Capítulo 3

Dieciséis años antes.

San Juan de Acre, Tierra Santa, octubre de 1290

El trayecto desde Cesárea, situada más al sur, hasta Acre se le había hecho eterno. Firuz, el mercader armenio, disfrazado de beduino, había conducido su camello a lo largo de senderos de guijarros, esforzándose por no levantar nunca la vista, y no parar más que lo justo para descansar o sustentarse. Sus manos, antebrazos y rostro color té oscuro podían Hacerlo pasar por egipcio. En cambio, el verde pálido de su iris lo delataría con toda probabilidad.

Si regateaba con habilidad, ¿cuánto le ofrecería el cliente por su cargamento de supuesta azúcar[12]? Este artículo solía reservarse a los más ricos y se utilizaba sobre todo en la preparación de eficaces medicamentos contra la tos y los ardores estomacales.

Al avistar en el horizonte la blancura cegadora como el sol de la ciudadela de San Juan, Firuz suspiró aliviado. Por lo que se decía, la paz volvía a reinar por fin en los barrios francos, venecianos, písanos y genoveses, después de interminables hostilidades, que a punto estuvieron de desencadenar una guerra civil, en las que unos reivindicaban las posesiones de los otros y trasladaban a Oriente las disensiones y odios causantes de sus enfrentamientos en Occidente.

Los písanos y venecianos no habían vacilado lo más mínimo en emplear las piedras de los edificios genoveses para construir fortificaciones alrededor de sus calles, extendiendo de paso sus dominios. Dos años antes, se vieron obligados a devolver a los genoveses los territorios usurpados. Por tanto, se había decretado una tregua, aunque frágil, como de costumbre.

Firuz pretendía detenerse a unos cientos de toesas* de la Torre de las Moscas, la atalaya de la punta sureste de Acre, tras la cual se extendían los barrios italianos. Descansaría un poco, se asearía e intentaría sacudirse el olor infernal a camello incrustado en su piel antes de penetrar en la ciudadela. Las últimas precauciones estaban de más, ya que la presencia de mercaderes beduinos en el interior de los prominentes muros de la fortaleza era algo frecuente. El comercio con los territorios musulmanes, y en concreto con Egipto, iba viento en popa. Pocas reglas lo frenaban, exceptuando la prohibición de intercambiar material estratégico, como madera, hierro o armas. Si bien, numerosos mercaderes de ambas orillas tenían una concepción muy particular de las limitaciones.

Al caer la noche, se dirigió a las proximidades de la catedral de la Santa Cruz, ubicada prácticamente en el corazón de la ciudadela, no lejos del palacio patriarcal y del hospital. Vislumbró a lo lejos la amenazante mole de la Torre del Diablo, que custodiaba el extremo norte del recinto amurallado. Avanzó con paso lento y digno, adoptando el aspecto de un comerciante satisfecho por un negocio redondo. Sin embargo, un vacío le atravesaba el pecho.

El intermediario que había encontrado en Constantinopla dos meses antes le había ofrecido una suma desorbitante: ¡doscientas libras*! Entonces, Firuz había mirado fijamente al alto hombre demacrado de ojos azul pálido, procurando mantenerse impertérrito. Costándole la misma vida, movió la cabeza crispando los labios de insatisfacción. Temeroso de que la voz traicionase su estupefacción y su emoción, musitó: «Eso es una miseria, mi señor. Os confieso que me esperaba más. Tal vez… tal vez no seáis el comprador que buscaba». El hombre alzó el precio en el acto, esgrimiendo con un tono seco: «Te ofrezco trescientos, es mi última oferta. Tenemos un gran empeño en adquirir este… este objeto. No le encontrarás muchos compradores. Causa… repulsión. No te muestres demasiado ávido, podrías perderlo todo; el objeto y mucho más».

Era extraño, pero Firuz tuvo la sensación de que el sujeto sabía lo que estaba buscando, mientras él mismo ignoraba su mercancía. Había conseguido dominar su curiosidad. De confesar que desconocía la naturaleza exacta del objeto disimulado en un gran cesto de mimbre que pendía de la albarda del camello, recubierto de cristales de azúcar, Firuz corría el riesgo de animar al cliente a regatear.

Curiosa sucesión de coincidencias aquellas, tan intrincadas que Firuz apenas lograba desenmarañarlas. ¿Por qué razón se habría parado, dos años antes, en aquella cabaña de paja y adobe, a última hora de la mañana, cuando no le quedaban apenas dos leguas para llegar al puerto, su destino final? ¿Por qué habría ofrecido esos cubiletes de té al africano y habría decidido acompañarlo en sus horas de fiebre, y después de agonía?

