Capítulo 17
Abadía de mujeres de Clairets y Etilleux,
Perche, enero de 1307
Charles d’Ecluzole estaba en lo cierto. Valezan y sus asesinos habían vuelto a su guarida provisional de Etilleux.
A Plaisance, que exigía explicaciones, furiosa por haber quedado prisionera en su despacho y, sobre todo, atemorizada por el rapto de Alexia, Mortagne respondió:
—Ninguna excusa podría atenuar la manera en que me he comportado con vos.
—¡Me traen sin cuidado vuestras excusas, Mortagne! —silbó la abadesa, fuera de sí—. Es más, se trata del menor de mis problemas. ¿Qué vais a hacer? ¿La encontraréis? ¿Sana y salva? ¡Oh, cuánto le odio, le execro y estoy segura de que Dios me lo perdona! Es un monstruo, un demonio del que urge deshacerse. Sobre este punto, teníais razón.
—Entonces, rezad por nosotros.
—¿Y qué os creéis que hago en este mismo instante?
La hosquedad la abandonó. Suplicó con una voz muy débil, una voz de niña:
—¿Y vos?, ¿volveréis a salvo? Desconocéis su número en Etilleux.
—Es cierto, pero ellos subestiman mi furor. Hasta muy pronto, mi señora.
Mortagne, su baile, dos hombres de armas y un caballo suplementario partieron al caer la noche.
Plaisance de Champlois le daba vueltas a la cabeza desde la partida del conde, negándose a imaginar lo peor, pero lo peor se negaba a abandonar su pensamiento.
Un desierto. En unas semanas su vida se había convertido en un desierto. Hasta los hermosos recuerdos de su infancia junto a la madre Catherine de Normilly la habían abandonado. Esta abadía, que había sido una suerte de antesala del paraíso para ella, le parecía ahora hostil. Plaisance se levantó de su mesa de trabajo.
Una presencia amiga. Un rostro de amable complicidad. Lo necesitaba imperiosamente esa noche. Hermione. Al fin y al cabo, podía ofrecer el pretexto de su reciente herida para justificar su necesidad de compañía.
La luz reflejada por los candeleras vibraba detrás de la piel aceitosa que recubría la pequeña ventana del herbarium. Plaisance suspiró aliviada. Temía que la apoticaria hubiera ido ya al dormitorio principal. Tendría seguramente algunas hierbas medicinales que preparar con la luna. La dulce calma de su hija la apaciguaría.
Empujó la puerta. Un grito sorprendido. Hermione se levantó de su banco y ocultó su cara con las manos. Pero no lo suficientemente rápido.
Una especie de vértigo desequilibró a la abadesa, que titubeó hacia su hija. Balbució:
—¿Hermione? ¿Qué…?
Un sollozo seco. Las manos de la apoticaria cayeron sobre su túnica. El fuego que enrojecía una de sus mejillas contrastaba con la suerte de bizma de color ciruela tirando a marrón que cubría la otra.
Una multitud de ínfimos detalles se agolparon en la mente de la abadesa. Esa economía de palabras, esa voz grave, ese vivo deseo de aislarse. El arroz silvestre con el que su hija se cubría el rostro.
Un hastío infinito reemplazó al estupor.
—No se trata de un ungüento, ¿no es cierto? Ni de una enfermedad de la piel.
Hermione sacudió la cabeza.
—Se trata de una especie de… ¿depilatorio? Vuestro nombre… ¿señor?
—'Thibaud de Gonvray, madre. Os… os lo suplico, no me rechacéis. Acordaos… soy vuestra hermana, vuestra hija que tanto os ama —una infinita desesperación sustituyó al pánico—. ¿Quién soy yo para requerir clemencia de vuestra parte?
Abrumada, Plaisance salió sin pronunciar palabra.
Era ya bien avanzada la noche cuando la pequeña tropa alcanzó Etilleux, delante de la posada de Los Escuderos. Risas, exclamaciones aguardentosas, en definitiva, una verdadera algarabía les llegaba del interior.
Mortagne sacó una moneda de su bolso y la lanzó a su baile:
—Aquí tenéis un pequeño real*. Catorce buenos dineros torneses, suficiente para hacerlos rodar por debajo de las mesas hasta mañana. Charles, cuento con vos para embriagarlos como puercos que son. Dudo que Valezan comparta sus borracheras.
Ecluzole pareció vacilar. Mortagne precisó:
—Sois el único que no atufa a soldado, al igual que yo. Pero a mí pueden reconocerme. Arregláoslas. El monstruo que remunera a esos bribones va a pagarme la muerte de Malembert y de los demás.
