Prima acababa justo de terminar. Hermione de Gonvray se separó de las monjas con el pretexto de querer acabar una tarea urgente. La aprensión ya no la abandonaba desde la visita de la abadesa en el herbarium. La hermana apoticaria sabía que tenía suficiente entereza como para hacer frente a Mortagne y resistir a sus sospechas. En cambio, la eventualidad de una auténtica investigación la aterraba.

Atravesó el claustro de Saint-Joseph, con sus suelas de madera resbalando sobre el montón de nieve que cubría los jardines, y se adentró en el pasillo que daba al jardín medicinal, rumiando sus temores. Empujó la puerta central de la cerca que protegía sus plantaciones de hierbas curativas. El corazón le dio un vuelco. Se quedó allí, paralizada.

Una monja yacía sobre uno de los cuadrantes del jardín[121], con las piernas abiertas, la túnica levantada hasta el vientre, la camisa hecha jirones y las medias bajadas sobre unos zuecos manchados de barro. Hermione se obligó a avanzar un paso, después otro. Rodeó a la difunta, cuyo velo había sido arrancado y arrojado más lejos. Su cabeza reposaba en un ángulo imposible. Sus ojos abiertos miraban fijamente a la nada. Un poco de sangre había asomado de su nariz, resecándose en un hilillo sobre una de las mejillas. El pálido cráneo rapado estaba cubierto de ralos cabellos pelirrojos.

Ese rostro cubierto de pecas. El claustro de La Madeleine. Se trataba de una de sus arrepentidas, con la que se cruzaba de vez en cuando durante sus visitas a Melisende de Balencourt. Pero, ¿cómo se llamaba? De repente, a Hermione le pareció de vital importancia recordar el nombre de esa joven. Sin embargo, se le escapaba. La invadió una especie de rabia contra sí misma. Era incapaz de recordar el nombre de esa hermana muerta. La pobre chica había sufrido todas las injusticias: los burdeles y el hambre, la violación y el asesinato. ¡Y para colmo el ordinario desprecio de una apoticaria que ni siquiera lograba ponerle nombre!

Corrió hacia el palacio abacial. Apartó con un gesto a Bernadine, que intentó detenerla, y se precipitó hacia el despacho de su madre, empujando la puerta sin ni siquiera frenar su carrera.

Plaisance levantó la cabeza, estupefacta.

—¿Hermione…? ¿Qué ocu…?

Hermione de Gonvray la miraba fijamente, los ojos y la boca abiertos de par en par. Titubeó y se derrumbó sobre la mesa de trabajo en un ataque de llanto.

La abadesa rodeó la mesa y se abalanzó sobre su hija, intentando alzar su rostro, suplicándole que se explicara. Pero Hermione ya ni la oía. Se ahogaba entre sus lágrimas, mientras repetía:

—No consigo recordar su nombre, madre… Mala, soy mala. Busco, busco… y no lo encuentro…

—Hermione, por favor, calmaos… Yo… Pero decidme qué sucede…

Plaisance de Champlois se enderezó, a la espera de que la crisis de nervios se apaciguara. Se preparaba para lo peor.

Revivir los preciosos instantes con la madre Catherine. Sacar de ahí las fuerzas para seguir adelante. Recordó una canción que a veces tarareaba la bella dama, incapaz de traer las rimas a su memoria. Muerta como las demás. Asesinada, como las demás.

La voz, ronca por el dolor, de su hija apoticaria la trajo de nuevo a la oscuridad del día.

—Está muerta. Una de las monjas de La Madeleine.

—¿Y su nombre es el que se os escapa?

Hermione asintió con un gesto de cabeza.

—¿Acaso no es el colmo de la iniquidad, madre?

—Oh, no, querida Hermione. Si esa pobre chica ha llegado a conocer un poco de justicia en su existencia, ha sido entre estos muros. ¿Cómo…? ¿Dónde…?

—Yace de espaldas, en el jardín medicinal. A juzgar por el ángulo que forma su cuello, le han roto las vértebras. Ninguna mujer de las que conozco sería físicamente capaz de ello. De hecho, un acto de esta índole sugiere un hombre de gran fuerza. A menos que se las hayan quebrado de un violento golpe asestado con un bastón. No he… no he tenido el valor de levantarle los hombros y comprobarlo. Tiene… su túnica está levantada hasta el vientre y su camisa, destrozada.

Plaisance cerró los ojos mientras juntaba las manos. Murmuró:

—Jesús, María y José… ¿qué nos está ocurriendo?

Plaisance de Champlois salió al encuentro del conde de Mortagne y de maese Etienne Malembert con el fin de que Hermione de Gonvray tuviera tiempo para bajarle la túnica a Claire Loquet sobre las piernas.

Mortagne y su médico se acercaron después al cuerpo de la joven arrepentida. Malembert se arrodilló y le levantó la cabeza con suavidad, inclinándola de derecha a izquierda e inspeccionando su cuello. Alzó la vista hacia su amo y murmuró:

—La han desnucado, monseñor. Con las manos.

—Un hombre, pues.

—Y de estructura muy robusta.

—¿Lleva mucho tiempo muerta?

—Con el frío de la noche, me es difícil pronunciarme.

—¿La han…?

—Lo ignoro. Quizás podría responder a esta pregunta si… Necesitaría permiso para levantar un poco su vestimenta.

Mortagne giró un rostro que reflejaba el fin del mundo hacia ambas monjas, inquiriendo con la mirada la autorización de la abadesa.

—Proceded, señor.

Malembert pasó la mano por debajo de la túnica blanca, cuya parte inferior estaba manchada de barro negruzco. Cerró los ojos mientras palpaba la carne gélida y declaró con un tono casi inaudible:

—Me temo que sí.

Plaisance y Hermione se santiguaron. La apoticaria farfulló:

—Pero por qué… en fin, en los jardines de hierbas medicinales…

—Dudo que haya sido asesinada aquí. Mirad las huellas en la nieve y el hielo —aconsejó el falso médico—. No se observa ningún desorden que indique lucha o reyerta, solo pisadas… Dos parecen proceder de suelas de madera planas. Las vuestras. Tres son de botas, las nuestras, y las de un tercer hombre. Mirad, aquí y allá… —explicaba señalando hacia la nieve con el índice—. Esta pisada, muy ancha, que gira en dirección al herbarium, es más profunda que la que vuelve a salir de él. El hombre transportó a vuestra hermana y la abandonó antes de marcharse.

—No ha podido introducirse en el claustro de La Madeleine —replicó Plaisance—. Vi a Claire en el oficio de completas, justo antes de acostarse. ¿Por qué volvió a salir de su dormitorio?, ¿para encontrarse con su asesino?

—Lo ignoro, madre. Ahora convendría trasladar el cuerpo para prepararlo —terminó Malembert.

—Cierto —asintió la abadesa.

La cabeza le daba vueltas. ¿Por qué Claire?, ¿qué relación podía tener esta pequeña arrepentida con Alienor de Ludain y Marie-Gillette, o más bien Alexia de Nilanay? Porque, sin lugar a dudas, todo estaba ligado. Volviéndose hacia el conde de Mortagne, preguntó llena de dudas:

—¿Creéis que puede tratarse de uno de los leprosos?

—Nada permite afirmarlo, mi señora. Ni infirmarlo, de hecho. En cualquier caso, se trata de un hombre robusto.

¿Sería posible que Jean el Pequeño Ferrero estuviera mezclado en este abominable asunto? Plaisance aún se negaba a creerlo. Sin embargo, le asaltó una oscura duda.

—Con vuestro permiso, madre, me gustaría ver a las familiares de vuestra difunta hija, así como a la priora del claustro de La Madeleine.

—Cierto —volvió a repetir la abadesa débilmente—. Hasta más ver, señores. Voy… a proceder al levantamiento de esta infortunada joven.

Cuando los dos hombres estuvieron a solas, Malembert señaló:

—El dobladillo de su túnica, así como el pie de sus medias y sus zuecos estaban manchados de barro oscuro y maloliente. Un barro que conozco por haber chapoteado recientemente en él. Su mano derecha reflejaba varios rasguños, no de los ocasionados por defenderse de un agresor. Sino más bien arañazos de los que se hace uno al raspar una pared.

—Ese detalle ha llamado mi atención, en efecto —comentó Mortagne—. ¿Habrá descubierto la monja la entrada de los subterráneos?

—Eso creo. Iré a comprobarlo esta noche.

—¿Hay noticias de Charles d’Ecluzole?

—Vuestro baile ya debe de estar estacionado a varios cientos de toesas de la abadía. Está preparado.

Plaisance había dudado, pensando que una reunión en su austero despacho le daría la ventaja de estar en su territorio. Allí era dueña. No obstante, una intuición le hizo cambiar de idea. Así, se pasó por la cocina para enterarse del lugar donde podría encontrar al cazador.

Estaba almacenando madera cerca del portalón llamado de los Hornos. Sobre su túnica de espesa lana color burdeos, llevaba una pelliza sin mangas hecha de pieles dispares, cosidas con grandes puntadas de cuerda fina y cogida en la pretina con un pesado cinturón de cuero. No la vio en el momento, así que ella lo observó mientras avanzaba hacia el cobertizo con medio tronco de árbol al hombro. Una fuerza hercúlea. Cuando lo lanzó cerca del grueso tocón en el que estaba plantada un hacha, Plaisance sintió cómo la tierra vibraba por el impacto. El cazador se giró y agachó la cabeza como tenía por costumbre. Plaisance se acercó unos pasos:

—Jean el Pequeño…

—¿Sí, madre?

—Necesito ver vuestros ojos.

Dudó un instante y alzó la cabeza. Era tan alto, tan ancho, que la abadesa pensó que podría matarla de un simple revés de mano. Sin embargo, curiosamente, no sentía ningún miedo.

Ella era tan frágil, tan menuda. Pero una fuerza inflexible irradiaba de su interior. Una ternura casi dolorosa invadió a Jean el Pequeño Ferrero. Dios, al que tanto había temido y al que tanto había invocado preso de la desesperación, por fin se le había manifestado. Dios lo había llevado hasta Clairets. Y era en Clairets donde Jean el Pequeño debía saldar su pesada deuda. Le penetraba una ternura infinita por esa chica tan joven que, sin saberlo, le permitía purificar su alma. ¿Era un milagro? Quizás. ¿Lo presentía ella? Seguramente no. ¿Qué importaba? Nada. Jean el Pequeño estaba reuniéndose con Él, de eso estaba seguro.

—Cazador, acaban de encontrar a una de mis hijas del claustro de La Madeleine. Tiene el cuello roto. Ha sido… en fin, según Marie-Lys, nuestra hermana enfermera… no tiene ninguna señal de golpes. En cambio, ha conocido carnalmente a su agresor. A menos que la haya… tomado después del óbito.

El cazador se persignó antes de murmurar con una voz suave:

—Descanse en paz. ¿Por qué…? ¿Soy sospechoso?

—El conde de Mortagne va a interesarse en las próximas horas por todos los hombres especialmente fornidos. —Puso la mano sobre la manga de su saya[122]—. Jean el Pequeño, os lo pregunto ante el Todopoderoso: ¿os habéis cruzado en el camino de esa arrepentida, ayer noche?

La pequeña mano pálida y helada le quemaba a través del grueso tejido de su túnica. La abadesa le había hecho la pregunta con una voz amistosa, exenta de amenazas. Lo reunía con el Altísimo. No podía ser de otra manera. Sonrió ante aquella turbadora mirada aguamarina y respondió:

—No. Lo juro ante Dios. Mi señora, no tendré la indecencia de haceros creer que estoy libre de pecado. Los he cometido más a menudo de lo que hubiera deseado, y tan despreciables que moriría de vergüenza si os los revelara. La mayoría me fueron ordenados, encargados, lo cual no supone excusa alguna para mí. No obstante, nunca he fallado a mi fe.

Ella suspiró, con la boca entreabierta, mientras susurraba:

—No puedo recibir vuestra confesión, puesto que no he sido ordenada. No sé si he de lamentarlo. Quizás os hubiera podido ayudar. En cambio, os estoy agradecida por el alivio que me acabáis de ofrecer.

Que no dudara un solo instante de su sinceridad, que no exigiera más de él que un juramento sirvió para resarcirlo de años de sufrimientos; sintió ganas de caer a sus pies con una gratitud infinita. Se retuvo porque entonces tendría que renunciar a la exquisita quemadura de esa mano posada sobre su manga.

—Jean el Pequeño, ¿qué asunto os traíais con Hucdeline de Valezan la noche que la visteis en el portalón de los Lavaderos?

—Tenía que entregarle un mensaje de su hermano, monseñor Jean.

Tuvo la sensación de que una sombra maligna se ceñía en derredor. Sin embargo, no dudó de que el cazador la estaba protegiendo.

—¿Conocíais su contenido?

—No —mintió, porque entonces tendría que haber confesado el resto, y la mano habría desaparecido para siempre.

El resto era asunto suyo. La joven nunca lo sabría, siempre que él pudiera evitarlo. Era un regalo que le ofrecía a aquella mirada, para que su luz jamás se oscureciera.

—Tendré que informar de nuestra conversación al conde de Mortagne.

—Proceded, madre, como sea justo y necesario.

Ella le dedicó una sonrisa cansada y declaró antes de alejarse:

—Cuidaos, cazador.

—Dios está con vos, madre…

Esperó a que se alejara unos pasos y murmuró en voz muy baja:

—Y por fin yo le sirvo. Gracias a vos.

Siguió con la mirada la menuda silueta hasta que desapareció por detrás de la cocina.

Extraño. ¿Qué había sucedido? Era incapaz de poner nombre a su metamorfosis, la que se produjo hacía una eternidad, mientras descargaba el gamezno que acababa de abatir. Lo recordaba con todo detalle. Las ascuas de uno de los absidiolos dibujaban una especie de aura alrededor del rostro de la abadesa. De repente pensó que los ángeles debían de parecerse a ella. La sangre del animal muerto se secaba sobre su hombro, ennegreciendo el cuero de su sobreveste a la altura del pecho. Tuvo la vaga sensación de que las infinitas diferencias entre ambos se resumían en eso: ella, luz y calor; él, sangre y muerte. Y de pronto, comprendió, creyó comprender. Dios le enviaba un mensaje que debía aprehender rápidamente antes de que se volatilizara; Él le mandaba esa señal que había anhelado recibir durante toda su vida. Por eso, estaría eternamente agradecido a aquella mujer tan joven. Sin ella, Dios jamás le hubiera hecho sentir su voluntad. El mensaje era simple, evidente: Jean el Pequeño era salvaje, y salvaje sería para siempre. Pero el Señor necesitaba a bestias que protegieran a sus más preciados corderos. La sangre, la muerte, por la vida de ella, y por su propio perdón. Jean el Pequeño no había quedado embriagado, ni siquiera reconfortado. Había quedado trastornado sin esperanza, sin deseo de retorno. Debía proteger a los corderos de Dios frente a los demás predadores. Frente a las fauces que querían despedazarlos para que la luz muriera por completo. Romper las mandíbulas entre sus grandes y robustas manos.

Hucdeline de Valezan volvió a leer por quinta vez la misiva que le había hecho llegar con la mayor discreción el mensajero de la abadía. Lo había recompensado con algunos dineros, segura de que su hermano había sumado su generosidad a la de ella. Detestaba a aquella gente de librea sin honor, sin grandeza. Participaban en una buena obra, y lo único que les preocupaba era encontrar la manera de pagarse una botella en la taberna más cercana. ¡Bellacos! Vivían como lo que eran: puercos.

Mi hermosa y muy amada hermana:

A juzgar por las nuevas que me trae vuestro mensajero, mi sicario no ha dado muestras de la eficacia que yo deseaba para nosotros. Esta vil raza bajuna no cesará de sorprenderme e indignarme. Son la viva imagen de sus propias taras: necios, despreciables y simples esclavos. No os llenéis de impaciencia, por muy legítima que esta sea. Seguid el consejo de vuestro hermano que ansia vuestra sonrisa, vuestro resplandor. Una horda de estos repugnantes leprosos estallará en poco tiempo. No salgáis bajo ningún pretexto. Muchos serán los atravesados por estacas y vos sois, luz mía, la única persona cuya muerte me desolaría.

