La amenaza mecánica

Las máquinas estaban allí, en las márgenes de un promontorio desnudo, cubierto únicamente de maleza. Las redondas elevaciones del terreno que se divisaban en torno, entre la espesura del pinar, eran uniformes, semejantes a túmulos. El mar, visto desde la cima de aquella colina en miniatura, aparecía azul y deslumbrante bajo el sol, ya alto. El paraje era encantador.

Pero las máquinas estaban allí. Monstruos gigantescos, pintados de vivo color naranja. Una pala mecánica, una excavadora, un gran cono que servía para mezclar el cemento... además de un montón de materiales para la construcción: varillas de hierro para el hormigón armado, leña para la colada, cajas de herramientas.

Los hombres que se ajetreaban en tomo a las máquinas parecían hormigas enloquecidas; iban de aquí para allá buscando algo, empujando y propinando puntapiés a los matorrales, que temblaban bajo los pies brutales, calzados con pesadas botas.

—Pues estaban todas, ¡pardiez! Las había clavado yo... —vociferaba un individuo con un pañuelo verde anudado al cuello.

Roberta recordó que Sandrino había mencionado haber sacado las estacas de señalización o algo similar, y pensó que su golpe astuto debía haber retardado el comienzo de los trabajos.

Tía Memi condujo el «1.400» hasta situarlo junto a las máquinas. Frenó, pareció concentrarse por un momento, y luego se apeó: una figurita delgada y erecta, con la broncínea trenza dispuesta en diadema sobre su cabeza pequeña.

Roberta vio que se dirigía hacia un señor que vestía de gabardina clara y llevaba una corbata púrpura y un gran pañuelo del mismo color colgándole del bolsillo de la chaqueta. Se hallaba junto a la pala mecánica, se daba aire con un panamá blanco y a intervalos se secaba el sudor con el pañuelo del bolsillo.

Al ver que Memi avanzaba a su encuentro, el hombre hizo un gesto de impaciencia que trató de mitigar con un saludo exageradamente cordial.

Roberta descendió del coche y corriendo ágilmente con sus bambas de lona se unió a su tía.

—¡Oh! ¡Nuestra querida señorita! —exclamó el hombre del traje de gabardina—. ¿Qué le trae por aquí?

Sonreía, pero la mirada era circunspecta. Visto de cerca su aspecto no era ya tanto de señor, sino de alguien que ha hecho fortuna y pretende demostrarlo: un enorme brillante en el dedo, camisa oxford, puños sobresaliendole unos siete centímetros por lo menos de las mangas de la chaqueta, y grandes gemelos de topacios.

—¿No me esperaba? —fue la inmediata respuesta de Memi.

—Confieso que no. Ignoraba que se interesase usted por nuestras obras... Bien, ¡ya verá usted lo que haremos de este lugar, señorita Noemi! ¡Un paraíso terrestre, un verdadero Eden-ne!

El hombre pronunciaba Edén con dos enes y una e final, y Roberta se rió por dentro al ver que tía Memi cerraba los ojos y apretaba los labios al oír aquel alarde de cultura mal digerida...

—No abrigo la menor duda de que este lugar es estupendo, señor Palli. Los etruscos sabían escoger los lugares para sus necrópolis...

—¡Otra vez! —exclamó el hombre, alzando los ojos al cielo—. ¡No me vendrá de nuevo con esa historia!

—¿Qué cree usted? —replicó tía Memi. Sus ojos despedían una luz de tal determinación que el señor Palli pareció vacilar.

—Señorita —continuó en tono persuasivo—, yo soy un mandado, ¿comprende usted? Un mandadísimo. He presentado los proyectos para la construcción de esta urbanización residencial de lujo; villas separadas unas de otras, que no rebasen los dos metros y medio en el punto más alto del terreno, que se respeten los pinos y que...

—... se apoyen los cimientos sobre los huesos de nuestros antepasados etruscos —concluyó la tía.

—¡De nuestros antepasados etruscos yo me... me lavo las manos! —ahora el hombre casi gritaba—. ¡Procure ser razonable, señorita! Hay tumbas en Vetulonia, en Roselle, en Populonia... Pero, ¿qué era la Toscana? ¿Un cementerio?

—No. Era un país poblado de ciudades ricas y civilizadas, y dado que algunas de estas ciudades, especialmente aquellas que se han resentido del clima palúdico que sobrevino aquí, en la marisma, han perecido, ahora tratan de hablarnos, de comunicarse con nosotros con lo que de ellas ha quedado. Los cementerios, precisamente. O las necrópolis, para hablar con más propiedad.

—Pero, ¿quién le dice que exista una metrópoli...

—¡Necrópolis!

—... necrópolis también aquí? —el hombre había recobrado la calma y trataba de convencer a tía Memi—. ¡Usted no tendrá rayos X en el cerebro!

—Señor Palli, he dedicado mi vida entera a estudiar etruscología y, ¿pretende usted que no reconozca un terreno de excavaciones cuando lo encuentro?

—Para mí habría sido mejor que dedicase usted la vida a criar niños —espetó el señor Palli, ofendido—. En fin, perdone, ¿de qué se lamenta? ¿O acaso yo no quiero excavar? ¡Pero si le facilito el camino! Excavo yo, a mis expensas, y si encuentro aunque sólo sea un hueso, se lo comunico. ¿No le parece bien así?

