La doncella de piedra
La piedra calcárea medía sesenta centímetros de ancho por un metro setenta y cinco de alto. Memi la había medido escrupulosamente apenas liberada la puerta de la tierra amontonada ante ella.
Arriba, a la derecha, una esquina se veía agrietada y a punto de romperse. La arqueóloga la agarró firmemente y tiró hacia ella. El fragmento se desprendió con facilidad. Apareció una pequeña y oscura cavidad.
—¡Alejandra! —llamó Memi.
La joven descendió al hoyo con la cámara fotográfica; Jorge y Peer la siguieron, manipulando el generador y el «foco». Los demás rodeaban la fosa, casi conteniendo la respiración.
La joven arqueóloga tomó varias fotografías a través de la abertura dejada por el fragmento arrancado, al interior de la cual Jorge dirigía el potente haz del «foco».
Acto seguido Memi hizo seña a Sandrino y ambos se aplicaron a examinar cuidadosamente la juntura de la losa que hacía funciones de puerta. El tiempo había resquebrajado la obra, y quitar la piedra no representaba serias dificultades. Sin embargo, se debía procurar que no cayera, y a este fin se instaló un sistema de cuerdas que fijadas a ambos lados de la fosa acompañaría el desplazamiento.
El joven de la marisma se armó de un fino escoplo y atacó la juntura de la puerta de piedra. Era la última operación antes de la apertura definitiva.
* * *
La puerta descendía lentamente al suelo, sin sufrir el menor deterioro. El interior de la tumba fue recorrido por los haces de luz y todos los presentes aguzaron la vista.
Tía Memi se volvió de espaldas a la abertura; parecía profundamente conmovida.
—Bajad también vosotros —indicó a sus amigos—. Pero os recomiendo tener cuidado; fijaos bien dónde ponéis los pies. Posiblemente os tendréis que detener en el umbral, pero de entrar, hacedlo siguiendo mis huellas. ¿Entendido?
Todos asintieron, luego bajaron por turno a la fosa. Ambretta y Nordhal sostenían las lámparas eléctricas, Alejandra seguía a Memi, presta a sacar fotografías.
* * *
La muchacha parecía esperarles.
Blandamente recostada sobre el sarcófago, apoyándose con el codo izquierdo, tenía el brazo derecho abandonado a lo largo del flanco. La mano firmemente modelada asía un rollo de piedra a medio desplegar. La cabeza era pequeña, peinada en anillas y ceñida con una cinta bordada; la boca de comisuras ascendentes, tenía una expresión sonriente y algo divertida, semejante a aquélla del Apolo de Veies.
«Os he esperado durante dos mil quinientos años —parecía decir la doncella de piedra—; venid, que os hablaré de mí.»
Solamente Memi, empero, comprendió la invitación. Los demás se habían adosado a las paredes a ambos lados de la puerta, demasiado conmovidos para dar un paso.
—Tumba de inhumación —comenzó a dictar Memi, aproximándose al sarcófago—, destinada a una sola persona, al parecer una muchacha... Figura una inscripción en el rollo que lleva en la mano. Un momento... ¿Estás preparada para anotar, Robi?
—Sí... si...
—Partuno... ramtha... velthurus... stalnei se-thre... sec avils lupu XIIX —leyó Memi, pronunciando lentamente las palabras, deletreándolas. Roberta y Ada lo escribieron todo exactamente, procediendo de derecha a izquierda tal como habían aprendido.
—¿Hecho? —preguntó Memi—. Ahora atención, traduzco: «Ramtha Partunu, hija de Velthur y de Satlnei Sethre, muerta a los 18 años...». Sostened las linternas un poco más altas, por favor.
Ambretta y Nordhal obedecieron, y sobre las paredes tomaron relieve figuras coloreadas en rojo, negro, gris, violeta, verde. En el muro frente a la entrada se veía pintada una puerta, a través de la cual parecía que el alma de la jovencita acabase de salir. A ambos lados de esa falsa puerta dos figuras, una masculina, la otra femenina, alzaban un brazo y con el otro se cubrían la cabeza en un ademán de saludo y de lamentación.
El hombre tenía la tez pintada de rojo, barba y cabellos negros, y llevaba un manto verde orlado de negro. La mujer estaba pintada de gris, lucía un peinado alto, de tutulus, con un manto rojo que le descendía a lo largo del cuerpo.
Las figuras no estaban dibujadas minuciosamente en cuanto a los detalles; parecía que el anónimo artista se hubiera más bien preocupado de idealizar a sus personajes, evidentemente los padres de la muchacha, y de conferirles elegancia y estilo, aislándolos en una atmósfera fantástica.
También las paredes laterales presentaban pinturas al fresco, y el tiempo se había mostrado clemente con los colores y los diseños.
En la pared de la derecha, dos jóvenes jinetes daban la sensación de precipitarse uno contra el otro. Los caballos eran uno rojo y otro negro, con crines grises, una cabeza pequeña y noble, remos finos y nerviosos. Los jóvenes montaban a pelo, empuñando con la derecha las riendas y con la izquierda una fusta.
En la pared de la izquierda, en cambio, se veían danzarinas, músicos y juglares que entretenían a un grupo de jovencitas. Era una escena alegre, sosegada; como alegre y sosegada era la expresión de la doncella que asistía, muellemente recostada sobre el sarcófago, a la representación de aquellos juegos y de aquellas danzas.