En lo más profundo de mis sueños, en lo más inesperado de mis días, recuerdo nuestros juegos, nuestras noches. Ninguna de las que he vivido desde entonces ha sido tan ardiente.

Permaneceré mi vida entera a vuestro lado. Os beso la frente, sin olvidar el resto. Destruid esta misiva al igual que las demás.

Vuestro fiel amante,

Jean.

Luchó contra la náusea que le provocó la lectura de las últimas líneas. No quería volver a pensar en esa ignominia. Había sido la amante de su hermano durante años, hasta que ingresó en Clairets para vivir su fe, con el fin de huir de él sin que pudiera percibir toda la repulsión, todo el terror que le inspiraba.

Su supervivencia la había logrado a cambio de una obediencia absoluta. Se había sometido. Jean era capaz de todo. No. Era capaz de lo peor, solo de lo peor. Un demonio. Un demonio infinitamente inteligente y sutil. Pero un demonio que podía ofrecerle aquello con lo que soñaba desde hacía mucho tiempo: Clairets.

No obstante, por mucho que rebuscara entre las palabras, las girara de todas las formas posibles, nada había en ellas que aludiera al reciente óbito de Alienor de Ludain. Una profunda aprensión se mezclaba con su perplejidad. Solo Jean podía haber ordenado herbolar a su superiora. Por otro lado, esa perspectiva la dejaba petrificada: su encuentro secreto con Aude de Cremont la había protegido del tósigo. Sin aquella entrevista confidencial, Hucdeline también habría saboreado los dulces de ciruela. Habían colocado siete en el cacillo, junto a los cubiletes con sus infusiones. Una pregunta la atormentaba desde hacía días: ¿habría corrido tal riesgo su hermano?, ¿habría ordenado el asesinato de Alienor a riesgo de matar a su hermana? Una pavorosa incertidumbre la consumía desde hacía días: ¿se habría propuesto Jean hacerla desaparecer?, ¿qué imperiosa necesidad podría empujarlo a desear la muerte de su hermana? Ni bajo tortura confesaría jamás los años de incesto a los que había sido sometida y él lo sabía bien. Hucdeline lo temía demasiado. El terror en el que la había mantenido todos esos años de infancia y adolescencia la asaltó de nuevo.

¿Y si Jean no fuera el instigador de aquella artimaña?, ¿y si otra sombra intentaba asesinarla?

Acercó con mano temblorosa la candela a la epístola y cambió de parecer. Capaz de lo peor. ¿No lo eran ambos? Conservaría aquella última misiva para poder callar a su hermano, en caso necesario.

Plaisance de Champlois aguardaba. Ninguna de sus preguntas había obtenido, hasta ahora, respuesta alguna. La vida parecía haber abandonado a la joven que se encontraba frente a ella: Henriette Viaud. El rostro antaño armonioso de su hija había adoptado el color de la cera, y unas enormes ojeras violáceas subrayaban sus ojos. Por momentos, pasaba la lengua sobre los secos labios y unos temblores nerviosos le agitaban los dedos.

—Mi querida Henriette, entiendo vuestra aflicción. Estabais tan unidas… Necesitamos vuestra ayuda para poder esclarecerlo. El conde de Mortagne y yo misma estamos haciendo pesquisas. El infame asesino de Claire será castigado tal y como lo merece.

Solo le respondió un movimiento de negación.

—Os lo aseguro —retomó la abadesa.

La mirada de Henriette por fin se posó sobre ella, y un extraño fulgor la iluminó, fugazmente. Murmuró:

—No podréis. Nadie podrá.

—¿Acaso lo conocéis? Os lo suplico, hija mía, su nombre. Dadme su nombre, y será expiado.

Otro movimiento de cabeza. Otra negación. La joven cerró los ojos, su cabeza se inclinó lentamente hacia delante. Se cayó de la silla.

Plaisance saltó y se abalanzó sobre ella. Presa del pánico, le tomó el pulso y gritó:

—¡Bernadine, rápido! Se ha desvanecido o peor…

Aunque de corta duración, el desvanecimiento de Henriette preocupó a muchos temerosos de un nuevo envenenamiento. Mortagne intentó a su vez interrogar a la amiga de Claire Loquet. Se le opuso la misma coraza de doloroso mutismo. Cuando acompañó a la joven monja a las puertas del claustro de La Madeleine, hizo un último intento:

—Mi señora, me han informado de vuestros lazos con vuestra hermana. Creed que conozco la prueba devastadora que supone el óbito de un amigo.

Henriette lo miró fijamente. Sin embargo, él tuvo la nítida impresión de que no lo veía. Ella sonrió y precisó:

—Sabéis, mi señor… Ahora tengo la certeza de que éramos hermanas de sangre. ¿No es magnífico?

No comprendió lo que quería decir. No obstante, una tristeza difusa le disuadió de insistir. Rezó para que no estuviera perdiendo la cabeza y pensó en el suplicio que él mismo sufrió tras la muerte de su esposa. La saludó y declaró muy suavemente:

—Cuidaos mucho, señora. Ese es, casi puedo oírlo, el mayor deseo de vuestra amiga… de vuestra hermana.

El día que murió Claire, Melisende de Balencourt había dejado su celda de la planta baja para ir al dormitorio.

No pegó ojo en toda la noche, no más que la anterior. Espió el menor ruido, el aliento más ligero. Solo faltaba uno, el de Claire. Uno solo y el universo perdía su sentido. La espantosa desazón que le había causado la violación y asesinato de su hija la había sorprendido antes de afligirla. No era tanto el verdadero afecto que sentía por Claire lo que ocasionó la vorágine que se formó en su interior. El deceso de Claire era la señal que tanto había esperado. Y esa señal la contradecía, a pesar de los infatigables esfuerzos que había hecho durante todos aquellos años. Porque Claire debía ser salvada. Melisende de Balencourt estaba segura de ello. Claire tenía la profundidad de alma necesaria para que Dios se dignara a recompensarla con un milagro. La hermana Balencourt había llegado a la convicción de que si lograba salvar a Claire, se salvaría con ella. Pero ya no habría ningún milagro. Ya nada podría salvarla.

Debió de sumergirse en una especie de duermevela. En su mente desfilaron aquellas imágenes, los sordos ecos que combatía día a día con tesón. La siniestra mansión de los Balencourt, el frío implacable, el hambre tenaz que les imponía su padre. Las «procesiones nocturnas», tal y como las llamaba él. Descalzas, solo tapadas por su fina camisa, debían recorrer cada sala del oscuro edificio, pidiendo perdón a Dios por sus faltas a cada paso. El sordo eco de sus pies sobre las gélidas losas. Como tenía ya diez años, Melisende había dejado de preguntarse por la naturaleza de sus faltas. Elodie, cinco años más pequeña, aún se torturaba la mente intentando comprender dónde y cómo había pecado. Una noche, osó averiguarlo preguntando a su señor padre, quien rugió como respuesta:

—¡El pecado original!, ¡sois vosotras!, ¡todas vosotras! ¡Rameras que nos habéis expulsado del paraíso! ¡Fustigad vuestra carne para extirpar al demonio que cobija!

El duermevela de la priora se transformó en pesadilla. Elodie tenía fiebre por una infección de pecho. Melisende se había tumbado junto a ella, abrazándola con la esperanza de darle calor. Su señor padre había prohibido que se encendiera el fuego. La pequeña caja torácica debilitada se levantaba siguiendo el ritmo desordenado de su respiración. Ardiente de fiebre, la pequeña deliraba:

—Me voy con los ángeles, querida. Estoy tan feliz y, sin embargo, tan apenada de que no me sigas. Oh, es tan bello, hace calor. El aire huele muy bien.

El olor a humedad y moho que corrompía la habitación atoraba la garganta de su hermana mayor.

Un estertor dificultoso se escapaba ahora de la garganta de Elodie. Había hundido la cara en el cuello de su hermana, depositó un beso sobre su cabello y balbució:

—No quiero volver nunca aquí. Sígueme, querida.

Entonces fue cuando Melisende creyó discernir una señal. Tiró la cubierta desgastada que las tapaba y la colocó presionando sobre el rostro de su amada hermana. Largo tiempo.

Su señor padre mandó enterrar a la pequeña apresuradamente. Melisende no esperaba lágrimas por su parte. Pero nunca hubiera supuesto que la única oración fúnebre que caería de sus labios sería: «Dios juzgará sus faltas».

Las procesiones nocturnas se retomaron al día siguiente. Melisende ahora se regodeaba en ellas, permaneciendo horas enteras casi desnuda, en un frío glacial. Elodie volvería para llevársela, dentro de poco, en cuanto pudiera.

Pasaron tres años. Elodie no vino. De repente, Melisende comprendió. Su hermana pequeña temía a su padre. Seguía atemorizada por él, a pesar de sus alas de ángel. Pobre amor. Eso es lo que le impedía regresar para buscarla y llevarla al paraíso.

Una última procesión nocturna. Caminaba tras su padre a tres pasos, descalza, con la piel de gallina por el frío. Él avanzaba en la tenue claridad de su candelero. Habían bordeado la balaustrada del primer piso. La inmensa sala de estar más abajo evocaba un lago de sombra. A un cuarto de toesa más lejos se encontraba la escalera. Se abalanzó sobre su espalda, con los brazos tendidos hacia delante. Un grito, uno solo: el largo grito de pavor de quien dispensaba terror desde hacía lustros.

Melisende de Balencourt se incorporó en su cama, bañada en sudor, sin aliento. Inspeccionó con la mirada la amplia sala plagada de pequeñas celdas delimitadas con telas. Se levantó, obligándose a respirar lentamente. Debía hablar con Henriette, explicarle cuánto las unía la muerte de Claire, cuánto se reprochaba no haber mencionado a la joven las procesiones nocturnas impuestas por su padre. Claire habría comprendido. Ella había sufrido en sus carnes, había conocido el olor de los torturadores. La hermana Balencourt levantó uno de los lados de gruesa tela. La cama estaba vacía. Sobre la manta, un fino trozo de papel con una tosca grafía desmañada.

«Este es mi único pecado. Por él, pido perdón a Claire, a Dios y a todas vosotras. Maldito sea Jean de Valezan. Vuestra hermana que os ama».

Un grito desgarrador. Melisende de Balencourt cayó de rodillas. Remolinos de telas, un estruendo de pasos, de murmullos, de exclamaciones. Una fila de mujeres en camisa se formó alrededor de la cama.

La priora tartamudeó entre sollozos:

—Encontradla, por favor, ¡encontradla antes de que sea demasiado tarde! Avisad enseguida a la abadesa para que el claustro de Saint-Joseph se una a nuestros esfuerzos.

La búsqueda fue infructuosa. Al amanecer, una sirvienta laica encargada de sacar las vacas del establo se paró en seco al entrar en el recinto y descubrir los dos pies calzados de gruesas medias a la altura de sus ojos: Henriette Viaud se había ahorcado.

No se encontró ningún taburete ni caja alrededor que le hubiera permitido trepar tan alto para enrollar la punta de la gruesa cuerda a una de las vigas. En cambio, se descubrieron los zuecos de Henriette cerca de una apacible lechera. El animal le había prestado su costado y su lomo para reunirse con Claire.

Cuando Plaisance de Champlois le remitió a Mortagne la sucinta misiva de la joven muerta, la boca de este se crispó de disgusto al ver el nombre de monseñor Jean.

Se encontraban cerca del hospicio, con las miradas perdidas hacia los establos que habían acogido los últimos instantes de Henriette.

Mortagne declaró como para sí mismo:

—Yo tengo la culpa… Tendría que haber… Sentí que su mente divagaba cuando la acompañé después de nuestra entrevista.

—Pues yo pienso con toda mi alma que ninguna falta por nuestra parte ha contribuido a… a este horror. Habéis de saber que no se trataba de una locura de desesperación que con una palabra, un gesto, podríamos haber detenido. Intuyo más bien que una decisión largamente reflexionada la llevó… a esto. No deseaba continuar viviendo sin Claire.

—¿Está maldita?

—Rezaré hasta el fin de mis días para que sea perdonada. Lo será. Dios es amor.

—Amén.

Un silencio de dolor se instaló entre ambos. De pronto, Mortagne volvió en sí y maldijo entre sus mandíbulas apretadas:

—¡Maldita sabandija, vas a pagar cien veces por lo que has hecho, por la muerte de Cristo!

Tras estas palabras se dio media vuelta, sin pedir disculpas por su blasfemia, ni tan siquiera despedirse.

Etienne Malembert se reunió con el conde en su aposento de la hospedería. Este se encontraba ante la lumbre que chispeaba en el hogar, con los brazos cruzados en la espalda, el aspecto serio y preocupado.

—Os veo muy sombrío, mi amo.

—¿Sombrío? El término es muy apropiado. Rabioso, también.

—¿Rabioso?

—Sombrío porque los crímenes de estas pobres monjas, sin contar el de la superiora, me encolerizan. Rabioso porque siento que estamos siendo manipulados.

—¿Manipulados de qué forma?

—Por una mano hábil y especialmente demoníaca.

—¿La de monseñor Jean?

—Sin ningún género de dudas. Intento ensamblar las piezas diseminadas de las que disponemos. Excluyamos la parodia de revuelta de leprosos que nos ha permitido introducirnos en Clairets. La madre de Normilly fallece el pasado invierno, de manera totalmente inesperada, siguiendo a su esposo, el cual se encargó del paquete que compramos en Acre y se negó, para protegerlo, a entregarlo a Valezan. Francisco de Arévolo, quien también falleció prematuramente, se lo había aconsejado.

—No olvidemos que maese Beranger de Normilly dejó un cofre con el contenido de la alforja al cuidado de su mujer, encomendándole que no se lo entregara, llegado el caso, a nadie salvo al rey de Francia.

—Exacto. Sin embargo, la madre Catherine nunca se deshizo de él, al menos según mi conocimiento. Así, tenemos todos los motivos para creer que este cofre se encuentra aún en los túneles.

—Monseñor, la pregunta que me planteo desde hace años es la siguiente: ¿por qué tantos cálculos, tantos dramas, tantas muertes en torno a unos huesos ennegrecidos y unos fragmentos de piedras? Si se tratara de una reliquia santa, no habría provocado tantos complots, tantas efusiones de sangre. No acabo de salir de este enigma.

—Pues ya somos dos, mi buen Malembert. Prosigamos con lo que sabemos: Alfonso, el hijo de Francisco de Arévolo, ahijado de la madre de Normilly, es degollado. Su… dama de corazones no es otra que Alexia de Nilanay, que aquí se hace pasar por una tal Marie-Gillette d’Andremont. A su vez, es perseguida por unos sicarios y solo le debe su salvación temporal a un recuerdo confuso: Alfonso le habló de Clairets y se refugia allí. Angelique, una monja que se le parece como una hermana gemela, es estrangulada. Una equivocación. Encuentran a su lado una matraca de leproso, que según piensa la abadesa fue dejada a propósito por el asesino para hacer creer en la culpabilidad de un gafo. Al mismo tiempo, el cazador de la abadía es asesinado e intentan hacer desaparecer su cadáver carbonizándolo. Un supuesto pariente, Jean el Pequeño Ferrero, le sustituye improvisadamente afirmando que su buen primo se recupera de una herida. Tal mentira me lleva a pensar que Jean el Pequeño Ferrero ha matado al antiguo cazador con el fin de ocupar su lugar. Después sabemos que nuestro Ferrero se ha reunido de noche, y de forma clandestina, con nuestra querida Hucdeline de Valezan, con el propósito de entregarle un mensaje de su bienamado hermano, monseñor Jean, quien nunca digirió que fuera excluida de la función de abadesa. ¿Por qué?, ¿por devoción fraterna o porque, con su hermana convertida en abadesa, se aseguraba de que los secretos que guarda desde hace tiempo no saldrían nunca de Clairets?