—Bien, monseñor —suspiró Ecluzole—. ¿Qué debo inventarme para explicar mi dadivosidad para con ellos?
—El nacimiento de vuestro primer varón, un buen negocio… ¿qué sé yo? Charles, permaneced sobrio, os lo ruego. Vaciad los cubiletes con parsimonia.
Transcurrieron más de dos horas. Una suerte de algazara imprecisa ganó poco a poco terreno al vocerío, los insultos y las bromas groseras que les llegaban. En el interior, Ecluzole, que se centraba en su fábula del retoño, luchaba contra un principió de embriaguez impuesta. Embrollándose en el número de sus doncellas, contaba a quien aún quisiera oírle:
—Cuatro hijas… de rango… ¡os dais cuenta!
—¡Ah! ¿Pero no eran cinco? —rezongó un soldadote del prelado que se derrumbaba progresivamente sobre el hombro del baile…
—Sí, amigo. Buena memoria. La última es tan pequeñaja que apenas cuenta.
El hombre se desplomó y se golpeó la frente contra la mesa. Otro se había dormido y roncaba como para hacer temblar los muros. En cuanto al último, vaciaba minuciosamente la jarra directamente a morro. Eructó, se levantó tropezándose y declaró:
—Tengo que ir a mear.
Y se desplomó cuan largo era sobre el suelo de tierra batida.
Charles d’Ecluzole lo empujó con su bota. Este gruñó. Ecluzole salió, aspirando el aire gélido a pleno pulmón para aclararse las ideas. Susurró:
—¿Monseñor?
—Diez pasos a la derecha.
—La vía está libre. Apuesto a que el cuarto, gravemente herido por Malembert ha sido rematado por sus compadres o ha perecido por sus heridas en camino. Me siento como empapado de vinaza. Era inevitable que bebiera para empujarlos a la borrachera. Vive Dios, qué poco seguro estoy sobre mis piernas.
—Reponeos, amigo mío. Rodead la posada con vuestros hombres. Valezan no se nos puede escapar bajo ningún pretexto. Pero el animal es astuto. Os llamaré en cuanto sepa dónde se encuentra la señora Nilanay. La sacaréis y la llevaréis enseguida al castillo. A galope tendido.
—¿Y vos?
—¿Yo? Me muero de ganas de presentarme por fin a monseñor de Valezan.
El patrón de Los Escuderos acudió precipitadamente ante el conde, doblando el espinazo y con una mirada de satisfacción hacia los tres hombres bañados en alcohol. Esa noche había hecho una buena recaudación. Explicó:
—Mi humilde morada se ve honrada con importantes visitas. Primero este señor que celebra con gran generosidad el nacimiento de su primer varón, y vos, monseñor.
Mortagne replicó afablemente:
—Olvidas una, ¿no es cierto amigo? Un prelado, arzobispo para más señas, que ha encontrado alojamiento en tu posada. Es uno de mis amigos.
La obsecuencia dio paso a la desconfianza. El posadero comenzó a dar rodeos:
—¿De verdad? Pues es que… bueno, me temo que no lo encontraréis. Monseñor se ha marchado, hace un momento.
Lo que siguió ocurrió tan veloz que el posadero de Los Escuderos no comprendería nunca cómo la daga de aquel hombre aparentemente lento afloró apoyada contra su garganta.
—No estoy de humor para escuchar tus mentiras, hombre, y te desaconsejo profundamente que pidas auxilio. ¿Dónde se encuentra? ¿Dónde está la dama que lo acompañaba?
El posadero se contorsionaba, lloriqueando:
—Por favor, monseñor… solo soy un honrado encargado… Es él… en fin…
—Lo sé, te ha compensado generosamente por tu complacencia, porque imagino que esta dama ha debido de refunfuñar con alboroto al llegar aquí. Rápido, mi paciencia está llegando a su límite.
—La dama está… bueno, está en la alacena, en la parte trasera de la posada. Armaba mucho escándalo… La han…
La daga se hundió en la grasienta piel. El tabernero gimoteó:
—La han… forzado un poco… maniatado, creo. ¡Yo no tengo nada que ver, por el alma de mi pobre madre!
—Oh, de ti ya no tiene por qué preocuparse —ironizó Mortagne—. Si le ha llegado a ocurrir algo malo a esta dama, me rendirás cuentas, personalmente. ¿Y él?
—En la habitación más amplia, en el primer piso, al fondo del pasillo —farfulló.