El contratista se mostraba ahora conciliador; volvía a sonreír y tía Memi le devolvió la sonrisa.

—Me parece magnífico, querido señor Palli. Excave y me dará una gran satisfacción... ¡Pero no con aquello de allá! —tronó, alzando súbitamente el tono de su voz y apuntando con el índice las máquinas—. ¿Qué han hecho ustedes en «La Majada» con las excavadoras? ¿No lo recuerda, señor Palli? Han abierto y destruido una veintena de tumbas, las han vuelto del revés, han removido la tierra, los huesos, los objetos; han hurgado con sus manazas, recogido los fragmentos, arrojándolos a un cobertizo y ¡me han llamado después!

Roberta escuchaba encantada la soflama de tía Memi. Hablaba con ardoroso ímpetu, rezumando desdén, en voz alta. Los obreros habían dejado de buscar las señales de los jalones arrancados y se habían agrupado para gozar de la disputa.

—¿Y qué hace un investigador con unos objetos maltratados? No le sirven ya, no hablan, no le dicen ya nada a su cerebro... aunque le conmueven el corazón, como siempre que tropieza con un hallazgo. ¡Usted, señor Palli, usted quiere hundir los dientes de acero de esas máquinas en esta tierra dulce y blanda para construir quintas de lujo...! En cambio, yo quiero abrirla para que salgan a la luz los secretos que custodian, para que la Etruria nos hable una vez más, para que nos cuente su historia magnífica y tan misteriosa. Excave, excave pues. Me hará un favor. Pero excave con las palas y los picos. Y suavemente, con tiento. Pero no emplee las máquinas, porque entonces, le juro por todo lo que más quiero, que si me daña no digo ya una tumba, sino un solo cráneo, armo tal escándalo en la prensa, en la radio y en la televisión, que se verá usted obligado a cambiar de identidad personal si por la calle no quiere que le señalen como el violador de tumbas, como el enemigo de la antigüedad, como el anticristo de la época etrusca.

Y con este último puyazo tía Memi volvió la espalda al aterrado contratista y se instaló de nuevo en el coche dando un portazo, tras lo cual encendió con mano firme un cigarrillo.

La brusca retirada de la tía pilló por sorpresa a Roberta, la cual, como nadie se ocupaba de ella, siguió en su sitio.

Los obreros tenían que hacer esfuerzos para no expresar en voz alta su admiración por la batalladora mujercita que había defendido su causa con tanta energía. El hombre del pañuelo en tomo al cuello, aquél que no encontraba los jalones, se aproximó al contratista y se inició un breve conciliábulo.

—Señor Palli... —empezó a decir el hombre.

—Dime, Gigi.

—Podemos contentarla...

—¿Quieres explanar la loma a mano? Pero, ¡escuchad al gracioso! ¿Por qué no! Vosotros trabajáis con el pico y la pala y el salario corre... Si creéis que yo me dejo intimidar por esa miseria de mujer fracasada... ¡Mis permisos están en regla! Permisos y autorizaciones: ¡todo! «Roccapineta» se hará, y se hará a mi manera, ¡pardiez!

—Sólo quería decir que mientras tanto podríamos empezar... Ésa no permanecerá siempre de vigilancia, ¿verdad?

—¿Te refieres a que tratemos de echarle una cortina de humo?

—Eso.

El contratista se secaba el sudor con el pañuelo de seda púrpura y asaeteaba con sus ojos astutos y alertas a la figurita sentada al volante, inmóvil, como una pequeña esfinge, envuelta en las azuladas volutas del humo del cigarrillo.

* * *

La mañana discurrió monótona entre discusiones, conciliábulos, idas y venidas del contratista a bordo de su «Alfa 2.600».

Tal vez fuera a telefonear, tal vez se aconsejaba cerca de los abogados... ¿Quién sabe?

Tía Memi y Roberta parecían desinteresarse de todo cuanto sucedía en la obra; hasta que el silencio de la campiña no se viera rasgado por el estrépito desagradable de las máquinas en funcionamiento, no era caso de preocuparse.

La tía, después de un par de cigarrillos que tuvieron la virtud de calmarla, se había apeado del coche, sacando del portaequipajes una manta a cuadros y la había extendido bajo un pino. Luego, tras de pedirle a Roberta que trajese la cestita de las provisiones, ella y su sobrina habían improvisado un «picnic».

Era maravilloso comer pan con jamón en medio de aquella paz agreste, vueltas las espaldas a las monstruosas máquinas, frente al sosegado deslumbramiento del mar, vislumbrado entre los pinos.

Roberta se abstenía de preguntar; callaba, feliz, su mente rebosante de ideas nuevas que maduraban rápidamente, con la exaltada convicción de vivir una especie de aventura, de asistir a una batalla.

Tía Memi, intelectual y altruista, con sus pantalones de dril y su camisa de hombre, contra el adinerado contratista del traje de gabardina y el pensamiento proyectado hacia un solo fin: el lucro, la ganancia. El enemigo se había dejado ver, había tomado posiciones.

Pero, ¿quiénes eran los amigos? ¿Con qué fuerzas podía contar tía Memi?