—Esto sugiere que Jean el Pequeño es uno de los esbirros de monseñor de Valezan. De ahí a creer que se trata del asesino de Angelique y por qué no de las demás, incluida la arrepentida, Claire…

—Solo hay un paso. Más aún cuando los músculos que he vislumbrado bajo su pelliza lo hacen muy capaz de ello.

—Entonces habría abandonado la matraca para incriminar a uno de los leprosos. Pero, ¿por qué habría acabado con la vida de Alienor de Ludain, la superiora de la hermana Valezan y amiga predilecta?

—Según la abadesa, Hucdeline de Valezan deseaba para sí una priora un tanto más prestigiosa que la hermana Ludain en cuanto fuera abadesa. Además, Alienor debía de conocer muchos secretos. Peligrosos secretos.

—Y la han apartado haciéndola callar para siempre. Vuestras sospechas sobre esa tal Hermione de Gonvray, la apoticaria, ¿se desvanecen, pues?

—No estoy muy seguro. Pudo haber elegido y suministrado perfectamente el cólquico. Esa mujer oculta algo, me jugaría el cuello. He de interrogar al nuevo cazador inmediatamente.

Bernadine Voisin, la secretaria particular de la abadesa, trémula, agotada por el sueño que la rehuía desde hacía varias noches, se deslizó hasta la iglesia abacial de Notre-Dame. Rezaba postrada ante la alta Virgen de madera pintada, sollozando entre sus manos. Acurrucada tras uno de los pilares del ábside, la secretaria sentía que se asfixiaba, llena de remordimientos. De miedo también. ¡Dios Todopoderoso!, se había descarriado, con engaños, mentiras, traiciones. ¡Pobre loca! Era su culpa, su gran culpa si Alienor de Ludain estaba muerta. Y las demás también, quizás.

La anciana se levantó presa del pánico: otras fallecerían si no actuaba. Ya no podía permanecer callada. No importaban las consecuencias.

Cuando Mortagne lo encontró, Jean el Pequeño Ferrero estaba sentado sobre un gran tronco de madera apoyado contra el muro de los hornos, arreglando sus cajas trampa1, sus señuelos para grajas y sus lazos para conejos. El titán se levantó, se descubrió y saludó con parsimonia, indicando así respeto pero no servilismo. A Mortagne no se le pasó por alto. Señalando el montón de cajas de madera, el conde preguntó:

—¿Tantas garduñas apresas?

—Y tanto. Tengo permiso de la abadesa para vender su piel en mi propio lucro. Además, se comen los huevos y devoran a los gazapos, los pollos de faisán y hasta los lebratos, esos malditos. Solo las lechuzas de campanario[123] o algunos búhos consiguen cogerlos. Esos bichos son malos como la sarna.

—¿No será más bien tu primo el que ha obtenido ese privilegio? ¿Cómo se encuentra?

Jean el Pequeño Ferrero lo miró con insistencia y respondió lentamente:

—Se está recuperando.

—Qué pena para ti, porque entonces retomará pronto su lugar aquí. ¿La caza de ayer fue fructífera?

—¡Ya lo creo, monseñor! Dos buenos corzos.

—Sin embargo, se come poca carne en este sitio.

Jean el Pequeño sacudió la cabeza en signo de aprobación. Con su gorro de caza aún entre las manos, se preguntaba: ¿qué quería el conde?, ¿lo enviaba la abadesa para sondear a su cazador? No. Jamás la creería capaz de tal doblez y cobardía.

—La repartimos, por orden de nuestra madre. Posee el corazón más grande de todos los que he conocido hasta ahora —añadió lentamente.

Agachó la mirada y Mortagne estuvo seguro de que trataba de disimular su emoción.

—Cazador… iré directo al grano. Has de saber, primero, que la abadesa no me envía. Ostento el poder de administrar justicia y lo ejerzo con su permiso, eso es todo. Mis sospechas recaen sobre ti, serias sospechas. Estoy casi seguro de que mataste a Nicol el Garzón para ocupar su lugar y que actuaste así para complacer a monseñor de Valezan. ¿Le tienes tanto miedo que acaso temes nombrarlo?

Jean el Pequeño alzó la cabeza y sus labios se estiraron esbozando una mueca a modo de sonrisa.

—¿Miedo de Valezan? Ni hablar. No necesito a esa carroña para nada. Ni sus oropeles sagrados impiden oler su apestosa alma. Me prometió cincuenta libras por entregar un mensaje a su hermana, ocupar el sitio del antiguo cazador y esperar aquí nuevas órdenes. Fue hace tanto tiempo que casi ni me acuerdo…

—¿Tanto tiempo?

—Dos meses. Una eternidad. Han pasado tantas cosas desde entonces… —terminó el gigante en un murmullo.

—La madre de Champlois me ha contado que le salvaste la vida durante la revuelta de los leprosos. Te propongo entonces un trato, cazador, del que jamás nadie más que nosotros oirá hablar: una vida por una muerte. La vida de la abadesa a cambio del óbito de tu… buen primo Nicol el Garzón. Estamos en paz sobre ese punto. En cambio, si llegara a pensar que asesinaste a las demás, a las monjas, o violado a una de ellas, te esperaría la horca.

Jean el Pequeño sacudió la cabeza de nuevo y replicó aséptico:

—Tengo un aspecto muy desagradable, y no pretenderé estar libre de pecados, cual recental acabado de parir. Pero nunca he violentado a ninguna mujer y, mucho menos, a ninguna religiosa. He pagado a bastantes por el placer de la carne y las he engañado como un charlatán, lo admito. Pero nunca he usado la fuerza contra una hembra. Quede maldito en este mismo instante si no digo la verdad.

Mortagne lo escrutó con la mirada. Curiosamente, le creía.

—¿Qué sabes que nos pudiera ayudar? ¿Qué sabes que pudiera ayudar a la madre Plaisance?

—No gran cosa, salvo que encuentro a los escrofulosos muy tranquilos. No era de extrañar que se reventaran las caras por unas menudencias. Desde hace días, parecen una banda de angelitos. No me sorprendería lo más mínimo que estuvieran tramando un asunto turbio.

—¿Un nuevo levantamiento?

Mortagne recordó lo que Elise de Cremont le había confesado a Malembert durante su encuentro clandestino en el pasaje.

—Humm… Una majadería o una astucia, según se mire —opinó el cazador.

Al conde no le sorprendió que hubiera dado de lleno en cuál era su preocupación. Ferrero era inteligente, sus respuestas así lo demostraban. Mortagne resumió:

—¿Una majadería porque los atraparían o aniquilarían al instante?

—No… porque saben que vuestros hombres de armas están aparcados no lejos de aquí.

—¿Cómo es eso? —se preocupó Aimery de Mortagne.

—Pues, a vuestro parecer, ¿de quién lo sé? De sirvientes laicos que divulgan la más mínima información sacada de aquí o allá. Y si me lo han dicho a mí, hay posibilidades de que hayan departido con otros.

Haciendo un enorme esfuerzo, el conde preguntó:

—¿Y dónde estaría la astucia en esta historia?

—Si sumáis los leprosos guerreando, las monjas corriendo por todas partes, sirvientes armados pertrechados y hombres de armas…

—Tenemos una masacre cuyo único objetivo es…

—La masacre, monseñor, y es un antiguo soldado quien os lo dice. A propósito, la priora de Valezan ha recibido un nuevo mensaje hace poco. ¿Quizás su buen hermano le aconsejaba encerrarse en su despacho al primer signo de revuelta?

—Y esta misiva, ¿a través de qué intermediario?

—El mensajero de la abadía. No tiene gran cosa que hacer últimamente, así que se busca ocupaciones.

—Malembert se encargará de él.

—Ah sí, vuestro excelente médico laico —ironizó el cazador.

—Ahórrate tus comentarios, hombre.

—Os pido disculpas, monseñor.

Mortagne se disponía a dejarlo cuando el cazador casi le imploró:

—Protegedla, os lo ruego.

El conde no necesitó preguntarle quién merecía tal absoluta devoción: Plaisance de Champlois.

Volvió apesadumbrado a la hospedería. La masacre por la masacre. A menos que imaginara que los gafos se hubieran visto asaltados por una locura sanguinaria, aquella carnicería tenía otro objetivo. Un crimen premeditado que debía pasar inadvertido. De repente, Mortagne se precipitó. Llegó sin aliento al aposento de Malembert y gritó:

—¡Ensilla un caballo! ¡Corre a rienda suelta! Quiero a Charles d’Ecluzole y una decena de sus valientes secuaces frente al recinto de los leprosos en la mayor brevedad. Hemos de aplacar la revuelta antes de que estalle. Es un subterfugio y apuesto a que la única víctima designada no es otra que la mismísima abadesa.

Hermione de Gonvray se desentumecía delante de la pequeña chimenea del herbarium. El béquico[124] de angélica, borraja y violeta que le había ofrecido a Bernadine, temblorosa de fiebre, había calmado la tos ronca de la anciana. Hermione había encontrado poco antes a la secretaria de la abadesa ante su mesa de preparaciones, aterida de frío.

—Tengo la impresión de que ya estáis casi repuesta, mi buena Bernadine —se felicitó—. Debéis cuidaros más.

—No lo merezco —respondió esta con una voz llena de desesperación.

—Bueno, bueno… ¿qué locura es esa? —le riñó la apoticaria con amabilidad.

—Estáis a cien leguas de imaginarlo, mi querida Hermione.

Hermione de Gonvray sintió que un verdadero pánico se había adueñado de la anciana.

—Hermana… la confesión es el único remedio para los dolores del alma.

Bernadine agachó la cabeza. Una lágrima cayó sobre sus manos cruzadas, y después otra.

—Tenéis ante vos a una felona, Hermione… Semejante término parecía tan desmedido en referencia a aquella débil anciana que la apoticaria retuvo una sonrisa. Iba a lamentarlo.

—He traicionado a conciencia a nuestra madre. Yo… a mi parecer, ella no poseía la talla necesaria para dirigir nuestra espléndida abadía. Ya sabéis cuánto amé y respeté a la madre de Normilly. Sabéis que la habría servido gozosamente hasta mi último aliento. Habría ido hasta el fin del mundo con el único fin de ayudarla lo mejor posible. Qué mujer, qué ser excepcional. La madre Plaisance… Pensé que solo se trataba de una chiquilla que se había ganado el corazón de la madre Catherine de Normilly a fuerza de caritas fingidamente cariñosas y adulaciones.

Con la boca seca de aprensión, Hermione de Gonvray preguntó con suavidad:

—¿A qué os referís exactamente con «traicionar a conciencia»?

Bernadine irguió la cabeza y se enjugó las lágrimas con el revés de la mano. Con voz temblorosa explicó:

—En… En realidad, me pareció que Hucdeline de Valezan era infinitamente más adecuada para esa función. Cierto es que resulta arrogante, pero precisamente esa arrogancia le permitía hacer frente a las circunstancias con brío. Hucdeline… no os engañéis, es una mujer de gran fe. Su visión para nuestro monasterio, los proyectos brillantes que había imaginado… me sedujeron. Vi en ella a la digna sucesora de la madre de Normilly y la madre de Rotrou, a la que conocí antes de ella.

—¡Dios mío! —resopló Hermione—. ¿No os dais cuenta, querida Bernadine, de que Hucdeline no piensa más que en su gloria y en la de su hermano?

—Os equivocáis —interrumpió secamente Bernadine—. Soy una de las pocas en quien ha depositado su confianza y os lo afirmo: no ama tanto a su hermano. Es más, en ocasiones he tenido la persistente sensación de que lo temía y recelaba de él.

—No obstante, enarbola fácilmente su poder. ¿Será solamente un espantajo destinado a desalentar de antemano a sus oponentes?

—No me he refugiado en el herbarium para discutir sobre estrategias —murmuró Bernadine—. Hermione, sois una de mis hermanas preferidas. Vuestra inteligencia, vuestra dulzura y vuestra discreción son incuestionables. He… he sentido, a veces, que albergabais un terrible dolor… Nada comparable a esta loca de Balencourt. Quiero decir, un dolor constante, una cruz…

Hermione se tensó y permaneció muda.

—Esto me hace esperar, no vuestra comprensión, puesto que dudo que admitáis una conducta reprobable, pero al menos vuestra compasión y ayuda.

—Si os las puedo ofrecer, por mi honor que son vuestras, hermana.

—Yo… —comenzó Bernadine luchando contra un nuevo ataque de llanto—. Acepté informar a Hucdeline de Valezan de cualquier movimiento o acto de nuestra madre, su correspondencia, la identidad de sus visitantes. He llevado la ignominia hasta escuchar detrás de su puerta y leer su correo.

—¡Cielos! —murmuró Hermione—. Qué… infamia…

—Lo sé. Aún hay más. Mucho peor.

—Me dais miedo.

—Vuestro temor está justificado. Soy cómplice en el envenenamiento de Alienor de Ludain.

—¡Cómo!, ¿Hucdeline sería la asesina?

—Esa es la horrenda sospecha que me corroe. Si su culpabilidad se evidenciara, me ha utilizado. No se lo perdonaré jamás, porque, a pesar de sus defectos de carácter, tenía fe en ella.

—Por favor, explicaos… ¡no sé qué pensar!

—Poco antes de esa horrible cena durante la cual Alienor se derrumbó en el refectorio, Hucdeline me pidió que fuera a solicitarla al despacho con el pretexto de que nuestra madre necesitaba su llave para poder disponer de su sello. Después, dijo haber ido a la biblioteca.

Totalmente confundida, Hermione le pidió:

—Volvédmelo a explicar, os lo ruego.

—Por la mañana, después de tercia, Hucdeline de Valezan vino a verme. Su plan, o al menos el que me presentó, era simple. Quería acercarse a Aude de Cremont con el fin de tantearla sobre un eventual puesto como priora. Alienor no debía saber nada de esto, puesto que su función como superiora, así como su afecto por Hucdeline, podían hacerla esperar tal oficio. Hucdeline la consideraba incapaz, opaca, y yo estaba de acuerdo con ella. El encuentro con Aude estaba acordado. Había que apartar a Alienor, la cual no habría entendido que Hucdeline abandonara su compañía, aunque solo fuese una hora. Así, yo debía llamar al despacho de nuestra actual priora mientras se encontrara con su superiora, y fingir que nuestra madre requería su presencia con premura. Llamé. Oí un alboroto al otro lado. Cuando la puerta se abrió, el malestar de ambas mujeres me sorprendió. Hucdeline me siguió. La dejé en la antesala de sus dependencias y volví al palacio abacial. La terrible sospecha que tengo ahora es que Hucdeline dejó a Alienor con los dulces de ciruela, para darle tiempo de degustarlos sin tener que probarlos ella misma. Si este es el caso, tuvo el buen juicio de presentarlos ante nuestra madre y el conde de Mortagne para así alejar cualquier sospecha de ella.

—¡Ay Dios mío, Dios mío! —gimoteó Hermione.

—Lo he engañado y aceptaré su castigo. No importa, lo merezco. Os necesito, Hermione. Necesito que le contéis esta siniestra y lamentable historia a nuestra madre. Con todo detalle. Lo admito, no tengo valor para hacerlo yo misma. Pero ha de saberlo, ha de defenderse. Estos últimos días me han hecho verlo todo más claro y me han demostrado que yo era una vieja imbécil. Hucdeline no es más que un violento torbellino. Plaisance de Champlois ha heredado la verdadera fuerza de la madre de Normilly y de su predecesora, la madre de Rotrou. La fuerza de los sabios. Nuestra abadesa avanza paso a paso, sin perder nunca de vista el rumbo. La edad no hace la excelencia. Me culpo tremendamente por no haberlo comprendido antes. ¿Me ayudaréis, querida Hermione?

Bernadine Voisin apretó convulsivamente las manos de la apoticaria, mientras esperaba su veredicto con angustia.

—Lo haré —dijo por fin la apoticaria—. Lo haré por la madre Plaisance y por el recuerdo de la madre Catherine, os lo confieso no sin crudeza.