Memi había cesado de dictar; absorbía todas las impresiones que le suscitaba la vista de aquel interior, tan hermoso, tan bien conservado, al extremo de superar sus más osadas esperanzas. También los otros se mantenían callados; ¿qué podían decir? La emoción los sofocaba, y esperaban que hablase Memi, que ella despejara con su ciencia todos los interrogantes que se agolpaban a sus mentes.
—El ajuar funerario —dijo finalmente Memi, indicando un montón de vasos, tazas, cráteras, cistas colocadas ordenadamente ante el sarcófago—. Tazas de «bucchero» —continuó diciendo—, quizá importadas de Cere... Vasos corintios... vasos áticos con figuras negras y rojas... Espejos de bronce... una cista con garras de león...
Memi se arrodilló. La cista a la que había aludido estaba cerrada con una tapa ornamentada. Los ojos de todos se clavaron en la arqueóloga que, en aquel momento, se ocupaba en destaparla. Y cuando la tapa fue dejada en el suelo, junto a la cista, la luz de las linternas eléctricas puso al descubierto el cálido brillo del oro.
Sí, eran joyas. Todas las joyas que una doncella etrusca habría podido desear. Espirales, pinjantes, fíbulas, collares, diademas, anillos, pendientes de oro repujado con la delicada técnica de los granulados, con colgantes de ámbar, con bulas de lámina superpuesta.
Aparte del valor intrínseco del oro, aquellas joyas poseían otro, el artístico e histórico, el cual era incalculable en cifras. A la vista de aquel tesoro Memi palideció, mientras los otros dejaban escapar un murmullo de admiración. La arqueóloga se pasó la mano por los cabellos con un ademán casi de cansancio.
—Lo dejaremos todo tal cual está —dijo por último—. Mañana por la mañana informaremos a las autoridades y la policía se encargará de vigilarlo estrechamente... Sandrino, ¿te importaría dormir en la tienda esta noche, con el perro de guardián?
—¡Oh, por mí... figúrese! Sólo que... —el muchacho parecía turbado.
—¡Adelante!
—Esas cosas...
—¿Las joyas?
—Me quedaría más tranquilo si se las llevasen... ¡Nunca se sabe!
Memi se echó a reír.
—¡Vamos, hombre! Cierto que son joyas, pero ¿ crees tú que esta taza —y Memi señaló una taza de fina cerámica provista de base y dos anchas asas en forma de cinta— posee menos valor que los objetos de oro?
—Tiene usted razón, señorita... pero estaría más tranquilo si pudiera llevarse usted esta, esta...
—¿ Cista?
—¡Sí! ¡Cista!
—¡Ni mencionarlo, hijo! Todo ha de quedar tal cual está hasta tanto no hayamos levantado un plano de la tumba, descrito, numerado y anotado en el papel milimetrado la situación exacta que ocupa cada objeto.
—¡Pero las cosas que hay dentro se las pueden llevar!
Memi reflexionó un instante.
—Deberemos tomar nota de todo con mucho cuidado... Resultará una labor un poco larga para hacerla a medianoche; pero si ello te puede devolver la tranquilidad... Roberta, ve al coche por una caja y unos trapos.
La niña hizo ademán de obedecer a la tía, pero Peer la retuvo y se precipitó él mismo a cumplir el encargo.
Un momento después tía Memi extraía de la cista las joyas, una por una, dictaba la descripción y la depositaba en la caja, protegida por los trapos.
—Sortija con engaste elíptico... Pendientes de oro... Fíbulas con relieves de granulado...
Al sacar un collar con largos colgantes de ámbar, tía Memi hizo una pausa. Extendió el brazo y mostró el collar, haciendo que admirasen los reflejos del ámbar, las bulas que se alternaban con los colgantes, sobre las cuales un vuelo de pájaros, todos iguales, daban una extraordinaria impresión de ligereza.
—Qué estupendo, ¿verdad? —exclamó Memi, admirada.
Los presentes no tuvieron tiempo de responder. Del exterior les llegó un alboroto infernal, que al principio no supieron a qué atribuirlo. Luego se distinguió claramente el ladrido iracundo de Piccolú y el gruñir feroz de Pilú.
—¡Aquella imprudente! —exclamó Ambretta con súbito enojo—. ¡Apuesto a que ha ido a molestar a tu fiera, Sandrino! ¡Por favor, ven a ayudarme a separarlos!
Mayores y chicos se precipitaron al exterior a fin de impedir que la calma nocturna fuese desgarrada demasiado tiempo por aquella batalla canina. Incluso Memi, abandonando por un instante el trabajo, se encaminó a la puerta. Luego salió al aire libre y encendió un cigarrillo.
Lo había casi consumido cuando el alboroto fue debilitándose hasta cesar por completo. Los otros regresaron riendo. Ambretta llevaba en brazos a Piccolú, la cual, en modo alguno temerosa del lobo, avanzaba tercamente el hocico, como para demostrar que, por su parte, estaba dispuesta a lanzarse de nuevo a la pelea.
—Bueno, ¿podemos reanudar el trabajo? —preguntó Memi.
Roberta asintió y, junto con Ada, se dispuso a escribir lo que su tía iba dictándole.