Conclusión
Al final de aquel mismo día encontramos a los protagonistas de esta historia reunidos en la terraza de la villa, gozando del espectáculo del sol que se hundía en el mar.
Los ánimos están por fin serenos, y cada cual puede saborear la alegría por el feliz éxito de Memi con el descubrimiento de la tumba de Nordhal, así como la satisfacción de haber aportado la propia contribución al hallazgo.
En una esquina, la arqueóloga y el señor Nordhal charlan en voz baja; Juan Andrés y Ambretta, uno junto al otro, sentados en sendas dormilonas, contemplan en silencio el espectáculo siempre renovado de las olas que mueren en la playa, cambian de color a cada minuto a medida que el astro diurno se oculta en el horizonte.
En cuanto a los muchachos, incluido Sandrino, se han reagrupado en torno a Alejandra, que les informa de la importancia de los objetos hallados en la tumba, algunos de los cuales ha descrito y catalogado aquel mismo día. La expresión de todos aquellos jóvenes es intensa y ávida; casi les parece estar escuchando una fábula; y tal vez la historia de aquella jovencita etrusca que un remoto día abandonó a sus padres, sus amigos, sus juegos y todos los goces de la vida para travesar la puerta misteriosa y oscura
de la muerte, es más fascinante y patética aún que una fábula.
Las palabras de Alejandra son tan cautivadoras que los chicos no se dan cuenta de que Memi se les ha acercado y escucha sonriente.
—¡Pero tú los estás encantando, hija mía! —exclama al fin la arqueóloga.
Alejandra sonríe a su vez.
—No se cansan nunca de oírme cantar... ¡No es culpa mía!
—De veras creo que tenemos un vivero de arqueólogos —comenta Juan Andrés. Y su tono rudo oculta una íntima satisfacción.
—Y así se marcharán lejos de sus madres, a excavar en tierra extranjera —suspira Ambretta, que piensa en su hijo allá en Turquía.
—¡Pero es ley de la vida que los hijos abandonen a sus padres! —la consuela el señor Nordhal—. El año próximo Peer entrará en el colegio para realizar estudios superiores , y yo me quedaré solo...
Al decir esto el noruego cruza su mirada con la de Memi, quien se ruboriza ligeramente. Roberta percibe la turbación de su tía y a su vez cambia una mirada de interrogación con Peer.
El muchacho, por primera vez desde que Roberta lo conoce, tiene una sonrisa un poco maliciosa y una luz divertida en los ojos.
«¿Qué es lo que están combinando esos tres? —se pregunta la chiquilla—. Porque no cabe duda que les une una corriente subterránea de entendimiento.»
—También nosotros, en Noruega —interviene Peer—, hemos efectuado importantes descubrimientos arqueológicos.
—¿De veras? —se interesa Ada.
—Naves vikingas.
—¿Las habéis extraído del fondo del mar?
—¡Oh, no! Nuestras naves se hallaban en tierra firme.
—¿Y qué hacían allí?
—Son las tumbas de nuestros grandes caudillos.
—¿La tumba? ¿En las naves?
Peer asiente con la cabeza y luego prosigue:
—El pueblo noruego es marinero por necesidad, pero campesino por vocación. Los grandes jefes vikingos se hacían a la mar por el pillaje y la búsqueda de riquezas, pero su gran amor fue siempre la tierra. Así pues, cuando morían, su nave era transportada al centro del campo de su propiedad, y una vez allí la cubrían con mucha tierra, formando un túmulo Precisamente se debe a esa costumbre que se hayan podido encontrar las grandes y hermosas naves de nuestro museo de Oslo.
—Debe ser muy interesante... —observa Memi con expresión soñadora.
—Lo es, sin duda alguna. Y creo que una persona como usted, señorita Memi, que posee esa enorme sensibilidad para reconocer un terreno de excavación, sería impagable para descubrir otras naves...
—No lo diga usted dos veces, señor Nordhal, o consideraré sus palabras como una invitación en toda regla.
—¿Querrías ir a Noruega? —saltó Roberta, con aire desolado.
—¿Qué tendría de extraño? He viajado mucho, pero nunca he visitado el extremo norte de Europa.
Roberta mira de nuevo a Peer y ve que aflora en su semblante la misma expresión divertida y maliciosa de poco antes.
—Dime la verdad —le urge Roberta en voz baja—; vosotros estabais ya de acuerdo.
Peer se encoge de hombros.
—Yo iré al colegio —responde como para excusarse— y papá se quedará muy solo. No es extraño que invite a una señorita tan simpática como tu tía, ¿verdad?
—Entonces, ¿crees tú que pueden incluso... casarse? —Roberta termina la frase con un susurro.
—A mí me agrada mucho tu tía —responde Peer francamente—. Y tú también me agradas... quiero decir, que te convertirías en una especie de... ¿cómo se dice en italiano?
—¿Quizá de prima?
—Y podrías venir a vernos a Bergen. Te gustaría nuestro país, ¿sabes?
Las palabras de Peer presentan el asunto desde un nuevo punto de vista. Si Nils Nordhal y Memi descubrieron que su mutua compañía les hacía felices, es decir, que estaban hechos el uno para el otro, para Roberta no significaría perder una tía, sino más bien adquirir un tío y un primo. Y ver aumentada su posibilidad de viajar y de conocer nuevos países, gentes y costumbres diferentes. La chiquilla quisiera aproximarse a su tía y murmurarle que se siente dichosa de todo lo que le está sucediendo... que Nordhal es de veras muy simpático y que ella, Roberta, ya siente que le quiere... Pero antes de que pueda abrir la boca una nota discordante domina la conversación.
Es un «crac-crac» irritado, despechado, ahora ya familiar al grupo reunido en la terraza de la villa. Teodora, desde la barandilla, los mira fijamente uno por uno, con la mirada cargada de reproches.
—¡Teodora! —exclama Memi—. Pobre urraca, te hemos robado tu tesoro, ¿verdad? Y apuesto a que has pasado el día entero dando vueltas buscándolo...
—¿No opináis que le debemos un desagravio? —observa Jorge.
—¡Esperad! —exclama Ada. Y sale corriendo.
Reaparece tras un momento trayendo en la mano un trozo de cadena cromada. La deja sobre la barandilla y retrocede un paso.
Los últimos rayos del sol extraen de aquella quincalla engañosos relumbrones. Todos permanecen inmóviles, esperando. Teodora, con la indiferencia de un dios de piedra, mira la ofrenda. Luego observa de soslayo a sus amigos y vuela hasta la cadena. «¿Puedo llevármela?», parece decir, graznando.
—Anda, llévatela. Te la regalamos —dice Ambretta.
Su voz, como de costumbre, persuade al pájaro. A ella Teodora la obedece; aferra con el pico la cadena reluciente, echa una última mirada circundante a los presentes y luego alza el vuelo, segura y dichosa, sujetando fuertemente su tesoro.
Esta vez nadie se lo quitará...
FIN