—Sé que no merezco ningún favor por vuestra parte. Sin embargo, os estoy infinitamente agradecida por vuestra ayuda.

Cuando Mortagne empujó uno de los batientes del portón de las caballerizas, el mensajero, armado con creznejas de heno[125], bruzaba los costados de un overo castrado[126] para eliminar las placas de barro dejadas por una cabalgada.

En cuanto lo vio, el hombre se le acercó haciéndole zalemas.

—Monseñor de Mortagne, qué honor…

—No pretendía haceros ninguno —replicó el conde desagradable.

La sonrisa pusilánime y sumisa titubeó. El hombre entreabrió la boca conservando la posición inclinada, pero Mortagne atacó:

—No estoy de humor para la paciencia, rufián. Así que desembucha la verdad ahora mismo, a menos que desees probar el filo de mi daga.

Este se descompuso. Su mirada pasó del arma colgada en el cinturón que ceñía la túnica de gruesa seda, al grave semblante del conde.

—¿Qué…?

—¡Silencio! No me alteres más la sangre largándome sandeces. No repetiré la pregunta. ¿Dónde se halla monseñor Jean de Valezan que tan cómodamente logras transmitir sus misivas a su hermana?

Se leyó un verdadero espanto en el rostro del mensajero, quien farfulló:

—Me matará si…

—Y yo te mataré aquí mismo si persistes en escabullirte.

En un abrir y cerrar de ojos, la daga de Mortagne estuvo contra el pecho del otro, quien dio un paso atrás trastabillándose.

Inquietos por el furor contenido de Aimery de Mortagne y el terror que hacía transpirar al mensajero, los caballos pateaban por el nerviosismo en sus compartimientos.

—¡Habla, canalla! Antes de que te espete. No lo olvides: mi daga está sobre tu corazón, Valezan aún está lejos, puedes escapar de él, mas no de mí.

—Él… Monseñor Jean se aloja en Etilleux, a más de una legua de aquí.

—¡Diantre, está cerca la alimaña!

Así, Jean de Valezan había dejado Roma para estar lo más cerca posible de Clairets, a la espera de la inminente sublevación de los leprosos, a la espera de la muerte de Plaisance de Champlois. Lo que sucedería a continuación era axiomático: irrumpiría con el pretexto de reinstaurar el orden en la abadía saqueada y empujaría el nombramiento de su hermana. Entonces, Clairets le pertenecería. Una fría rabia reemplazó a la ira de Mortagne. Volvió a enfundar su daga y le dijo al lívido mensajero:

—Tu elección es fácil, bribón: corres a rienda suelta a prevenir a tu amo y sus gentes te atraviesan de una estocada (ya no te necesita pues te has descubierto); o callas y tienes una oportunidad de salvar la vida. Tú decides.

Con estas palabras Mortagne se marchó, resuelto a ordenar a Malembert que vigilara al hombre. Si el mensajero hacía algún amago de intentar prevenir a Valezan, sería ejecutado.

Una tenue e insistente llamada a la puerta de su despacho alertó a Plaisance de Champlois. Sorprendida por la ausencia de Bernadine, se levantó y abrió. Una monja, con la mirada asustada, se retorcía las manos delante de ella. ¿Cómo se llamaba aquella ratita alocada del claustro de La Madeleine? Tras los oficios, pasaba rozando las paredes de las naves laterales para salir de la iglesia abacial lo más discretamente posible. Jeanne Boite.

—¿Hija mía? ¿Jeanne?

La mujer se sonrojó, y las lágrimas inundaron sus ojos.

—Madre… madre… no sé si obro bien… Algunas no querían que os avisara… —dijo la arrepentida con voz entrecortada.

—Explicaos.

—Está… ella está… Creo… En fin, creo que ha perdido la razón. Se va a quitar la vida…

La preocupación anegó a Plaisance.

—Pero quién… ¿Quién?

—Nuestra priora… ¡Oh! Madre, debéis intervenir, os lo suplico.

Antes de que la abadesa tuviera tiempo de exigir explicaciones, Jeanne Boite salió disparada y bajó las escaleras a toda velocidad. Plaisance se apresuró detrás de ella, corriendo tan deprisa como le era posible.

El portalón de La Madeleine, de costumbre cerrado, estaba abierto de par en par. AI ver esos dos batientes amenazantes, erizados con pinchos de hierro, abiertos hacia los pobres jardines pelados por el invierno, Plaisance tuvo la certeza de que algo terrible estaba sucediendo dentro de aquellos muros. Jeanne Boite se giró para cerciorarse de que su madre la seguía. Se adentraron en el largo pasillo y se toparon con un grupo de monjas arrodilladas que oraban ante la puerta de la celda de la hermana de Balencourt. Desde el interior se oían rugidos de bestia y el repiqueteo metálico de una disciplina levantada y bajada con fuerza para volver a ser levantada al momento. Jeanne sollozó:

—Os lo suplico… impedídselo, impedídselo… No es mala… no ha podido soportar la muerte de Claire… ni la de Henriette… Se culpa de ellas, creo… Ha echado el cerrojo…

Una infinita calma invadió a la abadesa. Ordenó:

—Corred a llamar a tres sirvientes. Que traigan hachas.

Unas gruesas astillas de madera oscura volaron con los golpes. Los alaridos del interior habían enmudecido. Uno de los hombres acabó la faena con un potente golpe de hombro. La puerta cedió. Plaisance mandó retirarse de forma autoritaria al trío de sirvientes así como a las monjas que se habían mantenido a distancia, para evitar de tal forma que se regodearan en el espectáculo que temía descubrir. Exigió a Jeanne Boite que acudiera a su lado.

Melisende de Balencourt, desnuda de cintura para arriba, espalda, vientre y senos lacerados por las cadenas con las que se había fustigado violentamente, yacía inconsciente sobre el suelo de losas negras. Su rostro estaba hundido en un charco de vómitos. A Plaisance le asaltaron sentimientos encontrados de repulsión y piedad. Pero ganó esta última. Se arrodilló junto al cuerpo torturado y alzó la cabeza en dirección a Jeanne Boite, que estaba petrificada.

—Encontrad a nuestra apoticaria, a ninguna otra que no sea ella. Que Hermione se reúna conmigo provista de ungüentos, un barreño de agua jabonosa y ropa limpia.

La monja la miró fijamente como si no hubiera oído nada.

—¡Id os digo! —tronó la abadesa.

La apatía envolvió a Plaisance. Se dejó caer sentada sobre las losas. La idea de rozar aquel cuerpo descarnado y sanguinolento le repugnaba. No obstante, se obligó a extender las piernas recogidas de la priora y a liberar su brazo de debajo del cuerpo. Esta gimió y entreabrió los párpados. Esos oscuros, insondables y abrasadores ojos que la atravesaban hicieron estremecer a la abadesa. Melisende de Balencourt se incorporó de repente, sobresaltándola. Una sonrisa como nunca le había conocido, una radiante sonrisa de amor, iluminó el rostro de la priora. Una mano esquelética estrechó la muñeca de la joven. La hermana Balencourt balbució con voz extática:

—Querida… por fin… Oh, he esperado tanto, amada hermana. Pero ahora que estás aquí, mi tierna Elodie, todo va bien. Oh… cuánto te he extrañado —su elocución se aceleró. Un flujo de saliva mojó sus labios, goteando sobre la barbilla—. Lo sabía… sabía que regresarías a buscarme, querida. Ha sido largo, tan largo y gélido sin ti. El tiempo de los ángeles no es el nuestro, no te culpo, lo entiendo perfectamente. Por eso me prohibía la impaciencia. Todo eso son solo horrendos recuerdos. ¿Ves?, ya los olvido puesto que estás aquí. Un beso, querida, dame un beso y después nos iremos enseguida. Soy tan dichosa, tan dichosa, Elodie.

Y la hermana Balencourt tendió la mejilla hacia los labios de Plaisance. Y Plaisance besó aquella febril mejilla bañada en lágrimas.

Melisende de Balencourt acababa de sumergirse para siempre en la locura que había rozado desde que acabara con el sufrimiento de su adorada hermana pequeña.

Plaisance de Champlois se ahogó en una pena infinita. Abrazó contra ella a la hética mujer, con cuidado de no avivar el dolor causado por las llagas.

Tras recibir de la hermana apoticaria los primeros auxilios que le devolvieron un poco de su dignidad perdida, la priora del claustro de La Madeleine fue trasladada a la enfermería. La abadesa volvió a subir fatigosamente a sus dependencias en compañía de Hermione de Gonvray. La apoticaria preguntó de pronto:

—¿Qué futuro le espera a la hermana de Balencourt?

Plaisance suspiró.

—Lo ignoro, querida Hermione. Su estado exige un internamiento, por su propia seguridad.

—Las casas de caridad que acogen a los dementes suelen ser prisiones despiadadas, según me han dicho. Los insensatos son tratados con más brutalidad que las bestias, y se les abandona a su suerte.

Plaisance ofreció únicamente un pesado suspiro por respuesta. Hermione insistió:

—Mentiría si pretendiese sentir un profundo afecto por la priora. No obstante, sigue siendo una de nuestras hermanas. Solo un implacable dolor explica…

—¡Por Dios, Hermione! —la cortó la abadesa—. ¿Creéis que es necesario darme lecciones de caridad?

—Claro que no —musitó su hija.

—¿Entonces? ¿Vamos a dejar a Melisende recluida de por vida en una de las salas de la enfermería?

—Sería tratada con todas las atenciones.

—He de reflexionar. La decisión es demasiado importante como para tomarla de forma apresurada.

Caminaron en silencio. Cuando tan solo estaban a una toesa del palacio abacial, Hermione soltó:

—Os pido audiencia, madre.

—¿Ahora?

—Ahora.

—¿Acaso… acaso es tan grave para no poder esperar?

—Lo es.

—En ese caso…

—¡No os creo! —gritó Plaisance golpeando con la mano el pesado tablero de roble—. Bernadine no me habría traicionado jamás en beneficio de Hucdeline. Me niego a dar crédito a esta fábula.

Ofendida, Hermione de Gonvray replicó fríamente:

—Pensad lo que os plazca, mi señora. Me he comprometido, por fidelidad hacia vos, a transmitiros las palabras que Bernadine no osaba formular. Ya está hecho.

La apoticaria se levantó y se dirigió hacia la puerta del despacho.

Plaisance la retuvo:

—Mis disculpas, Hermione. El estupor causado por vuestras revelaciones es la única excusa para mi ímpetu fuera de lugar. ¡Cómo ha podido engañarme de tal guisa! Tenía depositada toda mi confianza en ella.

—Pienso realmente, y sin por ello pretender descargarla de sus fechorías, que ella misma fue engañada por nuestra querida hermana de Valezan. No es menos cierto que Hucdeline nos ha burlado a todas. Trapaceó a Alienor pretendiendo que acudía a vuestro despacho, y a vos y al conde de Mortagne afirmando que se encontraba en la biblioteca.

—Sí, pero visitó a Aude de Cremont.

—No lo niego, madre. Con todo y con eso, así podía matar dos pájaros de un tiro: acercarse a la nueva priora que deseaba para sí misma, a la vez que empujaba a la desgraciada, su buena amiga Alienor de Ludain, a la sepultura.

—Hermione, os lo pregunto como amiga… —Plaisance dudó—. ¿Pensáis en conciencia que Hucdeline de Valezan tiene alma de asesina?

La apoticaria le dedicó una sonrisa apenada, y declaró con voz tenue:

—Muchos seres que no tienen esencia de asesino pueden, a favor de un temor, un arranque de ira, avidez o incluso por puro amor, convertirse en ello.

Mortagne, a pesar de su rango, esperó al pie de la escalera mientras ella descendía. Hermione solo lo saludó con una breve inclinación de cabeza, a la que él respondió del mismo modo pensando que la apoticaria era sin lugar a dudas una mujer de carácter, aunque carente de diplomacia. Le resultaba fastidiosa su similitud con Alexia de Nilanay, en quien había pensado a menudo, demasiado a menudo, desde su agitada entrevista. Tendría que conversar sobre la suerte de la joven con la abadesa. El agudo oído de Etienne Malembert había cumplido su cometido, una vez más. Supo que Alexia había recibido órdenes de Plaisance de Champlois de abandonar cuanto antes el recinto de Clairets —libre o con trabas, según juzgara el conde de Mortagne—, y esto tan pronto como él emitiera su veredicto respecto a ella. Sin embargo, había algo aún peor, y más urgente. La nueva que Malembert le acababa de transmitir ponía fin a todas las dudas que lo habían retenido hasta entonces.

—Parecéis aterrada, mi señora —dijo tomando asiento frente a la abadesa.

—Aniquilada sería más preciso.

—¡Carape!

Le relató con todo detalle su conversación con Hermione de Gonvray. La placidez de su interlocutor turbó a la joven, que preguntó:

—Mis revelaciones no parecen sorprenderos.

—No tanto, en efecto.

—¿Acaso sospechabais de la imperdonable falsedad de Bernadine?

—No en estos términos. Si bien, encaja de maravilla.

—¿Qué opináis de la eventual culpabilidad de Hucdeline en el homicidio de Alienor?

Los labios de Mortagne dibujaron una sonrisa picara.

—Me encantaría afirmaros que estoy convencido de ella.

La abadesa volvió a mostrar un poco de alegría/regañándolo por cubrir las apariencias:

—Realmente sois un pilluelo.

—Eso me rejuvenece. Os lo agradezco enormemente, mi señora —bromeó.

Curioso. Solo habían bastado unos días para hacerle olvidar su edad. Quince años. ¿Y no estaba ella ahora reprendiéndolo como una madre tolerante? Como Anne, en ocasiones. Pensó que las mujeres inteligentes no tienen edad, o bien que tienen todas las edades al mismo tiempo.

—Pero entonces, ¿no estáis convencido?

—Habéis descrito a vuestra priora como una mujer de fe. Otros testimonios van en esa misma dirección. O una cosa u otra: o nos enfrentamos a una temible mistificadora, o bien no la imagino herbolando a su superiora. Media un abismo entre la ambición, aun siendo devoradora, y el asesinato. Con todo…

Mortagne reflexionaba.

—¿Con todo? —le urgió Plaisance.

—El abismo puede salvarse prestamente en el caso de monseñor de Valezan, su hermano.

—Vamos… mi señor… estáis hablando de un arzobispo que seguramente no sea irreprochable, por lo que tengo entendido, pero de ahí a herbolar[127]

—Si supierais, mi señora, qué infamias se disimulan tras algunas túnicas. Por lo que respecta a Valezan, si el deshonor matara, nos habría librado tiempo ha de su mefítica presencia.

—Hasta ese punto… —suspiró Plaisance.

Mortagne asintió con un movimiento de cabeza y prosiguió:

—En resumidas cuentas, no me sorprendería lo más mínimo si llegásemos a saber que nuestro arzobispo está detrás de este crimen.

—Es una acusación sumamente grave la que lanzáis.

—Probablemente porque ahora sé que podéis oírla… y guardarla para vos —solo dudó un instante—. Jean de Valezan se esconde a una legua de Clairets, en Etilleux. Espera su momento para hacerse dueño y señor de Clairets.

—No puede —se indignó Plaisance—. ¡Se lo impediré! Tendrá que ser sobre mi cadáver si…

Se llevó la mano a la boca, los ojos abiertos como platos.

—No puede estar pensando en… en hacer… ¿en hacerme desaparecer?

—¿Eso creéis? Ha hecho… desaparecer, tal y como lo formuláis, a tantas personas que obstaculizaban su camino… Estoy seguro de que ha colocado a un esbirro en Clairets.

—¿Cómo podéis afirmarlo?

—Porque así es como yo hubiera procedido en su lugar —confesó llanamente Mortagne.

—¿Uno de los leprosos? Nuestros sirvientes laicos nacen, viven y mueren junto a nosotras desde hace generaciones… muy pocos son los que han llegado recientemente. Pero… se trataría de un hombre.

