Un ambiente singular

Roberta se detuvo en el umbral, con la taza de leche en la mano, olvidándose por un momento del delicioso aroma que desprendía. No estaba preparada para el espectáculo que se presentaba ante sus ojos y ahora permanecía inmóvil, casi conteniendo la respiración.

Ante ella, a una treintena de metros, el Tirreno lamía delicadamente la suave playa, casi temeroso de mancillar aquel manto de terciopelo. El mar tenía un color nacarado bajo el sol naciente, y a la derecha, en la cima de la colina, el burgo medieval y el castillo de Castiglione della Pescaia erguían orgullosos sus muros, sus torres, el campanario de la Pieve, que recordaba vagamente el alminar de una mezquita árabe.

En torno, el silencio era absoluto, intacto; un silencio virgen y maravilloso, rasgado solamente por el débil chapoteo de las olas, y Roberta, por vez primera en su vida, creyó comprender lo que debió ser el mundo en su primera mañana, límpida y fresca, pura y silenciosa...

De repente, algo negro se posó con un aleteo sobre su hombro, un robusto pico intentó hundirse en su taza de café con leche, un perro ladró airadamente, de una jaula situada bajo el pórtico vino un chillido impaciente, y un rostro expresivo, con los cabellos al viento, asomó por el extremo del pórtico debajo del cual se hallaba la muchacha.

Roberta lanzó un grito, dio un salto atrás, derramó la mitad del café con leche y cerró los ojos.

Cuando los abrió de nuevo tenía ante sí a un muchacho moreno, de pelo oscuro y ojos verdes. Era más alto que ella, bronceado, vestido con un pantaloncito de baño y una camiseta playera blanca. Encaramado sobre su hombro, un pájaro negro miraba a Roberta con ojillos maliciosos. Parecía que se riese.

—¿Qué es lo que te ha asustado? ¿Teodora? —preguntó el muchacho.

—¿Quién... quién es Teodora? —inquirió Roberta a su vez, sintiéndose ridicula y desdichada con su bata manchada de café, los cabellos en desorden y la voz insegura y temblorosa.

—Es nuestra corneja. Ella es quien nos despierta todas las mañanas porque quiere el desayuno. Ha visto que salías con la taza y ha creído que le estaba destinada. Teodora, impertinente, presenta tus excusas a... ¿cómo te llamas?

—Roberta. Soy la sobrina de...

—¿... de Memi? ¡Estupendo! Sabíamos de tu existencia, y nos preguntábamos por qué Memi no te traía aquí.

—¿Sabíais... os preguntabais... vosotros... quiénes?

—Mi hermana y yo. Ada, mi hermana, y yo, Jorge.

Como conjurada por las palabras del hermano, una muchachita descendió corriendo la escalerilla de piedra que ponía en comunicación la terraza sobresaliente con el jardín.

También ella era más alta que Roberta, bronceada, con los mismos cabellos e idéntico color de ojos que su hermano. Vestía shorts y una blusa caqui, de corte vagamente militar, y Roberta se sintió aún más ridicula y desgraciada pensando en su menuda constitución y la batita rosa...

Mas Ada le tomó la mano y se la estrechó enérgicamente. Sonreía y parecía feliz. Pegado a sus talones un perro diminuto, un pequinés, observaba a Roberta desconfiadamente con sus ojillos protuberantes, semejante a un fantástico y minúsculo dragón chino.

—Es Escila de Capalbio —dijo Ada presentando al pequinés—. Llamada familiarmente Piccolú. Ambretta me ha dicho de sacarla a dar un paseo. ¿Vienes tú también?

Roberta indicó su bata y la taza medio vacía.

—Después, cuando me haya arreglado. Si vas a la playa te alcanzaré, o bien iré a tu encuentro.

—¡Me verás, no te preocupes! —se rió Ada, señalando la playa que se extendía, a la izquierda, en suave curva, desierta por kilómetros y kilómetros, y que se interrumpía, junto a las rocas del torrente, al pie de la colina, por el lado derecho—. Entretanto, si te parece, Jorge te presentará a Arturo y a los Bernardos.

—Después, después —imploró Roberta, retrocediendo por el pórtico hasta el umbral del corredor que comunicaba con el apartamento de Memi.

Ada hizo un gesto de despedida, abrió la cancilla de brezo que separaba el jardín de la playa y desapareció detrás de una duna, con Piccolú a sus talones. En cuanto a Jorge, desdeñando la escalerilla de piedra, se dirigió a la barandilla de la terraza y de un ágil salto pasó al otro lado.

Roberta tuvo una última visión de su rostro expresivo, con los cabellos ondulados, y se precipitó a la casa.

—¡Tía Memi! —gritó, excitada.

—¿Sí?