¿Qué instinto le habría advertido del extraordinario valor del contenido de la bolsa? Desde hacía dos largos años, no se despegaba de ella allá donde fuese, vigilándola hasta perder el sueño, despertándose a veces en medio de una pesadilla, convencido de que alguien había aprovechado su adormecimiento para quitársela. Entonces se levantaba, se apresuraba a desatar las cuerdas que la amarraban y suspiraba aliviado. Firuz no sabía cómo, pero sobre todo no sabía a quién ofrecérsela. Una nueva coincidencia —a menos que se tratase de la mano del destino— había acudido en su auxilio en el Gran Bazar de Constantinopla.

Se había detenido en el puesto de un zapatero para cambiar las suelas de sus botas y saciar su sed con un tazón de té chai con hojas de menta. Un europeo jovial, vestido elegantemente, espada al cinto, apoyó el codo en el mostrador. Tras unos instantes acompasados del incesante guirigay del bazar, donde se entrecruzaban gritos de amenazas e invectivas en cientos de lenguas extrañas, el hombre le dijo socarrón:

—Se diría que transportas un paquete bien pesado, amigo.

—Lo es —se limitó a contestar el armenio espantando con la mano las obstinadas moscas que se aglutinaban en piña sobre las piezas en canal colgadas en el puesto del carnicero adjunto.

—¿Eres mercader?

—En mis ratos libres.

—Entonces, como todos nosotros —dijo el hombre riéndose.

—¿Comerciáis por estas tierras? —se atrevió a preguntar Firuz pese a que el habla y atuendo de su interlocutor indicaban que no tenía tratos con hombres de bajo linaje.

—No exactamente. Digamos que ocasionalmente compro para luego revender a mejor precio. ¿Y tú, con qué pretendes negociar?

Firuz titubeó. Ni el momento ni el lugar se prestaban a las confidencias. En el Gran Bazar, el comercio clandestino y los amaños estaban a la orden del día. Uno podía hacer que lo degollaran por unas pocas monedas o una palabra de más. Por otro lado, el extraño apego que Firuz mantenía con su carga lo atormentaba sin saber la razón. Temía que se la robaran, y en cambio, ya no soportaba que siguiera ocupando constantemente sus pensamientos. El paquete le oprimía el alma, cada vez más. Desde hacía un tiempo, lo creía la causa de la última sonrisa de aquel hombre con quien se había topado en Alejandría. La muerte lo había liberado de su gran peso, al fin.

El armenio se había decidido: se desharía del equipaje, a la mayor brevedad posible, y sobre todo al mejor postor, aunque después se arrepintiera. Así pues, contestó dando rodeos:

—Es que… no se trata de un… objeto común.

La vaga curiosidad de su interlocutor se transformó en interés.

—¿No me digas? Entonces, ¿qué es lo que vendes? ¿Tal vez un extraño manuscrito, una reliquia, alguna poción desconocida?

—Nada de eso.

—Amigo, me tienes intrigado. ¿Querrías mostrármelo?

—Pues verá…

Firuz, en el lapso de un fugaz instante, tuvo la tentación de darse media vuelta y salir a todo correr. Un presentimiento lo retuvo: el camino de la alforja y el suyo se separarían en breve. El indescriptible sosiego que le proporcionó dicha certeza hizo el resto. Condujo al hombre a un lugar un tanto apartado y desató los nudos que protegían su secreto. El hombre hundió la mirada en lo más hondo de la bolsa. Al principio, esbozó rasgos de sorpresa y perplejidad. Introdujo la mano y extrajo unos triángulos de piedra rojiza, dándoles repetidas vueltas entre sus manos, pálido como la cera.

Días más tarde, puso en contacto a Firuz con un rico intermediario, o al menos eso era lo que le había dicho. Era un hombre delgado de ojos azul cristalino. Una tarde, los tres se encontraron en una cabaña de costado a la orilla oriental del Bósforo. El hombre al que Firuz había conocido en el tenderete del zapatero y cuyo nombre nunca sabría, solo permaneció allí unos segundos. Antes de dejarlos con sus transacciones, se acercó al armenio y le murmuró al oído:

—Haces bien en deshacerte de él.

Jamás lo volvería a ver.