—Cierto, no imagino a una monja o una pequeña novicia rompiendo con las manos la nuca de una hermana, sobre todo de una meretriz arrepentida. Esas mujeres están acostumbradas a los lupanares y sus peligros. Pero… ¿no os olvidáis de vuestro nuevo cazador?

—¿Jean el Pequeño? Ahora soy yo la que no se lo imagina de asesino, herbolando a nadie.

—Vuestra condescendencia hacia él me parece excesiva, mi señora. Desde que llegó comenzaron a sucederse los crímenes.

—Lleváis razón —admitió—. Pero por lo que a mí respecta, lo intuyo.

—Desconfío del instinto.

—Seguramente porque es mudable y eso os inquieta.

Sonrió, divertido y seducido —de manera inocente— por la rapidez mental de aquella joven.

La madre de Normilly había hecho una buena elección. Si lograba protegerla, Plaisance se convertiría sin duda en uno de los faros de Clairets. El placer que sentía conversando con ella se desvaneció. Con tono serio, arremetió:

—¿Y si llegáramos de una vez, mi señora, al origen profundo de estos disturbios, de estos terribles acontecimientos?

Lo miró fijamente, intrigada.

—Los túneles —resumió el conde.

—¿Qué tienen que ver los túneles? Están sellados desde hace mucho tiempo, mucho antes de mi llegada a Clairets. Unas infiltraciones han hecho su estructura poco fiable. La madre de Normilly aplazaba continuamente las obras necesarias para su rehabilitación. Aunque bien es cierto que solo nos sirven para transportar las aguas residuales y las deyecciones hasta la fosa de aguas negras.

—¿Los habéis visitado?

—No. Tal y como os he dicho, son poco seguros y, además, se trata de un paseo asaz malsano y nauseabundo.

Tuvo la certeza de que decía la verdad y no tenía ningún conocimiento del cofre que la madre de Normilly había escondido en aquellos subterráneos.

El conde solo titubeó unos segundos. Ecluzole, su baile, intervendría en breve en el recinto de los leprosos. Si todo se desenvolvía como previsto, Mortagne podría entonces recuperar ese maldito cofre y entregárselo a Felipe el Hermoso. Le tomaría entonces definitivamente la delantera a Jean de Valezan. La proximidad del arzobispo trastocaba su plan inicial, y quizás fuera mejor así. Sin embargo, la única forma de lograrlo era con el apoyo de la abadesa.

Le contó sus vínculos con Beranger de Normilly, Acre, la bolsa comprada a un vendedor armenio, las violentas y repentinas muertes que habían diezmado a todos aquellos que, de cerca o de lejos, habían tenido en su haber la famosa alforja. Admitió haber mantenido una esporádica correspondencia con la antigua abadesa. No vaciló en revelar la implicación involuntaria de Alexia de Nilanay, la cual se había visto envuelta en aquel asunto por la simple razón de que el gentilhombre español a cuyo cuidado estaba no era otro que el hijo de un amigo de Beranger de Normilly. Mortagne insistió en la oscura y temible presencia de monseñor de Valezan en cada cruce de caminos de aquella antigua aventura que esperaba finalizara en los subterráneos de Clairets, gracias a la madre de Normilly. Plaisance de Champlois exclamó:

—¿Pero qué decís? ¡La madre de Normilly entregó ese cofre a monseñor Jean!

—¿Qué? —gritó Mortagne levantándose de un salto—. ¡Eso es imposible! Jamás habría cometido tal error… estupidez, más aún sin advertirme de ello. Ella protegía el cofre… el cofre era su única garantía de permanecer con vida.

—Estoy segura de ello. Yo estaba junto a ella cuando ese…, se trataba de una especie de caja alargada con cercos de hierro. La sacaron de los túneles y la llevaron a la antesala del palacio abacial. Lo recuerdo bien… La contempló un instante antes de declarar con un suspiro: «Esto, mi querida hija, es la última espina que me quedaba clavada. Es un tremendo alivio verme por fin libre de él. Jean de Valezan obtiene al fin lo que lleva buscando tanto tiempo. Todo se apaciguará ahora». Después fue cuando se cambiaron los cerrojos de la reja sellando así el acceso a los subterráneos.

En el momento en que pronunciaba tales palabras, una odiosa sospecha se abrió camino en su mente. Gritó:

—¡Cielos… qué ignominia! ¡Ocurrió apenas unas semanas antes de su defunción! Pero… pero… —masculló—, no puede… él no habrá…

—La mandó ejecutar. Ya no le servía de nada y, por el contrario, podría perjudicarle.

Mortagne parecía aniquilado por estas revelaciones.

—Pero, mi señor, ¿qué contenía ese cofre, esa alforja?

—Unos huesos ennegrecidos, un fragmento de cráneo, algunas falanges y costillas, una tibia y unos trozos de piedra roja tallados en forma de triángulo.

—¿Eso es todo? —insistió Plaisance, incrédula.

—Nada más.

—Os burláis de mí, monseñor… ¿Qué? ¿Tantos crímenes, infames fechorías por unos cuantos huesos? —su mirada se volvió penetrante—. A menos que… se trate de una reliquia santa, tal vez sagrada.

—En tal caso, ¿por qué querer silenciar a toda costa a aquellos que tuvieron conocimiento de ella? Solo cabe regocijarse por descubrir o recuperar una reliquia santa, ¿no creéis?

—Cierto —admitió Plaisance, perdida.

Mortagne presionó su frente entre las manos, maldijo entre dientes:

—No entiendo nada… a pesar de su complejidad, este asunto parecía claro hasta ahora. Los móviles, lo que estaba en juego, eran evidentes. Valezan pretendía hacerse con el cofre y asegurarse de que nadie hablaría jamás de él. Todo tenía explicación, aunque nadie conoce la verdadera importancia de esta… cosa… reliquia, lo que sea. Pero, si ya está en su poder… nada de esto tiene sentido. ¡Estoy confundido, irritado! He de reflexionar con tranquilidad. No obstante, antes de despedirme de vos, tengo el deber de arreglar otros… detalles.

El aspecto de Mortagne se volvía siniestro, por lo que Plaisance no pasó por alto el anodino término que había elegido.

—Os escucho.

—Mi baile y nuestros hombres de armas se encuentran apostados a las puertas de Clairets. Según Malembert, al que he interrogado poco antes de nuestra entrevista, deberían intervenir en poco tiempo. Mande tocar a rebato, mi señora.

—¿Perdonad? —murmuró la abadesa, estupefacta—. ¿Nos están atacando?

—Lo evitaremos. Que las monjas y las novicias se encierren con barricadas en sus dormitorios. Que los sirvientes cojan las armas.

—Pero…

—El recinto de los leprosos pretende alzarse de nuevo. Sin embargo, la violencia de esta rebelión sobrepasará con creces a la que conocisteis. Vamos a cortarla de raíz y cerrarle así el camino a Valezan.

Plaisance intentaba comprender.

—¿Ha fomentado él las revueltas? ¡Maldito sea!

Mortagne no la desengañó sobre la identidad del primer instigador.

—El tiempo apremia, mi señora. Os solicito humildemente que la señorita de Nilanay quede protegida al igual que las demás, pese a no ser ya una de vuestras hijas. Digamos… digamos que está bajo mi tutela.

Plaisance lo miró fijamente y él comprendió que la abadesa podía leer claramente en él. Esta le respondió con una voz dulce:

—Eso no era menester mencionarlo, mi señor. Quedo sumamente aliviada por su suerte.

El nervioso y potente eco de la gran campana sobrecogió a las monjas. Se consultaron con la mirada, desconcertadas. Algunas dejaron a un lado sus herramientas y sus labores. Otras evitaron por escaso margen el caballo destrero de Malembert que corría por el recinto de la abadía, cuyo jinete rugía a su paso:

—A los dormitorios de inmediato. ¡A las barricadas! Que no salga nadie. ¡Nos atacan!

Cundió el pánico. Las túnicas blancas volaron por doquier. Las religiosas corrían hacia delante sin saber muy bien adónde se dirigían. Incluso la desabrida y sentenciosa portera, Agnes Ferrand, soltó el libro de sus manos y huyó de la biblioteca a espetaperros, arremangándose la túnica y enseñando las medias. Aude de Cremont, zarandeada por la despavorida marea agolpada en el estrecho pasaje que conducía a la escalera del dormitorio principal, cayó cuan larga era. De no ser por el agarre vigoroso de Clotilde Bouvier que la asió por el cuello de la túnica, habría perecido pisoteada. Finalmente el grupo quedó reunido en el inmenso dormitorio. Un sepulcral silencio se desplomó sobre ellas, solamente turbado por los llantos y sorbos de nariz de algunas que ya veían el infierno abrirse bajo sus pies. Rolande Bonnel, hermana depositaría, dio muestras de su habitual rapidez mental y preguntó con voz entrecortada:

—Y… ¿quién nos ataca, si puedo preguntar?

Agnes Ferrand, desposeída de su altivez viperina, gritó:

—Zoqueta… ¡nadie lo sabe! Ay, Dios mío… vamos a perecer degolladas esta vez, ¡lo presiento! ¡Y no serán ese Mortagne y su médico quienes eviten esta calamidad!

—Pero ¿habéis perdido la razón? —la reprimió con violencia la hermana supervisora, Adelaide Baudet—. ¿Quién nos iba a degollar?, ¡callaos de inmediato!

Agries Ferrand perdía los nervios. Bramó:

—¡Un baño de sangre, una carnicería, lo sabía! Por culpa de esa abadesa cabeza de chorlito… ¡vamos a morir todas! Van a atraparnos aquí mismo donde hemos tenido la estupidez de agruparnos.

Se precipitó hacia la pesada puerta e intentó mover su travesaño.

Barbe Masurier, la robusta cillerera, se precipitó sobre ella, agarrándola por la cintura y gritando:

—¡Basta!

Pero Agnes Ferrand, en plena crisis nerviosa, profería injurias, los músculos tensos del terror. Se tiró sobre la cillerera e intentó morderla para poder salir. El tortazo que le cruzó la mejilla la desequilibró y cayó al suelo.

—¡Ya es suficiente! —ordenó Barbe.

Agnes se arrastró a cuatro patas y agarró los tobillos de su oponente, preparada para volver a atacar. Clotilde Bouvier se acercó para ofrecer su ayuda a la cillerera. Se dejó caer con todo su peso sobre Agnes y se sentó sobre su espalda, declarando sosegadamente:

—Antes de que consiga levantar mi masa, se habrá calmado o agotado.

Sin aliento, Barbe Masurier retomó el control de la situación. Llovieron las órdenes. Las camas, sillas, bancos y baúles de la sala fueron empujados contra la puerta, apilados unos sobre otros, formando una barricada.

Plaisance de Champlois y Alexia de Nilanay esperaban, sentadas una al lado de otra en la pequeña cama de la abadesa, tal y como lo había aconsejado monseñor de Mortagne antes de apostar en el despacho contiguo a dos de los sirvientes laicos armados, uno con una azada y otro con una pica de caza. Tres de sus hombres de armas protegían la antesala en la planta inferior.

Asustada por la magnitud de esta defensa, Plaisance había preguntado:

—¿No era vuestra intención intervenir antes del levantamiento?

—Así es. El esbirro de Valezan trata de llegar a vos tomando como pretexto una revuelta de los leprosos. Esta trágica superchería tiene como fin hacer pasar vuestro asesinato premeditado por un desastroso accidente. Si es tan astuto y está tan determinado como temo, intentará zafarse de mi baile para alcanzaros y llevar a cabo su encargo. Además, desconocemos cuántos leprosos exactamente se han dejado engañar por falsas promesas y participarán en el asalto. Nosotros apenas somos una veintena. Ellos son más de cincuenta y ya no tienen nada que perder, ni siquiera la vida.

Aguardaban, pues, sin mediar palabra. Plaisance desgranaba su rosario, incapaz de concentrarse en una oración. El funesto silencio que se había abatido sobre la abadía desde hacía varios minutos le ponía los nervios de punta.

¿Dónde se había metido Jean el Pequeño Ferrero, al que no había visto desde el zafarrancho de combate? ¿Estaría agazapado en algún lugar, esperando la ocasión para matarla? ¿Por qué había desaparecido? «Valerosa Madre de Dios, haced que no esté implicado en este horror. Virgen Santa, concededme la satisfacción de haber sabido alcanzar un alma». Su mirada se dirigió hacia la hermosa Virgen pintada, colgada sobre su cama. Alexia de Nilanay no apartaba la vista del lienzo desde que llegara a la pequeña habitación.

Y de repente, Plaisance de Champlois comprendió todo. De repente, sus dudas, esa imprecisa sensación, cuando interrogó a Marie-Gillette en su despacho, justo antes de revocarla de sus votos, se aclararon. Murmuró con voz tensa:

—Le servisteis de modelo al pintor, ¿no es cierto? Así se explica la impresión de tierna familiaridad que sentí al descubrir el rollo en uno de los armarios del calefactorio.

Alexia se giró hacia ella y asintió. La abadesa prosiguió:

—Este cuadro es vuestro. Siento mucho haberos privado de él. Esto es lo que buscabais por todas partes, ¿no es así?

Un nuevo movimiento de cabeza le respondió.

—Es un díptico, ¿me equivoco?, ¿dónde se encuentra la otra parte?

—En efecto. Está escondida en la biblioteca, encima de un mueble, detrás de unos libros pesados y polvorientos.

—Debéis mostrármelo, querida, enseguida… en cuanto todo esto haya terminado.

Hucdeline de Valezan había ordenado que dos sirvientes armados se emplazaran ante la puerta parapetada de sus dependencias. Con una sonrisa en los labios, esperaba sin verdadera aprensión. «Pero bueno, los brutos, brutos son y nunca se es demasiado precavida…».

Dos golpes sordos, un alboroto detrás del batiente la empujó a levantarse y gritó:

—¿Quién es?

—Bernadine. Bernadine Voisin —respondió la secretaria a pleno pulmón.

—¡Dejadla entrar! —ordenó la priora.

Bernadine se abalanzó sobre su antigua comparsa y gritó:

—¡Me habéis engañado! Y ahora esta insurrección. Me parecéis admirablemente tranquila, Hucdeline. ¿Qué, estáis tan segura de salir indemne que permanecéis en vuestras dependencias custodiada únicamente por dos campesinos?

Hucdeline de Valezan la miró con desdén e ironizó:

—No se hacen tortillas sin romper huevos. ¡Erais uno de los huevos! Hasta más ver, querida mía. Intentad que no os maten cuando estéis ahí fuera. En cuanto a mí, necesito saborear este momento y me lo estáis estropeando. Ah, se me olvidaba… Cuando más tarde, en breve… En fin, después de mi nombramiento… os aconsejo como amiga que olvidéis todos nuestros asuntos. Por vuestro bien.

La fría calma que reflejaba de nuevo el rostro de la vieja secretaria sorprendió levemente a la hermana Valezan.

Bernadine se dio media vuelta y salió, cerrando el batiente tras de sí. Una mole se despegó del muro situado a la derecha. La vieja secretaria pasó por encima de uno de los sirvientes agredidos y declaró al cazador con voz hastiada:

—He fracasado, teníais razón. Es vuestra.

Jean el Pequeño Ferrero le dio las gracias con la cabeza y se agachó para poder entrar a su vez en el despacho.

Hucdeline estaba en su mesa de trabajo. Exigió:

—¿Y bien? ¿Venís a anunciarme por fin su óbito?

—No.

La rabia desfiguró el bello rostro desdeñoso.

—Mi hermano estará furioso, y su ira es temible. Os paga generosamente, si no me equivoco.

—Me cago en su cara de rata asquerosa —declaró el cazador con la mayor tranquilidad del mundo.

—¡Sinvergüenza! —chilló la priora, sofocada por tal grosería.

—Sí. He venido a concluir mi trabajo.

En plena incomprensión, la hermana Valezan se irritó:

—Imbécil, la abadesa debe de esconderse en su palacio, ¡no aquí!

—Eso espero, que esté bien escondida allí, y bien custodiada —afirmó el Ferrero mientras se acercaba a la mesa.