—¿Se puede saber quién es toda esa gente?

—¿Quiénes?

—Jorge, Ada, Arturo, Ambretta... y esos que se llaman Bernardo...

—Hay que distinguir... —dijo sonriente la tía— entre las personas y los animales. ¿Por cuáles empezamos?

—Diría que por las personas.

—Justo. Una debida consideración. Ambretta es la dueña de la villa; dentro de poco la conocerás. Es una mujer deliciosa, y en cuanto a la villa es espléndida.

—¡Ya me he dado cuenta!

—Ambretta me permite habitar la vivienda del guardián. Es el aposento donde duermo yo, y el tinelo donde duermes tú. Con el baño y la cocinita en una esquina del tinelo. La puerta que separa nuestra vivienda del resto de la villa permanece siempre abierta, y todos constituimos una gran familia. En cuanto a Jorge y Ada...

—¡Son dos chiquillos!

—Invitados temporales de Ambretta. La madre de ellos está haciendo un período de servicio militar y...

—¡Querrás decir su padre!

—El padre es médico. Es la madre quien es teniente del ejército.

—¿De qué ejército?

—¡Israelí, naturalmente! ¿No has notado que los dos niños son sabre?[1] (1). En cambio, sus padres nacieron en Italia. Yo creo que Jorge es la reencarnación de David adolescente. ¿No te lo parece también a ti?

Roberta evocó el rostro altivo del muchacho y asintió con aire convencido. A ella ni siquiera se le había ocurrido pensar en David... pero luego de haberlo mencionado su tía, no podía imaginarse el batallador jovenzuelo sino idéntico a Jorge, bronceado y musculoso, con los ojos claros bajo la oscura onda del cabello.

—En lo referente a Arturo, es un criceto —continuó explicando tía Memi.

—¿Qué?

—¿Pero qué es lo que te han enseñado en la escuela, niña? ¡Menos mal que realizasteis investigaciones! Es un criceto, un hamster, una especie de ardilla de rabo esmochado, cómico hasta lo inverosímil. Tiene dos bolsas faciales donde almacena la comida que se le da, antes de ir a atesorarla en el depósito invernal. Es capaz de meterse en la boca medio «grissino»[2] atravesado. ¡Es para morirse de risa!

—¡Lo creo! ¿Y los Bernardo?

—Son paguros.

—¡Esos los conozco! Se aprovechan de las conchas vacías como vivienda porque carecen de caparazón, ¿verdad?

—Exacto. Jorge ha pescado varios, y ha puesto en el fondo del barreño conchas de varios tamaños. Así puede estudiar el crecimiento estacional de los paguros.

—¿Cómo?

—Observando a los que se ven forzados a cambiar de casa porque en la concha anterior ya no caben, ¡naturalmente!

—¡Naturalmente! —repitió Roberta con aire humillado. Por mucho que su madre llamase a tía Memi «Caballo loco» y dijese que era la chiflada de la familia, la tía sabía un montón de cosas, ¡ya lo creo! Y vivía con gente culta y simpática... ¡y eso que aún no se había tocado el tema de la arqueología, de lo contrario saldrían a relucir cosas magníficas!

Roberta reflexionaba sobre todo aquello mientras tomaba rápidamente la ducha y se enfundaba unos pantalones color crema y un jersey a rayas. No le agradaba mostrar sus brazos y piernas sin tostar, y su piel de rubia era más bien delicada. Por esta causa se encasquetó un gorro blanco de marinero. ¡Si al menos pudiera evitar que su naricita de patata se enrojeciese y se despellejase!

Una rápida mirada al espejo le confirmó que estaba bastante en armonía con el ambiente; quizá la indumentaria pecaba por demasiado nueva (con un cuidado conmovedor la madre le había elegido sus prendas mejores), pero con un poco de buena voluntad Robi no tardaría en quitarle su aspecto flamante.

Comenzó a frotarse vigorosamente los pantalones en la parte de las rodillas, y machucó asimismo el gorro. Luego, satisfecha del resultado, pidió permiso a la tía para ir al encuentro de Ada.

—Ve, claro; mientras tanto yo me llego a la tienda de ultramarinos para unas compras. La puerta aquí está siempre abierta, tanto la del jardín como la que da a la calle. Si regresas antes que yo, espérame.

Roberta asintió y se encaminó a la salida principal. Mientras recorría los pocos metros que la separaban de la puerta, preparaba mentalmente un breve discurso que le sirviera para iniciar con Ada el tema de la arqueología, que es lo que más le interesaba.

Pero evidentemente la arqueología no era un tema que pudiera tratarse de una manera superficial, porque se le echó literalmente encima un muchacho montado en una motocicleta, que consiguió frenar sólo a tres milímetros de sus pantalones nuevos.