Firuz se arrepentiría de no haber zanjado el asunto en el momento. En lugar de eso, el intermediario le citó un mes más tarde, so pretexto de no disponer de la suma convenida y tener que ir a buscarla al Templo de la ciudadela de San Juan de Acre. Había argüido que un insignificante mercader de viaje llamaría menos la atención de lo que lo haría un franco burgués.

Tras su encuentro en la cabaña a orillas del Bósforo, Firuz sabía que pronto se libraría de su abultado paquete. Podía sentir que regresaba a la vida. Un sentimiento extraño y embriagador. El aire le parecía más liviano, más perfumado, y aquella mañana se dijo que la voz de las mujeres nunca había sido tan dulce. Mujeres. Ni tan siquiera una había posado su mirada en él desde hacía dos años, desde aquella noche en la que había velado a un desconocido de ébano durante sus últimas horas de fiebre. A partir de aquel momento, una sombra había envuelto su existencia sin percatarse de ello, sin ni siquiera tener el menor atisbo de su avance. Por poco tiempo. En unos minutos, el velo obstinado que oscurecía sus días y sus noches desaparecería para siempre.

Rodeó la catedral de la Santa Cruz y torció en dirección a la Torre Maldita, que dominaba el cementerio de San Nicolás. En una callejuela que descendía en suave pendiente hacia el primer muro del recinto, Firuz halló sin mayor dificultad la taberna de los Valerosos.

El intermediario lo estaba esperando, sentado frente a una jarra de vino. El establecimiento estaba sumido en una penumbra solo alterada por la serena claridad de algunos candiles. Los ojos de Firuz se acostumbraron a la semioscuridad, y el armenio se alegró por la escasa afluencia de clientes. Habría menos oídos indiscretos que temer y podrían realizar el canjeo con tranquilidad. Tan solo se oían los ronquidos de un hombre corpulento, hundido en un rincón, con la cabeza inclinada hacia atrás y la boca abierta de par en par. Esa escasa concurrencia, sin lugar a dudas, había justificado la elección del cliente. El falso beduino tomó asiento frente al hombre espigado y macilento que estaba a punto de ofrecerle una fortuna y paz de espíritu. Pese a haber ensayado detenidamente cómo entrar en materia, las palabras salieron de su boca a trompicones. Había algo en el porte del hombre que lo intimidaba, o tal vez fuesen sus ojos penetrantes, de un azul tan intenso que casi parecían transparentes.

—Iré directo al grano, mi señor…

—¿Lo has traído? —inquirió interrumpiéndole.

—Por supuesto —respondió el armenio señalando la alforja que descansaba a sus pies.

El intermediario —ignoraba de quién— se mostró satisfecho y se dejó caer contra el respaldo de la silla tras servirle un poco de vino.

—Perfecto. Bebamos pues para celebrar nuestro trato —propuso levantando el cubilete de barro cocido.

Firuz lo imitó y se bebió el vino de un trago. El alcohol ligeramente agrio lo reanimó, infundiéndole algo de coraje.

—Bien, iré directo al grano. Trescientas libras no son suficientes.

La boca del comprador se torció de crispación.

—Ya estaba pactado —espetó de forma tajante.

—Desconocía el valor real de mi mercancía. Las cosas han cambiado. Me han hecho otras propuestas y sería imperdonable ignorarlas.

—¿Cuánto?

—Quinientas libras —anunció tragando a duras penas.

—¡Demontres, eso es una barbaridad!

—Lo sé. Así que no le reprocharía si resolvieseis desistir. He juzgado más honesto avisaros, pues habéis sido el primer comprador en mostrar interés —profirió con astucia mientras se le aceleraba el corazón.

¿Y si lo echaba con viento fresco?

—Acepto los quinientos, pero que sea tu último precio o no respondo de mis actos.

—Soy un hombre de palabra —afirmó Firuz poco convencido.

—¿Acaso sabes lo que eso significa? —ironizó su interlocutor—. Vayamos fuera y procedamos al canjeo.

—¿Traéis el dinero? ¿Todo? —preguntó asombrado el mercader.

—¿Qué te piensas? ¿Que es la primera vez que trato con marrulleros y codiciosos?

Firuz no protestó. Los términos, por muy hirientes que fueran, le iban como anillo al dedo, y no se enorgullecía de ello. Se juró que en el futuro, cuando fuese muy rico, se dedicaría a hacer el bien y nunca más trapacearía[13] al prójimo. Y el futuro estaba a la vuelta de la esquina.