Su calma y su parsimonia turbaron a Hucdeline de Valezan, que dejó de lado toda arrogancia. Balbució:

—¿Qué…? ¿Qué hacéis?

—Ya os lo he dicho. Concluyo el trabajo iniciado con esa Alienor de Ludain. Qué mala suerte, ¿no? ¿O sois vos quien la tiene buena? Pero yo dejé siete dulces de ciruela en ese cacillo. Los encontré en el herbarium donde buscaba la… sustanda. El frasco estaba justo al lado. No sé leer muy bien, así que no estaba seguro de que se tratara de cólquico. Pero sé muy bien lo que significa un dalle rojo.

—¿Vos? —murmuró la priora.

Y entonces lo comprendió: donde ella había imaginado la mano de su hermano para ayudarla a deshacerse de Alienor sin manchar su alma con el envenenamiento, en realidad se escondía aquel hombre macizo, amenazante. Un lacayo, un elemento sin importancia. Ese hombre había intentado matarlas a ambas con el fin de proteger a Plaisance de Champlois, a quien se suponía debía arrebatarle la vida. Solo se había librado de la muerte gracias a una coincidencia: su encuentro secreto con Aude de Cremont. Se levantó de un impulso y corrió hacia la puerta, tratando de abrirla mientras se ensañaba con el picaporte que se le resistía. Con todo su peso apoyado en el otro lado, Bernadine Voisin lloraba mientras tarareaba un cántico. Había insistido en ayudar al cazador en su tarea. Hucdeline la había traicionado. Por culpa de la priora a la que creía justa y verdadera, Bernadine había maculado su alma. Debía resarcir los daños provocados por su credulidad.

El cazador alcanzó a su presa en tres zancadas. Esta se giró hacia él, dando patadas, pidiendo ayuda. Dos enormes manazas se posaron sobre su garganta. Hucdeline sollozó, suplicando:

—Por favor, ¡no me hagáis daño! Mi hermano es muy rico, os pagará cien veces más. Os lo imploro, dejadme con vida.

—¿Qué puedes invocar para decidirme a concedértelo? —murmuró el titán.

—Seréis maldito por toda la eternidad. Soy la esposa de Dios…

—Falso. Es ella, con sus ojos aguamarina quien es la esposa de Dios. Tú no eres más que la ramera de tu hermano. Y no seré maldito por haberos matado a ti y a tu cómplice. En cambio, no he tenido nada que ver en la muerte de las demás.

Una mano apretó su garganta. Quiso gritar de nuevo, pero su cabeza se inclinó violentamente hacia un ángulo imposible. Tuvo la sensación de recibir un golpe violento. Se desplomó, con la nuca rota, vomitando un chorro de sangre.

Apoyada contra la puerta, mordiéndose el puño para ahogar sus sollozos, Bernadine rezaba por la salvación del alma de la difunta Hucdeline de Valezan.

Cuando Aimery de Mortagne, blandiendo su espada y seguido por Etienne Malembert, Charles d’Ecluzole y una quincena de sus hombres, derribó la puerta parapetada del recinto de los leprosos, el silencio de la sala común desierta los dejó desconcertados.

Ecluzole hizo una señal a los soldados para que le siguieran, pero el conde los retuvo. Vigilante, espió la falsa quietud de la amplia sala.

Un movimiento de pasos traicionó la presencia de los asediados en la planta superior. Mortagne susurró:

—No subiremos. Es una trampa. Nos atraparían en la escalera —y alzando la voz, gritó—. ¿Qué pasa, pordioseros, nos escondemos como damiselas? ¡Menudos valientes! ¿La malatería os ha emasculado también vuestros otros miembros? ¡Vamos, arriba los corazones, doncellas! Somos cinco, sois cincuenta.

Le respondió un rugido que sucedió inmediatamente al rápido estruendo que resonó en la escalera. Media docena de hombres hirsutos, profiriendo obscenidades, rodó escaleras abajo, empuñando las armas improvisadas que habían hurtado. Se pararon en seco a una toesa del grupo dirigido por el conde, al descubrir el verdadero número de estos. Charles d’Ecluzole avanzó dos pasos y declaró jovial:

—Así que, entonces somos tres contra uno, a nuestro favor.

—¡Tenéis unos cojones de estopa! —escupió el Oso gesticulando y amenazándolos con su doladera.

—Somos sagaces, simplemente —rectificó Etienne Malembert—. Depositad las armas antes de que os atravesemos vivos. No tenéis ninguna posibilidad. Por cierto, aquel que está detrás de esta sublevación así lo deseaba. Ningún testigo, ningún compañero molesto con quien compartir la recompensa.

La incertidumbre asedió a los hombres del Oso. Él mismo giró la cabeza buscando la mirada de Eloi. En vano.

—¿Y dónde se ha metido ese pedazo de mierda?

—No nos ha seguido —le contestó uno de los gafos—. Yo me rindo —declaró mientras arrojaba su pequeña atarraga.

En la planta superior, los demás aguzaban el oído, al acecho del menor sonido. Las pocas mujeres se habían arrinconado en el extremo del desván. Jaco el Truhán había hecho un buen trabajo. Había pasado de unos a otros, intentando convencerlos para poner fin a esta locura que solo podía desembocar en la ejecución de todos ellos. Al fin y al cabo, ahora, comían hasta la saciedad y les dejaban en paz. ¿Qué más podían pedir? ¿El nudo corredizo del verdugo? ¿Y las represalias contra sus familias, habían pensado en ellas? Había logrado desestabilizar, incluso convencer a la mayoría.

La voz del Oso tronó desde abajo:

—¡Rendición! Ni castigo ni punición. Palabra del señor de Mortagne.

Se acercaron todos a la escalera, aliviados, para reunirse con los insurgentes de abajo. Excepto Jaco quien no quería que los ojos del señor Malembert reflejaran ni un atisbo de reconocimiento que pudiera delatarlo. Una mano brusca se abatió sobre su túnica y lo tiró hacia atrás. Jaco vio la boca desdentada de Eloi abrirse en una risotada y vio hundirse el filo de su faca. No sintió casi nada, solo una oleada tibia y placentera que le inundaba el pecho. La palpó y observó su mano, roja. Cayó de rodillas, con una sonrisa en los labios. Alzó la mirada hacia Eloi y murmuró antes de desplomarse.

—Gracias.

Apilaron las armas de los insurrectos delante de la chimenea.

Aimery de Mortagne exigió entonces:

—Que nos muestren todas las matracas. Todas. Una por persona, es decir, cincuenta y dos.

Llovieron sobre el suelo en un chasquido de láminas de madera.

El baile las contó usando la punta de su espada para no rozarlas.

—Cincuenta. Aún nos faltan dos. ¿Están todos tus gafos presentes, hombre? —preguntó Charles d’Ecluzole al Oso.

La enorme bestia pasó revista a su tropa con la mirada y gruñó:

—Faltan dos. El Simple, vamos, Jaco, y Eloi. ¿Qué demonios está haciendo, ese crápula?

Con un movimiento, Mortagne ordenó a dos de sus hombres registrar el desván. Los hombretones se lanzaron al asalto de la escalera. Una exclamación y una voz proveniente de la planta superior:

—Monseñor, uno la ha palmado aquí. Lo han degollado, al mozo. Se ha desangrado. ¡Hay un cacho de charco!

—¿Cómo es de alto? —tronó a su vez el Oso.

—Pequeñajo, más bien enclenque.

—¡Por las tetas de mi hermana! Jaco. Ese demonio de Eloi se lo ha cepillado. Maldita sabandija. ¿Dónde está, que le parta su cara de guarro? ¡Hijo de puta, mal rayo te parta!

Mortagne reaccionó al momento. Llevándose a cuatro hombres tras él, salió como una flecha, seguido por Malembert.

De rodillas bajo la hermosa Virgen pálida, Plaisance de Champlois rezaba. Aún sentada en la cama, Alexia de Nilanay parecía estar petrificada. Luchaba sin cesar por apartar uno tras otro los pensamientos que intentaban abrirse camino en su mente. Pensamientos de muerte, masacre, desastre.

Se oyó un brutal estallido de cristal roto, un golpe sordo procedente del despacho. Se levantaron al unísono, aguzando el oído. Gritos, el eco de una violenta pelea. Un alarido, otro. Más golpes sordos en el suelo. Algo estaba siendo arrastrado causando gran estruendo: alguien empujaba la pesada mesa de trabajo de la abadesa delante de la puerta que daba al rellano. Una barricada, para darse tiempo de terminar su tarea. Después, nada. Y un paso pesado y rastrero acercándose a la puerta del dormitorio. Plaisance se puso un dedo sobre los labios, invitando a Alexia a que permaneciera en silencio.

Una voz burlona se rió detrás del batiente:

—Vamos, gentil abadesa, ¡sal de ahí! Un poco de piedad para un pobre hombretón enfermo. Voy a desencajarme el hombro contra este roble.

Plaisance dirigió una silenciosa oración de agradecimiento a la Virgen pintada: no se trataba del cazador. Agachó la cabeza en signo de negación. Inmóvil, acechaba el menor sonido. El eco de un galope, lejano, golpes en la puerta del despacho. Los soldados de Mortagne acudirían a salvarlas.

—¡Sal, enana! —se irritó Eloi asestando violentas patadas a la puerta.

—No saldré. Los hombres del señor de Mortagne os atravesarán con el filo de su espada.

—Para cuando consigan mover el travesaño y empujar la mesa, ya habremos tenido tiempo de sobra.

Un nuevo golpe en el suelo. Una exclamación rabiosa:

—¿Y tú de dónde sales?

Jean el Pequeño Ferrero, con su faca de caza en la mano, miraba fijamente a Eloi.

—Del mismo sitio que tú, de la ventana.

Detrás de la puerta parapetada del despacho, los hombres de Mortagne vociferaban, uniendo sus fuerzas para hundir el batiente.

Blandiendo su doladera, Eloi se abalanzó sobre el cazador, que esquivó la carga con una sorprendente agilidad. Se tiró a fondo y su hoja arañó el brazo del gafo. El ancho cortante de la doladera se abatió, sorteando por poco la cabeza de Jean el Pequeño.

En la habitación, Alexia de Nilanay intentaba controlar los temblores que la agitaban. Una calma casi sobrenatural había invadido a Plaisance. Daba las gracias con todo su corazón a su dulce Virgen por el milagro que se le ofrecía. Había logrado alcanzar un alma, devolverla a Dios.

El puño izquierdo de Jean el Pequeño se disparó, a la vez que su pierna, la cual impactó en la rodilla de Eloi y lo desequilibró. El escrofuloso tropezó, agarrándose en el último momento a uno de los muros. Su pesada hacha cayó. En un segundo, el Ferrero la empujó de una patada y el filo de su mano se cernió violentamente sobre la nuca de la bestia que se desplomó, con la cara contra el suelo. Jean el Pequeño llamó con una voz alterada por el esfuerzo:

—Mi señora madre, ¡es vuestro cazador! Podéis salir, mi señora. Dos no seremos demasiados para empujar esta mesa y abrirles paso a los hombres de monseñor de Mortagne.

Plaisance apareció y le tendió las manos. Las recibió con infinita dulzura y posó sus labios sobre una de ellas. La abadesa murmuró:

—Desde luego, Jean el Pequeño, os debo la vida dos veces. Es una gran deuda.

Él bajó la mirada y declaró débilmente:

—Sois vos quien me habéis liberado de la mía. Mi reconocimiento será eterno. Más allá de la muerte, madre.

Alexia se deslomaba sobre la mesa, intentando empujarla, sin ningún resultado. Se unieron a ella. Jadeando, lograron deslizaría poco a poco. Tres hombretones se precipitaron en la sala, blandiendo las partesanas. Uno preguntó con tono preocupado:

—¿Os encontráis bien, señoras, madre?

—Gracias a nuestro valiente cazador que nos ha salvado de una muerte segura —precisó la abadesa.

Antes de que nadie pudiera esbozar un gesto, un filo atravesó la carne de Plaisance que gritó. Una onda roja manchaba el hombro de su túnica. Eloi se había incorporado. Con el rostro convulso de odio, empuñó de nuevo su arma. La fuerza brutal del cazador propulsó a la joven a un lado. Se interpuso entre ella y la larga faca que intentó arrancar de las manos de Eloi, enloquecido de rabia, decidido a llegar hasta el final. Temerosos de herir a Jean el Pequeño, los tres soldados giraban en torno a los dos hombres en un círculo. Los adversarios cayeron al suelo, atizándose a golpes. De repente, un estertor. Las piernas de Jean el Pequeño Ferrero se extendieron con sacudidas. Después, nada. Eloi, ensangrentado, a cuatro patas sobre su víctima, estalló de risa. Dos partesanas salieron disparadas, una le atravesó la espalda, la otra el cuello. Se derrumbó asfixiado sobre el cuerpo inerte del cazador.

Unas lágrimas de gratitud y de pena cayeron de los párpados de la abadesa: «Por fin se reúne con vos, mi Dios. Ansiaba tanto apaciguarse junto a vos. Lo sentí desde nuestro primer encuentro. Por favor, Señor, guardad bien a mi amigo».

Un soldado dio la vuelta con la bota al cadáver afligido de Eloi. Se agachó y levantó con la punta de su alabarda el cordón que tenía alrededor del cuello. Unas matracas nuevas colgaban de él. Las láminas superpuestas de madera de fresno aún estaban lechosas.

Mortagne, flanqueado por Malembert, irrumpió en el despacho. La mirada del conde pasó de los dos cadáveres a la abadesa para posarse sobre Alexia de Nilanay, pálida hasta los labios e incapaz de pronunciar palabra por temor a perder por completo los nervios.

Aimery de Mortagne se había carcomido de ansiedad desde que comprendió que Eloi solo buscaba una oportunidad para ir a buscar a su presa: Plaisance. Había corrido hasta perder el aliento, atravesando la media legua que separaba el recinto de los leprosos del palacio abacial a la velocidad de un caballo al galope. Unas monstruosas visiones se habían sucedido en la mente del conde: la abadesa degollada, Alexia violada y estrangulada, o ambas mujeres apuñaladas, o… El furor mortífero que lo había impulsado en aquel momento, aniquilando su cansancio, haciéndole alargar las zancadas hasta el punto de distanciar a Etienne, le hizo comprender hasta qué punto aquella señorita de Nilanay le era ya querida. Estaba viva. La abadesa estaba a salvo. ¿El resto…? Más tarde.

A la vez que se difuminaba el miedo, el dolor de Plaisance tomaba mayor fuerza. Hizo una mueca. Malembert acudió en su ayuda. Ella lo detuvo con una ligera broma:

—¿Estáis del todo seguro, señor, de ser un verdadero médico?

—Estoy completamente seguro de lo contrario, madre. Dicho esto, me he visto inmerso en suficientes matanzas en los campos de batalla como para saber vendar una herida por arma.

—Entonces, me esforzaré por ser tan brava como cualquiera de vuestros soldados.

—Creo, mi señora, que podríais darles lecciones de bravura.

—Qué hermosa galantería, maese Malembert. Esperemos que esté fundada.

Los restos mortales de Hucdeline de Valezan, supuestamente estrangulada por un gafo enloquecido, fueron inhumados dos días más tarde. Plaisance consideró que era preferible no infligir el oprobio ni el escándalo a su comunidad ya tan maltratada. La priora fue, pues, enterrada con todos los honores requeridos por su rango.

Rolande Bonnel, hermana depositaría, estaba exultante. ¡Tenía razón! En total, cuarenta y ocho dineros habían sido sustraídos de las cuentas del claustro de La Madeleine, los menos vigilados, puesto que ni ella ni Aude de Cremont los custodiaban. ¡Ahora sí que nadie le iba a dar lecciones!

El mensajero, ahora diserto, por no decir imposible de callar, por las amenazas tan claras e impresionantes de monseñor de Mortagne, había confesado el precio de sus trayectos hasta Jean de Valezan, así como su número. Solo faltaba un minúsculo dinero para que cuadraran las cuentas y satisfacer a la quisquillosa Rolande. El precio de unas bonitas matracas nuevas, encargadas por la hermana de Valezan a un sirviente. Debían reemplazar las que Eloi había perdido en el lugar del crimen, después de estrangular, siguiendo una orden y por equivocación, a la dulce Angelique Chartier, a la que supo dónde encontrar gracias a las informaciones de la priora.

