Capítulo 11
Abadía de mujeres de Clairets,
Perche, finales de noviembre de 1306
Empleado de inmediato, Jean el Pequeño Ferrero, se había hecho paulatinamente a las costumbres de la abadía. Tal y como había previsto, el despensero se había tragado sin pestañear el cuento del accidente del primo Nicol acaecido mientras cazaba, al igual que el cocinero y la hermana encargada de organizar las comidas y la cocina, una tal Clotilde Bouvier. Como era habitual, su repulsivo físico había sido un buen aliado. Era curioso cómo la gente que miraba de soslayo su deforme rostro, aprendía a temerlo y se esforzaba por caerle en gracia sin que él tuviera que mostrar un ápice de agresividad. En cuanto a su nuevo puesto, salía bastante airoso, dado que en su juventud había practicado la caza furtiva lo necesario como para saber seguir la pista y disparar al venado.
Aquella tarde, Jean estaba sin aliento. Había llevado a rastras un gamezno —cazado poco antes del atardecer— una media legua larga, parándose únicamente para resoplar antes de volver a echarse a las espaldas la carga. Esperaba llegar a la cocina antes de completas*, de lo contrario no encontraría ni un alma viviente. Como de costumbre, no se entretendría allí mucho rato. El Ferrero era consciente de que al marcharse todos sentían un alivio que pocos hubieran tenido la imprudencia de confesar en voz alta.
Al cerrar la noche, volvió a encontrarse con la hermana de su comitente. No obstante el largo abrigo que la cubría, su silueta le resultaba apetecible. Una monja bien hermosa, sí señor, a la que no le hubiera disgustado contemplar como su madre la trajo al mundo. Cada vez que se inclinaba para oír mejor su imperioso murmullo, ella retrocedía un paso, aun habiéndole asegurado no estar afecto de lepra. En el fondo, casi le aliviaba su reacción. La priora albergaba hacia él tanto temor como desprecio. Había algo en ella tan sucio que a veces había sentido ganas de tratarla como a una ramera. Sin embargo, la necesidad manda, ¡y cincuenta libras eran una grata necesidad!
En cambio, Jean todavía no había localizado a su verdadera presa: la humana. No le preocupaba; hasta el momento había procedido con la mayor discreción posible. Ahora pretendía desarrollar la segunda fase del plan: acercarse al animalillo de dos patas y enviarla al otro mundo en cuya existencia su presa creía firmemente.
Plaisance de Champlois se enderezó en el sillón. El asiento, delicadamente esculpido, era uno de los más incómodos que la joven abadesa jamás hubiera utilizado. Pese al mullido almohadón relleno de plumas de oca que servía para elevar el asiento, continuaba siendo excesivamente bajo y profundo en comparación con su pequeña estatura, haciéndola parecer una enana tras el inmenso escritorio. Ciertamente, habría podido ordenar reemplazarlo, empero, no acababa de decidirse. En ese sillón, la madre Catherine había pasado la mayor parte de los últimos treinta años de su vida. Su recuerdo le iluminó involuntariamente el rostro. Dios, cómo impresionaba la anciana abadesa cuando inclinaba el torso hacia su interlocutora, envolviendo con sus largos dedos los pomos de cristal tallado que remataban cada reposabrazos. El ornamento tenía una utilidad: permitía refrescar la palma de las manos en épocas de calor[73]. Por el contrario, su contacto se tornaba desagradable en invierno. A veces, Plaisance tenía la turbadora sensación de que la sabiduría y perspicacia de su antecesora estaban aguardando para envolverla apenas se sentase a trabajar. Sus ojos se posaron sobre las interminables columnas de registros contables que Rolande Bonnel le acababa de traer, o más bien, de plantar ante sus narices: adiós alegría.
Roja de indignación, Rolande vociferó:
—¡Lo sabía, aquí está la prueba!
Acompañando sus palabras con un gesto, señaló una línea de cálculos con dedo acusador, haciendo aspavientos como una gallina.
—¿Qué es?
—Un agujero, madre. ¡O más bien un pozo sin fondo! Fijaos, hay un descuadre de doce dineros torneses*. ¡Pero nadie me dice nada! Estaba segura de que entre estos muros había un faltrero… o debería decir una faltrera. Cuando lo pienso… Hay que desconfiar siempre de las apariencias demasiado virtuosas.
—¿Qué estáis insinuando, hija mía?
—Ya lo descubriréis, y entonces se os partirá vuestro benévolo corazón. Lo que os digo: una faltrera. Y sospecho que no ha sido su primera vez, porque hace meses que se repiten estas pequeñas extracciones de la caja. Dinero a dinero, ¡acaban siendo libras! No será porque no lo he repetido hasta la saciedad… Mas nadie me daba crédito —añadió con un tono de dolido reproche.
