Una misteriosa alarma
Al ruido del brusco frenazo seguido del grito de sorpresa y espanto de Roberta, tía Memi se precipitó al umbral.
—Qué diantre... —comenzó a decir. Pero apenas reconoció al muchacho que montaba la moto asumió una expresión de alarma—. ¡Sandrino! ¿Qué sucede?
—Señorita Noemi, las máquinas, ¡marisma amarga!
—¿Las máquinas? En nombre del cielo... aquel fanfarrón, aquel patán grosero... ¡pero haré que lo metan en la cárcel, vaya si lo haré! ¿Cuándo han llegado?
—Esta mañana, ¡marisma amarga! He cogido la moto y he venido volando a advertirla.
—Gracias, Sandrino, eres un ángel, ¡una verdadera providencia! ¿Cómo nos las arreglaríamos sin ti...? ¡Ambretta! ¡Ambretta!
Tía Memi empezó a llamar a grandes voces, vuelta hacia las ventanas del piso alto, en tanto Roberta observaba con interés al «ángel», como lo había definido la tía. Era un jovenzuelo de unos quince años, robusto y de tez colorada, con aspecto más de campesino que de pescador, en cuyo bonachón semblante se reflejaba una expresión asustada. Al percatarse de que Roberta le miraba, enrojeció con violencia y se excusó por el frenazo.
Roberta estaba a punto de rogar que le explicasen lo de las «máquinas», cuando de lo altó llegó una voz en respuesta a las invocaciones de tía Memi.
—¿Qué ocurre?
Era la misma voz profunda de contralto que Roberta había oído cerca de una hora calmando el frenesí de Teodora, y pertenecía a una hermosa dama rubia de aspecto tranquilo. La señora dirigió una cordial sonrisa a la niña, y Roberta, en respuesta, hizo una ligera reverencia.
—Hola, querida; hola, Sandrino —prosiguió la señora, adelantándose a la contestación de Memi. Los deberes de la hospitalidad ante todo.
—Las máquinas han llegado a Roccapineta. Yo corro allá... —exclamó tía Memi.
—¿Quieres confiarme la pequeña?
Memi echó una mirada a su sobrina, pero advirtiendo la expresión ansiosa de ésta sacudió la cabeza negativamente.
—No. Roberta me acompañará. Sólo quería decirte que si no regreso a casa esta noche, probablemente estaré en la cárcel por lesiones y amenazas.
—Bien. Iré a testimoniar en tu favor. ¿Puedes esperar cinco minutos a poner en marcha tu cafetera?
Memi interrogó con la mirada a Sandrino.
—Oh, ¡por ahora seguro que no empiezan! Antes de venir aquí he arrancado todas las estacas de señalización.
—¡Tesoro! —tía Memi envió un beso con la punta de los dedos al muchacho, que se puso rojo como un tomate maduro. Luego ella se precipitó a la casa.
—Sube, Roberta —invitó la señora Ambretta—. Por la terraza —indicó, viendo que la niña miraba en torno, indecisa.
Roberta entonces abrió la cancilla de brezo por la que poco antes había salido Ada con Piccolú, subió los escalones de piedra y se encontró en la terraza que formaba el techo del pórtico del jardín. Desde allí arriba la vista era aún más espectacular, pero no era el momento de admirar el panorama.
La chiquilla atravesó la puerta vidriera y se halló en el cuarto de estar, en el corazón mismo de la villa. El suelo de baldosas se veía interrumpido por grandes recuadros de azulejos de Vietri en blanco y azul; una chimenea se alzaba en el centro de la vista sala, y las piedras ennegrecidas del hogar y la grande y recta campana de la chimenea testimoniaban que debía tirar a la perfección.
Roberta tuvo una rápida visión de muebles sencillos, de cómodas butacas, de banquetas con almohadones de colores vivos apoyados directamente contra los muros externos, de tallada piedra de hermoso color gris y rosado.
—¡Roberta!
Siguiendo la dirección de la voz, la chiquilla continuó su camino y se encontró en la cocina. Ambretta, de un certero y veloz tajo, partía panecillos recién hechos. Mostrándole el frigorífico dijo:
—Ahí dentro hay jamón. Y queso. Rellénalos, de prisa.