Corroída por los remordimientos y su estupidez, Alexia de Nilanay se las ingenió para acercarse a la abadesa a la salida de la iglesia abacial.

—¿Os recuperáis bien de vuestra herida, mi señora? —preguntó.

—Gracias a Dios, sí. Los cuidados eficaces, a falta de ser delicados, que me prodiga el señor Malembert, junto con la ayuda de los ungüentos que me prepara nuestra irreemplazable Hermione me han repuesto casi por completo. Unos días más y volveré a recuperar mi brazo.

—No sabe cuánto me tranquiliza.

—En confianza os digo que así dispongo de un buen pretexto para dejar para más tarde la interminable puesta al día de nuestro registros —bromeó Plaisance.

Observó detenidamente a la joven. Esta tenía un aspecto estupendo con esas vestimentas de época, recuperadas de una dama oblata de su estatura. Un bonetillo[128] de lana verde almendra, sujetado por un barboquejo[129], ocultaba su cabeza rasurada. Su vestido amarillo con mangas ajustadas, complementadas con largas bandas de tejido fino que partían de los codos y caían casi hasta los pies según la nueva moda, estaba confeccionado en una gruesa seda color azafrán. Un cinturón de fino cuero anudado con cadenitas resaltaba la esbeltez de su silueta. Un mantel[130] de lana verde oscuro completaba el conjunto. Plaisance pensó que Alexia lucía los vestidos como pocas mujeres de las que conocía. Se preguntó con el corazón encogido qué habría sido de aquella joven mujer si los días de Clairets hubiesen seguido transcurriendo apaciblemente, si hubiese sido condenada de por vida a interpretar el papel de una bernarda.

—Madre… perdón madre, tengo tantos remordimientos. Os incité, de forma totalmente involuntaria, a creer en la inocencia de ese leproso. Un monstruo que casi os mata, nos mata. ¡Soy imperdonable!

—Ni hablar. Por benevolencia creísteis que alguien estaba intentando incriminarlos. Era muy plausible. Al fin y al cabo, ¿qué mejores chivos expiatorios que esos escrofulosos? Eloi era un asesino. La lepra no le cambió, a no ser, quizás, que le llevara al extremo. ¿Por qué algunos de ellos se iban a volver mejores cuando sufren, cuando la muerte merodea constantemente a su alrededor y son tratados peor que animales feroces? Ahora que esa malvada alma ha desaparecido, están mucho más tranquilos. Ese amenazante Oso no es un maldito. Es un cabeza loca, un palurdo sin mucho cerebro, como los hay en todas partes. Nada más. ¿Sabéis, Alexia? Muy pocos de entre nosotros, muy pocos, atraviesan la frontera que los separará para siempre de Dios. Para los demás, el Camino siempre sigue abierto.

—¿Sigue abierto para ella?

Plaisance no tuvo ninguna duda de que se refería a Hucdeline de Valezan.

—No lo creo, y mi corazón sangra por ello. No quiero imaginar el más allá que se ha forjado. Habéis cometido un error por bondad, yo cometí otro, mucho más grave, por estúpida candidez. Ella pagó el reemplazo de la carraca lo que demuestra que sabía que Eloi había estrangulado a Angelique. Creo asimismo que comprendió que había desnucado a Claire Loquet antes de violarla. Busco… le busco excusas, atenuantes, con todas mis fuerzas. No encuentro ninguna, y eso me desespera.

—Quizás forme parte de los que han atravesado la frontera.

—Quizás. Dios la juzgará. Hasta que nos volvamos a ver, antes de vuestra partida hacia Mortagne, Alexia, os deseo lo mejor, lo merecéis.

Una sombra turbó el rostro de la hermosa joven que había sido una de sus hijas. Declaró con suma dulzura:

—No sé qué será de mí. Desconozco si aún tengo familia. Os confieso… os confieso que me asusta lo que viene ahora.

—Es un hombre agraciado, con excelente reputación y de sangre valerosa. Es fuerte y dulce, encantador… pero temible.

—¡Madre! —exclamó Alexia, colorada hasta la frente.

—¡Vamos, hija mía! ¿Qué os pensáis? ¿Que soy una mojigata? Es posible, pero sé cómo se hacen los niños, al igual que sé que necesitamos a valientes chiquitines con la sangre de Mortagne.

Alexia, que no obstante conocía mundo y a los hombres, sintió de pronto un pudor de doncella. Farfulló antes de salir despavorida:

—He dejado el segundo rollo del díptico en vuestra antesala.

Plaisance había cogido la Virgen de su dormitorio para yuxtaponerla al segundo panel extendido sobre la gran mesa de trabajo. En el primer rollo, la Virgen sonreía tiernamente sentada sobre una roca, diáfana y rubia. Sostenía al niño en su brazo derecho con ademán de mecerlo. Su cabello caía en un velo ondulado hasta los pies. Con el rostro casi de perfil, tendía la mano izquierda en dirección a un soldado con armadura del que solamente se percibía una rodillera erizada con placas de metal y la punta de un guantelete. En el segundo panel, el guerrero, cubierto con una barbuta, bajaba la cabeza. La punta de su partesana estaba manchada de sangre.

Inclinados sobre la mesa de trabajo, Mortagne y la abadesa los estudiaban desde hacía una hora. Habían escudriñado cada rasgo del soldado, examinado su armadura, en vano. Mortagne había acercado el lienzo a la ventana para buscar si se había ocultado otra escena con esta representación religiosa.

Nada.

—Quizás me equivocara —resopló exasperada la abadesa—. Quizás aquella intuición que sentía era engañosa.

—En tal caso, ¿por qué Alfonso de Arévolo habría insistido, cuando expiraba, para que su dama de corazones huyera y se llevara el díptico, tal y como contó la señorita Nilanay? —argumentó Mortagne con la mirada concentrada en la alabarda—. Una exigencia de esta índole indica su extrema importancia. La punta, aquí —insistió señalando el mortífero triángulo enrojecido de sangre—, se parece tanto que podría confundirse con los fragmentos de piedra tallada que se encontraban en la alforja comprada al armenio.

—Quizás solo le tuviera mucho aprecio a esta obra de tan bella factura —propuso Plaisance dubitativa.

—La destreza del pintor es evidente. En cambio, la propia escena está tratada con clasicismo. Una Virgen con niño, sonriente, serena, que aparta con un simple gesto de mano toda la brutalidad, todo el furor del mundo, personificado en este soldado. Mirad su cara, está mal bosquejada, es bestial. Incluso la forma en la que se mantiene, inclinado hacia delante, indica salvajismo.

—Es cierto… hasta esa barba naciente que le cubre las mejillas, esas cejas despeinadas… el rostro es… bestial, tal y como lo habéis calificado. Resalta la oposición entre la pureza, la gracia de la Virgen y la animalidad inquietante de este bruto. El juego de la luz es sorprendente. Casi se diría que la pequeña mano pálida ilumina lo que señala…

La mirada gris estirada hacia las sienes escrutaba el cuadro. Un detalle. Con la boca entreabierta por la concentración, Mortagne designó la pancera que cubría el abdomen del hombre y asintió con un tono apenas audible:

—Tenéis razón… La luz… ¿Qué son esos reflejos?

—¿Adornos de armadura? —propuso Plaisance.

—¿Para un soldado tan grosero? Es incluso apabullante que esté equipado con una pancera. Son tan dispendiosas que únicamente los gentil-hombres protegen con ellas sus cotas de malla —se incorporó y admitió con una sonrisa confundida—: mi vista ya no es lo que era… a mi edad, mi señora. ¿Qué ven vuestros jóvenes ojos en estas… líneas, esos arabescos que vislumbro en la placa del vientre?

Plaisance de Champlois se inclinó sobre el lienzo, rozándolo casi con la nariz.

—¡Mis ojos tendrán solo quince años, pero no veo ni pizca!

Giró la cabeza hacia él y exclamó:

—¡Las lentes de Bernadine!

Corrió hacia el rellano y gritó a su secretaria con exigencia:

—Hija mía, venid enseguida, con vuestras lentes de aumento.

La anciana les ofreció sus lentes, con un semblante siniestro y se volvió a marchar sin esperar.

—Vuestra Bernadine tiene un aspecto muy sombrío.

Plaisance se decidió por una mentira piadosa. Aún no había decidido la suerte que recaería sobre su engañosa secretaria.

—Quizás tema que todos sepan de vuestra boca que lleva lentes.

—Soy un perfecto gentilhombre, mi señora —bromeó—. No se lo mencionaré a nadie. Tenéis mi palabra.

Mortagne se puso las lentes de vidrio inseridas en los círculos de metal. Plaisance retuvo una risa, por lo inoportuno del momento y el rango de su invitado. Se asemejaba a una temible quimera, con los ojos que habían duplicado su volumen y le devoraban el rostro entero. Se inclinó de nuevo, maravillándose:

—¡Carape, hace años que no veo tan nítidamente! Tendré que encontrar fuerzas un día para mandar confeccionar un aparatejo como este y sobre todo para ponerlo sobre mi nariz. Delicada perspectiva, puesto que ponerse lentes implica que…

Se interrumpió bruscamente y tartamudeó:

—¡Pardiez…! Que me maldigan si…

—Os lo ruego, monseñor —se ofuscó Plaisance.

—Mis disculpas, madre. ¡Dios Santo! La bolsa… El contenido de la bolsa de Acre.

—¿Qué?

—En la pancera, ahí, en el reflejo…

La mirada de Mortagne pasaba febrilmente de la placa del vientre de la armadura al rostro del soldado.

—¿Qué significa…? —murmuró para sus adentros.

—¿Qué? ¡Pero me lo vais a explicar de una vez! —se impacientó la abadesa.

—Lo que señala la mano de la Virgen es un mono, en fin, al menos la mano de Alexia de Nilanay.

La incomprensión hizo aparición en el rostro de la joven:

—¿Un mono como los que se ven, según cuentan, en Egipto?

—En Egipto y en casi todas partes del otro lado del Mediterráneo.

—Vaya idea… ¿por qué habrá querido el pintor representar el reflejo de un mono en la armadura del soldado? Sobre todo no viéndose ningún animal alrededor.

Mortagne no parecía haberla oído. Soltó tenuemente:

—Un mono armado con una lanza rudimentaria, cuya punta está hecha con un triángulo de piedra roja, como los que Malembert y yo encontramos en la alforja del armenio, como el que culmina la partesana del soldado… Y este mono, cuando se le observa mejor, se parece al hombre con la armadura, en más animal, eso es todo. Este díptico no tiene nada de obra religiosa. Es un mensaje de ultratumba que ha querido dejar Alfonso de Arévolo.

Le ofreció las lentes a la abadesa, que se las puso a su vez. Examinó durante largo rato el cuadro. Cuando levantó la cabeza, estaba totalmente lívida. Murmuró:

—No comprendo el significado del mensaje…

—Por lo que a mí respecta, temo haberlo comprendido. Y si me permitís esta grosería, mi señora, al veros tan pálida como un espectro, juraría que se os ha venido a la mente un principio de desciframiento.

Plaisance no contestó en un primer momento. Le devolvió las lentes y rodeó con paso cansado su mesa de trabajo para dejarse caer en su sillón. Admitió:

—Tengo la sensación de que mis piernas se han convertido en estopa.

—Mis fuerzas también han flaqueado.

La abadesa apoyó los codos sobre la mesa y refugió la cara entre sus manos.

—¿Se trata de una especie de parábola artística? —preguntó Plaisance con voz débil, implorando que la solución que se abría camino en su mente fuese errónea.

—A vuestro parecer, una parábola de artista, por muy exagerada que esta fuese, ¿le habría costado la vida a tantos seres, habría justificado tantos engaños y fechorías, desde hace tanto tiempo? Examiné minuciosamente el contenido de esa alforja hace años. Ese trozo de cráneo, una tibia que pertenecía indudablemente a un hombre de baja estatura, falanges y costillas que parecían humanas, y esos triángulos agudos de piedra tallada acabados en una suerte de lengüeta. Nunca hubiera imaginado que dicha lengüeta servía para fijar esa punta en una pica de caza.

—Y esa familiaridad entre ese mono y este rudo soldado, ¿qué decís de eso, mi señor?

—Beranger de Normilly lo había comprendido. Francisco de Arévolo también. Ese fue el motivo por el que decidieron no entregar el contenido de la bolsa a monseñor de Valezan. El esqueleto negociado por ese armenio no es el de un gran mono. Es el de un hombre antiguo, que nos precede en la historia del mundo. El soldado ha sido representado de esa guisa con el fin de parecérsele a la vez que ganaba… humanidad. Alfonso quería dar a entender el vínculo entre ambos.

—¡Es una herejía! —gritó la abadesa golpeando con el puño su mesa de trabajo—. Está escrito en el Libro sagrado: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó[131]». ¿Dios se parecería a esto? —proclamó con voz contrariada de furor señalando al soldado pintado—. ¿O peor aún, a esto? —su mano bajó hasta la pancera—. ¡Vamos, señor! Si no fuese una fantochada tan grande, habría que ver en ello una blasfemia intolerable.

Mortagne dudó, logrando contener por un momento las sorprendentes palabras que se le venían a los labios. Sin embargo, se le escaparon:

—Entonces, en vuestra opinión, las criaturas humanas que somos, ¿se parecerían a Dios? ¿Con todos sus vicios, su maldad, su codicia, y también su insensatez?

—¿Acaso no hay nada bueno en nosotros? —le cortó ella, vehemente.

—Oh, sí… están el amor, la valentía, el honor. El gusto por la belleza igualmente. Dicho esto, admitiréis que muchos de nosotros carecen de todo ello.

Fingió una sorpresa despectiva. No obstante, su voz temblaba:

—Entonces, a vuestro parecer, ¿el texto sagrado está equivocado? ¡Porque no osaréis suponer que es falaz!

—Claro que no, mi señora. Ni está equivocado ni, aún menos, es falaz. El texto es, precisamente, sagrado. Conoce el pasado, el presente y el futuro. El tiempo de Dios no es el nuestro[132]. Nosotros contamos en años. Él cuenta en cientos de milenios.

—No lo ignoro. Empero, sigo sin ver adónde queréis llegar.

—El tiempo de Dios es infinito, al igual que su Proyecto. Somos tan fatuos que creemos ser su último Proyecto.

La abadesa se dejó caer contra el respaldo de su sillón y profirió:

—Estáis loco.

—Puede ser. Dios es infinito. Es todopoderoso, es inteligencia absoluta, es conocimiento absoluto. Vamos, mi señora —se enfureció—, abrid los ojos. Comparados con Él, somos hormigas patéticas y pretenciosas. Pero avanzamos. Poco a poco, nos acercamos a Él, lenta pero obstinadamente. Gracias a Él, poseemos el tesón de las hormigas. ¿Mas no os percatáis de la diferencia que ya existe entre nosotros y lo que sabemos de los siglos pasados?

Ella cerró los ojos y respiró con dificultad. Se negaba. Se negaba a dejarle continuar. En unos instantes, aquel hombre al que había empezado a estimar, casi a querer, se le hacía insoportable. Tenía que marcharse. Abandonar su despacho, la abadía. Cuanto antes.

—La cabeza me da vueltas, señor. No me encuentro muy bien.

—He abusado de mis palabras, y deseo que un día lleguéis a perdonarme. Hasta más ver, madre.

Se inclinó y salió.

La voz firme, cortante, lo retuvo en el umbral de la puerta:

—Sois mi invitado de honor, monseñor. Os estoy infinitamente agradecida por la ayuda que nos habéis prestado y sin la cual hoy estaríamos quizás todas muertas. Con todo… os conmino a que os abstengáis de proferir nuevamente tales sandeces impías en mi presencia o en la de mis hijas y mis gentes. Por el bien de todos.

