Una piedra entre los terrones

Después del baño, largo y tonificante, en las frescas aguas de Punta Aletta, los muchachos emprendieron el regreso a Roccapineta. Tenían hambre, y se pusieron en seguida de acuerdo para organizar la comida lo más rápidamente posible.

Jorge encendió el fuego, Sandrino fue en busca de agua fresca al pozo de su casa, Ada se aseguró de que los filetes estuvieran propiamente condimentados con sal y aceite antes de ser puestos sobre las brasas ardientes, y por último Roberta abrió los botes de ravioli con salsa y los puso en una cacerola con una pizca de mantequilla.

Para aquellas comidas al aire libre, donde el perfume resinoso de los pinos parecía conferir a los manjares un aroma todavía más apetitoso, los ravioli parecían ser excesivos... Pero los dos sabre, desde que se encontraban en Italia, se habían aficionado de tal modo a la patasciutta que no querían prescindir de ella y se contentaban incluso con sustitutos en lata.

Cuando todo estuvo dispuesto, Roberta y Ada extendieron sobre el blando terreno un mantel cuadriculado rojo y blanco, colocaron los platos y vasos, los cubiertos, el pan y la fruta. Finalmente empezaron a golpear con un cuchillo el fondo de una sartén para llamar a Sandrino, que tardaba en volver.

Llegada el agua fresca, acompañada de un litro de vino tinto que la buena de aria había añadido en agradecimiento de la invitación hecha a su hijo, Ada comenzó a servir los ravioli. Pero antes de que se llevaran el tenedor a la boca, el diablillo negro se precipitó encima del mantel y se puso a contemplar a los comensales con bélico talante.

—¡Teodora! —fue el grito que salió de todas las bocas.

El ave apenas agitando las alas, desdeñosa, graznaba un inequívoco reproche. «¡Os he pillado!», parecía decir. «¡Conque todos prestos a hartaros como cerdos sin ni siquiera pensar en mí, que desde hace tres días en vano busco el yantar de una mano amiga...»

—¡Pero Ambretta se ha debido ocupar de ti! —exclamó Ada, quien parecía haber comprendido a la perfección el lenguaje de Teodora.

El pájaro sacudió la cabeza, ladeándola en actitud irónica. «¡Figúrate! Ambretta debe pensar en Piccolú, en Arturo, en los paguros... Se habría acordado también de mí, pero yo sentía demasiada curiosidad por saber dónde andabais todo el santo día...»

—¡Los animales son extraordinarios! —exclamó Roberta—. ¿Cómo se las habrá compuesto para encontrar nuestra pista?

Ante tamaña ingenuidad, Teodora se alzó del centro del mantel y con un breve revoloteo se posó al lado de Ada.

—Olvidas que Teodora vuela —observó ésta—. Quédate conmigo, monina, verás como no te faltará nada.

Y apaciguando finalmente el enojo de Teodora, se dio comienzo al almuerzo.

Soplaba una ligera brisa y las copas de los pinos semejaban un mar de esmeralda. Las voces de los obreros sonaban débiles y apagadas en el bochorno de la tarde.

Roberta, tendida boca arriba, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, daba rienda suelta a su fantasía en una especie de duermevela. Junto a ella Jorge y Ada leían sus respectivos Tarzanes, y únicamente se oía el leve crujido de las páginas al ser vueltas.

De repente, del lado donde se practicaban las excavaciones, un hombre dijo algo en tono un poco más alto. Otro le respondió con una carcajada.

Roberta no se movió; se sentía entumecida, deseosa de reposar. El largo baño la había fatigado un poquitín, y el sol que le doraba la delicada piel la había dejado aturdida. A sus oídos llegó la voz de Sandrino; el muchacho no podía permitirse dormir la siesta, pues debía reanudar el trabajo inmediatamente.

Teodora, posada en una rama, graznó en tono alarmado y alzó el vuelo.

Fue entonces cuando Roberta decidió arrancarse de su somnolencia y echar una ojeada en torno. Percibió cierta animación alrededor de un hombre cuya cabeza emergía de una profunda fosa. Luego vio a Sandrino que corría hacia ella.

A su vez Jorge y Ada, notando la insólita agitación, se volvieron hacia el muchacho, que ahora se había reunido con ellos.

—¡Piedras! —exclamó Sandrino, señalando a sus espaldas.

—¿No son rocas? —se informó Jorge, práctico.

Sandrino negó con la cabeza.

—Parecen cortadas a mano...

Sin pronunciar palabra los tres jóvenes se pusieron en pie y siguieron a Sandrino, que les guió hasta la excavación.

Al fondo del hoyo, donde un obrero aguardaba perplejo, apoyado en su azada, se destacaba claramente una mancha gris.

Era una piedra rectangular, colocada oblicuamente, cortada a escuadra y pulida.

—¿Qué puede ser? —preguntó Roberta al obrero.

Éste se pasó la mano por debajo del sombrero de paja, bañado en sudor.

—Cualquier cosa... un escalón, parte de un techo. Si quiere sigo excavando, así lo veremos mejor.

—¡No, no, por favor! Debemos advertir a tía Memi; es mejor no tocar nada más de momento... Por otro lado podría tratarse de una falsa alarma.

—¡Claro! —asintió el obrero, izándose a fuerza de brazos fuera del hoyo—. Podría ser una piedra aislada, enterrada aquí desde siglos. Pero será mejor llamar a la señorita Memi, como usted dice.

Ahora incluso para los obreros la profesora Noemi Gori se había convertido simplemente en la señorita Memi. Roberta pensó que su tía era capaz de sentirse satisfecha por aquel tipo de confianza.

—¿Vas tú a avisarla? —preguntó Jorge a Sandrino que temblaba, con una luz de excitación y de felicidad en el bondadoso rostro.

El muchacho dirigió una interrogativa mirada al individuo del pañuelo verde, que era el capataz.

—¡Ve, ve! —dijo el hombre medio sonriendo—. Yo iré a avisar al señor Palli, y de este modo presenciaremos otra buena agarrada, ¿eh, muchachos? —finalizó, volviéndose hacia los peones.

Éstos se rieron a carcajadas, satisfechos, pero asimismo un poco nerviosos. Todos más o menos eran oriundos de la marisma; ¿y si de veras se encontraban sobre la osamenta de sus antepasados?

Un tipo larguirucho con nariz picuda fue el primero en alejarse de la excavación.

—Esperar por esperar, tanto da hacerlo en la sombra —decretó. Y tomó asiento al amparo de un pino encendiendo acto seguido la mitad de un cigarro toscano. Los otros le siguieron en pequeños grupos, con aire de falsa indiferencia.

Del lado de la casa de los colonos llegó primero el crepitar de la moto de Sandrino, luego el ruido más vigoroso y potente de la «Gilera» de Gigi, el capataz. Finalmente reinó el silencio.

Sentados en torno a la fosa abierta con las piernas cruzadas, los tres muchachos aguardaban. Jorge y Ada ofreciendo impávidos al sol sus tupidas cabelleras castañas, que empezaban ya a estriarse de rubio bajo la acción de los ardientes rayos. Roberta con su carita protegida por el amplio sombrero del hijo de Ambretta, aquél que se hallaba excavando en Turquía.

Tres muchachos en torno a una fosa abierta semejante a una tumba. Pero no era una muerte, sino una resurrección.