Plaisance estuvo por replicar que se trataba de una suma exigua en comparación con las miles de libras percibidas por la abadía en ingresos anuales. En cambio, rectificó a tiempo, temiendo que la hermana depositaría se lanzara en una laboriosa e interminable argumentación, y le prometió dedicarle toda su atención.
Plaisance se debatía entre la irritación y el hastío. ¿En verdad la pobre Rolande creía que uno de los principales cometidos de la abadesa de una de las congregaciones de mujeres más influyentes del reino era ir a la busca y captura de una suma irrisoria? Con todo, Plaisance no se hacía ilusiones: Rolande jamás cejaría en lo que pensaba era su deber y en lo que, en el fondo, se había convertido su razón de ser a los ojos de las demás. Por otra parte, para la depositaría, la tesorería del claustro de La Madeleine estaba en juego. Habían desaparecido doce míseros dineros torneses. A pesar de no tener en alta estima a Melisende de Balencourt, la priora, Plaisance no la imaginaba hurtando en la caja. Entonces, ¿quién? La organización del pequeño claustro de las arrepentidas no requería la intervención de ninguna de las hermanas discretas. Solo tres oficialas se repartían las funciones propias de aquella extensión de la abadía: una ropera y dos enfermeras. Plaisance barruntaba la total desconfianza de Melisende hacia estas últimas —desconfianza, por otra parte, generalizada hacia todo ser viviente— y dudaba que les hubiese confiado la contabilidad.
Al final, el hastío venció a la irritación. Era casi la hora de vísperas. Retomaría la tediosa labor después de cenar. Decidió aprovechar los pocos minutos que quedaban antes del penúltimo oficio de la tarde para pasarse por la cocina y tomar una infusión relajante. El uso establecía que fuera la secretaria la encargada de tales cometidos. Sin embargo, Plaisance adoraba el ambiente de la cocina, la repentina paz reinante tras el desquiciado ajetreo de las comidas. La cocina de Clairets siempre había ejercido en ella una especie de fascinación. De niña, la había imaginado algo así como un cerrojo protector que delimitaba el mundo interior y el externo. Por allí pasaban vendedores, descargaban los mercaderes, comían los sirvientes laicos… Entre sus paredes se discutía, chismorreaba y comentaba, y estaba convencida de que en ausencia de la hermana encargada de las comidas y la cocina, la enérgica Clotilde Bouvier, abundaban las bromas. La compleja arquitectura, no obstante perfectamente adaptada a la forma circular del edificio, la cautivaba cada vez que entraba. Destinada igualmente al ahumado de pescado, la amplia estancia había sido construida con planta octogonal. Cada uno de los ocho absidiolos que jalonaban su girola se prolongaba con un alto conducto de chimenea[74]. Se solía cocinar en los del lado opuesto a los vientos dominantes del día, a fin de evitar que el humo retornara al interior. En el centro de la sala se encontraba el fogón principal, donde se realizaba el ahumado. En cuanto al chapitel del edificio, estaba cubierto de tejas de piedra en lugar de tablillas de castaño, como las que recubrían la mayor parte de las demás construcciones, con objeto de impedir la propagación en caso de incendio.
Al llegar al patio, se sorprendió por la agitación de las dos porteras laicas encargadas de custodiar la entrada del portalón Mayor, así que se acercó a ellas. Ambas se inclinaron haciendo una reverencia y la mayor profirió:
—Madre… ¡Estos golfos son demonios! Los muy desgraciados son más pesados que las moscas de las vacas. Algunos hasta aporrean la puerta. Y acá que vienen casi todas las tardes. La otra gritó al portón de madera: —¡Mocosos, os he dicho que no hay nada! Ya os hemos dado el pan roído esta mañana.
Plaisance apartó a las dos mujeres con un solo gesto y entreabrió la mirilla: parecían bastante mansos. Permanecían inmóviles a una media toesa de la puerta, sucios, lívidos, enclenques y con los ojos hundidos en el rostro. Una chiquilla con el pelo enmarañado sujetaba a su hermanito de la mano y la miraba fijamente. Los andrajos que llevaban ciertamente no debían de protegerlos mucho del frío.
Una manita mugrienta, como las endebles garras de un gorrión, se aferró a las rejas de la mirilla. La abadesa se puso de puntillas para poder mirar hacia abajo. Se topó con dos grandes cuencas negras, brillantes por la fiebre. La débil voz del pequeño suplicó:
—Piedad, señora, un poco de pan. Por el amor del niño Jesús.
La portera más anciana lanzó con desprecio:
—Mandan a sus chiquillos roñosos para ablandaros. Vamos, que estos piojosos, bochincheros y lo peor de lo peor, intentan siempre pegártela —acto seguido bramó hacia la manita—: ¡te vas a soltar ahora mismo, miserable! ¡Vamos a llamar a los sirvientes y os van a moler a palos!