—Así será, tal y como deseáis, mi señora. Mis disculpas. Desde lo más profundo de mi corazón.

Cuando se reunió con Malembert en la hospedería, Aimery de Mortagne sentía un gran remordimiento. ¿Quién era él para afirmar que ostentaba la verdad? ¿Cómo había podido intentar convencer a la joven abadesa, para quien la versión de la Iglesia era la única y verdadera? Relató sus descubrimientos al fiel secretario y se desahogó.

El rostro anguloso de quien se había convertido en su único compañero permaneció hierático.

—Me he comportado como un imbécil desprovisto de corazón, mi buen Malembert.

—No es cierto, monseñor. Habéis actuado de forma brusca, no lo niego. Pero no como un descerebrado ni un insensible. En cuanto a vuestra tibia apreciación sobre las criaturas humanas, la compartimos, ya lo sabéis. Es cierto que fuimos soldados, que hemos avanzado juntos, hundidos hasta los tobillos en la sangre y en la muerte. ¿Qué sabe la gentil abadesa del furor despiadado de los campos de batalla? ¿Qué sabe de esos heridos que rematamos al retirarnos con el fin de ahorrarles las torturas del adversario? ¿Qué sabe del terror o del sabor de la sangre que transforman a algunos seres nobles en monstruos? No obstante, me pregunto sobre el sentido de todo este asunto. ¿Se informó a Nicolás IV*, en la época de la adquisición del bolso al armenio, de la verdadera naturaleza de los huesos?

—No me consta, aunque no apostaría por ello. Valezan ha debido de callárselo para poder un día sacar tajada. Del mismo modo, juraría que Clemente V no tiene la más remota idea de la existencia de esta alforja. Imagina el poder de Jean de Valezan. Ahora puede hacer temblar a Roma amenazando con divulgar su secreto. Puede que esos pequeños triángulos rojizos le sirvan un día para ocupar la Santa Sede.

—Dios nos libre. Este hombre se inclinó hace ya demasiado tiempo por el mal… ¿Por qué tanto ensañamiento? Bastaba con pretender que se trataba del esqueleto de un mono. Todo el mundo se lo habría creído.

—No es el esqueleto sino las puntas talladas las que importan. ¿Alguien ha visto un mono capaz de trabajar la piedra para fabricar con ella armas y herramientas? Fuimos varios los que las contemplamos. Casi todos han muerto, excepto nosotros dos y ese armenio que solo le debe su vida al hecho de haber tratado con nosotros y no con uno de los esbirros de Valezan.

Malembert ahuyentó el remordimiento que se insinuaba en su alma y replicó:

—En tal caso, ¿por qué no decir la verdad, explicar que avanzamos paso a paso en el camino de Dios y que si bien el tiempo nos parece interminable, para Él no es nada?

—¿Cómo explicar a los más inquietos de entre nosotros que el tiempo de Dios no es el nuestro? ¿Cómo hacerles ver, sin sumirlos en la desesperación, que todo es simbólico y que los símbolos sobrepasan en ocasiones a nuestro humilde entendimiento? Saber es poder, Malembert. Ambos estamos convencidos de que nos acerca a Dios. Mantener al hombre en la ignorancia es rebajarlo a la condición de animal y dominarlo. Valezan también está persuadido de esto. Utiliza el miedo, la estupidez, la ignorancia y la impotencia, incluso la codicia de sus víctimas para abrirse camino hacia el poder supremo.

—Hay que guardar los rollos en un lugar seguro, fuera del alcance de las zarpas de Jean de Valezan. Confiárselos al Rey, quizás. Entonces, habremos cumplido nuestra tarea aquí, monseñor. Os confieso que no me disgustará la idea.

—No estoy tan seguro, Malembert.

El día siguiente, después de prima, le daría la razón, cuando Jean de Valezan solicitó hospitalidad en la abadía para él y su séquito, con el fin de orar sobre la tumba de su querida hermana.

Con la certeza de que el arzobispo estaba al tanto de su presencia en Clairets, Mortagne fue discreto. Tuvo la astucia de enviar un mensaje por medio de Malembert, rogando al prelado que le perdonara su retraso en saludarlo y justificándose con asuntos urgentes que resolver antes de dedicarse en cuerpo y alma al placer de verlo. Extraño. Mortagne le seguía la pista a Valezan desde hacía años. Husmeaba sus golpes bajos desde hacía lustros. Valezan se había convertido en una especie de compañero o conocido siniestro. Sin embargo, apenas sabía qué aspecto tenía.

Malembert le trajo la respuesta de su enemigo: el placer sería suyo y esperaba con impaciencia la dicha de disfrutar de su encuentro. Etienne añadió con tono indiferente:

—Ni siquiera he visto al arzobispo. He entregado vuestro mensaje a… su secretario, digamos. En cuanto al resto de su cortejo, si son clérigos, entonces yo soy una alegre damisela.

—¿Tan inquietantes parecen?

—Más aún, monseñor. Cuatro hombres con pinta de esbirros.

—Era de esperar.

—Por petición propia, él y su comitiva han sido instalados en las dependencias de la difunta priora —añadió su secretario.

—Valezan espera descubrir algo allí —tradujo Mortagne.

—¿Los rollos del díptico?

—Por qué no.

La efervescencia por la llegada del arzobispo solo se calmó en sexta, después de que hubiera suplicado largamente al Señor que acogiera en su seno el alma de su tierna Hucdeline y tras reunirse con la abadesa en su palacio.

Mortagne aprovechó este corto momento de tranquilidad para trasladar a Alexia de Nilanay a uno de los aposentos de la hospedería del que no debería salir bajo ningún pretexto. La joven no le hizo ninguna pregunta, lo que demostraba que también ella había percibido la amenaza. Malembert le haría compañía. Le dio las gracias al conde con un tono de sorpresa:

—Ignoro, monseñor, por qué consentís esforzaros tanto para protegerme. Os estoy infinitamente agradecida, aunque aturdida.

Él le regaló una de sus intensas miradas y se marchó sonriente, con su lento estiramiento de labios seductor:

—Mi debilidad por el género femenino, probablemente. Una tradición familiar, mi señora.

—Una bonita tradición, mi señor.

—Eso mismo pienso yo, como mi padre y mi abuelo antes que él. ¿Acaso la especie viril no ha sido creada para proteger la vida y el honor de las mujeres?

—No lo sé, mi señor. En cualquier caso, doy las gracias al cielo de que estéis convencido de ello.

La sonrisa se desvaneció. La emoción ocupó su lugar. Ella tenía miedo pero seguía siendo valerosa. Le gustaba, no había duda. Más tarde.

—Charles d’Ecluzole, mi baile, ha permanecido entre estos muros después del motín abortado de los gafos. Me congratulo de su éxito. Se reunirá con vos en poco tiempo.

Una cierta inquietud se vislumbró en el rostro de Alexia, quien murmuró:

—¿Me abandonáis?

—En absoluto, mi señora. Preveo lo que ha de seguir.

—¿Y tan horrible es para que dos hombres aguerridos tengan que custodiarme?

—Tranquilizaos. Malembert os confirmará que divago de vez en cuando —mintió—. Los hombres confunden por diversión una simple escaramuza con la guerra. Hasta más ver, mi señora, para bromear muy pronto sobre los viejos soldados.

Mortagne no mencionó el asombroso descubrimiento que había hecho gracias al díptico. Corrió al despacho de la abadesa y exigió:

—Habéis recibido a monseñor de Valezan.

—Tal y como habría hecho con cualquier obispo, en electo.

—¿Le habéis dado los rollos?

—No. No los ha mencionado.

Plaisance de Champlois escuchó después su petición, con mucha reserva. Aimery le rogó que no entregara el díptico al arzobispo bajo ninguna circunstancia.

—¿Conoce su existencia? Yo empiezo a dudarlo. Tal y como os lo acabo de decir, no ha hecho mención alguna al respecto. Hemos conversado sobre su hermana. Sobre su trágico fin.

—¡No hay duda, puesto que mandó asesinar a Arévolo para recuperarlo y sus sicarios han perseguido a la señorita Nilanay hasta Clairets!

—Así que, ¿insinuáis que debo ocultarle la verdad? Os recuerdo, señor, que considero vuestras especulaciones de ayer inaceptables y sin fundamento.

—Qué alarde tan indigno de vos, mi señora.

—¡Y qué insolencia la vuestra! —se ofendió la abadesa.

La ira invadió al conde:

—¿Me tomáis por un necio? ¿Acaso ibais a contarle a monseñor Jean con todo lujo de detalles la sarta de artimañas de su hermana? Claro que no. Sin embargo, no las desconoce puesto que fue él mismo quien se las dictó. ¿Ibais a soltarle a la cara que estaba tramando un complot para asesinaros, después de urdir la muerte de la madre Normilly y su esposo? ¿No, verdad? Le tenéis miedo y con razón. Es temible, y carece de fe. En otras palabras, ¿acaso no habéis decidido ya callarle la verdad? No importa puesto que ya la conoce. Vais a recibirlo con todas las atenciones propias de su rango y de su túnica, y esperar con impaciencia a que se marche. Se trata de una táctica de doble filo.

—¿Qué queréis decir?

—Clemente V no goza especialmente de buena salud, a pesar de sus amplias cualidades de espíritu. ¿Y si llegara a fallecer? Al fin y al cabo, su antecesor Benedicto XI* pereció de forma brutal, después de apenas ocho meses de pontificado, solamente. La proximidad de monseñor de Valezan es maligna. Se fallece muy rápidamente estando cerca de él, ¿no os parece? Únicamente este díptico, quizás, y con la ayuda de Dios, podría librarnos de verlo papa un día. Se trata de nuestra única moneda de cambio y, aun así, no es seguro que sea suficiente.

—Moneda de chantaje, querréis decir —rectificó Plaisance.

—Uno solo lucha dignamente contra dignos adversarios. Lo contrario sería una terrible estupidez.

Los ojos aguamarina no se apartaban de él, y pensó que la había perdido. Su mirada se había convertido en un muro. Se ocultaba detrás y ya no sabía dónde. Una pena difusa le hizo agachar la cabeza. Había estado tan cerca de su espíritu. Cerca, como quizás lo había estado del de Anne.

—En cuanto habéis subido aquí, Bernadine llevó los rollos a Malembert —dijo finalmente.

Cerró los ojos aliviado. Murmuró:

—Habéis obrado correctamente, mi señora.

—No lo dudo, porque, si no, no lo habría hecho, señor. Destruidlos o selladlos en algún lugar. Mi única exigencia, y os pido vuestra palabra, es que nunca se los entreguéis al Rey ni a su círculo.

Plaisance no ignoraba que Felipe el Hermoso saltaría sobre esta oportunidad para doblegar a Clemente V con el objetivo de que por fin le concediera el juicio póstumo contra la memoria de Bonifacio VIII* (su enemigo mortal), un juicio que llevaba exigiendo desde mucho tiempo atrás.

—Os doy mi palabra, mi señora. Solo los utilizaré como último recurso, para impedir la elección de monseñor de Valezan en la Santa Sede.

—Bien. Entonces juzgaréis si es conveniente propagar su… interpretación. Con toda mi alma os lo desaconsejo y os suplico que solamente lo hagáis cuando hayáis sopesado las consecuencias de tal divulgación.

—¿Qué queréis decir?

—Pensad en la postración que ocasionaría. ¿Qué nos queda si estamos tan alejados de la perfección divina? ¿Seréis vos el responsable de provocar tanta desesperación?

—Nos queda la voluntad, la obligación de acercarnos a ella. Paso a paso. Lo lograremos algún día.

—¿Algún día? Parece tan lejano dicho por vuestra boca.

Tenía razón, Mortagne no lo dudaba. Los hombres lograrían, a cambio de inconmensurables esfuerzos, acercarse a Dios. Si no se exterminaban los unos a los otros antes.

—Os lo concedo. Conservaré el díptico y solo lo utilizaré contra Valezan, llegado el caso. A fe mía, ese maldito nunca será papa. Aunque tenga que dar mi vida, no sujetaré la puerta que permita a este demonio reinar sobre la cristiandad.

La llegada en tromba de Charles d’Ecluzole puso fin a la entrevista.

—Rápido, monseñor. Malembert está… agonizando.

—¿Cómo? ¿Valezan?

—Probablemente, pero no he visto ni rastro de sus matones al llegar a la hospedería.

—¿Y la señora Nilanay?

—Desaparecida, volatilizada.

Aimery de Mortagne retuvo a la abadesa, que se precipitaba hacia la puerta.

—Eso, madre, ya no os concierne. Os lo imploro.

—Con todos mis respetos, no recibo ninguna orden de vos, señor. No obedezco más que al Papa —articuló con una voz perentoria que indicaba firmemente que no cedería.

—Me obligáis a hacer algo que lamentaré el resto de mi vida. Pero no importa. No tengo otra alternativa. Ecluzole: que la madre Champlois permanezca en su despacho hasta mi regreso. Que no reciba ninguna visita. Lo haréis por vuestro honor.

—Monseñor —se indignó el baile—. ¡Se trata de una abadesa!

—¡Como si no fuera consciente de ello!

—¡Señor! —tronó Plaisance, encolerizada—. ¿Por quién me tomáis? ¡Por quién os tomáis vos!

—Os tomo por una mujer a la que no tengo el más remoto deseo de ver atravesada por una espada. Por lo que a mí respecta, me tomo por un hombre que acepta las consecuencias de sus actos, por muy insensatos que estos puedan parecer.

Mortagne bajó las escaleras a toda prisa y corrió hacia la hospedería, con el corazón a todo latir.

Hermione de Gonvray estaba arrodillada junto a Malembert, quien luchaba por no ahogarse. La sangre de su fiel compañero empapaba la parte delantera de la túnica de la apoticaria. Esta sacudía la cabeza en signo de negación. Se levantó a una señal del conde y abandonó la sala. Aimery de Mortagne cayó a su vez de rodillas, abrazando el torso del hombre que lo había protegido toda la vida, que lo había educado como un padre.

—¡No me dejes, Malembert! No me dejes ahora. Por favor, quédate. Es una orden, ¡me oyes!

—Lo intento, monseñor. La vida me abandona, se me va —se le escapó una risa. Una mueca de dolor crispó su rostro y un hilillo de sangre se deslizó hacia su barbilla—. ¡Carape! Hemos luchado valerosamente, ¿no es cierto?

—Sí, amigo mío. El combate prosigue. Por eso es por lo que aún debes acompañarme. ¡Oh! ¡Malembert! Agárrate a la vida.

—Eran cuatro. Los de Valezan. Creyeron dejarme muerto. Fingí el óbito para poder relataros…

Mortagne quiso interrumpirlo, pero Malembert se obstinó:

—Silencio, mi señor. El tiempo se me escurre —señaló la chimenea con un índice negro de hollín y balbució—: los rollos, en el conducto. Escondidos en cuanto percibí el ataque. Ella… ella ha sido muy valiente, pataleando como una diablesa. Arañando, mordiendo. Casi deja a uno sin sentido. Yo he herido gravemente a otro.

—¿Y Valezan?

La elocución de Malembert se ralentizaba. Sus ojos se cerraban.

—Ese cobarde no… estaba presente. No hay duda de que esperaba a la presa y a los raptores con buenos caballos, allá en el portalón. Es a la mujer… a la que buscaban. Adiós, mi señor. Van a acabar con ella en cuanto… ese maldito Valezan esté seguro de que no sabe nada. Encontradla antes… de que sea demasiado tarde… Vengadme, vengadnos a todos…

—Te vengaré. Que me muera si me retracto.

La cabeza de Etienne Malembert cayó sobre las rodillas de Mortagne. El conde permaneció así, unos interminables segundos, perdido. El pilar que había sostenido sus años más jóvenes, el confidente, el amigo que le había acompañado en sus años como hombre, descansaba. Un vacío espantoso le ahogaba. Le concedió su tributo al dolor. Unas lágrimas cayeron de sus ojos, mojando sus labios. Las únicas desde el funeral de Anne.