La aridez de corazón de la madre de Balencourt era palmaria. Los seres vivían, sufrían y morían sin que ella jamás manifestara la más sutil emoción. Efímero instante, la joven había deseado que la insensibilidad de la priora fuera solo una fachada.
Incluso se lo había confesado a Claire, quien la había regañado gentilmente diciéndole: «Mi querida Angelique. Desde luego, no podríais hacer más honor al angelical nombre que lleváis. Esa rata tiene el pellejo tan insensible como el de un viejo penco, os lo aseguro. En cuanto a su corazón, su inmunda bilis lo consumió años ha».
—También sabréis que nuestras relaciones con el claustro Saint-Joseph se limitan a lo esencial —añadió la priora—, por lo que si tenéis alguna amiga del alma…
—No, madre. Nadie que merezca la demora de mi traslado.
La joven mantuvo la mirada imperturbable, aunque la idea de no ver más a Marie-Gillette d’Andremont la entristecía. Bien era cierto que la ternura de Claire aliviaba su pena en gran medida, pero la arrepentida mostraba a veces un inexplicable hermetismo. Claire, la misma que le había ofrecido su amistad de buen grado, se cerraba de repente en banda, eludiendo sus preguntas mediante bromas. La pobre debía de haber sufrido tanto en su anterior vida que Angelique no podía sino perdonar algunos momentos de duda, de desconfianza incluso. La hermana de Saint-Joseph se esforzaba por tranquilizar a su nueva amiga, garantizándole que ningún engaño mancillaría jamás sus lazos de afecto. Y era optimista en este sentido, pues la animadversión que Henriette le profesaba no parecía atemperarse. ¡Bah!, la joven monja se reía de las pequeñas maldades y las molestas chiquillerías que acabarían por desaparecer.
Melisende de Balencourt suspiró. ¿Acaso Angelique Chartier era la última prueba que le sería impuesta? Esa vaga esperanza era lo único que le daría fuerzas para afrontar diariamente la generosidad y benevolencia de la muchacha.
—Tiene razón, hija mía. Ninguna criatura merece que nos retrasemos más de lo que la caridad contempla. Solo Dios puede reclamar toda nuestra energía y atención. Puede volver a sus labores. La hermana apoticaria estará al llegar. La buena de Hermione está desolada, gozamos todas de tan buena salud que no puede emplear sus plantas medicinales y decocciones con nosotras. Yo siempre lo digo: ¡el rigor del ascesis protege de la mayoría de los males!