Roberta hizo lo que le indicaban y cuando los panecillos estuvieron preparados, Ambretta comenzó a envolverlos en servilletas de papel. La señora poseía unas manos pequeñas y bellísimas, y en sus ojos color de ámbar oscuro centelleaba una luz socarrona que Roberta a primera vista no había notado.
—Conozco a esos arqueólogos —dijo, sonriendo—. Son capaces de olvidarse completamente de comer. .. Anda —prosiguió, metiendo los panecillos en una cestita junto con una botella de agua mineral y unas cervezas—, os bastará hasta la hora del almuerzo. Después de lo cual proveeremos...
Ambretta condujo a la muchacha hasta la entrada principal de la villa, orientada hacia las primeras colinas de la marisma verdeante de vegetación mediterránea. Antes de dejarla salir, descolgó de una percha un amplio sombrero de paja y se lo tendió.
—Es el de mi hijo. Actualmente está excavando en Turquía. ¡Lo necesitarás si quieres salvar tu naricita de quemaduras!
—¡Gracias; muchísimas gracias! —dijo Roberta tomando el sombrero y la cestita de manos de Ambretta—. Y, por favor, ¿ quiere usted excusarme con Ada? Le había prometido que iría a buscarla a la playa.
—No te preocupes. Pero ahora vete, o Memi se impacientará.
Tía Memi había puesto ya en marcha el motor de su monumental «Fiat 1.400».
Los arqueólogos tienen ideas muy particulares en lo que a automóviles se refiere, y al parecer, este anticuado modelo de coche es el más apropiado para los que deben moverse por terrenos polvorientos, cargados con descubrimientos más o menos embarazosos. Asimismo, tienen ideas bastante prácticas en cuestión de vestuario, porque la tía, desechando el vestidito que pensaba lucir para ir de compras, se había puesto unos pantalones de dril y una camisa de hombre, a cuadros rojos y blancos, con las mangas arremangadas hasta el codo.
Apenas vio llegar a su sobrina con la cestita de las provisiones, Memi tocó el claxon en señal de gratitud hacia Ambretta, metió la primera y antes de quitar el pie del embrague se volvió hacia Sandrino.
—¿Nos sigues?—preguntó.
—¡A la fuerza! En modo alguno quiero hacerles tragar polvo, ¡marisma amarga!
Tía y sobrina cambiaron una mirada divertida, y el «1.400» se puso en movimiento.
***
Bajo el sol incipiente atravesaron el puente sobre la torrentera, recorrieron las calles del pueblo bajo con sus casitas claras, sus establecimientos de baños que comenzaban apenas a animarse, los paseos flanqueados de adelfas floridas. Luego abandonaron la región habitada y se hundieron en un perfumado túnel de pinos marítimos, de un verde profundo matizado de esmeralda. Finalmente, después de haber dejado atrás, a la izquierda, un cerro en la cima del cual se erguía un castillo medio derruido, se alejaron del litoral, viraron a la derecha y enfilaron un camino cuyo suelo era un verdadero desastre.
—Han pasado por aquí, ¡marisma amarga! —estalló de pronto tía Memi, empleando la imprecación favorita de Sandrino.
—¿Por que Sandrino dice eso? —inquirió Roberta.
—Se lo enseñé yo.
—¿Tú?
—Sí. Antes él decía marisma y cualquier otra cosa. Entonces yo le dije que si no podía evitar echar pestes de su patria chica, al menos lo hiciera con el título de una bonita canción del ochocientos.
—¿Qué se titula así?
—Exacto.
Tía Memi conducía con atención, soslayando en lo posible los baches, pero manteniendo una buena media aun en aquel batidero. Varias veces Robi volvió la cabeza para ver si Sandrino las seguía, pero no descubrió ni rastro de la motocicleta. Probablemente no le apetecía ser precisamente él quien tragase la polvareda levantada por el «1.400».
Roberta experimentaba unas ganas locas de interrogar a su tía respecto a aquellas «máquinas» infernales que la alteraban tanto, pero pensó que, sin necesidad de importunarla, llegaría por sí sola al cabo del misterio. Y eso ocurrió, fatalmente, apenas alcanzaron el corazón de la finca «Los Jabalíes», pomposamente rebautizada con el nombre de «Roccapineta».