Siguió al intermediario a trancos para no quedar rezagado. Se adentraron en una lacería de callejuelas, sin cruzarse apenas con un alma viviente. Finalmente arribaron a los pies de la Torre del Diablo, en el extremo norte de la ciudadela. El hombre no había pronunciado palabra desde que abandonaron la taberna. Extrajo de su túnica ricamente bordada una abultada bolsa y soltó:

—Quiero ver la mercancía antes de pagar.

Firuz obedeció y se inclinó hacia la alforja para desatar las cuerdas. En ese momento, se percató de dos pies a sus espaldas y se giró por completo. El hombre fornido que roncaba borracho como una cuba en la taberna, tenía la mirada clavada en él, con el rostro inexpresivo. El intermediario ordenó con un tono desprovisto de odio alguno:

—Haz tu trabajo, Michel.

Este desenvainó el cuchillo de caza que pendía de su cinturón y entonces Firuz comprendió todo.

—Esperad… Yo… he sido demasiado avaricioso, tenéis razón. Dejémoslo como habíamos convenido en un principio: trescientas libras.

El hombre descarnado negó con la cabeza y murmuró a continuación:

—Soy un hombre de palabra y jamás me he desdicho. En aquella cabaña del Bósforo ya te advertí que trescientas libras era mi última oferta.

Al ver la mirada apenada del intermediario, el armenio supo que iba a morir, y el dinero poco tenía que ver con su ejecución.

Una mano despiadada le echó la cabeza hacia atrás. Quiso gritar, pero el filo inexorable de la hoja cortó de cuajo su alarido. Se desplomó desangrándose, mientras intentaba contener el mar escarlata que brotaba de su cuello.

Los hombres se arrodillaron junto al cuerpo sacudido por convulsiones nerviosas y rezaron largamente por el alma del finado.

Etienne Malembert se persignó y se levantó, imitado por Michel, un bruto sin más maldad que la de las órdenes que obedecía ciegamente. El rostro bestial del ejecutor se había teñido de tristeza. Malembert se dirigió a él consolador:

—Era inevitable, Michel. Puede que esta historia de venta al mejor postor solo fuera un timo para hacernos aflojar más la bolsa. Como quiera que sea, el vendedor nos hubiera traicionado a las primeras de cambio, o si no, se hubiera ido de la lengua en una borrachera —vaciló un instante y continuó—. Michel, no merece la pena relatarle a nuestro señor el desenlace de la… negociación. Ni siquiera nos preguntará, lo único que le importará será haber obtenido la alforja. Para nosotros es un deber y un honor protegerle, sobre todo de los enemigos que desconoce o de los que él cree amigos. Vamos, cárgate al hombro con cuidado nuestra… adquisición, el señor nos espera.

Aimery, conde de Mortagne, de 25 años de edad cumplidos ese mismo año de 1290, se había alojado en el castillo real de la ciudadela de Acre, no lejos del hospital, detrás de la catedral de la Santa Cruz. Recibió con alegría a Etienne Malembert.

Etienne llevaba tanto tiempo a su lado que casi parecía conocerle desde siempre. Era uno de sus numerosos leales, uno de los que, por deseo propio, prestaban juramento de fidelidad a un señor. Se trataba en su mayoría de soldados, o de descendientes de siervos que habían recuperado la libertad, siendo diversas las razones que les movían: la falta de dinero o de tierras, el aburrimiento o el escaso apego a las labores agrícolas. Sin embargo, los soldados, a diferencia de los siervos, elegían a su señor, y la estima mutua que en numerosas ocasiones nacía entre ellos nada debía ya a la sumisión de uno o a la supremacía del otro. Colaborador de su padre, el conde Raymond, Malembert había velado por Aimery a la muerte prematura de este último, convirtiéndose en una especie de benévolo tutor para el muchacho, aún muy joven. Como único heredero varón, pronto comprendió que su tristeza debía dar paso al contraataque: un puñado de codiciosos —entre los que se contaba uno de sus tíos— conspiraba para arrebatarle el título y las tierras heredadas de su padre. Malembert, además de transmitirle la sagacidad y la habilidad política de su padre, había defendido férreamente las posesiones que por derecho y por sangre correspondían al adolescente. De igual forma, Aimery no veía al hombre de mediana edad como un diligente secretario, sino más bien como un primo afable que jamás le defraudaría.

—¿Lo tienes?

—Así es, monseñor[14]. Michel lo tiene a buen recaudo.