—Dejadlos —ordenó Plaisance con brusquedad. Luego, dirigiéndose al niño del que solo veía unas uñas resquebrajadas dijo—: volved mañana a la misma hora. Se os dará el pan.
Un vago murmullo llegó a sus oídos. Palabras confusas de alivio, agradecimiento y temor salieron de quince pequeñas bocas.
Como de costumbre, la inesperada entrada de la joven abadesa en la cocina provocó un revuelo. Doce pares de ojos se giraron hacia ella. Un silencio, mitad de molestia, mitad de respeto, se abatió en la gran sala. Convencida de que todos se preguntaban qué habría podido captar de sus conversaciones, dijo en tono afable:
—Proseguid. No querría distraeros de vuestros deberes. Me han entrado ganas de tomar un buen cubilete de infusión antes de vísperas…
Una cría delgaducha se precipitó hacia el caldero y le trajo la tisana solicitada, explicándole con una torpe reverencia:
—Es tila con verbena y un poco de menta, mi señora.
—Mis favoritas. Eres muy amable.
La chiquilla se sonrojó hasta las orejas y corrió rauda y veloz a esconderse tras las piernas de un sirviente laico.
—Cocinero, cada tarde, para vísperas, tienen que estar preparadas treinta barras de pan de pobre[75] cortadas por la mitad que se repartirán ante el portalón Mayor.
El hombre se permitió una reserva:
—Se correrá la voz. Esta noche solo hay diez, pero dentro de dos días serán treinta y pronto acabarán viniendo cincuenta.
El portón se abrió con violencia y una especie de gigante entró agachado rugiendo:
—¡Diantre, vaya sudadera! ¡Esto pesa más que un viejo canónigo barrigón!
La ocurrencia, soltada en presencia de la abadesa, dejó a todos de piedra a los presentes. El hombretón sintió que algo raro ocurría. Siguió la dirección de las miradas abochornadas y asustadas, y entonces, al vislumbrar a la pálida y seria muchacha, cayó en la cuenta. Dejó caer el cuerpo ensangrentado del gamezno e inclinó la cabeza.
—Mil perdones, mi señora. El cansancio, el frío… A veces merecería que me despellejaran la lengua.
—¿Y de qué nos serviría un cazador lisiado? —preguntó Plaisance con dulzura.
—A fe mía que no es con la lengua con la que cazo el venado.
—¿Cómo os llamáis, cazador?
Jean el Pequeño Ferrero luchaba desde hacía instantes contra una angustia incomprensible. La lumbre crepitante de uno de los absidiolos rodeaba a la muchacha con una especie de aureola luminosa y cálida. Aquella joven bernarda, por muy abadesa que fuera, no le llegaba ni a la altura de la axila; así y todo, su voz serena, casi solemne, lo intimidaba. Era tan niña que parecía un bebé apenas destetado. El silencio reinante lo aturdía. Era como si a los demás se los hubiera tragado la tierra y solo quedaran ellos dos, frente a frente.
Alzó lentamente la cabeza, los dientes apretados, esperando lo irremediable. Se quitó el gorro de piel y la miró fijamente. La abadesa examinó su figura animalesca durante lo que le pareció una eternidad. Jean pensó que hubiera podido sumergirse en las límpidas aguas de sus ojos, libres de todo temor o aversión. Ella avanzó unos pasos, casi rozándolo, y repitió con voz melosa:
—¿Cómo os llamáis?
—Jean el Pequeño Ferrero, a vuestras órdenes, señora.
—¿Venís de la malatería?
—No, señora. El destino me jugó una mala pasada al nacer.
—La vida nos reserva a veces calamidades, ante lo cual debemos resignarnos para no hacerlas aún más graves —girándose, lanzó con un tono que no admitía discusión alguna—: cocinero, volviendo a nuestro asunto: si hay treinta o cincuenta estómagos hambrientos, deberíamos poder llenarlos un poco. Se repartirán treinta barras de pan de pobre partidas en dos. Una mitad para cada niño, sea cual sea su edad. Y si hacen falta diez más, se las proporcionaremos. Al finalizar el oficio, advertiré de ello a la hermana hornera y a la encargada de organizar las comidas. Eso es todo.
El hombre asintió con la cabeza, molesto. Plaisance añadió, esta vez con una sonrisa:
—¡Ah!, y ofreced un cubilete de hipocrás[76] a nuestro cazador que tan hermosa presa nos ha traído. Hace un frío espantoso.
El cocinero, presto quizás a hacerle olvidar su falta de compasión, sugirió:
—Un trago os hará entrar también en calor, mi señora.
—Prefiero no hacerlo… así recordaré cómo otros sufren fuera para darnos de comer.
Y con estas palabras salió de la cocina, tras dedicar a los presentes —incluido Jean— una sonrisa.
Lo irremediable acababa de producirse, hasta un punto insospechado, y sin embargo, Jean lo había esperado con anhelo… desde hacía tanto tiempo.