—Mis hombres están fuera. Al igual que el baile. Un consejo caritativo, amigo: ponte en un rincón. Tápate los oídos, cierra los ojos y, sobre todo, no abras la boca.
—Oh… eso es exactamente lo que haré, podéis creerme —asintió el tabernero huyendo despavorido como un conejo.
Aimery de Mortagne volvió a salir para indicarle a Ecluzole la prisión improvisada de Alexia de Nilanay.
Subió la escalera con precaución, cuidándose de no hacer notar su presencia.
Pegó la oreja al batiente de la puerta. No percibía ningún sonido. Se abrió paso con un violento golpe con el hombro.
Jean de Valezan estaba tumbado sobre su cama leyendo. Se incorporó, con la boca abierta de estupor.
—¡Qué…!
Mortagne estaba sobrecogido. ¿Así que ese hombrecillo regordete, con cara de niño y de carne rosada, era su mortal enemigo? Lo había imaginado sombrío y largo, con una elegancia tenebrosa, convencido de ello además por el aspecto y la soberbia de su hermana Hucdeline.
Monseñor de Valezan recobró la altanería. Se envolvió en su batín de rico brocado forrado de vero y se levantó, mirando con desdén al intruso que parecía ser un gentilhombre.
—¡Qué desfachatez, qué impertinencia! ¿Acaso sois un pordiosero engalanado para comportaros con tal vulgaridad, señor? ¡Deberíais estremeceros de vergüenza!
—Os dejo a vos el estremecimiento, Valezan. Mortagne. Aimery de Mortagne quien no os saluda.
Este desaire hizo temblar las grasientas mejillas del prelado. Dio un paso hacia delante.
—Marchaos al instante. Quiero creer que solamente la embriaguez es responsable de vuestra conducta desvergonzada. Salid y dejémoslo estar así.
—Ni hablar —dijo el conde desenvainando la daga que colgaba a la izquierda de su cinturón y ofreciéndosela—. No enumeraré todas las razones que justifican mi presencia en vuestro aposento esta noche. Las conocéis aún mejor que yo. Dicho lo cual, acabáis de cometer dos errores, uno después de otro, que os serán fatales. Uno se llamaba Malembert, el otro Alexia de Nilanay. Por todos los que han perecido por vuestra culpa, por todos los que se han descarriado por haberos creído, ¡en guardia, monseñor! Erais gentilhombre, aunque esta cualidad jamás ha sido peor llevada, y debéis saber manejar las armas.
Jean de Valezan sintió entonces que nada detendría a su adversario. El pánico comenzó a menoscabar su buena confianza en sí mismo. Como era su costumbre, usó un ardid:
—¿Os olvidáis de mi túnica? ¿Acaso le faltáis al respeto a nuestra santa Iglesia? ¡Qué vergüenza!
—No sois más que un vil asesino disfrazado. En cuanto a nuestra santa Iglesia, solo la empleáis para consolidar vuestra gloria personal, y la mancháis con vuestra existencia. ¡Luchad, señor, mi brazo arde en deseos!
Jean de Valezan soltó la daga que rebotó sobre el suelo con un quejido metálico y remetió las manos rechonchas en sus anchas mangas. Mortagne pensó que estaba disimulando su temblor. Valezan retomó con una voz a la que intentaba dar mayor firmeza:
—¡Canalla! No deshonraré la túnica que llevo vertiendo sangre. ¡Ni siquiera la de un villano!
—Y vos, vos sois un cobarde. Santo cielo… ¡No me lo hubiera esperado!
El desprecio que vibraba en la voz del conde fue como una bofetada para Jean de Valezan y le hizo olvidar por un segundo el pavor que sentía. Mortagne aún no había sacado el arma colgada a la derecha de su cinturón. El arzobispo se abalanzó sobre él, con la pequeña daga, corta y ancha, que tenía disimulada en su manga, empuñada en alto.
El tiempo de un abrir y cerrar de ojos y Jean de Valezan se maravilló como un aficionado de la rapidez del gesto y del movimiento de su enemigo. El tiempo de otro abrir y cerrar de ojos y supo que iba a morir. Mortagne lo agarró por la muñeca, desviando la pequeña daga y lo empujó con fuerza hacia él, hacia el filo de su arma. El tiempo de un último abrir y cerrar de ojos y permanecieron así, odio contra odio, sin despegar las miradas.
Un sollozo. Jean de Valezan se desplomó en el suelo, en un charco de sangre, murmurando:
—¡Dios ama a los fuertes! Qué error, yo tenía que lograrlo.