Una sombra de decepción nubló el rostro que Etienne había visto cambiar con los años. Aimery de Mortagne había pasado de niño rubio ceniza, rollizo y de ojos grises como su madre, a adolescente desgarbado y de voz atiplada, para finalmente convertirse en lo que se suele denominar un bello ejemplar de la especie viril. Alto y de atlética delgadez, lucía una media melena ondulada a la moda de la época.

Si bien había heredado el exótico color de iris de su difunta madre Lucie, sus párpados se estiraban hacia las sienes evocando los ojos almendrados de los bárbaros mongoles. No obstante, lo que más sorprendía de este ser serio, inteligente, astuto incluso, era sin duda la fingida indolencia de sus gestos. A veces, Malembert se preguntaba de quién la habría heredado. El difunto conde Raymond se movía como el soldado que había sido: con determinación y eficacia. En cuanto a Lucie de Mortagne, su carácter asaz nervioso confería a cada uno de sus movimientos una celeridad del todo inapropiada. Aimery iba y venía imprimiendo a su pose la elegancia propia de esos acróbatas italianos que hacen piruetas con la ayuda de una sola mano. Cada paso andado parecía destilar un motivo; cada uno de sus gestos, calma, casi lentitud. Pero de repente, se podía sentir en la garganta la hoja de su daga sin entender cabalmente de dónde la había sacado.

—Entonces, ¿no puedo verlo?

—Desde luego que sí, monseñor —dijo Etienne—. He juzgado, empero, que era preferible dejarlo en compañía de Michel, en las caballerizas, solo en caso de que…

Una sonrisa borró su desilusión. Aimery señaló:

—Junto a un caballo descansado y ensillado, ¿supongo bien? Piensas en todo, querido Etienne. ¿Qué haría yo sin ti? Bueno, entonces vamos. Me muero de ganas por descubrir qué es. ¿Qué pensaste tú al verlo?

—Poca cosa, he de confesar. No es más que un montón de huesos negruzcos y algo desagradables… También hay unos fragmentos de piedra rojizos. Yo no hubiera dado un vil cuarto por eso. A decir verdad, me cuesta entender la insistencia con la que os han rogado conseguirlo para entregárselo al señor de Normilly. Sea lo que sea, el vendedor armenio no tenía la menor idea de la naturaleza exacta del objeto.

—Y puede darle gracias al cielo, ya que de lo contrario, a buen seguro nos hubieran ordenado hacerle callar para siempre. ¿Se marchó con el dinero?

—Lo acompañamos hasta la Torre de las Moscas.

De nada serviría perturbar el alma de su señor con el peso de una ejecución. A pesar de sus remordimientos, Etienne Malembert estaba convencido de haber obrado con acierto no dando crédito a un mentiroso, además de ladrón de poca monta. El malestar que albergaba desde hacía meses le invadió de nuevo. Por sentido del honor y obediencia a su fe, Aimery de Mortagne se había dejado enredar en una maraña que, según sospechaba Malembert, escondía un misterio mucho más inquietante de lo que se adivinaba a simple vista. Esperaba ser capaz de proteger a su señor. Llegado el caso, lo defendería a capa y espada.

—Un trabajo despachado en un santiamén —concluyó Aimery de Mortagne—. Bueno, vamos a ver ese… «montón de huesos», como lo has bautizado. Después habrá que hacérselo llegar en el más absoluto secreto a Beranger de Normilly, quien lo entregará en propia mano a Guillaume de Beaujeu, Gran Maestre de la Orden del Temple*. Pareces preocupado, amigo mío —señaló el conde.

—Es que, monseñor, tal cadena de intermediarios me sorprende e inquieta. ¿Quién será el último eslabón?

—Lo ignoro, aunque comparto tus sospechas. ¿Será Nicolás IV, nuestro sumo pontífice, el promotor? Dudo que Guillaume de Beaujeu actúe por sí solo. Ahora bien, el Gran Maestre del Temple únicamente rinde cuentas al Papa. ¡Bah…! Cumplamos nuestra encomienda lo mejor posible. El futuro dirá si nos han utilizado.

El Oriente cristiano desaparecería un año más tarde entre una marea de sangre, fuego y alaridos, en el fragor del combate. Las treinta mil almas guarecidas en la ciudadela de San Juan de Acre, hombres, mujeres y niños, perecerían en unos días o serían vendidos en los mercados de esclavos. Guillaume de Beaujeu nunca se recuperaría de sus heridas. Nadie presentía aún lo que estaba por venir.